La noche
esperada e inaudita de 2004
en que, al fin, el Frente Amplio ganó por primera vez las elecciones en
Uruguay, Tabaré Vázquez, el Presidente que terminaba de ser elegido, asomó al balcón de
un hotel de Montevideo, saludó a la multitud con los brazos en alto y
emitió su primer mandato: “Festejen, uruguayos, festejen”. La
interpretación más literal y sensata de aquella apelación acotaba su
alcance a la jornada apenas postelectoral: el Dr. Vázquez invitaba a
aquellos que lo habíamos votado a relajarnos en el alivio del festejo,
después de una campaña agotadora, después de décadas de derrotas.
También podía ser que la exhortación abarcara a todos los orientales,
que fuera la anunciación de tiempos mejores y festejables para todos
(aún para los que no eran frenteamplistas).
Sin embargo, pronto iba a quedar
claro que aquella breve arenga, de contenido más bien banal, quizás
hubiese sido proferida desde una astucia o intuición certera del
Presidente, cuando no de alguno de sus asesores. La incitación a la
fiesta encajaba de modo muy natural en el aire de los tiempos,
inaugurando institucionalmente una conducta de los uruguayos que ya se
insinuaba en el momento en que la izquierda llegó al gobierno.
Recuérdese, por ejemplo, la celebración exorbitada del segundo puesto
obtenido por el equipo uruguayo en el campeonato juvenil de Malasia en
1997. Después del decreto inicial que Vázquez clamoreó a viva voz,
estimulados por la mejora económica, por la posibilidad del consumo
imparable, una parte muy visible de los uruguayos, comenzó a mostrarse
en estado festivo continuo.
El júbilo incesante no exige
pretextos demasiado contundentes para estallar: en 1970 un cuarto puesto
en el mundial de fútbol se vivió con melancolía y un poco de vergüenza;
en 2010, ese mismo resultado deportivo echó a las calles a una
muchedumbre alucinada de alegría. Este comportamiento refuta los
estereotipos más arraigados acerca del carácter nacional. Esa entidad
discutible fue alguna vez fabulada, ilustrada y criticada por
ensayistas, sociólogos, cronistas de costumbres, y aún por grandes
escritores (por ejemplo:
Julio Herrera). Hoy, sin embargo, un anuncio publicitario instituye
y amplifica alegremente al “nuevo uruguayo”, una especie de bobo grande,
bebedor de cerveza, hincha pintarrajeado, carnavalero en La Pedrera,
turista en el Uruguay Natural.
Si aún quedase alguien capaz de
tomar distancia de la fiesta (un crítico, un amargo) debería averiguar
con estupor los fundamentos del Uruguay hedonista que se entrega a la
desesperación del Carpe diem.
Por cuatro días locos
La conciencia de la propia
mortalidad ha sido una obsesión fértil. Según sostiene Platón en el
Fedón, la certeza incontestable de que nos vamos a morir ha provisto
a la filosofía de su asunto más importante: “…los verdaderos filósofos
no trabajan durante su vida sino para prepararse para la muerte”. De
allí irradia también la tradición literaria y retórica que componen
ciertos tópicos o lugares comunes. Se trata de una condensación de
ciertas verdades transhistóricas, de una nanotecnología de la escritura:
centavos de civilización que se identifican mediante locuciones en
latín. Los tópicos también constituyen una versión aristocrática de la
paremiología, ya que su origen no se borronea en el anonimato del
folklore, sino que es rastreable en Horacio, en Ausonio, en Tertuliano;
se los puede seguir leyendo en Manrique, en Garcilaso, en Góngora y
Quevedo, en Darío, en Vallejo, en Ionesco, etc.. También es verdad que
los tópicos desaguan —como
se ha dicho—
en Discépolo o, ya fuera de la escritura, en las Catrinas mexicanas. La
más primaria de estas sentencias es la que se conoce como Memento
mori (recuerda que te vas a morir). Con ese intenso ayudamemoria se
entretejen otros tópicos prestigiosos: Tempus fugit (el tiempo
huye), Vanitas vanitatum (vanidad de vanidades), que refiere la
caducidad de los bienes mundanos, cuyo símbolo clásico es la belleza
efímera de la rosa, y una dupla de más denso contenido ético, que bien
podría considerarse como una pareja de opuestos: De contemptu mundi
(sobre el desprecio del mundo), y el ya mencionado Carpe diem
(disfruta el día). Las realizaciones más didácticas y famosas del tema
del desprecio del mundo, tal vez sean las contenidas en las Coplas
por la muerte de su padre de Jorge Manrique, y en Hamlet. El
príncipe de Dinamarca constata en la célebre calavera de Yorick que el
mundo está
—como diría un relator de
fútbol—
viciado de nulidad, por lo cual se zambulle en la melancolía y en la
meditación nihilista. El poeta español, por su parte, había ofrecido una
versión más dogmática y plenamente medieval del tópico: las apariencias
vanas del mundo no deben ser sobrevaloradas en sí mismas, porque no son
más que simulacros y gesticulaciones colorinches de la muerte, y —por
lo tanto—
deben ser trascendidas ascéticamente.
Por otro lado, el Carpe diem
(esperablemente más exitoso en estos tiempos de hiperconsumo hedonista)
tacha toda trascendencia, y propone una ética del instante congelado.
“Coge las rosas, muchacha, mientras está fresca tu juventud, pero no
olvides que así se desliza también tu vida”, escribía Ausonio en los
comienzos de nuestra Era. “Por cuatro días locos que vamos a vivir / por
cuatro días locos te tenés que divertir”, cantaba Alberto Castillo en
las radios de mediados del siglo pasado. En ambos extremos se percibe a
la muerte como raíz solapada del goce, se deja ver el reverso fúnebre de
la fiesta. “Porque la vida es hoy”, enuncia hoy mismo el eslogan de una
tarjeta de crédito.
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Cuando nos muéramos todos
Una moral arraigada en la
desesperación festiva del Carpe diem sería absurda como principio
de la acción política. En todo caso, la política articularía mejor con
el desprecio del mundo. La política es, de algún modo, un desprecio del
mundo tal y como lo conocemos; es un programa que nos dirige hacia la
superación del mundo, que se propone trascenderlo. Sin embargo, como si
aquella interjección primordial del Dr. Vázquez se hubiese convertido en
la máxima de un dogma, el festejo, el mero júbilo sin programa, pareció,
en algún momento, ser la forma más notoria de la militancia
frenteamplista. La izquierda, en otros tiempos, se había visto a sí
misma como la realización más genuina y acabada de la política; se
proponía fundada en una racionalidad, a diferencia de la mera adhesión
afectiva, naturalizada, propia de los partidos tradicionales, que —entre
otras formas de manifestar su pertenencia o de reclutar adeptos—
utilizaban el festejo pantagruélico (todavía en 1989, en el interior de
Treinta y Tres, vi grandes campamentos electorales con vaquillonas
asadas, cerveza gratis, juegos de taba).
Pero terminó el primer período de
gobierno frentista, y otra vez la campaña electoral se ensanchó como un
carnaval o un éxtasis
deportivo, con tamboriles, banderas mensuradas en kilómetros y caras
pintadas. No se ganó en primera vuelta, pero igualmente hubo —a
la manera del aguante futbolístico—
una especie de festejo estoico. La defensa de la alegría sustituyó otras
consignas históricas como la igualdad o la justicia. Finalmente, el
Frente ganó en el balotaje, y también hubo festejos ruidosos.
Pocos repararon en que aquella
victoria estaba, por lo menos, fastidiada por una derrota moral y
política: la papeleta que proponía la anulación de la Ley de Impunidad
no logró los votos necesarios. En general, los políticos de la
izquierda, particularmente los de su sector más votado, habían dedicado
muy poco tiempo y energía a ese asunto en su publicidad y en sus
discursos. De todos modos, el presidente electo ya había abolido la
posibilidad de resolver políticamente este asunto (los crímenes de la
dictadura), recurriendo a los fundamentos fatídicos de la biología o de
la metafísica: esto solo iba a solucionarse “cuando nos muéramos todos”.
Otro tópico: la muerte como suprema justiciera.
Últimamente, ha habido ciertos
dictámenes jurídicos que vuelven a obstruir la posibilidad de juzgar los
delitos de la dictadura, que se encaminan fluidamente hacia la
prescripción. Hay quienes opinan que se trata de una consecuencia de
ciertas precariedades políticas, con las cuales se pretendió, en su
momento, resolver momentáneamente las cosas. Es una buena oportunidad
para dejar, por fin, de festejar.
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