Nunca se sabrá
cómo hay que contar esto (…)
Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o:
nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así:
tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo
delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.
Qué diablos.
Las babas del diablo,
Julio Cortázar
¿Runachu kanki icha imataq?
(¿Eres gente u otra cosa?).
El sueño del Pongo,
cuento popular
transcripto por José María Arguedas
Escribo hablando
Poética,
Blas de Otero
I
En
“El elitismo de
escribir”, Alma Bolón
entreteje y critica posiciones y escritos disímiles, provenientes de
contextos y planos diversos: los debates en torno a la reforma
universitaria; la elección de nuevas autoridades; una
caracterización respecto a ciertas prácticas y perfiles que
coexisten dentro de la vida académica, aparecida
en la diaria; las políticas del gobierno; el proyecto
de la izquierda vernácula; las manifestaciones del Presidente Mujica
respecto a las Humanidades, y otras cosas más. No es el propósito
aquí adentrarme en cada uno de estos asuntos, por cierto, más
complejos y ricos de cómo se los ha venido retratando, y que acaso
invita a respuestas de otros, a quienes se alude.
Como parte del mismo esfuerzo —para mi sorpresa— Bolón dedica casi
toda la segunda mitad de su pieza a criticar un escrito de mi
autoría, titulado “Elogio de las Humanidades”, donde me propongo
realzar y reafirmar la necesidad de una forma distinta,
específica, de ver y problematizar el mundo: “una impronta
humanística”. También, repensar el sentido del “proyecto
humanístico” hoy —y del proyecto crítico— en el sobreentendido de
que como toda construcción histórica y situada en el mundo, y
marcada por el mundo, debe ser objeto de constante revisión,
discusión, adecuación.
En
el convencimiento de que el diálogo construye, complica, enriquece,
leí con interés sus objeciones a algunos de mis planteos, que en
cualquier caso siempre imagino experimentales, de validez
situacional, provisorios, falibles, y por supuesto, discutibles. No
obstante, tras una primera rápida lectura, enseguida saltan a
relucir algunas inexactitudes, simplificaciones y oposiciones
inexistentes, a las que me gustaría responder.
II
Lo
primero que Alma objeta es mi adhesión a un posicionamiento
latinoamericanista. Cita una frase de Borges que más que “develar el
artilugio” inscribe cómicamente la contradicción y la aporía que nos
constituye. Reconozco, efectivamente, que hablo desde una
deformación y un prejuicio doble. Aparte de vivir y trabajar en un
lugar y un tiempo concretos (hoy, aquí), mis estudios y desempeño
profesional fueron en el ámbito de la enseñanza de la lengua, la
literatura y la cultura latinoamericanas. Dicho esto, las
identificaciones y los posicionamientos de uno nunca son únicos sin
más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas a la vez.
Por otra parte, sabemos que América Latina —como la uruguayidad o la
montevideanidad — es apenas un cruce de discursos, del más
diverso pelaje, relacionados, a su vez, a realidades sociales. Bolón
me concederá que América Latina es una realidad histórica, social,
política compleja, heterogénea, desigual, inescapable que,
contra cualquier idea y deseo, se reimpone en cada momento de
pretender negarla o disfrazarla.
Dicho esto, claro, América Latina no puede ser reducida a una
esencia ni a una sola cosa, ni como realidad ni como idea, discurso
y proyecto. Estos días el MAPI alberga una muestra sobre el
enfrentamiento que protagonizaron Arguedas y Cortázar que acaso
ilustra esta cuestión. Qué duda cabe del latinoamericanismo de
ambos, al margen de sus diferencias.
Otro problema que enfrenta América Latina como idea, materialidad y
proyecto, es su territorialidad. Refiriéndose a la diáspora, algunos
filósofos hoy hablan de un latinoamericanismo territorializado de
una manera no cartesiana: es el caso de los exiliados, emigrantes,
familias desperdigadas, los que van y vienen o están en más de un lugar a
la vez. Más que disolver imaginariamente el problema esto nos
presenta nuevos desafíos: un problema aun más complejo, una madeja
aun más difícil de desenredar. Lo mismo se podría decir del
nacionalismo y de la modernidad, como sugería García Canclini con
aquello de entrar y salir.
Por lo demás, está claro, América no está afuera de Occidente —del
sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de
Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización
fundamental, incluso epistémica. Pero, pensada heurísticamente,
ofrece una ‘zona fronteriza’, un aleph o anillo infernal, desde
donde leerlo y pensarlo críticamente. La colonización nunca es
total: tiene sus afueras, sus reversos, sus consecuencias
inesperadas.
Reconozco entonces que nuestra realidad se gestó en contrapunto con
una serie de ideas, tradiciones y proyectos de América Latina que no
cesan de combinarse o disputarse su alma y su destino (lo mismo que
el de la nación, la región y el mundo): La Latinidad. La Hispanidad.
La Nordomanía. Occidente. Experiencias y discursos, discursos y
experiencias decantan en configuraciones histórico-concretas
específicas que se dan en América (en otras regiones se dan otras),
en enfrentamientos, que resultan en formas diferenciales de situarse
en el mundo, de imaginar el mundo, de criticar el mundo, de repasar
las opciones, de tomar partido, de intervenir.
Sí, en tanto cultura y proceso social, el latinoamericanismo está
atravesado y constituido por las tradiciones europeas: pero no
solamente. Quizás mi esfuerzo apunta a reconocer la
multiplicidad de las tradiciones europeas (a escoger las que más me
interesan, las más críticas, las olvidadas, las derrotadas), a
reconocer las formaciones culturales americanas que se fueron
gestando en el proceso, a reconocer otras tradiciones —no europeas—
que también conforman nuestra compleja realidad, y contienen otra
parte de la verdad y de la imaginación. A reconocer y a ser
consecuentes.
Aprovecho para negar, al pasar, que sienta alguna tentación o
necesidad de idealizar ninguna cultura, ni la americana, ni
la precolombina, ni ninguna otra. O sea, esa crítica no es de
recibo. Lo que me lleva al siguiente punto.
III
Bolón alude a una cita donde hablo de Occidente —del Renacimiento,
la Ilustración, la Modernidad— “visto desde América”, y
efectivamente, no puedo sino pensar todos estos procesos desde la
ambivalencia, el sarcasmo, la crítica; a veces, el reproche y la
condena. Es preciso pensar Occidente por fuera del mito
occidentalista. Miro la Revolución Francesa desde Haití. La
Revolución de 1776 desde la tragedia de la Conquista del Oeste y la
Esclavitud. La República desde las comunidades originarias. La
Industrialización desde las maquilas. La urbanización desde San
Martín y Aparicio Saravia (no desde 18 y Andes). La Civilización
desde la Campaña del Desierto o Automotores Orletti. Sin añorar
ningún pasado ni ninguna vuelta atrás —vivir de la pesca, plantar
ajos, un mundo sin luz eléctrica — veo Occidente desde la sospecha,
la crítica. No digo nada muy extraño.
Por supuesto que Europa ha hecho su propia reflexión, revisión y
crítica. Eventualmente descubrió que la razón instrumental termina
por aplastar a la razón emancipatoria, que luego de dominar a las
cosas se pone a dominar a las personas. Cómo no pensar en las
fortísimas tradiciones críticas de algunos humanistas, ilustrados y
modernos, del marxismo, de los frankfurtianos, de las vanguardias,
de los existencialistas, de los posestructuralistas y los
posmodernos. A todos los leemos y de ellos hemos aprendido. Para
Dussel esa es la conciencia crítica europea de sí misma, de
Occidente. La nuestra se alimenta y se intersecta con ella pero
es más. Las civilizaciones metropolitanas no resumen ni agotan
la Historia, ni la Cultura, ni el Espíritu, ni el significado de la
Humanidad. Siempre me ha parecido cuando menos deshonesto lo poco
que aun las teorías críticas europeas se basan en las experiencias y
teorías de otras regiones, se piensan autosuficientes, pretendiendo
luego validez universal. (Una cosa es el prólogo de Sartre y otra el
texto de Fanon. Algo de esto parece haber querido decir Spivak, o
García Márquez cuando hablaba del nudo de nuestra soledad.)
Nuestra crítica se nutre de la crítica metropolitana y de mucho más
—un proyecto inabarcable, por supuesto. Concretamente, se nutre de
otro montón de movilizaciones y tradiciones críticas vernáculas
(periféricas, fronterizas): resistencias indígenas, independentismo,
sublevaciones de esclavos, sentimientos orejanos, luchas obreras,
teología de la liberación, teoría de la dependencia, pedagogía del
oprimido, antropofagia y tropicalismo, la lucha contra las
dictaduras y las mordidas de la miseria, etc. Creo que entiendo
cuando Horkheimer habla de la Ilustración devenida en mito y Adorno
del significado de “enseñar” después de Auschwitz. (Pero me
pregunto: ¿hubo que esperar a Auschwitz? ¿solo Auschwitz?) También
se refuerza con la conciencia crítica de otras tradiciones y
experiencias en el mundo. Por eso prefiero la transmodernidad
a la posmodernidad o a la modernidad inconclusa. Por si acaso,
aclaro, conciencia crítica y dialéctica que debe ocuparse de todos
los “ismos” (no solo del occidentalismo o el racionalismo): los
nacionalismos, los humanismos; también de los latinoamericanismos,
por supuesto.
Acaso otra diferencia: Bolón habla de la Ilustración y las
Humanidades en un sentido abstracto y universal. Yo prefiero
abrazarlas (y criticarlas) como procesos históricos y concretos. Me
aferro, efectivamente, al argumento histórico y materialista de que
el pensamiento está territorializado y mediatizado por formaciones
socioculturales concretas.
(Nota al pie: Anoche el ex-presidente español Zapatero coincidió con
Bordaberry en el endurecimiento de las penas a los jóvenes en nombre
de ‘la cultura occidental, que no es de derecha ni de izquierda’.
Ese es el tipo de razonamiento que debe hacer prender la luz
amarilla, y acaso la roja.)
IV
Media página más adelante, Bolón insiste en desatender mi defensa
y elogio de las Humanidades, que es lo que propongo aun si
a condición de someterla a la vigilancia crítica, a la crítica
del eurocentrismo y el nordocentrismo, a la negación de la violencia
que históricamente ejerció —y sigue ejerciendo—. En definitiva, a la
extensión y complicación del concepto de Hombre (de Cultura, lo
producido por el Hombre) y de Humanidad, históricamente asociados al
proyecto humanístico occidental y a las Humanidades.
Y
aquí es donde viene a cuento el tema de recurrir al auxilio del
discurso de defensa y promoción de los Derechos Humanos en su
sentido literal, estricto, amplio (aun si entendido como un discurso
histórico, inconcluso, contradictorio, en disputa) como argumento y
recurso para devolver, dotar de contenido mínimo y garantizar
humanidad a millones de personas cuya humanidad y contribución es,
una vez más, negada o menospreciada.
También como fundamento ético y marco de referencia socializado,
compartido, institucionalizado, desde donde imaginar y medir metas y
valores abstractos tales como la dignidad, la libertad, el progreso,
la emanicipación, la felicidad, la propia razón. En última
instancia, fundamento en donde anclar el análisis y el discurso
crítico —la politización del análisis cultural— a fin de superar la
arbitrariedad individual (una ilusión) y la autoridad técnica
(devenida ideología). De otra manera, ¿desde qué fundamento y en
nombre de qué y de quién buscamos conocer, dominar el mundo,
interpretar, juzgar, valorar?
Ante la opción de Maquiavelo, Sade o Nietzsche, que crean su propia
moral y sistema de valores como forma de crítica, protesta y
“salida” individual e imaginaria, o su otro extremo, Hobbes o el
Estado prusiano, prefiero el camino más lento de las construcciones
colectivas y encarnadas.
Bolón critica que emplazo a las Humanidades “a ser lo que ya son”,
“curiosa intimación”. Aquí sí hay un punto de desencuentro, una
diferencia de diagnóstico, respecto a si las Humanidades están o no
a la altura de sus propios valores declarados y lo que se propone,
si han procesado las transformaciones necesarias. (Una posible
muestra de ello es el Plan de Letras de reciente manufactura y
aprobación general).
En
efecto, la máxima de Terencio con la que todos nos llenamos tanto la
boca y citamos en Latín y en otras lenguas con autoridad —nos
ocupamos de la cultura de los hombres, de toda la cultura, de
todos los hombres— no siempre se hace realidad. Parte del
problema radica en quién define quién es humano y quién no. The
Rights of Man y Les Droits de L’Homme fueron pensados
para unos pocos y de hecho fueron usados y sirvieron
para quitar los derechos a la mayoría de la Humanidad. (¿Runachu
kanki icha imataq?) Hoy sucede lo contrario, y con mucho
esfuerzo las declaraciones, leyes e instituciones de derechos
humanos están siendo efectivamente apropiados, usados y movilizados
para desmantelar las negaciones de humanidad efectuadas en nombre de
la Humanidad.
Otra parte del problema reside en definir la Cultura —la historia
del concepto, las disputas que genera— y el tema del valor, del
gusto/la belleza (que no reside en la cosa sino en los sujetos), del
interés o la importancia; es decir, de quiénes dan o quitan el
valor, el interés y la importancia. Luego vienen más argumentos
—dispositivos sutiles si los hay— de carácter disciplinario,
administrativo, económico. Y así, en nombre de la Humanidad y la
Cultura, el Humanismo opera en la práctica como una máquina de
clasificación, exclusión y negación de humanidad y de cultura.
Cualquier intento de abrir la ventana es atacado de populista, de
celebrar el mal gusto y de poner todo en el mismo nivel. (Falta que
se proponga que no deberíamos hacer una interpretación tan
literal de la máxima de Terencio.) El resultado es que en la
práctica solo algunas cosas de algunos humanos no nos
son ajenas, y la mayor parte de ellas sí lo son. Esto ocurre
en muchas disciplinas, pero en las llamadas Letras se ve más claro.
V
Otro viejo punto de desacuerdo y discusión —que ya lleva más
de medio siglo, doscientos años, o cinco siglos, según cómo se lo
mire— gira en torno al lugar de la escritura, de la tradición
letrada, del significado y lugar de las Letras. Esto asume distintas
formas y se despliega en varias direcciones: a) La reducción y
congelamiento del significado de “las Letras”. b) la reificación y
el fetichismo —no el elitismo— de la escritura. c) Un gesto
defensivo dispuesto a mantener las fronteras y trincheras de lo
literario y contener que también nos ocupemos críticamente de la
tradición oral, de las prácticas culturales populares, de distintas
expresiones y artefactos culturales que sobre todo a partir del
siglo XX van de la mano de la invención de nuevos medios de
producción cultural y la formación de nuevas esferas públicas (massmediáticas,
plebeyas, juveniles, marginales, etc.).
Por si acaso sirve para desatar pronto el nudo aclaro que no persigo
en absoluto ni construir una “oposición” entre escritura y medios
(oposición falaz), que tampoco tengo ninguna necesidad de “ensalzar”
a estos últimos (ni a los primeros), y que de ninguna manera se
trata de sustituir una tradición o esfera de la palabra/del signo
por otra.
Dicho esto, a diario constato que predomina la creencia —el
prejuicio— de la superioridad y mayor valor de unas esferas,
prácticas y formas por encima de otras, las más de las veces sin un
análisis crítico, conocimiento y entendimiento de las que se suponen
inferiores. (En última instancia, la creencia en la superioridad y
mayor valor de unas personas y una vidas en comparación con otras
—lo que nos devuelve al punto anterior, a los derechos humanos, y a
Terencio). Como en cualquier ámbito de la creación humana,
habrá de todo como en botica y nuestra tarea siempre será
investigar, entender, criticar, discernir.
Una tercera diferencia radica en la definición de la disciplina y la
delimitación de la especialidad. El argumento se suele expresar así:
puede ser que esas otras cosas tengan valor pero nosotros nos
dedicamos (o debemos dedicarnos) a las Letras. Así, normativamente.
Ante esto, querría interponer dos o tres objeciones.
Por un lado, señalar la historicidad de la construcción de la
institucionalidad literaria, marcada por unas tecnologías (por ej.
la escritura, la imprenta, el libro) y una ideología (la ideología
culturalista de la salvación por “la” cultura, la cultura de unos
—una parte— tomada por el todo). Una institución creada hace cien o
ciento cincuenta años difícilmente pudiera imaginar y responder a
las contingencias del futuro. Hoy se trata de readecuar la
institucionalidad al presente a fin de acoger el estudio de otras
tradiciones y nuevas formas, y articularla a otros proyectos. Desde
el presente, volver sobre el pasado para descubrir otros pasados.
Luego está el tema de la perspectiva. El estudio crítico de las
otras formas no significa extender un cheque en blanco, aplaudir o
ensalzar nada. No veo ninguna anacronía en “el estudio crítico de
los textos” sino todo lo contrario: más que nunca creo en la
revisión y relectura crítica de los textos, de todos los
textos. No obstante, aquí me hago eco de la idea sesentista de la
redefinición y la extensión de nuestro concepto de texto y
textualidad. Por esto, no alcanza con decir que de la tradición oral
se ocupe la Antropología, de la canción Musicología y del cine la
Facultad de Ciencias de la Comunicación. Cada cual se acerca y
aproxima a estos artefactos y fenómenos culturales desde intereses,
propósitos y problemáticas propias. Cada disciplina —que tampoco
están congeladas y fijas en su punto de creación y también tienen
una historia— tiene un aporte propio que realizar a la hora de
entender al ser humano, analizar sus creaciones, señalar una
crítica, rescatar un valor.
Por último, si por Letras entendemos el lenguaje verbal, el lenguaje
poético, la palabra de los hombres —como opuesta a la palabra de los
dioses—, las cosas que razonan, imaginan, cuentan o recuerdan los
hombres, de ello no sigue que solo la escritura o ciertos géneros de
ella (la novela de ficción, la poesía escrita, la literatura
dramática, las cartas y toda clase de anotaciones de los grandes
hombres) deban ser nuestro objeto de interés y estudio exclusivo. Y
sin embargo este sentido restringido del archivo literario domina
nuestro quehacer, nuestra investigación, nuestros cursos.
Advertir y reclamar que nos ocupemos de otros archivos y ejercicios
de la palabra no significa que escribir sea elitista. El “elitismo”,
en todo caso, no consiste en leer o escribir, ni en ocuparnos de
estudiar o enseñar el corpus del archivo literario, sino en el
desinterés normativo y las más de las veces prejuicioso de no
ocuparnos de las palabras de los otros, de otras Letras o de
discursos verbales y poéticos, que también son parte del archivo de
la palabra de los hombres, aun si muchas veces vienen mezclados con
otros discursos —la música, el baile, la gestualidad, la imagen, la
imagen en movimiento, etc. El elitismo reside en restar valor,
despreciar y pensar que somos mejores que el otro. Es construir “el
Mito del Otro” —que como el Orientalismo, se construye en una
relación y un ejercicio de poder— y su contracara, “el Mito del
Nosotros” en diferentes envases.
El
elitismo, dice Martín Lienhard, es pensar la oralidad como carencia,
y no al revés: la escritura como carencia. El mismo gesto se repite
en la idea de que el arte popular carece de complejidad, que el
folclore es solo superchería y no hay nada que sacar, que en la
cultura de masas no hay arte y solo es entretenimiento y
conformidad, y así sucesivamente.
Una inmensa parte de la Humanidad se expresa, cobra conciencia de sí
y del mundo, “se forma” (en un sentido no necesariamente positivo),
negocia sus sentidos del mundo y construye el mundo, en gran medida
—aun si no exclusivamente— a través de múltiples formas y medios:
una novela policial, Shrek II, una canción de Calle 13,
la telenovela de la tarde, la comparsa del barrio, una revista de
historietas. Por consiguiente, sin necesidad de descuidar su encargo
y misión tradicionales —que, de todas formas, debemos reexaminar—,
sin ni siquiera cuestionar o invertir la relación figura/fondo, sí
considero que las Humanidades deben hacerse un lugar para el
estudio, la reflexión y la crítica de este otro universo de la
palabra —la esfera pública plebeya de Negt y Kluge— desde la
perspectiva humanística crítica, que es distinta a la mirada y las
preguntas que se hacen las otras facultades y ciencias.
Más aun, influenciado por pensadores que sí se han ocupado del arte
popular o la cultura de masas, estas interesan porque se trata de
producciones culturales situadas en el mundo, constitutivas del
mundo —nos guste o no—, complejas, contradictorias, sintomáticas,
anticipatorias. Si bien expresan la cultura hegemónica —ofreciendo
otra ventana a cómo funciona y se impone el poder— también están
cargadas de resistencia, de innovaciones, de utopías, de valores
resilientes y emergentes sintomáticamente “inaceptables” y
“amenazantes”, que no podemos darnos el lujo de desatender,
desconocer, dejar de criticar o desaprovechar, a riesgo de
separarnos del mundo o enfrascarnos en la mismidad.
Cuando me pongo escatológico, lo imagino como el necesario detritus,
basura o humus del que proviene y resurge la vida. Algo de
esto pienso que es lo que vieron Bajtín en la tradición
carnavalesca, Gramsci en el folclore y el sentido común, Hoggart en
los nuevos usos de la alfabetización, Benjamin en las consecuencias
de la reproductibilidad técnica, o Scott en el proverbio etíope
(“Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran
reverencia y …”).
Más allá de los contenidos, las formas y los medios, en el curso de
su lucha, y de su lucha cultural “por la palabra”, los seres humanos
se han visto obligados y han emprendido la producción de nuevas
esferas y espacios de la palabra (del silencio, del gesto), es
decir, transformaciones de tipo estructural y rodeos tácticos, para
poder expresarse y hablar, a los que también es preciso prestar
atención. Esta es la historia de las nuevas formas y medios pero
también de las antiguas: las lenguas romances, la copla popular, la
novela, la tragicomedia.
Yendo un poco más allá todavía, a lo largo de su historia los
estudios literarios también han incursionado en el estudio de
discursos no verbales como teatralidad y de las mitologías
modernas —pienso por ejemplo en Mitologías de Barthes— desde
marcos, preguntas y objetivos muy diferentes a los de la Historia,
la Sicología, la Antropología, la Lingüística o la Ciencia de la
Comunicación.
En
suma, reclamar mayor atención y dedicarle mayor espacio a la
tradición oral y a otras formas de discurso verbal y no verbal no
conduce a que “escribir sea elitista” sino a aseverar que las
Letras no se reducen a la escritura ni la escritura posee el
monopolio de la palabra poética ni de la palabra a secas: no es la
representante de la Palabra en la Tierra.
Dicho esto, escritura y oralidad no son términos extraños uno del
otro, ni excluyentes entre sí. Aun si conserva la marca del cuerpo,
la convivialidad, la gestualidad, la oralidad es una tecnología
tanto como la escritura. El diálogo, la épica, la poesía, la
retórica, la oratoria, la Ley del Padre, el murmullo ladino,
provienen de esa estirpe. La escritura, parcialmente derivativa de
la oralidad, de los sonidos y la cadencia de las palabras, tanto
como del garabato, la contabilidad o la máquina, no es ni más ni
menos rica o problemática que la oralidad. Más cercana a la
partitura que a la música, descarnada como lengua de papel, la
escritura tiene sus virtudes pero también sus límites: ilumina y
permite pensar, representar y expresarse tanto como lo contrario.
Algo de esto creo que quería decir el personaje de Cortázar del
epígrafe.
VI
A
modo de epílogo, acaso parte de la cuestión —o del malentendido— se
origine en la tensión entre teoría tradicional y teoría crítica. En
forma muy resumida y simplificada: mientras la primera cree que
nuestro objeto de pensamiento existe antes de su representación y es
un hecho de la naturaleza y el sujeto de conocimiento es un pensador
libre y puro y un espectador desinteresado, solo motivado por el
amor al conocimiento, la segunda no solo elimina la separación entre
sujeto y objeto, entre hecho cultural y valoración/valor, sino que
propone que tanto la ciencia como lo que ésta estudia son un
producto de una praxis social e histórica. Que ambos están
constituidos y condicionados —no determinados— socialmente. Que se
entrelazan con los procesos y las movilizaciones de cada lugar y
tiempo, en los que están comprometidos. Que la verdad, la
conciencia, el interés, el valor, están siempre conectados a
proyectos llevados adelante por sujetos históricos. Parte de lo que
me he propuesto en “Elogio de las humanidades”, quizás sin
realizarlo efectivamente y equivocándome de a ratos, es repensar el
proyecto humanístico desde la teoría crítica de la cultura, y de
entre los proyectos disponibles, tomando partido y sumándome a la
movilización y lucha por realizar la dignidad y la humanidad
negadas. Causa y eticidad esta última que, siendo que nos
desempeñamos en las Humanidades, me parece particularmente
apropiada, aun si no la única.
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