Los arquitectos-estrella
El
glamour del diseño abarca tres espacios del imaginario social:
la ropa, los muebles y los edificios, sean éstos grandes torres de
oficinas, salas de espectáculos o viviendas para obreros. La
formación que se pide a los clientes de estos tres rubros de la
cultura tiene que ver con el desembolso que se les exige. Cuanto más
caro el producto, mayor nivel educativo se requiere. Una revista de
modas tiene una clientela que no debe planificar demasiado una
inversión en, por ejemplo, pantalones; por lo mismo, no se le va a
exigir demasiada reflexión acerca de por qué se ha vuelto
imprescindible la combinación marrón/rosa-viejo. Si no puede con un
Carolina Herrera, podrá sin duda con un Zara o una grifa china de
supermercado. Para los clientes de una revista de decoración de
interiores se exige cierta capacidad de gasto que hace preferible
que el lector conozca algunos estilemas (las patas de sillón con
forma de garra corresponden a cierto Louis, y los respaldos
altísimos y rectos son art nouveau escocés, etcétera). Hay,
también aquí, para todos los gustos, pero con menos libertad: la
imitación no es tan fácil como en el caso de la ropa.
De modo más
restringido funciona la arquitectura, donde la inversión limita
severamente la cantidad de clientes. En el sistema de la moda (en
paráfrasis de Roland Barthes), necesariamente debe haber una figura
que rija el destino de las imágenes. El diseñador de ropa, de
muebles o de edificios tiene que ser, según cada caso, un individuo
capaz de generar discursos que satisfagan la cultura del consumidor.
El más exigido es, sin dudas, el
arquitecto, que se convierte así en estrella, a imagen de los
mecanismos propagandísticos de Hollywood.
La
simpleza de Peter Zumthor
En Europa
antes de la segunda guerra mundial se estaba produciendo la
reconstrucción de los desastres de la Gran Guerra de 1914. En todo
el continente, gobiernos de tendencia socialista o populista
generaron impresionantes planes de vivienda para trabajadores, lo
cual hizo intervenir a cientos de arquitectos que necesariamente
debían manejar discursos muy distintos a los que estaban
acostumbrados. Hasta ese momento la mayor parte de los arquitectos
había sido algo muy parecido a sirvientes de lujo de la
aristocracia, la burguesía y los gobiernos; por primera vez en la
historia tenían la oportunidad de trabajar para los pobres (o para
un mundo nuevo, según la promesa de los gobernantes).
Le
Corbusier, el primer gran arquitecto-estrella, oponía la
construcción de viviendas a la construcción de cañones, y en general
todos los arquitectos alineados con las vanguardias del diseño y el
arte manejaban discursos revolucionarios y pacifistas, que proponían
a la arquitectura como herramienta de transformación del mundo. Esta
fue la época de los manifiestos, y también de la creación de la
carrera universitaria de arquitectura en buena parte de los países
del mundo. Hasta principios del siglo XX los arquitectos habían sido
ingenieros o simplemente egresados de escuelas o academias de Bellas
Artes que trabajaban en coordinación con constructores o ingenieros
de puentes y caminos. Las revistas de diseño y arquitectura
comenzaron a publicarse profusamente en el período entre ambas
guerras mundiales, y los arquitectos, naturalmente, fueron
requeridos para dar sus opiniones y difundir sus ideas sobre el
diseño, la construcción y el urbanismo.
Peter
Zumthor sigue la ruta de su compatriota Le Corbusier, aunque su
carácter pálido corresponde mejor a nuestra época átona y fútil. No
es este un tiempo de manifiestos. Nadie parece muy entusiasmado ante
la idea de cambiar. Pocos creen en los beneficios del raciocinio. El
cinismo de estos tiempos tiñe de naif cualquier discurso que
pretenda hacer pensar en un mundo mejor. La arquitectura ha vuelto a
ser lo que siempre fue: una servidora del poder, herramienta de
construcción de prestigio, dominio y control.
Pero los
arquitectos-estrella siguen siendo requeridos, porque la moda
necesita nombres. Así, Peter Zumthor puede publicar un libro
titulado “Pensando la arquitectura”, y tendrá lectores, aunque en
sus páginas apenas se encuentra una idea (término frecuentemente
asociado con el resultado de pensar), casi invariablemente prestada
de algún artista de otro género. Zumthor es un caso típico del
arquitecto exitoso de nuestros días: virtuoso del diseño, sensible
escultor de texturas, atento observador del entorno, aparece detrás
de sus textos como un flácido repetidor de
lugares comunes de
la más culterana de las tertulias de actualidad. Es, casi
seguramente, mejor arquitecto de lo que fue Le Corbusier; pero, al
contrario que aquel, nada nuevo saldrá del cerco de sus dientes.
Los buenos escritores no siempre son buenos
arquitectos
Le
Corbusier no era un gran
escritor, pero comunicaba sus ideas con mucha precisión. Por
cierto, tampoco era una gran dibujante, y la mayor parte de sus
trabajos como arquitecto se limitaron a marcar rumbos a sus
asistentes, que fueron los verdaderos diseñadores de sus obras. Esta
conducta es la más habitual en los grandes estudios, de tal forma
que los arquitectos-estrella en general son nombres que encabezan
equipos de decenas y a veces centenares de técnicos y profesionales.
Por otro
lado, algunos grandes escritores de temas de diseño arquitectónico,
como Christopher Alexander, no logran llevar a cabo diseños
convincentes, y jamás se convierten en arquitectos-estrella.
¿Dónde está Peter Zumthor?
Por un
lado, habría que definirlo como “arquitecto de la materia”, junto
con sus compatriotas Herzog y Meuron. Su trabajo se basa en la
cuidadosa utilización de materiales acerca de los cuales se percibe
su esencia, su fuerza y su cualidad más específica desde la primera
mirada a una de sus obras. La piedra y el hormigón son frecuentes en
la obra de Zumthor. Sus soluciones formales recuerdan la simpleza
volumétrica de las obras de su compatriota Mario Botta: cubos o
prismas de proporciones enteras, aberturas cuadradas, ritmos
constantes, fuerte expresión de sencillez, intensa sensación de
completitud y unicidad de sus conjuntos edilicios.
Zumthor es
hijo de un ebanista, y él mismo recibió una formación como artesano
en esa disciplina. El trabajo delicado y preciso del marquetero se
corresponde bien con el famoso adagio del arquitecto alemán Mies van
der Rohe, tomado prestado de su compatriota Aby Warberg: "Dios está
en los detalles". Con la abolición del ornamento decretada por por
Adolf Loos y convertida en axioma de los racionalistas, la
perfección de las terminaciones ha venido a ocupar el espacio para
el deleite que eran antes las molduras y los adornos aplicados.
El trabajo
de Zumthor resuelve el requerimiento del cliente y al mismo tiempo
pone en el mundo una obra de arte. Pero esto no basta para que un
profesional sea considerado digno de figurar en una revista de moda.
Tradicionalmente a los arquitectos-estrella se les pedía un discurso
muy elaborado, lleno de nueva terminología y propuestas de cambios
estéticos. La pobrísima verba de Zumthor hace pensar que estamos en
una época en la que los discursos han sufrido una de sus peores
devaluaciones. Numerosas universidades de todo el mundo requieren
sus servicios como conferencista, algo realmente sorprendente si se
atiende a la tremenda inocencia de sus juicios. Con inocencia
conmovedora cita una amplia gama de artistas de enjundia: Joseph
Beuys, John Cage, Meredith Monk, William Carlos Williams, Claes
Oldenburg. Para el editor de revistas, cuyos lectores dominan el
mismo índex de nombres famosos, el arquitecto es funcional. Después
de todo, ahora no importan tanto las ideas como una buena colección
de celebrities.
El
arquitecto es capaz de escribir banalidades tales como “Cada
edificio se construye para un uso específico, en un lugar
específico, en una sociedad específica”. Pero al mismo tiempo sus
edificios tienen una pureza espacial, una intensidad de textura y
una claridad de luces y sombras ejemplares. La obra que lo hizo
conocido, unas instalaciones para baños termales en la localidad
montañosa suiza de Vals, recuerdan, por la espectacularidad de su
sencillez y el diálogo que establece con el sitio, la Casa de la
Cascada del estadounidense Frank Lloyd Wright, otro diseñador
virtuoso poco dotado para el discurso.
Quizá todo
radique en el uso de los hemisferios cerebrales:
es sabido que Le Corbusier diseñaba pensando en los recorridos, lo
cual concuerda con la prevalencia de sus centros de lenguaje verbal.
Zumthor, en cambio, parece poco apto para el razonamiento lógico;
sin embargo, su arquitectura conmueve y está destinada a perdurar.
* Publicado originalmente en El país Cultural |
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