Acostumbrados como
estamos a manejarnos con imágenes e ideas simples, una exigencia
propia de la gramática de los medios, que necesitan personificar las
historias que narran y mensajes unívocos, que simplifiquen la
irritante complejidad del mundo, nada debería sorprender menos que
la facilidad con la que se ha convertido al nuevo papa en una
estrella del firmamento, una estrella progresista, y la generalizada
convicción de que su pontificado pondrá a la Iglesia católica en
sintonía con la cultura social de este tiempo.
En lo que atañe a lo primero, digámoslo sin
anestesia: un papa, o una iglesia católica progresista, es una
contradicción en los términos, como un ejército pacifista o un
nacionalismo de izquierda. La religión es el opio de los pueblos,
dijo hace una temporada Karl Marx, y aún no he encontrado ningún
argumento serio que me lleve a poner en duda esa idea. ¿De qué nos
hablan la Iglesia católica y el papa en particular cuando llaman a
sus fieles a mantener o redoblar la fe, o a orar por las criaturas
extraviadas que la han perdido? Ni más ni menos de que no debemos
fiarnos de la razón ni de nuestro propio discernimiento, de que es
innecesario, cuando no peligroso, pensar por nuestra cuenta y
riesgo, dado que el Señor y sus embajadores en la Tierra ya lo han
hecho por nosotros, ya han revelado en los libros sagrados, escritos
de una vez y para siempre, las cuatro verdades que sus corderos
necesitamos saber.
El catolicismo y
todas las religiones son refractarias a la interrogación, nos convocan a suspender nuestro juicio crítico (“Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida: nadie accede al Padre sino por mí”, dice Jesús en
el Evangelio según San Juan (14, 6). La razón tendrá sus límites,
pero al menos contempla la posibilidad de rectificar, una
eventualidad que el dogma desconoce. En ¿Qué
es la Ilustración?, Kant explica que es la salida del hombre de
la minoría de edad, esta minoría consiste en la incapacidad de “servirse del
propio entendimiento, sin la dirección de otro”. Alguien es menor de
edad cuando carece de la decisión y el ánimo de servirse del
entendimiento con independencia, sin la tutela de otro. De allí su Sapere
aude (“atrévete
a pensar”) ¡ten valor de servirte de tu propio discernimiento! He
aquí la divisa de la Ilustración. Pero ésta y todas las religiones
nos quieren mantener en una minoría de edad. ¿Qué podría haber de
progresista en semejante empeño?
Tampoco puede ser progresista ni emancipador ni
libertario ni democrático un dogma religioso para el que
dios está
en el centro, y es la medida, de todas las cosas, aunque ensalce la
igualdad de todos los humanos. Lo acaba de decir Francisco en Rio de
Janeiro: “La fe realiza en nuestras vidas una revolución que
podríamos llamar copernicana, porque nos quita del centro y se
lo devuelve a dios”. Este credo, todos los credos religiosos,
representan exactamente lo opuesto a aquellos ideales; representan
el oscurantismo, el respeto reverencial a la tradición, al supuesto
orden eterno de las cosas.
Ni para este papa ni para ninguno de sus
predecesores el hombre es la medida de todas las cosas, no es fin en
sí mismo, sino que está subordinado a dios. El hombre está en la
Tierra para cumplir la voluntad del Señor y esa voluntad puede
incluir la resignación frente a las contrariedades del mundo
terrenal, la humillación si fuera necesaria, lo de la otra mejilla y
todo eso. La idea de que el destino de los hombres está en sus
propias manos es por completo ajena a la Iglesia y a las religiones
en general. Para ellas la justicia de los hombres es una vana
ilusión. La verdadera justicia es la que se dispensa en el más allá.
Va de nuevo: todos estos sólidos pilares sobre los
que se erige el entero edificio eclesiástico representan las
tinieblas, equivalen a renunciar a pensar, son una invitación a la
mansedumbre y la obediencia y no hay simpatía (ni progresismo) papal
que pueda convertirlas en su opuesto.
También cabe objetar la creencia de que los
eventuales cambios y rupturas del pontificado de Francisco con la
tradición sean asunto excepcional. De esas rupturas/adaptaciones a
los nuevos tiempos está plagada la historia de la Iglesia.
Su gatopardiana adaptación
al espíritu de los tiempos ha sido clave para conservar a su
menguante feligresía. De modo que si Bergoglio ha llegado a decir
“¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”, no deberemos sorprendernos de
que otro diga mañana “¿Quién soy yo para condenarte por fumar un
porrito?”. O por no llegar virgen al matrimonio.
Tendrán ustedes presente que durante siglos a los
obispos y cardenales se les dio por asar a la parrilla a herejes y
brujas hasta que la sensibilidad moderna, y el repudio a las
crueldades de épocas consideradas bárbaras, hizo poco recomendable
seguir con esos pasatiempos. Al Vaticano también se le dio por
santificar empresas como el colonialismo y la esclavitud hasta que,
con un poco de retraso, como siempre, reparó en las convenciones de
la ONU. Ya en tiempos más cercanos, vivaba a las tropas franquistas
que iban conquistando las plazas rojas en España, Pío XII mantenía
cristianas y amistosas relaciones con los nazis, como muchos obispos
latinoamericanos con los dictadores de 1970 y
1980, hasta que la
cultura de los derechos humanos y su consiguiente inclusión en el
derecho internacional hizo que tales compañías (aliados de la
cristiandad en la lucha por detener el avance del ateísmo
materialista, no nos olvidemos), se convirtieran en poco
recomendables, casi impresentables. También hubo un tiempo en el que
la Iglesia condenaba y excomulgaba a los divorciados y consideraba
que los homosexuales eran encarnaciones del demonio, fallas de la
creación divina, y ahora, vean ustedes cómo la condena a los
divorciados y a los gay empieza a ser cosa del pasado. No es que
hayan perdido todas las mañas y misales –ni que adhieran
inequívocamente a los principios democráticos en vigor—, pero ni
unos ni otros son ya objeto de la ira de los representantes de
dios.
Son de reacciones lentas, pero saben que si no
se adaptan, desaparecen.
Es que el mercado de las creencias se ha puesto
hipercompetitivo, al menos en esta parte del mundo. La demanda
tiende a caer y al mismo tiempo aumentan los competidores. Todo un
problema. La cosa está tan peliaguda que para conservar o aumentar
el propio nicho hay que trabajar duro y hacer pequeñas y dolorosas
concesiones doctrinarias. En ese sentido, nadie menos apropiado para
dirigir el rebaño en los tiempos que corren que un fundamentalista
como Ratzinger, para quien el buen nombre de la Iglesia justificó
incluso la piadosa misión de extender un tupido manto de silencio y
protección sobre los curas pedófilos. La Iglesia necesitaba ofrecer
una figura menos rígida y severa, que conectara más fácilmente con
la sensibilidad de las muchedumbres plebeyas, como un tal Bergoglio,
por ejemplo.
La conjetura del papa reformista no supone, pues,
ninguna novedad en la historia de la Iglesia. Transformaciones como
las que aparentemente piensa emprender el nuevo papa han ocurrido
cíclicamente en su historia, alternadas con largos períodos de
hibernación, en los que no se movía una hoja ni se alteraba un punto
o una coma de la doctrina.
Pero al margen de las inciertas especulaciones de
los analistas, lo verdaderamente importante para los ciudadanos
laicos, que somos mayoría, aquello que debería preocuparnos
prioritariamente es cómo mantener a la religión, a sus instituciones
y principios, en el ámbito privado, cómo evitar que invadan la
esfera pública y que impongan sus particulares criterios a la
política. Ya contamos con la (nefasta) experiencia de la explosiva
mixtura de religión y política en otras partes del mundo. En este
país hemos avanzado bastante en este sentido y tal vez por eso mismo
el lobby de las sotanas está particularmente rabioso y combativo.
Conviene no bajar la guardia.
*Publicado
originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2013/08/04/francisco-al-rescate-de-la-iglesia/
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