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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ABANDONA ESOS FESTEJOS

Contra el Carpe diem pospolítico

Gustavo Espinosa

La noche esperada e inaudita de 2004
en que, al fin, el Frente Amplio ganó por primera vez las elecciones en Uruguay, Tabaré Vázquez, el Presidente que terminaba de ser elegido, asomó al balcón de un hotel de Montevideo, saludó a la multitud con los brazos en alto y emitió su primer mandato: “Festejen, uruguayos, festejen”. La interpretación más literal y sensata de aquella apelación acotaba su alcance a la jornada apenas postelectoral: el Dr. Vázquez invitaba a aquellos que lo habíamos votado a relajarnos en el  alivio del festejo, después de una campaña agotadora, después de décadas de derrotas. También podía ser que la exhortación abarcara a todos los orientales, que fuera la anunciación de tiempos mejores y festejables para todos (aún para los que no eran frenteamplistas).

Sin embargo, pronto iba a quedar claro que aquella breve arenga, de contenido más bien banal, quizás hubiese sido proferida desde una astucia o intuición certera del Presidente, cuando no de alguno de sus asesores. La incitación a la fiesta encajaba de modo muy natural en el aire de los tiempos, inaugurando institucionalmente una conducta de los uruguayos que ya se insinuaba en el momento en que la izquierda llegó al gobierno. Recuérdese, por ejemplo, la celebración exorbitada del segundo puesto obtenido por el equipo uruguayo en el campeonato juvenil de Malasia en 1997. Después del decreto inicial que Vázquez clamoreó a viva voz, estimulados por la mejora económica, por la posibilidad del consumo imparable, una parte muy visible de los uruguayos, comenzó a mostrarse en estado festivo continuo.

El júbilo incesante no exige pretextos demasiado contundentes para estallar: en 1970 un cuarto puesto en el mundial de fútbol se vivió con melancolía y un poco de vergüenza; en 2010, ese mismo resultado deportivo echó a las calles a una muchedumbre alucinada de alegría. Este comportamiento refuta los estereotipos más arraigados acerca del carácter nacional. Esa entidad discutible fue alguna vez fabulada, ilustrada y criticada por ensayistas, sociólogos, cronistas de costumbres, y aún por grandes escritores (por ejemplo: Julio Herrera). Hoy, sin embargo, un anuncio publicitario instituye y amplifica alegremente al “nuevo uruguayo”, una especie de bobo grande, bebedor de cerveza, hincha pintarrajeado, carnavalero en La Pedrera, turista en el Uruguay Natural.

Si aún quedase alguien capaz de tomar distancia de la fiesta (un crítico, un amargo) debería averiguar con estupor los fundamentos del Uruguay hedonista que se entrega a la desesperación del Carpe diem

Por cuatro días locos

La conciencia de la propia mortalidad ha sido una obsesión fértil. Según sostiene Platón en el Fedón, la certeza incontestable de que nos vamos a morir ha provisto a la filosofía de su asunto más importante: “…los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse para la muerte”. De allí irradia también la tradición literaria y retórica que componen ciertos tópicos o lugares comunes. Se trata de una condensación de ciertas verdades transhistóricas, de una nanotecnología de la escritura: centavos de civilización que se identifican mediante locuciones en latín. Los tópicos también constituyen una versión aristocrática de la paremiología, ya que su origen no se borronea en el anonimato del folklore, sino que es rastreable en Horacio, en Ausonio, en Tertuliano; se los puede seguir leyendo en Manrique, en Garcilaso, en Góngora y Quevedo, en Darío, en Vallejo, en Ionesco, etc.. También es verdad que los tópicos desaguan como se ha dicho en Discépolo o, ya fuera de la escritura, en las Catrinas mexicanas. La más primaria de estas sentencias es la que se conoce como Memento mori  (recuerda que te vas a morir). Con ese intenso ayudamemoria se entretejen otros tópicos prestigiosos: Tempus fugit  (el tiempo huye), Vanitas vanitatum (vanidad de vanidades), que refiere la caducidad de los bienes mundanos, cuyo símbolo clásico es la belleza efímera de la rosa, y una dupla de más denso contenido ético, que bien podría considerarse como una pareja de opuestos: De contemptu mundi (sobre el desprecio del mundo), y el ya mencionado Carpe diem (disfruta el día). Las realizaciones más didácticas y famosas del tema del desprecio del mundo, tal vez sean las contenidas en las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, y en Hamlet. El príncipe de Dinamarca constata en la célebre calavera de Yorick que el mundo está como diría un relator de fútbol viciado de nulidad, por lo cual se zambulle en la melancolía y en la meditación nihilista. El poeta español, por su parte, había ofrecido una versión más dogmática y plenamente medieval del tópico: las apariencias vanas del mundo no deben ser sobrevaloradas en sí mismas, porque no son más que simulacros y gesticulaciones colorinches de la muerte, y por lo tanto deben ser trascendidas ascéticamente.

Por otro lado, el Carpe diem (esperablemente más exitoso en estos tiempos de hiperconsumo hedonista) tacha toda trascendencia, y propone una ética del instante congelado. “Coge las rosas, muchacha, mientras está fresca tu juventud, pero no olvides que así se desliza también tu vida”, escribía Ausonio en los comienzos de nuestra Era. “Por cuatro días locos que vamos a vivir / por cuatro días locos te tenés que divertir”, cantaba Alberto Castillo en las radios de mediados del siglo pasado. En ambos extremos se percibe a la muerte como raíz solapada del goce, se deja ver el reverso fúnebre de la fiesta. “Porque la vida es hoy”, enuncia hoy mismo el eslogan de una tarjeta de crédito.



Cuando nos muéramos todos

Una moral arraigada en la desesperación festiva del Carpe diem sería absurda como principio de la acción política. En todo caso, la política articularía mejor con el desprecio del mundo. La política es, de algún modo, un desprecio del mundo tal y como lo conocemos; es un programa que nos dirige hacia la superación del mundo, que se propone trascenderlo. Sin embargo, como si aquella interjección primordial del Dr. Vázquez se hubiese convertido en la máxima de un dogma, el festejo, el mero júbilo sin programa, pareció, en algún momento, ser la forma más notoria de la militancia frenteamplista. La izquierda, en otros tiempos, se había visto a sí misma como la realización más genuina y acabada de la política; se proponía fundada en una racionalidad, a diferencia de la mera adhesión afectiva, naturalizada, propia de los partidos tradicionales, que entre otras formas de manifestar su pertenencia o de reclutar adeptos utilizaban el festejo pantagruélico (todavía en 1989, en el interior de Treinta y Tres, vi grandes campamentos electorales con vaquillonas asadas, cerveza gratis, juegos de taba).

Pero terminó el primer período de gobierno frentista, y otra vez la campaña electoral se ensanchó como un carnaval o un éxtasis deportivo, con tamboriles, banderas mensuradas en kilómetros y caras pintadas. No se ganó en primera vuelta, pero igualmente hubo a la manera del aguante futbolístico una especie de festejo estoico. La defensa de la alegría sustituyó otras consignas históricas como la igualdad o la justicia. Finalmente, el Frente ganó en el balotaje, y también hubo festejos ruidosos.

Pocos repararon en que aquella victoria estaba, por lo menos, fastidiada por una derrota moral y política: la papeleta que proponía la anulación de la Ley de Impunidad no logró los votos necesarios. En general, los políticos de la izquierda, particularmente los de su sector más votado, habían dedicado muy poco tiempo y energía a ese asunto en su publicidad y en sus discursos. De todos modos, el presidente electo ya había abolido la posibilidad de resolver políticamente este asunto (los crímenes de la dictadura), recurriendo a los fundamentos fatídicos de la biología o de la metafísica: esto solo iba a solucionarse “cuando nos muéramos todos”. Otro tópico: la muerte como suprema justiciera.

Últimamente, ha habido ciertos dictámenes jurídicos que vuelven a obstruir la posibilidad de juzgar los delitos de la dictadura, que se encaminan fluidamente hacia la prescripción. Hay quienes opinan que se trata de una consecuencia de ciertas precariedades políticas, con las cuales se pretendió, en su momento, resolver momentáneamente las cosas. Es una buena oportunidad para dejar, por fin, de festejar.

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