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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LIBERTAD - LA PERFECCIÓN DEL TIRO - CIELO ½ - EL MAPA Y EL TERRITORIO - ENARD, MATHIAS - HAMED, AMIR - HOUELLEBECQ, MICHEL -


La libertad del liberto, tres obras inejemplares(1)

Marcelo Damonte

«Con libertad no ofendo ni temo», decía el general de los orientales, y no se lo culpe, pues todavía no existía la televisión, ni los informativistas con cara de póker, mintiéndonos acerca de la ola de inseguridad, la estabilidad del dólar, las bondades de la minería a cielo abierto, la hermandad entre países, la escasa trascendencia de la desforestación masiva y el olvido de los acuíferos contaminados de vertidos industriales.

Ejercicios en torno a prestidigitaciones y al oficio del salmón

Leo una noticia sobre niños que son obligados a trabajar a destajo en una multinacional de zapatillas en Asia, otra sobre el  naufragio de una chalana de inmigrantes africanos en las costas de Italia, y una tercera, tal vez menos dolorosa, aunque no la menos ilustrativa, acerca de la venta a privados de unos cerros de indios con alto valor arqueológico, vallado incluido, carteles de prohibido el paso, propiedad privada y demás, en algún lugar de la mancha del cual no quiero acordarme, pero que figura en los mapas de Piria, el alquimista.

Con respecto a esta última crónica, en el artículo de prensa, los vecinos se quejan porque dicen que les han bloqueado la caminería y acabado con sus espacios de recreación típica, paseos al aire libre y demás refocilos en la maravillosa geografía de serranías. Sin medrar en clasificaciones sobre la mayor o menor importancia de las comunicaciones periodísticas en torno a tal diversidad temática, en cualquiera de los casos se suscita un problema que tiene que ver con la libertad.

En el primer caso se trata de niños esclavizados, privados de la inocencia y libre uso de su niñez. En el segundo, de un estado de miseria tal que presiona a los naturales de determinado contorno geográfico a buscar su futuro (igual de incierto y posiblemente tanto o más oscuro que el que quieren abandonar) en otras tierras, allende los mares, lo que los determina sin opción a huir de su tierra natal. El tercer caso podría ser tildado de trivial, y quizás lo sea en algún grado, pero ilumina de manera rotunda la magnitud de un cerco que apenas es un espejo tibio de otro mayor, global.  

Así, como los peajes, como las puestos que vigilan las playas privadas, como los alambrados de los campos, como los pasos de frontera, como las rejas en los parques nacionales, la idea de ir a cualquier parte, pese a que esto no constituye un hecho novedoso,  poco a poco va deshilachándose del imaginario colectivo, no solamente del oriundo de estas tierras, sino de la entera humanidad.

Cada vez con mayor intensidad el individuo es persuadido de ocupar un lugar más y  más reducido o restringido en el territorio que otrora ocupara, más expandida, su fisonomía. Cada vez más soslayado, cada vez más afuera, ¿de qué?, de todo. Y a la vez, cada vez más adentro de su coto, que temprano que tarde continúa a hacerse pequeño, hasta un punto en que al individuo solo le resta ir hacia un lugar: hacia sí mismo, hacia sus dedos sobre el teclado para saltar al ciberespacio, o a lo sumo hacia su silla frente a la pantalla de su ordenador.  

«No hay cadenas en mis pies, pero no soy libre» dice en la canción Concrete jungle,  Roberto Marley, una de tantas versiones libres al español de su impronta original en inglés, sita y resistente en el refranero proverbial de postal artesanal o mural en arpillera, que abunda menos, pero aún perdura, se reescribe y muta ad infinitum (luego de cada lectura, para delicia de conspiradores y borgianos), cada vez que hace su aparición en grabados de ferias y puestos de mercados del condado.

Definitivamente, creo que esa frase concentra el interés que eventualmente pudiera concedérsele al artilugio que constituye el título de este artículo: «la libertad del liberto».  Porque “liberto” es el supeditado, el manumitido, el sumiso, el sujeto a, el exonerado, y en el Diccionario de la Real Academia Española: « (Del latín libertus). Esclavo a quien se ha dado la libertad, respecto de su patrono». Poco acostumbrado al aire libre, el liberto pocas veces tenía una noción concreta de lo que podía hacer con tanta libertad. De eso se aprovecharon varios, entre otros los que comenzaron a hablar de libertad, hasta volverla una mentira repetida mil veces, o sea una verdad imposible.

En estos tiempos (éstos) en que la palabra libertad suena por todas partes, acá y acullá, aislada, muchas veces descontextualizada, desorganizada, desposeída, insignificante, o como piensa Julio Cortázar, quien atisbó de forma lúcida que las palabras pueden convertirse en esclavas de sí mismas: «Digo “libertad”, digo “democracia”, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo», creo que es imprescindible reflexionar un poco sobre lo que imposta la palabra “libertad” y lo que realmente se perdió en la multiplicación, evanescencia y ultra-hiper-sobre dicción de su verdadero espíritu, lo que sucumbió en su fuga. Porque la palabra libertad, la que forma parte de un discurso dado, la que enuncia una metafísica, la que forja una representación en el imaginario, se ha ido, o al menos se ha desnaturalizado tanto que sería lo  mismo que habláramos de cualquier otra cosa. Eso es lo que vamos a hacer, a hablar de cualquier otra cosa, nos vamos a tomar la libertad de hacerlo, pero no todavía.

Haya paciencia. Porque hay más. Hay tradiciones artísticas, políticas, filosóficas, que ligan a la palabra libertad, pero que en fondo, desde el backstage de sus posicionamientos visibles, sociales o meramente vivenciales, se reconocen, aunque sin mencionarlo o dejarlo entrever, impostores, falsos trovadores de una poética hipostasiada, escultores eventuales e ignorantes de conceptualizaciones que desaparecieron, o siguen desapareciendo, detrás del cerco del esnobismo y la aérea epifanía del verbo libre.

«Mi amor, la libertad no es fantástica/ no es tormenta mental que da el prestigio loco/ es mar gruesa y oscuridad/ y el chasquido que quiere proteger/ ese grito que no es todo el grito», chillaba el indio Solari, desde sus Redonditos de Ricota, antes de reclutarse en su mansión-estudio de grabación-chacra de contorno perimetral electrificado, monitoreado por su paranoia y por media docena de perros menos que domésticos, y  declararse, aun sin oficiar palabra, absolutamente “preso en su ciudad”. En el entorno vecino y orillero de Adrogué, Jorge Luis Borges, un tanto más disciplinado, astuto y prudente, decía que «Para obrar éticamente es necesario pensar que somos libres, de lo contrario estaremos habilitados para obrar de cualquier modo. Posiblemente el libre albedrío sea una equivocación necesaria. Conviene creer en él, aunque de hecho seamos títeres, para seguir viviendo», aunque él tampoco creía demasiado en esa inescrutable posibilidad de manifestación teórica. 

¿Quién cree en la libertad?

Borges ni mucho. Cortázar menos que menos. Ni hablar de Marley. Los niños que trabajan como esclavos en las fábricas de zapatillas no. Los negros africanos que se suben a un cascarón de nuez para salir de donde están y llegar a cualquier lugar, tampoco. El indio Solari, preso en su mansión y de sus dichos filosóficos no. Los hombres que trabajan en las  minas de carbón, con los pulmones escuchando el tic tac del diapasón (o del corazón) que marca un tiempo remoto, el que les queda de seguir respirando antes del colapso alveolar y cerebral, no creen en la libertad, solo en los billetes sucios que van a dejar en el mostrador del “paqui” del autoservicio, a cambio de una vianda miserable, que habrán de llevar, día sí día no, a sus familias, mientras conserven el soplo. Esa es toda su libertad. La libertad de resistir, y ni tanto, pues tampoco saben cuánto podrán prolongar el hacerlo.

Los artistas tampoco creen en la libertad. Tienen contratos que les dicen cuántas hojas tienen que escribir y en cuánto tiempo, multas que pagar si no entregan al editor en fecha y forma, compromisos con galerías de arte, con sponsors, con sellos de grabación, con representantes, con los dueños del circo, y se apuran y confían en la buena estrella para lograr esa obra maestra que los plante a pie firme en el mercado de bolsa y puedan retirarse con dignidad a escanciar bebidas espirituosas, derretir los años que le restan bajo el sol de los trópicos, atiborrándose de sushi, colgando de una hamaca entre dos palmeras de plástico y ensoñando una noche más de sexo pago, para olvidarse de la literatura, el arte y todas esas estupideces.

Los hombres ricos no creen en la libertad, se saben esclavos de hacer más dinero, para poder ser cada vez más libres. Los astronautas que van a la luna no creen en ella, y apenas en ese kebab de cordero o esa pizza extrafina que tal vez los espere un poco más y no se enfríe, a un millón de años luz de casa. Los jugadores de fútbol no creen en la libertad. Tienen que cuidarse las piernas, dejarse ganar, poner atención al delantero sin perderle pisada, casarse con las peores mujeres, atiborrarse de cocaína y eludir las fiestas más divertidas. Tampoco cree en ella el cocinero, que nada puede decirle a ese mequetrefe que le escupe la cara porque el bife estaba un poco más rojo de lo requerido, lo ve en el plato de bilis que se come todos los días, solo, en una mesa, odiado por mozos y ayudantes, despreciado por el dueño del restorán o el hotel. Los parias y los descastados no creen en la libertad, o no saben lo que es, porque no les sirve para nada en el lugar en que están, mirando al mundo con ojos de animal moribundo. La tradición francesa, siempre tan intelectual y buena prestidigitadora del verbo, tuvo algunos buenos magos entre su staff de ilusionistas. El arte del prestidigitador se basa en hacerle creer al espectador algo que no es, en envolverlo y distraerlo con el movimiento de las manos, para así crear el truco de magia. La libertad no fue ajena a ese devenir de los magos franceses. Sin embargo, como bien decía Korzybinski, el mapa no es el territorio. Como veremos más adelante, hay excepciones a la regla.  

«La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo», decía Michel de Montaigne, quien comprendiera, a no dudarlo, que ese límite inextenso que es el ser humano era más que suficientemente infranqueable como coto para delimitar el asunto de la libertad. «La libertad no es un concepto vasto reservado a los países ricos, es una solución contra la pobreza», intuyó el poeta Georges Brassens, más cerca de la iluminación mística que de la poesía y la guitarra, e incluso podría decirse que reconociendo la máscara que el mundo de la globalización hedonista y el capitalismo monstruoso devastador y practicante de la tábula rasa había dejado caer sobre el universo entero. Jean Paul Sartre dijo que: «El fundamento del saber es la libertad.  El límite del saber es también la libertad», luego nos envolvió para regalo y se fue retozar en su biblioteca, o a pelearse con Simone por la silla junto al gran ventanal, libre de culpa y cargo, absolutamente indolente. Él fue uno de los  mejores de su arte.

De ninguna de todas estas tradiciones que mencionamos anteriormente parece provenir la tradición oriental, mucho más occidental y papista que cualquiera, a límites de perogrullo. Es difícil argumentar acerca del motivo de esta incondicionalidad brutal hacia el icono de la libertad. Tal vez sea una cuestión genética, la del seguimiento de un impulso heredado en favor de una adoración sine qua non a la impronta heroica del héroe nacional (quizás el rastro de sangre), transmitido por generaciones. Lo cierto es que el fan club artiguista permaneció incólume, a través del tiempo y el espacio, bajo la lluvia de eslóganes libertarios que, desde las estrofas del himno nacional a los remanidos discursos políticos de la actualidad, parecen señalar, no sin acierto, nuestra adhesión insoslayable al “sabremos cumplir” devocional.

Los uruguayos damos el tono en subrayar esta vocación patriótica sin dislates hacia el emblema de lo libertario, y más aún, es de verse la suerte grupal de verdaderos cultores de esa creencia un poco desmesurada (en pos de menguar en algo semejante inocencia, cabe sospechar que en un cierto tipo de, o posiblemente sea solo en la palabra en sí misma), a nuestro entender, en la “libertad”. En todo caso, Artigas hizo daño sin saberlo. «Con libertad no ofendo ni temo», decía el general de los orientales, convencido de aquello era posible, y no se lo culpe, pues todavía no existía la televisión, ni los informativistas con cara de póker, mintiéndonos acerca de la ola de inseguridad, la estabilidad del dólar, las bondades de la minería a cielo abierto, la hermandad entre países, la importancia del fútbol, la escasa trascendencia de la desforestación masiva y el olvido de los acuíferos contaminados de mercurio y vertidos industriales. Pero, y todo así, no es el único que adhiere a la consigna. Juan Carlos Onetti, el mejor dotado y más genuino representante de nuestras bellas letras, el rebelde y el irreverente Onetti, aunque manumitiendo a la parábola libertaria desde latitudes alejadas, parecía estar imbuido de un espíritu y un sentimiento análogo. «Ubi libertas ibi patria (Allí donde está la libertad allí está mi patria)», dijo en latín, en ocasión de recibir el premio Cervantes del rey de España, y luego se volvió a acostar en su cama madrileña, lejos del Uruguay y de los uruguayos, y mucho más aún de verbosidades y latinismos carentes de importancia.

«Nuestro norte es el sur» sentenció Joaquín Torres García, y dio vuelta el mapa de América del Sur, instaurando uno de los gestos más radicales en cuanto al uso de la libertad de pensamiento y amotinamiento ideológico que se han suscitado en nuestra América Latina.

Bajo este lema tan decididamente emparentado con ese afán tan típicamente uruguayo que venimos mencionando, y en pos de agregarle un matiz de positividad al tema libertario, un tanto manoseado desde páginas atrás, es importante saludar tres ejercicios de la libertad que dignifican tanto a sus autores como jerarquizan y reconstituyen (en el sentido de reconstituyente, como un tónico capilar o una crema antiarrugas) el tejido que recubre a la vieja representación de nuestra inestimable libertad. Las tres obras inejemplares que hacen muestra de este ejercicio son: La perfección del tiro (2003), Cielo ½ (2013) y El mapa y el territorio (2010), de Mathias Enard, Amir Hamed y Michel Houellebecq, respectivamente.

Un francés nacido en Niort, en la región de Poitou-Charantes, en 1972, un uruguayo de gentilicio montevideano, de 1962, y un isleño de Saint-Pierre, La Reunión, territorio de ultramar francés, nacido en 1958, pese a los puntos que los distancian en el eje espacio-temporal (simples puntos de realidad sospechosa) constituyen tres istmos inejemplares en cuanto a esa idea de libertad desflecada que comentamos antes. Por el contrario, sus obras juegan a subvertir un orden, a ir contra la corriente, atreviéndose a subrayar lo políticamente incorrecto, a escribir un espacio que interesa poco a los editores para góndolas de supermercado, o a coquetear irónicamente con la burla hacia el establishment y el capitalismo artístico.

El salmón nada un largo trecho contra corriente antes de llegar a su destino final, donde desova y luego muere. Larga vida al salmón.

Lejos de la apología, y más cerca de la sensibilidad literaria de un Thomas de Quincey[2] o la filosofía del zen del tiro con arco, la novela de Mathias Enard, nuestro primer salmón, es la historia de un asesino, de un francotirador de guerra que disfruta de la perfección en el arte de matar. Elaborando, a partir de ese ejercicio extremo, un álbum de las flaquezas y contradicciones que atañen al “humano, demasiado humano”, en su dimensión más profunda, el autor ejerce su libertad con una prosa que discurre suave, lentamente, sin escindirse jamás del interés que provoca en el lector, sorteando prejuicios rurales y morales de pacotilla con un estilo contundente y eficaz, para sumir a quien se atreva en un universo literario tangible, vivo, libre y decididamente genuino.

Cielo 1/2, de Amir Hamed, ejerce otro tipo de oficio de la libertad. Su canto es el ejercicio resoluto de aquel que canta porque se le antoja, canta lo que quiere y cuanto se le da la gana, porque sabe que canta bien. No importa si es una  novela, un gigantesco relato que mezcla, con prosa exquisita y potencia de guitarra distorsionada, la fábula, el mito, la narración de pura cepa, las posturas de un rocker trasnochado o la ávida ansiedad del niño coleccionista de cromos y recuerdos. Lo que importa es la rosa. Porque la escritura que implica a Cielo ½  es exceso, hiperventilación, un ejercicio de la libertad sin concesiones ni a tramas, ni a líneas de sutura predecibles, ni a sobreentendidos, ni a miserias rayanas con la complacencia editorial. “Rara avis” de estilo personal y fluidez avasalladora, la voz de Hamed se configura profundamente original, insoslayablemente influyente, libre hasta el tuétano para decir su biblioteca a quien lo quiera leer, y construir, roca sobre roca, el zigurat de su escritura.  

Por último,  nadie puede pensar que va a descubrir aquí y ahora el talento literario, la fascinante performance de sarcasmo inteligente, agudeza e ironía que afectan a la prosa contundente de Michel Houellebecq. Este francés, nacido en una isla, en territorio de ultramar, tiene una noción muy clara del archipiélago que lo rodea, y sabe cómo nadar entre la resaca que arroja la marea y las corrientes que alejan hacia el océano de la mediocridad a los advenedizos, escribas de escasa monta y demás mercaderes literarios, para llegar a puertos de aguas tranquilas y resistir sin menudeo, con la frente alta y la dignidad intacta, el capitalismo salvaje de la era posindustrial que comparece a su lado, en las grandes ligas editoriales. Es en ese sentido, y en del ejercicio de la libertad más plena y puramente concebida, que la novela de Houellebecq cumple con creces lo que promete la trayectoria autoral. El mapa y el territorio es original, sorpresiva, una muestra de autor más que interesante, tanto como para inventarse su propio asesinato y entretejerlo en la vitalidad abúlica, aburrida y algo tendiente a la depresión de un artista plástico que semeja haber hecho un esfuerzo mínimo para llegar a la cúspide de la fama y los millones, y los devaneos inconsútiles de un policía frustrado. Pero, por sobre todas las cosas, la escritura de Houellebecq es libre en  discurso y actitud, elegante y soberana, rotundamente artiguista. Parece entonar, al unísono con los otros dos integrantes de la tríada inejemplar, libres las golas de todo matiz liberto, las palabras del prócer: «Con libertad no ofendo ni temo».

Si fuera toro, sería uruguayo.

 

Notas:

1 - Inejemplares porque no obedecen ni se relacionan al tema de la libertad del liberto a que refiere el título. En todo caso serían anti-ejemplos de esa libertad del liberto, ejemplos del verdadero ejercicio de la libertad o algo así.

2 - El asesinato como una de las bellas artes, Thomas de Quincey.
 

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