No hace demasiado, en 2004,
arqueólogos
alemanes encontraron algo así como el Santo Grial de los protestantes.
Un trono de piedra de 30 centímetros cuadrados, la recóndita
letrina, siempre referida pero nunca atestiguada, que compareció cuando
las excavaciones en Witemberg revelaron un anexo a la casa de Martín
Lutero. Como es sabido, el teólogo que desencadenó su Cisma fue también
uno de los constipados más célebres que haya conocido Occidente. Tanto
que, en sus escritos, su inspiración provenía de un secretus locus
monachorum hypocastum, o cloaca, el mismo lugar donde habría
de descubrir que la salvación es, solamente, cosa de fe (y no de razón
ni de bulas pontificias).
En las
Tischreden (Conversaciones
de sobremesa) un
ya obeso Lutero recordaba a sus comensales que fue allí, entrampado en
la cloaca, sudando y bufando por liberar los intestinos, que el Espíritu
Santo le trajo la iluminación de que la Justicia Divina no se agotaba en
el castigo horrendo que dictaminaban sus contemporáneos, y que por
entonces pintaba entre otros El Bosco, sino que era por la Justicia
Divina que el creyente era salvado, o rectificado.
En particular, mientras pujaba heroico pero todavía vano, lo asaltó la
Epístola a los romanos
1:17
(“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe,
como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”). Las palabras,
recuerda Lutero, “vinieron a mí empujándose unas a otras de todas
partes, sonriendo en su acuerdo”, y es ahí donde se produjo su gran
liberación. Por supuesto, a partir de ese momento, se acabó la
dispepsia, su sujeción al dogma latino y se le abrió al sacerdote una
nueva vida en Cristo. Defecar y reivindicar el derecho a la
interpretación fueron un gesto solo, lo mismo que salirse de la tiranía
del latín e interpretar, o verter, los testamentos al alemán, tarea que
emprendió con furia de cíclope y completó en 1534, afectando no solo lo
que de allí en más pensaran los alemanes sobre Dios sino, además, de
forma definitiva, su propia lengua.
Traducir y digerir, interpretar y evacuar, impresión y deyección.
Cualquiera de estos pareados rutila en el cisma. Se ha leído
sobradamente la escritura escatológica de Lutero (doblemente
escatológica, porque al estudio de los últimos días agrega una retórica
atiborrada de culos y de mierda), desde los tiempos en que su
agresividad excrementicia azoraba a
Tomás Moro, algo que todavía causa perplejidad entre sus estudiosos.
Algunos tratan de leerlo a la luz, también hiperfisiológica, de
su contemporáneo Rabelais (el teólogo, en su
epistolario cuenta que libera “gargantuescas” cantidades de orina).
Otros entienden que la crudeza de su lenguaje le servía para combatir
enemigos corporales e inmateriales
(tirarle mierda a los malos espíritus, digamos), sin faltar el repujado
análisis freudiano de
Erik H. Erikson, quien a mediados del siglo XX, en su muy
difundido Young Man Luther entendía que, hijo de minero como era,
trataba de identificar los propios intestinos con los “peligrosos y
volubles de la tierra”, es decir el cobre que buscaba su padre, al
tiempo que su obsesión con el vientre revelaría un campo de batalla
entre la voluntad paternal y la infantil, que se resumiría en un
“desafío anal” a la voluntad de ese otro padre, el Papa.
Clarinada liberadora del retrete
La exhumación arqueológica, por otra parte, reveló que teólogo y
familia, a pesar de las protestas de humildad y escasez, comían
generosamente, y que los gansos que se regalaban regularmente
suministraban las plumas con las que escribió sus 95 tesis. Esto, por un
lado, abre la compuerta para que cualquier escritor esté alerta de que,
de aquí en más, puede ser considerado el caso de una investigación tipo
CSI, o Bones, ya que cualquier proclama disfrazada de
confesión puede, ya, ser rebatida con investigaciones de basura y de
retrete.
Por otro, el repaso de las aventuras intestinales de Lutero, atentísimo
lector de San Pablo, de alguna forma pone de relieve que toda la
aventura humanística, al menos desde el Renacimiento, ha sido procurar
una liberación que puede alcanzarse, tal vez, con notable ventosidad,
pero que no debe descuidar ni cuerpo ni tampoco alma. Todas las
doctrinas de la liberación parten de la premisa de que alguien (Satanás,
el engañador, nos diría San Pablo) nos ha inoculado un cuerpo extraño y
es ahí donde, como reclama el evangelio, la verdad nos hará libres. Y
por otro, nos alerta de las limitaciones que, en ocasiones, una
concepción en exceso beleletrística de la cultura puede desatender lo
esencial. Pero si hablamos de cultura, al menos en sentido amplio, o
antropológico, no debemos olvidar que también tenemos que hablar de
comer y deponer. Así, los trabajos de Claude Levy-Strauss sobre la
mitología bororó, en el siglo XX, habían establecido, en Lo crudo y
lo cocido, que cultura es el pasaje, precisamente, de lo crudo a lo
cocido, y en De la miel a las cenizas, que cultura es la
distinción entre comida y excremento.
¿Habría algo más pertinente en esta acepción de la palabra cultura
que la construcción de letrinas individuales, que establecen una
intimidad inviolable, ese lugar secreto al que puede recurrir el
teólogo? Porque si algo ha quedado claro es que el Dios de los
protestantes, antes de inventarse, o de revelarse, tuvo que esperar a la
entronización de ese tipo de cloaca en la que el individuo caga en
perfecta intimidad y sigilo. Esto es decir que, una teoría cultural
debería prestarle atención a los modos de cagar, algo que bien tenía
presente Lutero, lector de Rabelais, autor que, entre los títulos que
asignaba a la educación de Pantagruel, incluía un Tartarentus modo
cacandi, y a las tecnologías que se le dispensan. Así, si se sigue
la confesión de Lutero, la reivindicación protestante de la libre
interpretación no podría haber ocurrido en una letrina pública, como las
que confeccionaban los romanos, que jamás entendieron la necesidad de
defecar a solas, como no la entendían pilares del catolicismo como
Ambrosio o Agustín.
A fin de cuentas, ¿qué hay más
cultural que comer o defecar? Si se sigue la evolución del
protestantismo, habría que entender que estamos donde estamos porque,
antes de creer en el dinero, aprendimos a defecar a solas. Si el
análisis que debemos a Max Weber sobre la ética laboral protestante es
complementado con las ya legendarias, y victorianas, observaciones de
Sigmund Freud sobre la retención anal, tendríamos que resignarnos al
hecho de que el capitalismo se afianza toda vez que recurrimos a la
mochila sanitaria. Según Freud, la educación que recibe el niño sobre el
valor monetario de sus heces, que lo exilia, por decirlo así, de una
cultura del exceso y el regalo (el primer regalo, la mierda), más
cercana al catolicismo y la mano muerta de la Iglesia terrateniente que
denunciaba Karl Marx, algo que tomaba en cuenta por ejemplo Carlos
Fuentes para reivindicar en su momento el carácter liberador de lo que
llamó palabras caca en
La nueva novela latinoamericana. Y dicho más en breve, ¿es
posible el capitalismo como lo conocemos sin la publicación, en 1561, de
las Metamorfosis de Ajax, una autodefinida sátira cloacal del
mismo John Harington al que se atribuye la invención del inodoro? ¿Cómo
liberarnos, ahora, en este siglo XXI que se pretende inconsútil y
virtual si no damos cuenta, primero, de la sanitaria de Dios?
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¿Y los Estudios Culturales?
Esta pregunta por la liberación, por supuesto, viene preñada de otra.
¿Quién es el agente, es decir la disciplina, que debería liberarnos? Los
antiguos saberes humanísticos parecerían verificarse insuficientes, y la
transdisciplinareidad, en la que la ciencia arqueológica y antropológica
vienen a poner a prueba la letra del sacerdote, es incapaz de plantearse
el imperativo, siempre teologal, y alguna vez político-social, de la
liberación. Es en momentos como éste en que descubrimos que, por
décadas, los humanistas hemos venido perdiendo el tiempo. Esa disciplina
de momento no existe, pero hasta ayer, alguno podría haber contestado
con liviandad que, en las últimas décadas, una, surgida en el Reino
Unido de posguerra, debería alzar la antorcha de esta liberación. Se
trata de los Estudios Culturales, cuyo alcance, según cualquier
vademécum, cuando no
en extremo heterogéneo, es
tan amplio como la cultura misma.
Esta disciplina, enancada en premisas antropológicas, campea en Estados
Unidos y ha conquistado buena parte de la currícula humanística en
América Latina, pero lo que a modo de ejemplo nos muestra Lutero es que
convendría que ensanchara sus miras porque, de momento, sus oficiantes
andan mucho más entusiasmados en reivindicar relativismos para renunciar
a toda axiología: propagan la especie de que todo vale lo mismo, noción
a todas luces disparatada, ya que, al interior de cada cultura, todo se
rige por mérito y valores, desde quién escribe mejor hasta quién escupe
más lejos o mejor resiste ciertas drogas. Y este relativismo, desde un
principio, fue erigido sobre una coartada hipotéticamente emancipadora,
que confunde, lamentablemente, liberación con inclusión y asume que
expresiones marginadas no encontraban su lugar en los estudios
humanísticos, que eran de por sí elitistas, y que por tanto ahí están
estos estudios para darles cabida.
Pero espacio, o amasijo, no es lo mismo que liberación. Recuérdese: lo
mismo que haría luego la Escuela de Frankfurt, Marx se autodefinía como
crítico cultural, uno que reivindicaba el gran arte “reaccionario” de
Honoré Balzac porque exponía, mejor que el bienintencionado Émile Zola,
las contradicciones de clase. Para Marx, o luego para Theodor W. Adorno,
la finalidad de la crítica cultural, en todo momento, era la liberación
y nunca el andar chuleando relativismos que, si a algo conducen, en
términos luteranos, es a un amontonamiento que, lejos de fluir, ocluye,
en el que nada se discierne.
Y esto debe ser dicho de una vez: nada ni nadie se emancipa porque se le
quite el prefijo sub. Si antes determinados objetos eran
considerados subliterarios o subartísticos, los Estudios Culturales lo
que logran es que todo se vuelva sospechoso de ser una versión inferior
a sí misma, incluso
Shakespeare, los estoicos o Virgilio. Por otra parte, la hipotética
ampliación del campo de estos estudios nada tiene que ver con las
instancias en rigor liberadoras de quienes entienden que el arte se hace
en cultura. Uno puede pensar en Picasso pintando un sifón, y abriendo
así el arco de representación de la plástica y de la vanguardia; en
Goethe reatendiendo, después de un siglo de tirantez neoclásica, los
cantos y bailes del volk; o mucho antes, en el bajo Medioevo, a
Dante hincándole el diente a la lengua vulgar que, a partir de él, será
la materia con que habrá de surgir, en Occidente, la expresión poética y
habrán de secularizarse los Estados-Nación.
De alguna forma era eso lo que reclamaba en su momento Charles
Baudelaire al “pintor de la vida moderna”: lubricar esas fuerzas que
exigen liberarse, fuerzas que, de alguna forma, ya están tramitando una
nueva expresión, que habrán de darle un nuevo sentido a los días. Así,
por ejemplo el blues o el tango (ni qué hablar del rock) eran una lengua
potente, capaz de articularse por décadas en una cultura propia, pero,
por más que se intente sacralizar fenómenos transitorios, que incluso ya
han fenecido, por ejemplo la cumbia villera, lo único que se logra es
atragantarse en pabellones de taxidermia, embuchando cachivaches con
bolas de naftalina. Y, peor aún, en más de un caso, la indiscriminada (o
si se prefiere indigerible) inclusividad de los Estudios Culturales
revierte en constipación administrativa. Piénsese, por ejemplo, que en
Uruguay, país al que llegó hace poco la disciplina, no falta quien
pregone que el mayor
producto de exportación cultural del país son los videojuegos. Y
aquí, claro, la pregunta viene sola: ¿podría alguien explicar, entonces,
en qué son más culturales los videojuegos que los ponchos de lana o el
dulce de leche? ¿No debería, entonces, estudiarse como forjadores de
nación y welstanchauung al poncho de lana, al dulce de leche,
etc., y otorgárseles premios culturales a la trayectoria? Cuando todo es
cultura, nada queda para el estudio de la cultura (y con este mazacote
no hay intestino que aguante).
La paradoja es que, estando como estamos infestados de expertos en
Estudios Culturales, se desatienden los modos de comer y deponer, y las
narrativas que les asignen sentido, y lo que tenemos, en su lugar, es
doctos apresuradísimos por confundir cultivo del alma con craso
entretenimiento. Si la letrina y el inodoro, monumentos antibarrocos,
capitalistas y protestantes, no tienen lugar en ellos, cabe preguntarse
de qué cultura se encargan los Estudios Culturales. Lo que parece obvio
es que, si no les encuentran, además de lugar, clave libertaria,
deberían, como la Esfinge de Edipo, autoaniquilarse. Porque el resto es
cultura stricto sensu, es decir Shakespeare, Dante, Picasso,
Dylan, Marguerite Yourcenar o Clarice Lispector, cultura con la que,
hasta el momento, tampoco han sido capaces de lidiar.
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