En la década
de los 80 del siglo pasado,
el estado de la civilización en tiempos de capitalismo tardío fue
narrado por un par de libros escritos por sendos intelectuales franceses
con indiscutible talento de divulgadores. Ambos se diseminaron por el
mundo hispanófono en traducciones publicadas por Anagrama. El más
exitoso, La era del vacío (1983) de Gilles Lipovetsky, es un
flash preciso e indisimulablemente fascinado sobre la encandilante
nebulosa que resultó de la demolición de la modernidad y sus
instituciones. El otro libro es una especie de protesta, por momentos
interjectiva y panfletaria, ante el avasallamiento del pensamiento
ilustrado por parte de una serie de irracionalismos que, según el autor,
radican en una
noción de cultura de filiación alemana y romántica. Se trata
de La derrota del pensamiento (1987) de Alain Finkielkraut. Ya en
la introducción el ensayista sostiene que cierta concepción omnímoda y
difusa de cultura, contra la cual arremete, coloca a la actividad
intelectual en plano de igualdad con la costumbre de embeber una tostada
en el café con leche. Ataca también el indeterminismo estético. Recuerdo
la indignación de Finkielfraut ante el hecho de que un par de botas
tejanas fuese valorado en los mismos términos que la obra de William
Shakespeare.
Mucho tiempo antes, en 1927,
Ortega y Gasset (que solía remitir a Fichte y a Nietzsche) proponía, con
cierto empaque de iconoclasta que alardea de lo inaudito de sus dichos,
que el intelectualismo era la causa de varios de los males que afligían
a Occidente: Eso no es la cultura, es solo una dimensión de la
cultura, es la cultura intelectual (...) Así, al progreso
intelectual ha acompañado un retroceso sentimental; a la cultura de la
cabeza una incultura cordial. (Ortega y Gasset, Corazón y cabeza,
Obras completas, vol. VI, Madrid 1955).
La derrota del pensamiento
considera, sesenta años más tarde, que los reclamos de Ortega ya se han
convertido en una hegemonía con la cual es necesario enojarse. Más tarde
aún, ahora que los
estudios
culturales y el postestructuralismo se han vulgarizado y viralizado
en nuestro sentido común, el texto de Finkielkraut, su logocentrismo
desesperado, parece un exabrupto algo reaccionario.
Sin embargo, la sintomatología
que denuncia se manifiesta sin rebuscamientos en ciertas prácticas y
discursos que es necesario problematizar. Tal es el caso de
algunos colectivos cuya legitimidad como sujetos políticos parece
sustentarse (a juzgar por sus intervenciones o su praxis) en el amor, en
el dolor, en la indignación; en fin, en las emociones o en la
afectividad. Esta cuestión, y sus consecuencias, ya tienen —entre
nosotros, uruguayos—
sus críticos. Afirma Soledad Platero: Estimo que la acción destinada
a conmover se queda allí, en la esfera emocional. Todo el mundo dice “qué
horror” y pasa rápidamente a otra cosa, con lo cual el sistema de
determinantes políticas, sociales y culturales que explican la
situación, permanecen ocultas. (...) La haraganería mental encuentra un
aliado de excepción en la emotividad porque, ¿quién no quiere
emocionarse? Todos queremos experimentar la emoción de “sentirnos
parte” de algo mayor, y también salir a la mayor velocidad posible de
la incertidumbre. (Fabio Guerra, “Pensándolo bien”, entrevista a
Soledad Platero, Brecha Nº 1424, Montevideo, 8/3/13).
Existen, por otro lado, fenómenos
de índole parecida (arraigados en la pura afectividad) que no son meros
refucilos en el imperio de lo efímero, y cuya relación con la política
es más compleja. Se trata de las agrupaciones de defensa de los Derechos
Humanos integradas por familiares (abuelas, madres, hijos) de las
víctimas del terrorismo de Estado ejercido por las dictaduras de los
años 1970. Estas organizaciones, cuyo emblema o buque insignia son las
Madres de Plaza de Mayo en Argentina, nacieron de un déficit de la
política. El carácter sentimental (privado si se quiere) de sus
motivaciones les dio el impulso para emerger por las ínfimas fisuras de
la represión, escamotear ante el fascismo la naturaleza política de sus
reivindicaciones. Luego, las diferentes formas que se le dio a la
impunidad durante los gobiernos democráticos que sucedieron a las
dictaduras (los indultos, el punto final y obediencia debida en
Argentina, la ley de caducidad y sus vaivenes recientes en Uruguay)
depositaron nuevamente en estos colectivos la responsabilidad que otros
agentes clásicos de subjetividad política no supieron o no quisieron
asumir.
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Entonces, estas emergencias de
la penuria de la política vinieron, muchas veces, a sustituirla, por lo
cual su relación con la política suele ser conflictiva y mutable. Se ha
escuchado muchas veces a Tati Almeida, una de las Madres más
representativas y lúcidas de Argentina, expresar una especie de mea
culpa por el gorilismo (así llaman los peronistas al antiperonismo)
recalcitrante de sus orígenes. Lo dice cuando las luchas del movimiento
que lidera han sido acompañadas y favorecidas por el gobierno argentino
de filiación peronista. Por otro lado los opositores a este gobierno
reprochan la “politización” de estos movimientos, que supuestamente
estaban fuera este tipo de prácticas espurias, fundados en la pureza de
los sentimientos maternales, y ahí deberían permanecer.
Uno de los daños colaterales de
la intervención de estas organizaciones puede ser la invisibilización de
las motivaciones ideológicas que convirtieron a sus familiares en
víctimas de desaparición, de asesinato, de tortura. Estos pueden
aparecer a veces como nietos, hijos o padres expuestos a la compasión
pública, y no como militantes de una determinada causa, mediante tal o
cual estrategia. Ocurre entonces una especie de trivialización
melodramática que es necesario trascender.
Otro rasgo complicado, que
obstruye la relación entre los grupos de familiares y la política, es la
inimputabilidad de aquellos. Dado el carácter intransferible, el volumen
incalculable de amor y de dolor que genera hechos y dichos, éstos se
vuelven incontestables. Hay una especie de blindaje ético y sentimental
que encapsula a las Madres o a las Abuelas contra toda refutación
estratégica o ideológica. No fue un viejo poeta stalinista, ni un
talibán drogado, ni una estrella de rock fundamentalista, sino
Hebe de Bonafini quien anunció: Juan Pablo II es un cerdo. Aunque
un sacerdote me dijo que el cerdo se come y este Papa es incomible.
Las madres han sabido
universalizar la particularidad insondable de su amor y su dolor
exasperados (la han politizado). La política debe terminar de
metabolizar eso, para que no se convierta en una entidad irreprochable,
maciza y
pospolítica, sentimental o metafísica, invulnerable a toda
dialéctica.
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