Ejercicios en torno a prestidigitaciones y al
oficio del salmón
Leo una
noticia sobre niños que son obligados a trabajar a destajo en una
multinacional de zapatillas en Asia, otra sobre el naufragio de una
chalana de inmigrantes africanos en las costas de Italia, y una
tercera, tal vez menos dolorosa, aunque no la menos ilustrativa,
acerca de la venta a privados de unos cerros de indios con alto
valor arqueológico, vallado incluido, carteles de prohibido el paso,
propiedad privada y demás, en algún lugar de la mancha del cual no
quiero acordarme, pero que figura en los mapas de Piria, el
alquimista.
Con
respecto a esta última crónica, en el artículo de prensa, los
vecinos se quejan porque dicen que les han bloqueado la caminería y
acabado con sus espacios de recreación típica, paseos al aire libre
y demás refocilos en la maravillosa geografía de serranías. Sin
medrar en clasificaciones sobre la mayor o menor importancia de las
comunicaciones periodísticas en torno a tal diversidad temática, en
cualquiera de los casos se suscita un problema que tiene que ver con
la libertad.
En el
primer caso se trata de niños esclavizados, privados de la inocencia
y libre uso de su niñez. En el segundo, de un estado de miseria tal
que presiona a los naturales de determinado contorno geográfico a
buscar su futuro (igual de incierto y posiblemente tanto o más
oscuro que el que quieren abandonar) en otras tierras, allende los
mares, lo que los determina sin opción a huir de su tierra natal. El
tercer caso podría ser tildado de trivial, y quizás lo sea en algún
grado, pero ilumina de manera rotunda la magnitud de un cerco que
apenas es un espejo tibio de otro mayor, global.
Así, como
los peajes, como las puestos que vigilan las playas privadas, como
los alambrados de los campos, como los pasos de frontera, como las
rejas en los parques nacionales, la idea de ir a cualquier parte,
pese a que esto no constituye un hecho novedoso, poco a poco va
deshilachándose del imaginario colectivo, no solamente del oriundo
de estas tierras, sino de la entera humanidad.
Cada vez
con mayor intensidad el individuo es persuadido de ocupar un lugar
más y más reducido o restringido en el territorio que otrora
ocupara, más expandida, su fisonomía. Cada vez más soslayado, cada
vez más afuera, ¿de qué?, de todo. Y a la vez, cada vez más adentro
de su coto, que temprano que tarde continúa a hacerse pequeño, hasta
un punto en que al individuo solo le resta ir hacia un lugar: hacia
sí mismo, hacia sus dedos sobre el teclado para saltar al
ciberespacio, o a lo sumo hacia su silla frente a la pantalla de su
ordenador.
«No hay
cadenas en mis pies, pero no soy libre» dice en la canción
Concrete jungle, Roberto Marley, una de tantas versiones libres
al español de su impronta original en inglés, sita y resistente en
el refranero proverbial de postal artesanal o mural en arpillera,
que abunda menos, pero aún perdura, se reescribe y muta ad infinitum
(luego de cada lectura, para delicia de conspiradores y borgianos),
cada vez que hace su aparición en grabados de ferias y puestos de
mercados del condado.
Definitivamente, creo que esa frase concentra el interés que
eventualmente pudiera concedérsele al artilugio que constituye el
título de este artículo: «la libertad del liberto». Porque
“liberto” es el supeditado, el manumitido, el sumiso, el sujeto a,
el exonerado, y en el Diccionario de la Real Academia Española:
« (Del latín libertus). Esclavo a quien se ha dado la libertad,
respecto de su patrono». Poco acostumbrado al aire libre, el liberto
pocas veces tenía una noción concreta de lo que podía hacer con
tanta libertad. De eso se aprovecharon varios, entre otros los que
comenzaron a hablar de libertad, hasta volverla una mentira repetida
mil veces, o sea una verdad imposible.
En estos
tiempos (éstos) en que la palabra libertad suena por todas partes,
acá y acullá, aislada, muchas veces descontextualizada,
desorganizada, desposeída, insignificante, o como piensa Julio
Cortázar, quien atisbó de forma lúcida que las palabras pueden
convertirse en esclavas de sí mismas: «Digo “libertad”, digo
“democracia”, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin
haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más
agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están
recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un
estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo
porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo:
anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una
reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo», creo que es
imprescindible reflexionar un poco sobre lo que imposta la palabra
“libertad” y lo que realmente se perdió en la multiplicación,
evanescencia y ultra-hiper-sobre dicción de su verdadero espíritu,
lo que sucumbió en su fuga. Porque la palabra libertad, la que forma
parte de un discurso dado, la que enuncia una metafísica, la que
forja una representación en el imaginario, se ha ido, o al menos se
ha desnaturalizado tanto que sería lo mismo que habláramos de
cualquier otra cosa. Eso es lo que vamos a hacer, a hablar de
cualquier otra cosa, nos vamos a tomar la libertad de hacerlo, pero
no todavía.
Haya
paciencia. Porque hay más. Hay tradiciones artísticas, políticas,
filosóficas, que ligan a la palabra libertad, pero que en fondo,
desde el backstage de sus posicionamientos visibles, sociales o
meramente vivenciales, se reconocen, aunque sin mencionarlo o
dejarlo entrever, impostores, falsos trovadores de una poética hipostasiada, escultores eventuales e ignorantes de
conceptualizaciones que desaparecieron, o siguen desapareciendo,
detrás del cerco del esnobismo y la aérea epifanía del verbo libre.
«Mi
amor, la libertad no es fantástica/ no es tormenta mental que da el
prestigio loco/ es mar gruesa y oscuridad/ y el chasquido que quiere
proteger/ ese grito que no es todo el grito», chillaba el indio
Solari, desde sus Redonditos de Ricota, antes de reclutarse en su
mansión-estudio de grabación-chacra de contorno perimetral
electrificado, monitoreado por su paranoia y por media docena de
perros menos que domésticos, y declararse, aun sin oficiar palabra,
absolutamente “preso en su ciudad”. En el entorno vecino y orillero
de Adrogué, Jorge Luis Borges, un tanto más disciplinado, astuto y
prudente, decía que «Para obrar éticamente es necesario pensar que
somos libres, de lo contrario estaremos habilitados para obrar de
cualquier modo. Posiblemente el libre albedrío sea una equivocación
necesaria. Conviene creer en él, aunque de hecho seamos títeres,
para seguir viviendo», aunque él tampoco creía demasiado en esa
inescrutable posibilidad de manifestación teórica.
¿Quién
cree en la libertad?
Borges ni
mucho. Cortázar menos que menos. Ni hablar de Marley. Los niños que
trabajan como esclavos en las fábricas de zapatillas no. Los negros
africanos que se suben a un cascarón de nuez para salir de donde
están y llegar a cualquier lugar, tampoco. El indio Solari, preso en
su mansión y de sus dichos filosóficos no. Los hombres que trabajan
en las minas de carbón, con los pulmones escuchando el tic tac del
diapasón (o del corazón) que marca un tiempo remoto, el que les
queda de seguir respirando antes del colapso alveolar y cerebral, no
creen en la libertad, solo en los billetes sucios que van a dejar en
el mostrador del “paqui” del autoservicio, a cambio de una vianda
miserable, que habrán de llevar, día sí día no, a sus familias,
mientras conserven el soplo. Esa es toda su libertad. La libertad de
resistir, y ni tanto, pues tampoco saben cuánto podrán prolongar el
hacerlo.
Los
artistas tampoco creen en la libertad. Tienen contratos que les
dicen cuántas hojas tienen que escribir y en cuánto tiempo, multas
que pagar si no entregan al editor en fecha y forma, compromisos con
galerías de arte, con sponsors, con sellos de grabación, con
representantes, con los dueños del circo, y se apuran y confían en
la buena estrella para lograr esa obra maestra que los plante a pie
firme en el mercado de bolsa y puedan retirarse con dignidad a
escanciar bebidas espirituosas, derretir los años que le restan bajo
el sol de los trópicos, atiborrándose de sushi, colgando de una
hamaca entre dos palmeras de plástico y ensoñando una noche más de
sexo pago, para olvidarse de la literatura, el arte y todas esas
estupideces.
Los
hombres ricos no creen en la libertad, se saben esclavos de hacer
más dinero, para poder ser cada vez más libres. Los astronautas que
van a la luna no creen en ella, y apenas en ese kebab de cordero o
esa pizza extrafina que tal vez los espere un poco más y no se
enfríe, a un millón de años luz de casa. Los jugadores de fútbol no
creen en la libertad. Tienen que cuidarse las piernas, dejarse
ganar, poner atención al delantero sin perderle pisada, casarse con
las peores mujeres, atiborrarse de cocaína y eludir las fiestas más
divertidas. Tampoco cree en ella el cocinero, que nada puede decirle
a ese mequetrefe que le escupe la cara porque el bife estaba un poco
más rojo de lo requerido, lo ve en el plato de bilis que se come
todos los días, solo, en una mesa, odiado por mozos y ayudantes,
despreciado por el dueño del restorán o el hotel. Los parias y los
descastados no creen en la libertad, o no saben lo que es, porque no
les sirve para nada en el lugar en que están, mirando al mundo con
ojos de animal moribundo. La
tradición francesa, siempre tan intelectual y buena prestidigitadora
del verbo, tuvo algunos buenos magos entre su staff de ilusionistas.
El arte del prestidigitador se basa en hacerle creer al espectador
algo que no es, en envolverlo y distraerlo con el movimiento de las
manos, para así crear el truco de magia. La libertad no fue ajena a
ese devenir de los magos franceses. Sin embargo, como bien decía Korzybinski, el mapa no es el territorio. Como veremos más adelante,
hay excepciones a la regla.
«La
verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo»,
decía Michel de Montaigne, quien comprendiera, a no dudarlo, que ese
límite inextenso que es el ser humano era más que suficientemente
infranqueable como coto para delimitar el asunto de la libertad. «La libertad no es un concepto vasto reservado a los países ricos,
es una solución contra la pobreza», intuyó el poeta Georges Brassens,
más cerca de la iluminación mística que de la poesía y la guitarra,
e incluso podría decirse que reconociendo la máscara que el mundo de
la globalización hedonista y el capitalismo monstruoso devastador y
practicante de la tábula rasa había dejado caer sobre el universo
entero. Jean Paul Sartre dijo que: «El fundamento del saber es la
libertad. El límite del saber es también la libertad», luego nos
envolvió para regalo y se fue retozar en su biblioteca, o a pelearse
con Simone por la silla junto al gran ventanal, libre de culpa y
cargo, absolutamente indolente. Él fue uno de los mejores de su
arte.
De
ninguna de todas estas tradiciones que mencionamos anteriormente
parece provenir la tradición oriental, mucho más occidental y
papista que cualquiera, a límites de perogrullo. Es difícil
argumentar acerca del motivo de esta incondicionalidad brutal hacia
el icono de la libertad. Tal vez sea una cuestión genética, la del
seguimiento de un impulso heredado en favor de una adoración sine
qua non a la impronta heroica del héroe nacional (quizás el rastro
de sangre), transmitido por generaciones. Lo cierto es que el fan
club artiguista permaneció incólume, a través del tiempo y el
espacio, bajo la lluvia de eslóganes libertarios que, desde las
estrofas del himno nacional a los remanidos discursos políticos de
la actualidad, parecen señalar, no sin acierto, nuestra adhesión
insoslayable al “sabremos cumplir” devocional.
Los
uruguayos damos el tono en subrayar esta vocación patriótica sin
dislates hacia el emblema de lo libertario, y más aún, es de verse
la suerte grupal de verdaderos cultores de esa creencia un poco
desmesurada (en pos de menguar en algo semejante inocencia, cabe
sospechar que en un cierto tipo de, o posiblemente sea solo en la
palabra en sí misma), a nuestro entender, en la “libertad”. En todo
caso, Artigas hizo daño sin saberlo. «Con libertad no ofendo ni
temo», decía el general de los orientales, convencido de aquello era
posible, y no se lo culpe, pues todavía no existía la televisión, ni
los informativistas con cara de póker, mintiéndonos acerca de la ola
de inseguridad, la estabilidad del dólar, las bondades de la
minería a
cielo abierto, la hermandad entre países, la importancia del fútbol,
la escasa trascendencia de la desforestación masiva y el olvido de
los acuíferos contaminados de mercurio y vertidos industriales.
Pero, y todo así, no es el único que adhiere a la consigna. Juan
Carlos Onetti, el mejor dotado y más genuino representante de
nuestras bellas letras, el rebelde y el irreverente Onetti, aunque
manumitiendo a la parábola libertaria desde latitudes alejadas,
parecía estar imbuido de un espíritu y un sentimiento análogo. «Ubi
libertas ibi patria (Allí donde está la libertad allí está mi
patria)», dijo en latín, en ocasión de recibir el premio Cervantes
del rey de España, y luego se volvió a acostar en su cama madrileña,
lejos del Uruguay y de los uruguayos, y mucho más aún de
verbosidades y latinismos carentes de importancia.
«Nuestro
norte es el sur» sentenció Joaquín Torres García, y dio vuelta el
mapa de América del Sur, instaurando uno de los gestos más radicales
en cuanto al uso de la libertad de pensamiento y amotinamiento
ideológico que se han suscitado en nuestra América Latina.
Bajo
este lema tan decididamente emparentado con ese afán tan típicamente
uruguayo que venimos mencionando, y en pos de agregarle un matiz de
positividad al tema libertario, un tanto manoseado desde páginas
atrás, es importante saludar tres ejercicios de la libertad que
dignifican tanto a sus autores como jerarquizan y reconstituyen (en
el sentido de reconstituyente, como un tónico capilar o una crema
antiarrugas) el tejido que recubre a la vieja representación de
nuestra inestimable libertad. Las tres obras inejemplares que hacen
muestra de este ejercicio son: La perfección del tiro (2003),
Cielo ½ (2013) y
El mapa y el territorio (2010), de
Mathias Enard, Amir Hamed y Michel Houellebecq, respectivamente.
Un
francés nacido en Niort, en la región de Poitou-Charantes, en 1972,
un uruguayo de gentilicio montevideano, de 1962, y un isleño de
Saint-Pierre, La Reunión, territorio de ultramar francés, nacido en
1958, pese a los puntos que los distancian en el eje
espacio-temporal (simples puntos de realidad sospechosa) constituyen
tres istmos inejemplares en cuanto a esa idea de libertad desflecada
que comentamos antes. Por el contrario, sus obras juegan a subvertir
un orden, a ir contra la corriente, atreviéndose a subrayar lo
políticamente incorrecto, a escribir un espacio que interesa poco a
los editores para góndolas de supermercado, o a coquetear
irónicamente con la burla hacia el establishment y el capitalismo
artístico.
El
salmón nada un largo trecho contra corriente antes de llegar a su
destino final, donde desova y luego muere. Larga vida al salmón.
Lejos de
la apología, y más cerca de la sensibilidad literaria de un Thomas
de Quincey
o la filosofía del zen del tiro con arco, la novela de Mathias Enard,
nuestro primer salmón, es la historia de un
asesino, de
un francotirador de guerra que disfruta de la perfección en el arte
de matar. Elaborando, a partir de ese ejercicio extremo, un álbum de
las flaquezas y contradicciones que atañen al “humano, demasiado
humano”, en su dimensión más profunda, el autor ejerce su libertad
con una prosa que discurre suave, lentamente, sin escindirse jamás
del interés que provoca en el lector, sorteando prejuicios rurales y
morales de pacotilla con un estilo contundente y eficaz, para sumir
a quien se atreva en un universo literario tangible, vivo, libre y
decididamente genuino.
Cielo
1/2,
de Amir Hamed, ejerce otro tipo de oficio de la
libertad. Su canto es el ejercicio resoluto de aquel que canta
porque se le antoja, canta lo que quiere y cuanto se le da la gana,
porque sabe que canta bien. No importa si es una novela, un
gigantesco relato que mezcla, con prosa exquisita y potencia de
guitarra distorsionada, la fábula, el mito, la narración de pura
cepa, las posturas de un rocker trasnochado o la ávida ansiedad del
niño coleccionista de cromos y recuerdos. Lo que importa es la rosa.
Porque la escritura que implica a Cielo ½ es exceso,
hiperventilación, un ejercicio de la libertad sin concesiones ni a
tramas, ni a líneas de sutura predecibles, ni a sobreentendidos, ni
a miserias rayanas con la complacencia editorial. “Rara avis” de
estilo personal y fluidez avasalladora, la voz de Hamed se configura
profundamente original, insoslayablemente influyente, libre hasta el
tuétano para decir su biblioteca a quien lo quiera leer, y
construir, roca sobre roca, el zigurat de su escritura.
Por
último, nadie puede pensar que va a descubrir aquí y ahora el
talento literario, la fascinante performance de sarcasmo
inteligente, agudeza e ironía que afectan a la prosa contundente de
Michel Houellebecq. Este francés, nacido en una isla, en territorio
de ultramar, tiene una noción muy clara del archipiélago que lo
rodea, y sabe cómo nadar entre la resaca que arroja la marea y las
corrientes que alejan hacia el océano de la mediocridad a los
advenedizos, escribas de escasa monta y demás mercaderes literarios,
para llegar a puertos de aguas tranquilas y resistir sin menudeo,
con la frente alta y la dignidad intacta, el capitalismo salvaje de
la era posindustrial que comparece a su lado, en las grandes ligas
editoriales. Es en ese sentido, y en del ejercicio de la libertad
más plena y puramente concebida, que la novela de Houellebecq cumple
con creces lo que promete la trayectoria autoral. El mapa y el
territorio es original, sorpresiva, una muestra de autor más que
interesante, tanto como para inventarse su propio asesinato y
entretejerlo en la vitalidad abúlica, aburrida y algo tendiente a la
depresión de un artista plástico que semeja haber hecho un esfuerzo
mínimo para llegar a la cúspide de la fama y los millones, y los
devaneos inconsútiles de un policía frustrado. Pero, por sobre todas
las cosas, la escritura de Houellebecq es libre en discurso y
actitud, elegante y soberana, rotundamente artiguista. Parece
entonar, al unísono con los otros dos integrantes de la tríada
inejemplar, libres las golas de todo matiz liberto, las palabras del
prócer: «Con libertad no ofendo ni temo».
Si fuera toro, sería
uruguayo.
|
|