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IGLESIA CATÓLICA  - BERGOGLIO, FRANCISCO -

Francisco al rescate de la iglesia*

Jorge Barreiro 

Un papa, o una iglesia católica progresista, es una contradicción en los términos, como un ejército pacifista o un nacionalismo de izquierda. La religión es el opio de los pueblos, dijo hace una temporada Karl Marx, y aún no he encontrado ningún argumento serio que me lleve a poner en duda esa idea.  

Acostumbrados como estamos a manejarnos con imágenes e ideas simples, una exigencia propia de la gramática de los medios, que necesitan personificar las historias que narran y mensajes unívocos, que simplifiquen la irritante complejidad del mundo, nada debería sorprender menos que la facilidad con la que se ha convertido al nuevo papa en una estrella del firmamento, una estrella progresista, y la generalizada convicción de que su pontificado pondrá a la Iglesia católica en sintonía con la cultura social de este tiempo.

En lo que atañe a lo primero, digámoslo sin anestesia: un papa, o una iglesia católica progresista, es una contradicción en los términos, como un ejército pacifista o un nacionalismo de izquierda. La religión es el opio de los pueblos, dijo hace una temporada Karl Marx, y aún no he encontrado ningún argumento serio que me lleve a poner en duda esa idea. ¿De qué nos hablan la Iglesia católica y el papa en particular cuando llaman a sus fieles a mantener o redoblar la fe, o a orar por las criaturas extraviadas que la han perdido? Ni más ni menos de que no debemos fiarnos de la razón ni de nuestro propio discernimiento, de que es innecesario, cuando no peligroso, pensar por nuestra cuenta y riesgo, dado que el Señor y sus embajadores en la Tierra ya lo han hecho por nosotros, ya han revelado en los libros sagrados, escritos de una vez y para siempre, las cuatro verdades que sus corderos necesitamos saber.

El catolicismo y todas las religiones son refractarias a la interrogación, nos convocan a suspender nuestro juicio crítico (“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida: nadie accede al Padre sino por mí”, dice Jesús en el Evangelio según San Juan (14, 6). La razón tendrá sus límites, pero al menos contempla la posibilidad de rectificar, una eventualidad que el dogma desconoce. En ¿Qué es la Ilustración?, Kant explica que es la salida del hombre de la minoría de edad, esta minoría consiste en la incapacidad de “servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro”. Alguien es menor de edad cuando carece de la decisión y el ánimo de servirse del entendimiento con independencia, sin la tutela de otro. De allí su Sapere aude (“atrévete a pensar”) ¡ten valor de servirte de tu propio discernimiento! He aquí la divisa de la Ilustración. Pero ésta y todas las religiones nos quieren mantener en una minoría de edad. ¿Qué podría haber de progresista en semejante empeño?

Tampoco puede ser progresista ni emancipador ni libertario ni democrático un dogma religioso para el que dios está en el centro, y es la medida, de todas las cosas, aunque ensalce la igualdad de todos los humanos. Lo acaba de decir Francisco en Rio de Janeiro: “La fe realiza en nuestras vidas una revolución que podríamos llamar  copernicana, porque nos quita del centro y se lo devuelve a dios”. Este credo, todos los credos religiosos, representan exactamente lo opuesto a aquellos ideales; representan el oscurantismo, el respeto reverencial a la tradición, al supuesto orden eterno de las cosas.

Ni para este papa ni para ninguno de sus predecesores el hombre es la medida de todas las cosas, no es fin en sí mismo, sino que está subordinado a dios. El hombre está en la Tierra para cumplir la voluntad del Señor y esa voluntad puede incluir la resignación frente a las contrariedades del mundo terrenal, la humillación si fuera necesaria, lo de la otra mejilla y todo eso. La idea de que el destino de los hombres está en sus propias manos es por completo ajena a la Iglesia y a las religiones en general. Para ellas la justicia de los hombres es una vana ilusión. La verdadera justicia es la que se dispensa en el más allá.

Va de nuevo: todos estos sólidos pilares sobre los que se erige el entero edificio eclesiástico representan las tinieblas, equivalen a renunciar a pensar, son una invitación a la mansedumbre y la obediencia y no hay simpatía (ni progresismo) papal que pueda convertirlas en su opuesto.

También cabe objetar  la creencia de que los eventuales cambios y rupturas del pontificado de Francisco con la tradición sean asunto excepcional. De esas rupturas/adaptaciones a los nuevos tiempos está plagada la historia de la Iglesia. Su gatopardiana adaptación al espíritu de los tiempos ha sido clave para conservar a su menguante feligresía. De modo que si Bergoglio ha llegado a decir “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”, no deberemos sorprendernos de que otro diga mañana “¿Quién soy yo para condenarte por fumar un porrito?”. O por no llegar virgen al matrimonio.

Tendrán ustedes presente que durante siglos a los obispos y cardenales se les dio por asar a la parrilla a herejes y brujas hasta que la sensibilidad moderna, y el repudio a las crueldades de épocas consideradas bárbaras, hizo poco recomendable seguir con esos pasatiempos. Al Vaticano también se le dio por santificar empresas como el colonialismo y la esclavitud hasta que, con un poco de retraso, como siempre, reparó en las convenciones de la ONU. Ya en tiempos más cercanos, vivaba a las tropas franquistas que iban conquistando las plazas rojas en España, Pío XII mantenía cristianas y amistosas relaciones con los nazis, como muchos obispos latinoamericanos con los dictadores de 1970 y 1980, hasta que la cultura de los derechos humanos y su consiguiente inclusión en el derecho internacional hizo que tales compañías (aliados de la cristiandad en la lucha por detener el avance del ateísmo materialista, no nos olvidemos), se convirtieran en poco recomendables, casi impresentables. También hubo un tiempo en el que la Iglesia condenaba y excomulgaba a los divorciados y consideraba que los homosexuales eran encarnaciones del demonio, fallas de la creación divina, y ahora, vean ustedes cómo la condena a los divorciados y a los gay empieza a ser cosa del pasado. No es que hayan perdido todas las mañas y misales  –ni que adhieran inequívocamente a los principios democráticos en vigor—, pero ni unos ni otros son ya objeto de la ira de los representantes de dios. Son de reacciones lentas, pero saben que si no se adaptan, desaparecen.

Es que el mercado de las creencias se ha puesto hipercompetitivo, al menos en esta parte del mundo. La demanda tiende a caer y al mismo tiempo aumentan los competidores. Todo un problema. La cosa está tan peliaguda que para conservar o aumentar el propio nicho hay que trabajar duro y hacer pequeñas y dolorosas concesiones doctrinarias. En ese sentido, nadie menos apropiado para dirigir el rebaño en los tiempos que corren que un fundamentalista como Ratzinger, para quien el buen nombre de la Iglesia justificó incluso la piadosa misión de extender un tupido manto de silencio y protección sobre los curas pedófilos. La Iglesia necesitaba ofrecer una figura menos rígida y severa, que conectara más fácilmente con la sensibilidad de las muchedumbres plebeyas, como un tal Bergoglio, por ejemplo.

La conjetura del papa reformista no supone, pues, ninguna novedad en la historia de la Iglesia. Transformaciones como las que aparentemente piensa emprender el nuevo papa han ocurrido cíclicamente en su historia, alternadas con largos períodos de hibernación, en los que no se movía una hoja ni se alteraba un punto o una coma de la doctrina.

Pero al margen de las inciertas especulaciones de los analistas, lo verdaderamente importante para los ciudadanos laicos, que somos mayoría, aquello que debería preocuparnos prioritariamente es cómo mantener a la religión, a sus instituciones y principios, en el ámbito privado, cómo evitar que invadan la esfera pública y que impongan sus particulares criterios a la política. Ya contamos con la (nefasta) experiencia de la explosiva mixtura de religión y política en otras partes del mundo. En este país hemos avanzado bastante en este sentido y tal vez por eso mismo el lobby de las sotanas está particularmente rabioso y combativo. Conviene no bajar la guardia.

*Publicado originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2013/08/04/francisco-al-rescate-de-la-iglesia/

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