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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HUMANIDADES - ORALIDAD - ESCRITURA -


Lenguas de papel

Gustavo Remedi

 

 

La escritura, parcialmente derivativa de la oralidad, de los sonidos y la cadencia de las palabras, tanto como del garabato, la contabilidad o la máquina, no es ni más ni menos rica o problemática que la oralidad. Más cercana a la partitura que a la música, descarnada como lengua de papel, la escritura tiene sus virtudes pero también sus límites: ilumina y permite pensar, representar y expresarse tanto como lo contrario.


Nunca se sabrá cómo hay que contar esto (…)
Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o:
nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así:
tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo
delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.
Qué diablos.
Las babas del diablo,
Julio Cortázar

¿Runachu kanki icha imataq?
(¿Eres gente u otra cosa?).
El sueño del Pongo,
cuento popular
 transcripto por José María Arguedas
Escribo hablando
Poética,
Blas de Otero

 

I


En “El elitismo de escribir”, Alma Bolón entreteje y critica posiciones y escritos disímiles, provenientes de contextos y planos diversos: los debates en torno a la reforma universitaria; la elección de nuevas autoridades; una caracterización respecto a ciertas prácticas y perfiles que coexisten dentro de la vida académica, aparecida en la diaria; las políticas del gobierno; el proyecto de la izquierda vernácula; las manifestaciones del Presidente Mujica respecto a las Humanidades, y otras cosas más. No es el propósito aquí adentrarme en cada uno de estos asuntos, por cierto, más complejos y ricos de cómo se los ha venido retratando, y que acaso invita a respuestas de otros, a quienes se alude. 

Como parte del mismo esfuerzo —para mi sorpresa— Bolón dedica casi toda la segunda mitad de su pieza a criticar un escrito de mi autoría, titulado “Elogio de las Humanidades”, donde me propongo realzar y reafirmar la necesidad de una forma distinta, específica, de ver y problematizar el mundo: “una impronta humanística”. También, repensar el sentido del “proyecto humanístico” hoy —y del proyecto crítico— en el sobreentendido de que como toda construcción histórica y situada en el mundo, y marcada por el mundo, debe ser objeto de constante revisión, discusión, adecuación.  

En el convencimiento de que el diálogo construye, complica, enriquece, leí con interés sus objeciones a algunos de mis planteos, que en cualquier caso siempre imagino experimentales, de validez situacional, provisorios, falibles, y por supuesto, discutibles. No obstante, tras una primera rápida lectura, enseguida saltan a relucir algunas inexactitudes, simplificaciones y oposiciones inexistentes, a las que me gustaría responder.
 

II


Lo primero que Alma objeta es mi adhesión a un posicionamiento latinoamericanista. Cita una frase de Borges que más que “develar el artilugio” inscribe cómicamente la contradicción y la aporía que nos constituye. Reconozco, efectivamente, que hablo desde una deformación y un prejuicio doble. Aparte de vivir y trabajar en un lugar y un tiempo concretos (hoy, aquí), mis estudios y desempeño profesional fueron en el ámbito de la enseñanza de la lengua, la literatura y la cultura latinoamericanas. Dicho esto, las identificaciones y los posicionamientos de uno nunca son únicos sin más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas a la vez.

Por otra parte, sabemos que América Latina —como la uruguayidad o la montevideanidad — es apenas un cruce de discursos, del más diverso pelaje, relacionados, a su vez, a realidades sociales. Bolón me concederá que América Latina es una realidad histórica, social, política compleja, heterogénea, desigual, inescapable que, contra cualquier idea y deseo, se reimpone en cada momento de pretender negarla o disfrazarla.

Dicho esto, claro, América Latina no puede ser reducida a una esencia ni a una sola cosa, ni como realidad ni como idea, discurso y proyecto. Estos días el MAPI alberga una muestra sobre el enfrentamiento que protagonizaron Arguedas y Cortázar que acaso ilustra esta cuestión. Qué duda cabe del latinoamericanismo de ambos, al margen de sus diferencias.

Otro problema que enfrenta América Latina como idea, materialidad y proyecto, es su territorialidad. Refiriéndose a la diáspora, algunos filósofos hoy hablan de un latinoamericanismo territorializado de una manera no cartesiana: es el caso de los exiliados, emigrantes, familias desperdigadas, los que van y vienen o están en más de un lugar a la vez. Más que disolver imaginariamente el problema esto nos presenta nuevos desafíos: un problema aun más complejo, una madeja aun más difícil de desenredar. Lo mismo se podría decir del nacionalismo y de la modernidad, como sugería García Canclini con aquello de entrar y salir.

Por lo demás, está claro, América no está afuera de Occidente —del sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización fundamental, incluso epistémica. Pero, pensada heurísticamente, ofrece una ‘zona fronteriza’, un aleph o anillo infernal, desde donde leerlo y pensarlo críticamente. La colonización nunca es total: tiene sus afueras, sus reversos, sus consecuencias inesperadas.

Reconozco entonces que nuestra realidad se gestó en contrapunto con una serie de ideas, tradiciones y proyectos de América Latina que no cesan de combinarse o disputarse su alma y su destino (lo mismo que el de la nación, la región y el mundo): La Latinidad. La Hispanidad. La Nordomanía. Occidente. Experiencias y discursos, discursos y experiencias decantan en configuraciones histórico-concretas específicas que se dan en América (en otras regiones se dan otras), en enfrentamientos, que resultan en formas diferenciales de situarse en el mundo, de imaginar el mundo, de criticar el mundo, de repasar las opciones, de tomar partido, de intervenir. 

Sí, en tanto cultura y proceso social, el latinoamericanismo está atravesado y constituido por las tradiciones europeas: pero no solamente. Quizás mi esfuerzo apunta a reconocer la multiplicidad de las tradiciones europeas (a escoger las que más me interesan, las más críticas, las olvidadas, las derrotadas), a reconocer las formaciones culturales americanas que se fueron gestando en el proceso, a reconocer otras tradiciones —no europeas— que también conforman nuestra compleja realidad, y contienen otra parte de la verdad y de la imaginación. A reconocer y a ser consecuentes.

Aprovecho para negar, al pasar, que sienta alguna tentación o necesidad de idealizar ninguna cultura, ni la americana, ni la precolombina, ni ninguna otra. O sea, esa crítica no es de recibo. Lo que me lleva al siguiente punto.
 

III

 

Bolón alude a una cita donde hablo de Occidente —del Renacimiento, la Ilustración, la Modernidad— “visto desde América”, y efectivamente, no puedo sino pensar todos estos procesos desde la ambivalencia, el sarcasmo, la crítica; a veces, el reproche y la condena. Es preciso pensar Occidente por fuera del mito occidentalista. Miro la Revolución Francesa desde Haití. La Revolución de 1776 desde la tragedia de la Conquista del Oeste y la Esclavitud. La República desde las comunidades originarias. La Industrialización desde las maquilas. La urbanización desde San Martín y Aparicio Saravia (no desde 18 y Andes). La Civilización desde la Campaña del Desierto o Automotores Orletti. Sin añorar ningún pasado ni ninguna vuelta atrás —vivir de la pesca, plantar ajos, un mundo sin luz eléctrica — veo Occidente desde la sospecha, la crítica. No digo nada muy extraño.

Por supuesto que Europa ha hecho su propia reflexión, revisión y crítica. Eventualmente descubrió que la razón instrumental termina por aplastar a la razón emancipatoria, que luego de dominar a las cosas se pone a dominar a las personas. Cómo no pensar en las fortísimas tradiciones críticas de algunos humanistas, ilustrados y modernos, del marxismo, de los frankfurtianos, de las vanguardias, de los existencialistas, de los posestructuralistas y los posmodernos. A todos los leemos y de ellos hemos aprendido. Para Dussel esa es la conciencia crítica europea de sí misma, de Occidente. La nuestra se alimenta y se intersecta con ella pero es más. Las civilizaciones metropolitanas no resumen ni agotan la Historia, ni la Cultura, ni el Espíritu, ni el significado de la Humanidad. Siempre me ha parecido cuando menos deshonesto lo poco que aun las teorías críticas europeas se basan en las experiencias y teorías de otras regiones, se piensan autosuficientes, pretendiendo luego validez universal. (Una cosa es el prólogo de Sartre y otra el texto de Fanon. Algo de esto parece haber querido decir Spivak, o García Márquez cuando hablaba del nudo de nuestra soledad.)

Nuestra crítica se nutre de la crítica metropolitana y de mucho más —un proyecto inabarcable, por supuesto. Concretamente, se nutre de otro montón de movilizaciones y tradiciones críticas vernáculas (periféricas, fronterizas): resistencias indígenas, independentismo, sublevaciones de esclavos, sentimientos orejanos, luchas obreras, teología de la liberación, teoría de la dependencia, pedagogía del oprimido, antropofagia y tropicalismo, la lucha contra las dictaduras y las mordidas de la miseria, etc. Creo que entiendo cuando Horkheimer habla de la Ilustración devenida en mito y Adorno del significado de “enseñar” después de Auschwitz. (Pero me pregunto: ¿hubo que esperar a Auschwitz? ¿solo Auschwitz?) También se refuerza con la conciencia crítica de otras tradiciones y experiencias en el mundo. Por eso prefiero la transmodernidad a la posmodernidad o a la modernidad inconclusa. Por si acaso, aclaro, conciencia crítica y dialéctica que debe ocuparse de todos los “ismos” (no solo del occidentalismo o el racionalismo): los nacionalismos, los humanismos; también de los latinoamericanismos, por supuesto.

Acaso otra diferencia: Bolón habla de la Ilustración y las Humanidades en un sentido abstracto y universal. Yo prefiero abrazarlas (y criticarlas) como procesos históricos y concretos. Me aferro, efectivamente, al argumento histórico y materialista de que el pensamiento está territorializado y mediatizado por formaciones socioculturales concretas.  

(Nota al pie: Anoche el ex-presidente español Zapatero coincidió con Bordaberry en el endurecimiento de las penas a los jóvenes en nombre de ‘la cultura occidental, que no es de derecha ni de izquierda’. Ese es el tipo de razonamiento que debe hacer prender la luz amarilla, y acaso la roja.)
 

IV
 

Media página más adelante, Bolón insiste en desatender mi defensa y elogio de las Humanidades, que es lo que propongo aun si a condición de someterla a la vigilancia crítica, a la crítica del eurocentrismo y el nordocentrismo, a la negación de la violencia que históricamente ejerció —y sigue ejerciendo—. En definitiva, a la extensión y complicación del concepto de Hombre (de Cultura, lo producido por el Hombre) y de Humanidad, históricamente asociados al proyecto humanístico occidental y a las Humanidades.

Y aquí es donde viene a cuento el tema de recurrir al auxilio del discurso de defensa y promoción de los Derechos Humanos en su sentido literal, estricto, amplio (aun si entendido como un discurso histórico, inconcluso, contradictorio, en disputa) como argumento y recurso para devolver, dotar de contenido mínimo y garantizar humanidad a millones de personas cuya humanidad y contribución es, una vez más, negada o menospreciada.

También como fundamento ético y marco de referencia socializado, compartido, institucionalizado, desde donde imaginar y medir metas y valores abstractos tales como la dignidad, la libertad, el progreso, la emanicipación, la felicidad, la propia razón. En última instancia, fundamento en donde anclar el análisis y el discurso crítico —la politización del análisis cultural— a fin de superar la arbitrariedad individual (una ilusión) y la autoridad técnica (devenida ideología). De otra manera, ¿desde qué fundamento y en nombre de qué y de quién buscamos conocer, dominar el mundo, interpretar, juzgar, valorar? 

Ante la opción de Maquiavelo, Sade o Nietzsche, que crean su propia moral y sistema de valores como forma de crítica, protesta y “salida” individual e imaginaria, o su otro extremo, Hobbes o el Estado prusiano, prefiero el camino más lento de las construcciones colectivas y encarnadas.

Bolón critica que emplazo a las Humanidades “a ser lo que ya son”, “curiosa intimación”. Aquí sí hay un punto de desencuentro, una diferencia de diagnóstico, respecto a si las Humanidades están o no a la altura de sus propios valores declarados y lo que se propone, si han procesado las transformaciones necesarias. (Una posible muestra de ello es el Plan de Letras de reciente manufactura y aprobación general). 

En efecto, la máxima de Terencio con la que todos nos llenamos tanto la boca y citamos en Latín y en otras lenguas con autoridad —nos ocupamos de la cultura de los hombres, de toda la cultura, de todos los hombres— no siempre se hace realidad. Parte del problema radica en quién define quién es humano y quién no. The Rights of Man y Les Droits de L’Homme fueron pensados para unos pocos y de hecho fueron usados y sirvieron para quitar los derechos a la mayoría de la Humanidad. (¿Runachu kanki icha imataq?) Hoy sucede lo contrario, y con mucho esfuerzo las declaraciones, leyes e instituciones de derechos humanos están siendo efectivamente apropiados, usados y movilizados para desmantelar las negaciones de humanidad efectuadas en nombre de la Humanidad.

Otra parte del problema reside en definir la Cultura —la historia del concepto, las disputas que genera— y el tema del valor, del gusto/la belleza (que no reside en la cosa sino en los sujetos), del interés o la importancia; es decir, de quiénes dan o quitan el valor, el interés y la importancia. Luego vienen más argumentos —dispositivos sutiles si los hay— de carácter disciplinario, administrativo, económico. Y así, en nombre de la Humanidad y la Cultura, el Humanismo opera en la práctica como una máquina de clasificación, exclusión y negación de humanidad y de cultura. Cualquier intento de abrir la ventana es atacado de populista, de celebrar el mal gusto y de poner todo en el mismo nivel. (Falta que se proponga que no deberíamos hacer una interpretación tan literal de la máxima de Terencio.) El resultado es que en la práctica solo algunas cosas de algunos humanos no nos son ajenas, y la mayor parte de ellas sí lo son. Esto ocurre en muchas disciplinas, pero en las llamadas Letras se ve más claro.
 

V
 

Otro viejo punto de desacuerdo y discusión —que ya lleva más de medio siglo, doscientos años, o cinco siglos, según cómo se lo mire— gira en torno al lugar de la escritura, de la tradición letrada, del significado y lugar de las Letras. Esto asume distintas formas y se despliega en varias direcciones: a) La reducción y congelamiento del significado de “las Letras”. b) la reificación y el fetichismo —no el elitismo— de la escritura. c) Un gesto defensivo dispuesto a mantener las fronteras y trincheras de lo literario y contener que también nos ocupemos críticamente de la tradición oral, de las prácticas culturales populares, de distintas expresiones y artefactos culturales que sobre todo a partir del siglo XX van de la mano de la invención de nuevos medios de producción cultural y la formación de nuevas esferas públicas (massmediáticas, plebeyas, juveniles, marginales, etc.).

Por si acaso sirve para desatar pronto el nudo aclaro que no persigo en absoluto ni construir una “oposición” entre escritura y medios (oposición falaz), que tampoco tengo ninguna necesidad de “ensalzar” a estos últimos (ni a los primeros), y que de ninguna manera se trata de sustituir una tradición o esfera de la palabra/del signo por otra. 

Dicho esto, a diario constato que predomina la creencia —el prejuicio— de la superioridad y mayor valor de unas esferas, prácticas y formas por encima de otras, las más de las veces sin un análisis crítico, conocimiento y entendimiento de las que se suponen inferiores. (En última instancia, la creencia en la superioridad y mayor valor de unas personas y una vidas en comparación con otras —lo que nos devuelve al punto anterior, a los derechos humanos, y a Terencio). Como en cualquier ámbito de la creación humana, habrá de todo como en botica y nuestra tarea siempre será investigar, entender, criticar, discernir.

Una tercera diferencia radica en la definición de la disciplina y la delimitación de la especialidad. El argumento se suele expresar así: puede ser que esas otras cosas tengan valor pero nosotros nos dedicamos (o debemos dedicarnos) a las Letras. Así, normativamente. Ante esto, querría interponer dos o tres objeciones.

Por un lado, señalar la historicidad de la construcción de la institucionalidad literaria, marcada por unas tecnologías (por ej. la escritura, la imprenta, el libro) y una ideología (la ideología culturalista de la salvación por “la” cultura, la cultura de unos —una parte— tomada por el todo). Una institución creada hace cien o ciento cincuenta años difícilmente pudiera imaginar y responder a las contingencias del futuro. Hoy se trata de readecuar la institucionalidad al presente a fin de acoger el estudio de otras tradiciones y nuevas formas, y articularla a otros proyectos. Desde el presente, volver sobre el pasado para descubrir otros pasados.

Luego está el tema de la perspectiva. El estudio crítico de las otras formas no significa extender un cheque en blanco, aplaudir o ensalzar nada. No veo ninguna anacronía en “el estudio crítico de los textos” sino todo lo contrario: más que nunca creo en la revisión y relectura crítica de los textos, de todos los textos. No obstante, aquí me hago eco de la idea sesentista de la redefinición y la extensión de nuestro concepto de texto y textualidad. Por esto, no alcanza con decir que de la tradición oral se ocupe la Antropología, de la canción Musicología y del cine la Facultad de Ciencias de la Comunicación. Cada cual se acerca y aproxima a estos artefactos y fenómenos culturales desde intereses, propósitos y problemáticas propias. Cada disciplina —que tampoco están congeladas y fijas en su punto de creación y también tienen una historia— tiene un aporte propio que realizar a la hora de entender al ser humano, analizar sus creaciones, señalar una crítica, rescatar un valor.  

Por último, si por Letras entendemos el lenguaje verbal, el lenguaje poético, la palabra de los hombres —como opuesta a la palabra de los dioses—, las cosas que razonan, imaginan, cuentan o recuerdan los hombres, de ello no sigue que solo la escritura o ciertos géneros de ella (la novela de ficción, la poesía escrita, la literatura dramática, las cartas y toda clase de anotaciones de los grandes hombres) deban ser nuestro objeto de interés y estudio exclusivo. Y sin embargo este sentido restringido del archivo literario domina nuestro quehacer, nuestra investigación, nuestros cursos.

Advertir y reclamar que nos ocupemos de otros archivos y ejercicios de la palabra no significa que escribir sea elitista. El “elitismo”, en todo caso, no consiste en leer o escribir, ni en ocuparnos de estudiar o enseñar el corpus del archivo literario, sino en el desinterés normativo y las más de las veces prejuicioso de no ocuparnos de las palabras de los otros, de otras Letras o de discursos verbales y poéticos, que también son parte del archivo de la palabra de los hombres, aun si  muchas veces vienen mezclados con otros discursos —la música, el baile, la gestualidad, la imagen, la imagen en movimiento, etc. El elitismo reside en restar valor, despreciar y pensar que somos mejores que el otro. Es construir “el Mito del Otro” —que como el Orientalismo, se construye en una relación y un ejercicio de poder— y su contracara, “el Mito del Nosotros” en diferentes envases.

El elitismo, dice Martín Lienhard, es pensar la oralidad como carencia, y no al revés: la escritura como carencia. El mismo gesto se repite en la idea de que el arte popular carece de complejidad, que el folclore es solo superchería y no hay nada que sacar, que en la cultura de masas no hay arte y solo es entretenimiento y conformidad, y así sucesivamente.

Una inmensa parte de la Humanidad se expresa, cobra conciencia de sí y del mundo, “se forma” (en un sentido no necesariamente positivo), negocia sus sentidos del mundo y construye el mundo, en gran medida —aun si no exclusivamente— a través de múltiples formas y medios: una novela policial, Shrek II, una canción de Calle 13, la telenovela de la tarde, la comparsa del barrio, una revista de historietas. Por consiguiente, sin necesidad de descuidar su encargo y misión tradicionales —que, de todas formas, debemos reexaminar—, sin ni siquiera cuestionar o invertir la relación figura/fondo, sí considero que las Humanidades deben hacerse un lugar para el estudio, la reflexión y la crítica de este otro universo de la palabra —la esfera pública plebeya de Negt y Kluge— desde la perspectiva humanística crítica, que es distinta a la mirada y las preguntas que se hacen las otras facultades y ciencias.

Más aun, influenciado por pensadores que sí se han ocupado del arte popular o la cultura de masas, estas interesan porque se trata de producciones culturales situadas en el mundo, constitutivas del mundo —nos guste o no—, complejas, contradictorias, sintomáticas, anticipatorias. Si bien expresan la cultura hegemónica —ofreciendo otra ventana a cómo funciona y se impone el poder— también están cargadas de resistencia, de innovaciones, de utopías, de valores resilientes y emergentes sintomáticamente “inaceptables” y “amenazantes”, que no podemos darnos el lujo de desatender, desconocer, dejar de criticar o desaprovechar, a riesgo de separarnos del mundo o enfrascarnos en la mismidad.

Cuando me pongo escatológico, lo imagino como el necesario detritus, basura o humus del que proviene y resurge la vida. Algo de esto pienso que es lo que vieron Bajtín en la tradición carnavalesca, Gramsci en el folclore y el sentido común, Hoggart en los nuevos usos de la alfabetización, Benjamin en las consecuencias de la reproductibilidad técnica, o Scott en el proverbio etíope (“Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y …”).

Más allá de los contenidos, las formas y los medios, en el curso de su lucha, y de su lucha cultural “por la palabra”, los seres humanos se han visto obligados y han emprendido la producción de nuevas esferas y espacios de la palabra (del silencio, del gesto), es decir, transformaciones de tipo estructural y rodeos tácticos, para poder expresarse y hablar, a los que también es preciso prestar atención. Esta es la historia de las nuevas formas y medios pero también de las antiguas: las lenguas romances, la copla popular, la novela, la tragicomedia.

Yendo un poco más allá todavía, a lo largo de su historia los estudios literarios también han incursionado en el estudio de discursos no verbales como teatralidad y de las mitologías modernas —pienso por ejemplo en Mitologías de Barthes— desde marcos, preguntas y objetivos muy diferentes a los de la Historia, la Sicología, la Antropología, la Lingüística o la Ciencia de la Comunicación.

En suma, reclamar mayor atención y dedicarle mayor espacio a la tradición oral y a otras formas de discurso verbal y no verbal no conduce a que “escribir sea elitista” sino a aseverar que  las Letras no se reducen a la escritura ni la escritura posee el monopolio de la palabra poética ni de la palabra a secas: no es la representante de la Palabra en la Tierra.

Dicho esto, escritura y oralidad no son términos extraños uno del otro, ni excluyentes entre sí. Aun si conserva la marca del cuerpo, la convivialidad, la gestualidad, la oralidad es una tecnología tanto como la escritura. El diálogo, la épica, la poesía, la retórica, la oratoria, la Ley del Padre, el murmullo ladino, provienen de esa estirpe. La escritura, parcialmente derivativa de la oralidad, de los sonidos y la cadencia de las palabras, tanto como del garabato, la contabilidad o la máquina, no es ni más ni menos rica o problemática que la oralidad. Más cercana a la partitura que a la música, descarnada como lengua de papel, la escritura tiene sus virtudes pero también sus límites: ilumina y permite pensar, representar y expresarse tanto como lo contrario. Algo de esto creo que quería decir el personaje de Cortázar del epígrafe.
 

VI
 

A modo de epílogo, acaso parte de la cuestión —o del malentendido— se origine en la tensión entre teoría tradicional y teoría crítica. En forma muy resumida y simplificada: mientras la primera cree que nuestro objeto de pensamiento existe antes de su representación y es un hecho de la naturaleza y el sujeto de conocimiento es un pensador libre y puro y un espectador desinteresado, solo motivado por el amor al conocimiento, la segunda no solo elimina la separación entre sujeto y objeto, entre hecho cultural y valoración/valor, sino que propone que tanto la ciencia como lo que ésta estudia son un producto de una praxis social e histórica. Que ambos están constituidos y condicionados —no determinados— socialmente. Que se entrelazan con los procesos y las movilizaciones de cada lugar y tiempo, en los que están comprometidos. Que la verdad, la conciencia, el interés, el valor, están siempre conectados a proyectos llevados adelante por sujetos históricos. Parte de lo que me he propuesto en “Elogio de las humanidades”, quizás sin realizarlo efectivamente y equivocándome de a ratos, es repensar el proyecto humanístico desde la teoría crítica de la cultura, y de entre los proyectos disponibles, tomando partido y sumándome a la movilización y lucha por realizar la dignidad y la humanidad negadas. Causa y eticidad esta última que, siendo que nos desempeñamos en las Humanidades, me parece particularmente apropiada, aun si no la única.

 

 

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