En su artículo “Lenguas 
de papel”, 
Gustavo Remedi afirma contestar las observaciones de mi trabajo “El 
elitismo de escribir”, en que hacía yo referencia a otro artículo de Remedi, 
titulado “Elogio de las humanidades y reconstrucción del proyecto humanístico”, 
publicado en la Revista de Facultad de Humanidades. En su respuesta, 
Remedi ratifica convenciones legislativas sobre los límites entre “realidad” y 
“mito”, cosa que deja en evidencia, entre otras cosas, su generalizada afección 
por los términos “realidad(es)” y “concreto”. En este trabajo, como en el 
previo, y siguiendo el refrán que enseña que quien reparte se queda con la mejor 
parte, Remedi se adjudica “la realidad”, cuyos reales pasan a posarse, con 
naturalidad, en el territorio americano. Con este casero pasamano, Remedi 
ratifica la existencia de una entidad con la que, en más de un momento, coincide 
hasta la confusión. Se trata de una entidad ontológica, territorial, moral, 
según se muestra en el siguiente pasaje:
“Por otra parte, sabemos que América 
Latina —como la uruguayidad o la montevideanidad — es apenas un cruce de 
discursos, del más diverso pelaje, relacionados, a su vez, a realidades 
sociales. Bolón me concederá que América Latina es una realidad histórica, 
social, política compleja, heterogénea, desigual, inescapable que, contra 
cualquier idea y deseo, se reimpone en cada momento de pretender negarla o 
disfrazarla.  
Dicho esto, claro, América Latina no 
puede ser reducida a una esencia ni a una sola cosa, ni como realidad ni como 
idea, discurso y proyecto.”
Ahora bien, como es previsible, la 
identificación de la “realidad” que hace Remedi solo es tragable si viene aguada 
con plurales gramaticales (“discursos”, “realidades sociales”) o léxicos 
(“diverso”, “compleja”, “heterogénea”, “desigual”), conocidos procedimientos por 
los que, a falta de un análisis agudo, el dogma medra pagando tributo a la doxa 
relativista.
Por cierto, el pensamiento dogmático nada 
teme del relativismo, su otro solidario. Desgranar multiplicando, con mayor o 
menor pereza, la enumeración de perspectivas (“históricas”, “sociales”, 
“políticas”, y podría agregarse: económicas, meteorológicas, musicales, 
gastronómicas, climatológicas, lingüísticas, pictóricas, orográficas, 
culturales, etc.), solo ratifica el vigor del dogma, de esa “realidad […] 
inescapable que […], se reimpone en cada momento de pretender negarla o 
disfrazarla”.
El dogma, según se observa, se nutre de 
todas las obviedades. Se trata, para empezar, de una especie de “e pur si muove” 
dado vuelta, ya que no se trata, en este caso, del sabio que, convencido del 
garrafal error inquisitorial, debe renunciar a la propia verdad so pena de 
sucumbir, sino que se trata de quien en un atardecer en Ramírez seguirá 
afirmando que el sol se mueve y se hunde en el mar.  Porque, a fin de cuentas, 
¿quién pretenderá negar que existe una “realidad […] inescapable que […] se 
reimpone”? ¿En qué tipo de mitología hay que vivir, según se desprende, para 
“pretender negarla o disfrazarla”?
Según el esquema legislativo-territorial de 
Gustavo Remedi, incurrirían en esta negación quienes insistan en permanecer 
dentro del mito occidentalista, fuera del cual es preciso ubicarse:
“América no está afuera de Occidente 
—del sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de 
Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización fundamental, 
incluso epistémica. […] hablo de Occidente —del Renacimiento, la Ilustración, la 
Modernidad— “visto desde América”, y efectivamente, no puedo sino pensar todos 
estos procesos desde la ambivalencia, el sarcasmo, la crítica; a veces, el 
reproche y la condena. Es preciso pensar Occidente por fuera del mito 
occidentalista. Miro la Revolución Francesa desde Haití. La Revolución de 1776 
desde la tragedia de la Conquista del Oeste y la Esclavitud. La República desde 
las comunidades originarias. La Industrialización desde las maquilas. La 
urbanización desde San Martín y Aparicio Saravia (no desde 18 y Andes). La 
Civilización desde la Campaña del Desierto o Automotores Orletti. Sin añorar 
ningún pasado ni ninguna vuelta atrás —vivir de la pesca, plantar ajos, un mundo 
sin luz eléctrica — veo Occidente desde la sospecha, la crítica. No digo nada 
muy extraño.”
Según este reparto, existe América Latina 
(“realidad inescapable que… se impone”, cf. supra), existe Occidente y existe el 
vínculo entre ambos (“América no está afuera de Occidente —del sistema mundo—. 
Es, en gran medida, un producto colonial de Occidente, el resultado de 
una conquista, de una reorganización fundamental, incluso epistémica”). También 
existe, en “Occidente”, algo que lo ocupa y del que es necesario salir: “el mito 
occidentalista”.
En resumidas cuentas: América es Occidente 
porque es “en gran medida” (otra vez la relativización bienhechora) “un producto 
colonial”, es decir, el producto de “una conquista”, que la constituye en 
víctima, tal como lo muestra la enumeración que hace Remedi de lugares 
emblemáticos de la victimidad: Haití, las maquilas, Orletti, la Conquista del 
Oeste, la Esclavitud (en EEUU, claro, que es la que lleva mayúscula). Si se 
negare o se disfrazare esto se incurriría, según Remedi, en “el mito 
occidentalista”. 
En más resumidas cuentas: América es 
Occidente en la medida en que es víctima de Occidente y quien no admitiere tal 
aserto será un vulgar mitógrafo occidentalista.
Ahora bien, más allá de su carácter 
superlativamente icónico de la victimidad, la lista de victimidades 
latinoamericanas establecida por Remedi ofrece algunas rarezas. Así por ejemplo, 
se nombran las maquilas, como ¿objeción? ¿contraejemplo? ¿contraparte 
condenable? de “la Industrialización”. En sentido estricto, las maquilas 
constituyen una estrategia feroz para abaratar costos, propiciadas por las 
políticas nacionales -de los Estados-nación- que entregan enormes parcelas de 
soberanía a los capitales inversores, imponiendo severos sistemas de explotación 
de la mano de obra. El cine y la prensa nos familiarizaron con el largo collar 
de maquilas que hay en México, cerca de la frontera con EEUU. En ese sentido, 
queda bien ilustrado el aserto latinoamericanista de Gustavo Remedi: América es 
Occidente porque es un producto colonial, integra Occidente en calidad de 
víctima calificada.  
El caso es que las maquilas también se 
vienen imponiendo en Haití, al punto que organizaciones militantes haitianas 
sostienen que la presencia en Haití de tropas militares extranjeras (brasileñas, 
uruguayas, argentinas, nepalesas, etc.) obedece a la voluntad de imponer un 
férreo sistema de maquilas, con capitales provenientes de Brasil y ansiosos de 
encontrar mano de obra baratamente asegurada por tropas y gobiernos amigos.
Sin embargo, la maquila no es la única 
modalidad productiva prohijada por los capitales desbocados que recorren el 
mundo; por eso, llama la atención que Remedi no diga nada sobre las zonas 
francas uruguayas y los call-centers, empleadores de abundante mano de obra 
local, en particular juvenil. Claro que, aunque paridos por la misma matriz 
devastadora, zonas francas y call-centers no encarnan lugares de la victimidad 
y, por ahora, una poderosa chapa de plomo silencia las condiciones en las que se 
trabaja, a espaldas de cualquier legislación laboral nacional. Al no constituir 
convencionales ejemplos de victimidad, a pesar de su cercanía y de su 
omnipresencia entre nosotros, Remedi no puede incluirlos en un listado basado en 
la victimidad como categoría fundante de lo americano. 
Porque Remedi, como sucedáneo de pensamiento 
político, conoce algunos pares que sinonimiza y distribuye en un mapa: 
“víctimas” y “verdugos”, “colonizados” y “colonialistas”, “América” y 
“Occidente”. De ahí, la agrupación de las víctimas de Orletti con las víctimas 
de la Campaña del Desierto, en su oposición con “la Civilización”. ¿Cuánto hay 
que chapucear para suponer que quienes estuvieron en Orletti habrían entregado, 
sin más y por unanimidad, a militares y civiles golpistas, el usufructo de la 
palabra “civilización”? ¿Y por qué suponerlo de los muertos en la Campaña del 
Desierto, una vez puestos en antecedentes? ¿Admitirían, sin más y por 
unanimidad, renunciar a la palabra “civilización” y etiquetarse bajo el de 
“barbarie”?
La territorialización del bien y del mal 
también lleva a Remedi, en su afán de figurarse en el lugar de las víctimas, a 
la siguiente declaración personal:
“Aparte de vivir y trabajar en un 
lugar y un tiempo concretos (hoy, aquí), mis estudios y desempeño profesional 
fueron en el ámbito de la enseñanza de la lengua, la literatura y la cultura 
latinoamericanas. Dicho esto, las identificaciones y los posicionamientos de uno 
nunca son únicos sin más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas 
a la vez.”
Luego de observar la constancia con que 
Remedi paga el tributo relativista impuesto pro lozanía del dogma (“los 
posicionamientos de uno nunca son únicos sino más bien variados y complejos. Uno 
siempre es muchas cosas a la vez”), cabe ir a lo asertado, que es lo que las 
reverencias no silencian. Ahí aparece un desempeño profesional en el ámbito de 
la enseñanza de “la lengua […] latinoamericanas”, puesta en pie de igualdad con 
“literatura y cultura”. No hay duda de que Remedi sabe que no existe “la lengua 
latinoamericana” y que sí existen, en América Latina, variedades del español, 
tal como existen variedades del español en España. Variedades todas ellas que no 
se imponen sobre el territorio como bloques homogéneos, sino como haces de 
rasgos diferenciales que se distribuyen atravesando fronteras políticas, 
orográficas y oceánicas. (Una rica bibliografía, teórica y empírica, abunda en 
ese sentido.) 
De igual modo, no cabe pensar que Remedi 
ignore que en América Latina existen otras lenguas, además de las variedades de 
español. 
Entonces, torpeza en la redacción o lapsus 
revelador, esta declaración personal se sostiene en una territorialización del 
pensamiento, en un afán de coincidencia tranquilizadora entre un orden 
conceptual y un orden cartográfico. Esta conciencia buenona restalla en el “hoy, 
aquí”, blindado contra cualquier relativización (lector, trate usted de 
relativizar el cartelito “hoy no se fía”…), aunque escindido por su enunciación.
¿En cuál “aquí”? ¿En dónde? ¿Hasta dónde 
llega  un “aquí”? ¿Queda alguien fuera del 
Salvo que Remedi imagine un “aquí” utópico, 
onírico, exclusivamente reservado a los buenos, hay que admitir que en el 
“aquí”, por su blindada indeterminación, cabemos todos. En consecuencia, 
caracterizarse intelectualmente por el “aquí, hoy” es nada, es perfectamente 
insignificante: todos podemos decirlo y, al decirlo, no decir nada. El asunto es 
que no es posible que la posición intelectual de Remedi (ni la de nadie) pueda 
ser identificable por su “hoy, aquí”. Reivindicarse como del “hoy, aquí” -y por 
ende sentirse obligado a rendir pleitesía a lo “concreto” en la detestación de 
lo “universal” y de lo “abstracto”- forma parte de una mitografía 
latinoamericanista que recorre el mundo, nutriéndose con los buenos salvajes de 
Jean-Jacques y otros exotismos.
“El verdugo de sí mismo” es una de las 
traducciones de Héautontimorúmenos, título griego de la comedia en que 
Terencio inserta la frase que será divisa de Karl Marx: homo sum; humani 
nihil a me alienum puto, cuya cita en latín (y no en Latín, ya que me rijo 
por la ortografía del español) provocó en Remedi molestia y un conato de 
sarcasmo a propósito de la (in)sinceridad y/o falta de unción con que algunos 
practican o practicamos el “todo”. Ahora bien, esta denuncia de Remedi (“dicen 
que nada les es ajeno pero miren todo lo que dejan afuera”) se autodestruye tan celerípede como se autodestruyen los sarcasmos acerca de la democracia 
ateniense, por haber sido ésta excluyente de esclavos y mujeres, precisamente 
porque el valor criticado es el que, al mismo tiempo, permite realizar la 
crítica. Sin el concepto de democracia que forjaron los griegos, sería 
estrictamente imposible criticar la exclusión de los esclavos o de las mujeres.
La sentencia terenciana no 
se autodestruye, sino que acarrea su propia fuerza autocrítica, tanto más si se 
recuerda que es la razón presentada por un personaje acusado de entrometerse en 
lo que no le incumbe, a saber, aconsejar a un vecino que trabaje menos y que 
haga trabajar más a sus esclavos. Se colige que, en la réplica de Terencio 
adoptada como divisa por Marx, para el entrometido aconsejador, los esclavos no 
formaban parte de lo humano no ajeno, observación que hoy podemos hacer 
amparados por la propia aserción. Por otra parte, en esta comedia de Terencio, 
algunas escenas más adelante, el vecino aconsejado reprochará al entrometido ser 
sensato con los otros y no ser capaz de prestarse ayuda a sí mismo, 
contrariamente a lo que él sí había hecho, siendo su propio verdugo al imponerse 
una vida en exceso austera. Recuérdese, al respecto, que el título 
Héautontimorúmenos fue tomado por Baudelaire para nombrar un poema de Las 
flores del mal que concluye: “soy la herida y el cuchillo / soy el golpe y 
la mejilla/ soy los miembros y la rueda / y la víctima y el verdugo”. Soy el 
capaz de pensarme (de escribirme) en mi (incartografiable) doblez. 
Antes que embarcarse en contraposiciones de 
pensamientos supuestamente anclados en territorios (“hoy, aquí”), conviene 
examinar esos pensamientos con los criterios que cada cual puede darse según su 
entender, siempre necesariamente venido de fuera. Salvo generación espontánea o 
divina, lo propio se hace con lo ajeno, sin que ningún mapa pueda estipular sus 
mutuos límites, y sin que ningún “origen” o “destino” alcancen para santificar o 
demonizar un pensamiento. 
De ahí, el protagonismo de la escritura, por 
cuya relativización milita Remedi, sumándose a una política de nefastos 
resultados, en particular, en Uruguay.
A sabiendas o no, Remedi confunde dos 
situaciones: la situación de quien vive en una sociedad regida exclusivamente 
por la oralidad (una sociedad que en su conjunto ignora la escritura) y la 
situación de quienes, viviendo en una sociedad regida por la escritura, la 
desconocen o la conocen mal. Dirimir cuál de las dos sociedades es superior (la 
sociedad exclusivamente oral o la sociedad de escritura) forma parte de una 
mitografía abonada por el bueno de Jean-Jacques y ante la cual Remedi flaquea, 
acusando a quienes, según él, jerarquizaríamos ciertas formas en detrimento de 
otras, por prejuicios que ignoran que en todos lados hay “de todo como en 
botica”. 
Por supuesto, no tiene sentido dirimir 
superioridades o inferioridades entre sociedades de oralidad y sociedades de 
escritura; lo que sí es acuciante es dirimir lo que sucede entre los individuos 
que no poseen la escritura y quienes sí la poseen, en sociedades regidas por la 
escritura. La situación dista de ilustrar una de las aquilatadas figuras de la 
diversidad y/o pluralidad: existen quienes saben danzar, quienes saben cantar, 
quienes saben pintar y quienes saben leer. Ni forma de la pluralidad, ni forma 
de la simetría (lector/analfabeto) rescatada y santificada por el relativismo.
Como cristalinamente lo expone Amir Hamed en 
“Los 
monos de Copán”, la situación supone una jerarquía potente: fue la escritura 
la que puso nombre a la “oralidad”, fue por el advenimiento de aquella que esta 
fue identificada, diferenciada, pensada. Fue la escritura la que dio conciencia 
de oralidad, a algo que, hasta entonces, no podía ni siquiera ser nombrado.
Entonces, fuera de las felicidades o 
tristezas personales o sociales que acarree el conocimiento de la escritura, su 
advenimiento ha producido un acto potente: dar nombre a su otro, a eso que 
pasaría a identificarse como “oralidad”. En consecuencia, se trata de una pareja 
profundamente dispar, puesto que uno de sus términos tiene la potencia de 
nombrarse y de nombrar al otro, mientras que el otro término no puede nombrar al 
otro ni a sí mismo.
En nuestra tradición escolar, la que arranca 
con Quintiliano, la enseñanza se erigió sobre la creencia en la superioridad 
intelectual de la escritura, en su mayor potencia y en su mayor alcance, lo que 
incluye su poderío de pensarse a sí misma y, a la vez, a su otro.
A fines del siglo XVIII, la revolución 
política que rebanó la sobresaliente cabeza de un rey, también acaeció como una 
revolución estética que proclamó otras igualdades: de géneros, de temas, de 
léxicos, de formas, de idiomas. A esa posibilidad irrestricta de ocuparse de 
todo, a esa posibilidad de experimentar la cercanía de lo ajeno, empezó a 
llamársela “literatura”, y empezó a competir con la filosofía en su voluntad 
escudriñadora de una totalidad en constante refacción. Por cierto, desde hace 
algunos decenios, literatura y filosofía están siendo condenadas, por algunos, 
la mayoría hispanistas generados por cierta academia de Estados Unidos, en 
nombre de su supuesta obsolescencia y de una contemporaneidad (“hoy, aquí”) que 
hace rato las vendría ignorando en nombre de principios supuestamente 
democráticos, antielitistas. Al respecto, cabe preguntarse, una vez más, en qué 
rincón de la mitografía latinoamericanista es que nos encontramos, y cuáles son 
los dominios y quiénes los personajes en ese “hoy, aquí” que acerrojando sus 
fronteras de vapor, pretende constituirse como el reino de las víctimas. 
A fin de cuentas ¿conviene o no que el poder 
intelectual que se ejerce con la escritura se expanda, se practique, se cultive, 
se ensalce y sea defendido por quienes aspiramos a la emancipación? Respondo que 
sí, y en esta medida me resulta inconducente seguir debatiendo al respecto, ya 
que me resisto a admitir que, en nombre de un “hoy, aquí” que no es más que un 
señuelo, lleguemos los americanos a renunciar a la fuerza emancipatoria de la 
escritura, convirtiéndonos, con esta renuncia, en verdugos de nosotros mismos.