La religiones han sabido
tener un rol primordial en la conformación de naciones, incluso
de bloques. Esto ocurrió con la Cristiandad y el Islam, tras el
llamado a cruzada del Papa Urbano II a fines del siglo XI. Aún
cuando los cristianos no pudieron hacerse definitivamente con
Jerusalén, las ocho Cruzadas lanzadas a lo largo de 200 años
muestran que no fue por falta de empeño. Durante siglos la
noción de que «quien posee las llaves del cielo tiene el poder»
justificó guerras hacia afuera, pero también hacia adentro de
los propios bloques. Un ejemplo de estas contiendas internas fue
la Guerra de los Ochenta Años, entre varias provincias de los
Países Bajos y España, que enfrentó a calvinistas y católicos en
el siglo XVI.
Tradicionalmente, cada
religión se declaraba poseedora de las llaves del cielo –es
decir, del camino a la salvación. Hoy, ochocientos años después
de aquellas empresas bélicas cristianas, los conflictos
Islam-Occidente agregan, como mínimo la llave del subsuelo, y
borbotean como el petróleo de los grandes yacimientos. Así,
según el experto en Medio Oriente, Robert Fisk hay hoy en día,
manteniendo la proporción demográfica entre ambas fechas «22
veces más tropas occidentales en el mundo islámico que antes de
la caída de Jerusalén, en 1187». Esta situación obedece a
razones geopolíticas y económicas y pretende justificarse, en
forma no muy original, por una supuesta amenaza que, para
Occidente, implicaría la multiplicación de grupos islamistas.
La naturaleza quiso que el
mundo islámico haya permanecido fatalmente ligado al petróleo, y
por lo que se sabe acerca de las reservas planetarias, la
situación seguirá así hasta el agotamiento del combustible
fósil. Cuando esto suceda, ¿dejará el Islam de ser un tema de
política internacional?
Musulmanes buenos y
buenos musulmanes
Después de los
atentados
sobre Nueva York y Washington de setiembre de 2001, la Casa
Blanca, y su presidente, George W. Bush, llamaron a una «cruzada
contra el terror», en tanto los islamistas que se atribuyeron el
atentado, visibles en la figura de Osama Bin Laden, han
calificado de «cruzados» a los ejércitos occidentales que
invadieron, desde entonces, Afganistán e Irak. En el marco de
este desplazamiento, demográfico e ideológico, las potencias
occidentales han elaborado un discurso que pretende dividir en
dos el mundo musulmán, según su grado de «peligrosidad»,
trazando una línea que coincide casi perfectamente con las
fronteras de los países productores de petróleo.
En esta visión, al Islam
petrolero y rico del Golfo Pérsico (que incluye a varios países
árabes y a Irán), se opone uno pobre (semioculto entre las
cadenas montañosas de Asia Meridional y Suroriental) que con los
aportes de Pakistán, Indonesia, Bangladesh e India suma cientos
de millones de personas a la umma –comunidad de fieles.
Aunque en el segundo, representado por Pakistán y parcialmente
por India, los conflictos pueden llegar a involucrar armamento
nuclear –que ambos países han desarrollado–, los yacimientos
petrolíferos y sus implicaciones socio económicas hacen que a
las potencias, por ahora, les preocupe más el primero.
Como
consumidores de crudo, a estos países no les ha venido mal la
distinción entre musulmanes «buenos e inofensivos» y «malos y
peligrosos» a la hora de justificar sus intervenciones. En los
últimos años, sin embargo, ha quedado en evidencia que hay un
nivel en el que el Islam ha estrechado sus lazos sin que
importen las coyunturas históricas puntuales. Más allá de las
estructuras políticas y las fronteras oficiales subyace una
entidad musulmana, vigente gracias a sus raíces históricas más
profundas que trascienden los cortes muchas veces arbitrarios
resultantes de los períodos colonial y poscolonial. La caída de
los grandes imperios coloniales estuvo unida al nacimiento de
los nacionalismos que hoy en día, luego de establecido y
afianzado el sistema de Estados independientes, parecen estar
dando lugar en el Mundo Islámico a un sentimiento de «nación
musulmana» que trasciende las fronteras.
Paradójicamente, las incursiones de Occidente se han
transformado, más de una vez, en factor de unión entre los
musulmanes. Lo fueron a fines del siglo XX con la invasión
soviética a Afganistán y lo son hoy, con Estados Unidos como
catalizador del Islam, más allá de límites nacionales,
culturales o lingüísticos. Ahora bien, mientras Occidente
centraliza su ideología –como lo hicieron los cristianos del
siglo XI con el Papa– en un sistema político-económico por el
cual está dispuesto a derramar la sangre de cualquiera que se
interponga, cada extremista islámico cree contar con su propia
llave del cielo y, cuando está dispuesto a usarla, se vuelve un
enemigo formidable.
Las
facciones islamistas radicales que luchan en Medio Oriente,
incluso los grupos terroristas como al-Qaeda, cuentan entre sus
fieles con creyentes ricos y también pobres y se mueven por una
comunidad bastante más extensa y diversa que las dos que
Occidente se empeña en mostrar. Este diseño, que los
medios
masivos difunden, presenta un Islam (árabe al que se suma Irán)
cubierto de arena húmeda de petróleo de donde salen coches bomba
y terroristas suicidas, y otro montañoso, tapizado de aldeas
fronterizas pobres e ignorantes, donde aquellos mismos
terroristas se esconden.
El
profeta en su tierra
Aunque los árabes son
minoría en el actual Islam, la religión mantiene una profunda
relación con el idioma. La palabra árabe «Islam» significa
«sumisión», y aplicada a la religión trasmite un significado
idéntico al de las religiones cristiana y judía: obediencia a
Dios. En árabe las palabras se forman a partir de raíces de tres
letras, de tal forma que las derivadas forman familias de
significados asociados. La raíz de Islam es slm, que
compone varios significados que enriquecen las acepciones de la
palabra: salima hace referencia a la salud, salam
a la paz, y muslim (que es el origen del término en
español «musulmán») significa entregado.
El Islam se basa en la fe
(iman) en un solo dios, en sus profetas (varios de ellos
bíblicos, entre los que está Jesús de Nazareth) y en la
escritura sagrada, llamada Corán (Al-Qur’an, que
significa la lectura). Esta lectura es la trasmisión de
la palabra de Dios a Mohamed por parte del arcángel Gabriel (Yibril,
en árabe). Para algunos filólogos musulmanes esto no puede ser
estrictamente así, en parte porque hay frases que claramente
representan lo que en cierta circunstancia dijo Mohamed, y no
Dios, lo cual prueba la intervención humana en la redacción.
Quienes afirman que se
trata de la exacta palabra de Dios a veces ponen como prueba que
Mohamed era analfabeto, de manera que su acceso a esos textos,
en los que abundan referencias a los manuscritos sagrados judíos
(incluida la propia Torah) tuvo que ser a través de un
contacto divino.
Los textos fueron dictados
por Mohamed a varios de sus seguidores, para que los registraran
por escrito. Los musulmanes reconocen que la Torah es un
texto sagrado, pero aducen que ha perdido valor debido a la
intervención de escritura de los hombres y a un exceso de
interpretación, que ha pervertido el contenido.
Una de las diferencias que
separan al Islam del cristianismo, a pesar de reconocer que
sigue la tradición judía de un solo Dios, es que éste no ha
encarnado en ningún individuo, ni tiene distintas
manifestaciones como postula el dogma cristiano de la Trinidad,
que para el Islam supone una forma de politeísmo.
Como los dedos de una
mano
A los fieles se les pide
una breve serie de obligaciones, llamadas «los cinco pilares»
del Islam (arkan al-Islam).
La primera es la confesión
de fe, que es al mismo tiempo el único requisito para
convertirse y aceptar el Islam: «Dios es único y Mohamed es su
mensajero». Esta declaración, llamada shahada, marca el
ingreso a la religión, sin que sea necesaria la intervención de
autoridades eclesiásticas, inexistentes en el Islam. El segundo
pilar son las oraciones, o sala, normalmente cinco,
aunque algunas comunidades chiítas aceptan que sólo sean tres.
El tercer pilar es el sawm, ayuno diurno durante el
noveno mes del año musulmán, llamado de Ramadán. El
cuarto pilar es un impuesto, el zakat, destinado a dar
limosna a los pobres. Algunos califas hicieron su fortuna
personal de la recaudación de este impuesto, por lo cual las
distintas comunidades se dan formas que garanticen que el dinero
se destine efectivamente a los más necesitados. Finalmente,
existe la obligación de todo musulmán que tenga medios
suficientes de hacer un viaje a La Meca, llamado hach, al
menos una vez en la vida.
Islam e Islamismo
La sharia es la ley
elaborada por los eruditos musulmanes en base al Corán y
a la sunna. En algunos países, como Irán y Arabia
Saudita, los códigos civiles aceptan la sharia, pero en
la mayoría de los países con predominio religioso del Islam
prevalecen los códigos nacionales. Como contrapartida, ningún
musulmán está obligado a acatar una ley que contradiga al
Corán.
El primer intento de
establecer un Estado islámico fue promovido por varios jefes de
estado árabes. Leopold Weiss, un judío polaco convertido al
Islam en 1926 que recibió el nombre de Mohammed Asad, fue
coordinador de la redacción de la primera Constitución islámica
del mundo basada en la sharia. Entró en vigor en 1956
para Pakistán, el nuevo país que surgió luego de la
independencia de India.
Los movimientos musulmanes
del segundo tercio del Siglo XX, cuando el orden colonial se
desmoronaba en el planeta, tenían como objetivo principal la
independencia de sus territorios, dominados por potencias
europeas. La estrategia europea y estadounidense fue la de
promover la independencia de naciones delimitadas en muchos
casos por diferencias de doctrina y apoyar jefes tribales con
ascendencia local. A cambio, se obtuvieron la propiedad de pozos
de petróleo –concesiones de largo plazo–, garantías de libertad
de transporte y permiso para la instalación de bases militares.
Durante todo el siglo las potencias del Norte estimularon las
guerras entre estados musulmanes. Al mismo tiempo, buena parte
de los musulmanes de India y el sudeste asiático enfrentaban
conflictos étnicos y religiosos.
La instauración del Estado
de Israel en 1948 creó un foco de irritación en grupos árabes,
que no ayudó a unir la miríada de comunidades musulmanas. Visto
el conflicto de gran escala por el acceso a las fuentes de
energía, esa situación es provechosa para algunas potencias
occidentales, por lo cual no hay que descartar la idea de un
estímulo a las desavenencias locales con el objetivo de mantener
el control sobre los regímenes regionales. Desde ese punto de
vista, entre los objetivos de los ataques terroristas de gran
impacto, localizados en potencias occidentales, está el de poner
al descubierto ese juego geopolítico.
Hasta 1991 el millonario
saudita Osama Bin Laden había sido aliado de Estados Unidos en
una lucha que se limitaba a la región de Asia y que podía
considerarse de su interés político. Arabia Saudita tiene un
peso muy grande en la comunidad musulmana internacional. En su
territorio vivió el profeta Mohamed y se encuentran allí las
ciudades sagradas de La Meca y Medina. Es también
responsabilidad de los wahhabitas saudíes (la corriente
islámica más reciente, surgida en el siglo XVIII) buena parte de
la actual difusión internacional del Islam, en parte debido a la
generosa financiación para la construcción de mezquitas y la
instalación de escuelas islámicas que otorga el gobierno de ese
país.
La herencia de Mohamed
Todos los musulmanes están
de acuerdo en considerar al Corán como el libro sagrado que
contiene la palabra de Dios. Sin embargo, como en el Islam no
existe una institución jerárquica que dictamine una
hermenéutica de la palabra divina, las fuentes de la doctrina
son varias y es a medida que se avanza a través de ellas que
comienzan a encontrarse diferencias y discrepancias.
Cuando murió Mohamed
comenzó una lucha por el poder cuyas consecuencias pueden verse
en nuestros días. El propio profeta inició una
guerra para la
conquista de La Meca, en un movimiento en el que el poder
político y la instauración de una nueva religión formaban un
todo difícil de separar. El primer sucesor (califa) de
Mohamed fue su suegro Abu Bakr. A su muerte, ocurrida poco
después de asumir el califato, lo sucedió Omar, que inició la
gran expansión conquistadora de los árabes. Como presagio de las
tensiones que caracterizarían al Islam en el futuro, Omar fue
asesinado mientras dirigía los rezos en una mezquita.
Los cincuenta años que
siguieron a la muerte de Mohamed fueron pródigos en asesinatos
políticos. Mientras el poder creciente de los árabes se asentaba
en una dinastía fundada en Siria (los Omeyas, que no pertenecían
a la familia del profeta), la muerte de Hussein, descendiente de
Mohamed, en batalla desigual contra las fuerzas del califa sirio
Yazid, dio origen a un importante cisma, cuando surgieron los
chiítas, que pretendían que los califas fueran descendientes
del profeta. El término chiíta proviene de Shi’at Ali
(partidario de Alí, primo y yerno de Mohamed). En la
actualidad, sólo son mayoría en el Líbano, Irán e Irak.
En lo religioso, los
grupos dominantes siempre han sido los llamados sunitas,
es decir, seguidores de la sunna o tradición, partidarios
de seguir las enseñanzas del Corán y los hadices (textos
tradicionales con dichos y hechos atribuidos a Mohamed). Las
diferencias doctrinarias entre chiítas y sunitas
se refieren a estos textos tradicionales, de los cuales cada
comunidad acepta o rechaza grupos distintos.
Las tensiones entre ambas
corrientes constituyen la principal problemática interna de la
comunidad de creyentes. Mientras tanto, muchos conflictos con
países no musulmanes tienden a canalizarse de forma violenta a
través de acciones terroristas de grupos sunitas
fundamentalistas, como Al-Qaeda, que propugna la instauración de
un califato mundial. Muchos grupos fundamentalistas se
originaron en la corriente conservadora wahabbita, nacida
en Arabia Saudita y asociada a su casa real, que cumple un
importantísimo rol en la financiación de mezquitas y escuelas
islámicas en Occidente.
El Islam en Occidente
El colonialismo, y el orden
que dejó tras su liquidación, es responsable de buena parte de
las malas relaciones entre el mundo islámico y los países
industrializados del hemisferio norte. Esta mala relación no se
refleja necesariamente en la diplomacia entre los estados. Los
reinos de la península arábiga y los estados con mayoría
musulmana del extremo Oriente mantienen cordiales relaciones con
el mundo occidental, aunque en general albergan grupos que
manifiestan de diversa manera sus críticas a esos contactos
diplomáticos. Países como Afganistán, Irán e Irak, que vivieron
procesos revolucionarios que terminaron con la toma del poder de
gobiernos anticolonialistas y antiimperialistas, aunque con
profundas diferencias entre ellos, generaron espacios de
protección para grupos revolucionarios (y también terroristas)
de otros países, y ponen en cuestión las alianzas con Occidente
por considerarlas perjudiciales para su desarrollo.
El Islam, que otorga una
referencia moral y una base de identidad capaz de unir pueblos
diversos, ha sido utilizado por movimientos políticos opuestos
al dominio neocolonial de Occidente. Las ex-colonias francesas
–como Argelia y Marruecos– y británicas –como Pakistán– han sido
fuente de inmigración musulmana hacia sus antiguas metrópolis.
Las dificultades de integración originadas en prácticas racistas
tienden a convertirse en conflictos religiosos cuando los
inmigrantes se refugian en sus creencias ancestrales, las que
probablemente no practicaban en sus países natales.
En países europeos han
comenzado a ser noticia policial los «asesinatos de honor». Se
trata de la ejecución de mujeres, acusadas de crímenes sexuales,
por miembros de su propia familia –habitualmente el padre o un
hermano– con el pretexto de restaurar el honor de la familia.
Esta práctica tiene, en realidad, un origen precoránico que
viene de antiguas tradiciones regionales y no obedece a ninguna
ley islámica. Se estima que en todo el mundo la cifra de
asesinatos de honor llega a cerca de cinco mil, la mayoría en
Pakistán y zonas de predominio kurdo (Turquía e Irak).
Mientras tanto, algunos
movimientos políticos conservadores de Europa y Estados Unidos
estimulan la islamofobia, con el argumento de que la
inmigración, especialmente la musulmana, es un peligro para la
identidad de los ciudadanos ya establecidos. Las discusiones
acerca del mantenimiento de costumbres en la indumentaria, que
mereció una ley que prohibía ciertas piezas de ropa en Francia,
aumentan su tenor por el derecho que aducen los musulmanes a no
obedecer leyes nacionales que se opongan a la sharia. La
exacerbación de estas tensiones locales en países occidentales
favorece la aprobación de políticas de exclusión contra grupos
sociales y belicistas contra países islámicos.
Es esta compleja realidad la
que genera la interrogante sobre el futuro geopolítico del
Islam. El lento –y en algunos casos conflictivo– proceso de
integración de las comunidades musulmanas en determinados países
occidentales no permite saber si, cuando el subsuelo en Medio
Oriente esté seco –o bien el mundo haya superado su «adicción al
petróleo–, la tensión bajará o si, por el contrario, la clave
para lograr el entendimiento y la coexistencia continuará
enterrada.
Una
quinta parte del mundo
Se
estima que el 21% de la población mundial es
musulmana. Sin embargo, las estadísticas acerca de
las religiones (no sólo del Islam) deben ser tomadas
con cierto reparo debido a las herramientas
empleadas para su elaboración. Por ejemplo, las
estadísticas de algunos países europeos muestran que
hay más cristianos que creyentes en un solo dios.
Esto puede deberse al hecho de que las cifras de
afiliados se obtienen de registros de bautizos, de
matrimonios y de defunciones, y no de una muestra
basada en preguntas directas a los encuestados. Pero
incluso la pregunta directa puede interpretarse en
un sentido étnico, de herencia familiar o de
autopercepción de inserción social.
Es usual, por ejemplo, que muchas personas contesten
que son judías sin que deba interpretarse por ello
que profesan la religión, sino que simplemente se
consideran parte de una comunidad histórica.
El Islam no está exento de estas
imprecisiones. De todos modos, se la considera, por
su tamaño, la segunda religión mundial (el
cristianismo abarca al 33% de la población del
planeta; el hinduismo un 14%; los no creyentes
ocupan el tercer lugar en las cifras, con un 16% del
total de la población). Ahora bien, aún cuando
Mohamed predicó en árabe, la identificación entre
pueblos árabes e Islam carece, a nivel demográfico,
de base objetiva, ya que menos de un 15% de los
musulmanes de hoy son árabes. En tanto más del 60%
vive en Afganistán, Irán, Indonesia, India,
Pakistán, Bangladesh y Nigeria, persiste una fuerte
tendencia de la prensa occidental a identificar
islamismo con pertenencia al mundo árabe. Más aún,
si el Islam crece a un ritmo mayor que las otras
grandes religiones, en torno a un 2,1% anual (el
hinduismo un 1,7% y el cristianismo a razón de un
1,4%) se debe, por sobre todo, no a la conversión
(la religión que más convierte es el hiduísmo) sino
por aumento de la población musulmana, especialmente
en países de gran crecimiento demográfico como
Indochina, Bangladesh y otros países asiáticos y
africanos de mayoría musulmana.
Esta confusión favorece conductas
extremistas y de exclusión, que a veces se
manifiestan tanto en forma de acciones islamofóbicas
como de reacciones agresivas de miembros de las
comunidades islámicas en países donde los musulmanes
son minoría.
|
Más allá del árabe
En los cien años que siguieron a
la muerte de Mohamed, el año 632 d.C., el Islam se
extendió por el norte de África hasta Europa, hacia
el norte hasta Turquía, y en dirección al este
atravesando la India y China, hasta llegar al
extremo Oriente.
Los árabes manejaron con gran
sabiduría sus procesos de conquista. Cuando tomaban
posesión de estados grandes, centralizados y de
compleja organización burocrática, normalmente
cedían el poder a administradores locales, y
conservaban sólo la potestad de decisión para casos
graves. Incluso los sistemas de justicia permanecían
adscriptos a las tradiciones locales. Esto permitía
una inserción poco traumática, ya que los altos
funcionarios locales no veían amenazada su posición
y la población no debía adaptarse a nuevos usos. Al
mismo tiempo, los árabes, acostumbrados a
tradiciones tribales y poco afectos a la burocracia,
evitaban las desgastantes complicaciones de la
administración colonial.
El Islam fue una poderosa
herramienta de unión para los pueblos del desierto,
y su fuerza expansiva fue aceptadora de muchas de
las culturas que absorbió, especialmente las de la
antigua Persia. La expansión hacia el Este proveyó
al Islam de conocimiento científico y literario, y
su avance hacia el Oeste le dio espacio vital y le
permitió consolidar importantes rutas comerciales.
Los conquistadores musulmanes eran moderadamente
tolerantes con los pobladores que profesaban otras
religiones. Los cristianos y los judíos tenían
limitados algunos derechos ciudadanos y eran
estimulados a convertirse al Islam.
Para un extranjero era fácil
convertirse en musulmán (bastaba la shahada,
primer pilar del Islam), pero en los primeros
tiempos, los musulmanes no árabes tenían la
dificultad de no pertenecer a ningún clan o
tradición tribal, lo que los mantenía, en los
hechos, fuera del sistema civil.
Cuando en el siglo VIII los
musulmanes avanzaron sobre los territorios de la
actual Francia y fueron rechazados en Aquitania por
Carlos Martel en 739, los futuros europeos
comenzaron a percibir al Islam como una fuerza
peligrosa, pero al mismo tiempo aprovecharon el
temor que inspiraba para la creación de unidades
políticas de mayor extensión y poderío. Fue un nieto
de Martel, Carlomagno, quien hizo el primer ensayo
de unidad europea. Es probable que el proceso de
generación de Europa, que conllevó una fuerte
conciencia de unidad representada por el
cristianismo, hubiera sido imposible sin la
presencia de ese enemigo en los límites del
territorio. Las Cruzadas, que fueron un arma
política de unificación lanzada por los monarcas
europeos contra el Islam, sirvieron también para
reforzar la unidad de los musulmanes.
Con la caída de la dinastía árabe
de los Omeyas, como consecuencia de la llamada
revolución abásida liderada por un musulmán iraní,
se inició un proceso de apertura hacia fuera del
Mundo Árabe. Para finales del Siglo VIII, había más
musulmanes conversos que árabes. Los persas se
convirtieron en los principales eruditos coránicos,
enriquecieron la lengua árabe, estimularon el
desarrollo de la ciencia y el arte y asimilaron
textos y tradiciones occidentales.
|
*Publicado
originalmente en la Guía del Mundo, el mundo visto
desde el sur
|
|