Los laberintos más
triviales aparecen en las revistas de entretenimientos para niños.
Hasta hace poco, los dibujantes trazaban laboriosamente los meandros
y callejones sin salida con ayuda de reglas y cartabones. Ahora
hay programas de computadora muy sencillos que generan interminables
laberintos. Hay una correspondencia fundamental entre el modo
de funcionamiento de las computadoras y la esencia de los laberintos
triviales.
Cuando se recorre con la punta del lápiz los caminos de
un laberinto basado en una cuadrícula, aparece cada tanto
un bivium (dos vías, o bifurcación), o un trivium
(tres vías, o encrucijada), que plantea la necesidad de
optar. Por supuesto, los laberintos no necesariamente se basan
en una cuadrícula, de modo que las encrucijadas pueden
formarse con muchos -en teoría infinitos- caminos que
se cruzan o se encuentran en un punto, pero la elección
del caminante (o del grafiante, en el laberinto de revista) se
hace necesaria ya cuando aparece sólo una bifurcación;
por eso, basta la idea de bivium para definir la esencia del
labertinto.
Y justamente el bivium
es la forma de accionar de las computadoras: sí o no,
cero o uno, nada o todo, tal es la esencia del universo informático.
Metido en el laberinto, cualquiera puede darse cuenta que una
simple elección en determinado momento conduce a un mundo
cualitativamente diferente: un camino lleva a la meta, el otro
a la perdición.
Lo que resulta interesante es que existen laberintos que no tienen
encrucijadas. Estos laberintos no son triviales porque no tienen
trivia ni bivia, pero además porque resulta más
difícil comprender su sentido: ¿por qué
retorcer el camino, si de todas maneras no hay posibilidad de
equivocarse? Pues penetrar en un laberinto sin bivia puede ser
cansador, hasta puede desesperar por lo dilatado de la marcha,
pero no deja de ser una garantía de camino seguro, en
el que no se pide la atención ni el juicio del que avanza,
sino sólo la confianza en que el camino conduce a alguna
parte.
La pregunta es por qué casi todos los laberintos del mundo,
grabados en monedas cretenses, construídos en mosaicos
romanos, podados en setos celtas, dibujados en pavimentos de
catedrales francesas, tallados en muros de pagodas de la India,
bordados en túnicas de emperadores de Roma, impresos en
rollos mayas, trazados en pergaminos medievales suizos, son de
una sola vía. Su falta de trivialidad los convierte en
artefactos misteriosos, sobre los que cabe la pregunta esencial
acerca de su sentido, ya no de los modos de salir o penetrar
en ellos.
Sólo cuando el aburrimiento se convirtió en un fenómeno
masivo, cuando escapó de los palacios de la aristocracia,
aparecieron los laberintos de revista, caricaturas de las metáforas
vitales propuestas por Virgilio, Ovidio, Dante o Chaucer. La esencia
de la vida fundada en las elecciones trascendentes que a cada
paso debe hacer el ser humano se convirtió en un modo banal
de matar el tiempo.
La trivialidad de los laberintos de revista, el abandono de la
representación sin trivia de los laberintos, debería
mirarse con más atención. La certeza de una meta, la confianza en un camino,
han dejado de ser ideas representables.
* Publicado
orginalmente en Insomnia
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