Animal
serio el mono, al menos
cuando ocurre algo serio. Según el relato
de Joseph Stephens en su Incidentes de viaje en Centroamérica,
Chiapas y Yucatán, al llegar a las ruinas de Copán, en la actual
Honduras, los monos eran chillones, pero, una vez que él y su equipo,
integrado mayoritariamente por indígenas, entraron a la ciudad en 1839 y
comenzaron penetrar las pirámides mayas, que habían estado abandonadas
por unos 1.000 años, los simios se dejaban de hacer “monerías” y se
ponían solemnes, como si fueran “guardianes
de un suelo consagrado”. Los monos, por las efigies que iban
haciendo emerger de la maleza los exploradores, resultó que habían sido
dioses de Copán, por lo menos el Mono Aullador, aunque los glifos, la
escritura maya que atesoraba la ciudad abandonada, se mantendrían
inaccesibles hasta que una enconada serie de investigadores europeos y
estadounidenses, tras siglo y medio, terminara quebrando el código y
haciendo posible, entre otras cosas que, a partir de 1980, a los mayas
de hoy día, les haya sido dado leer e incluso pronunciar la mayoría de
los glifos de Copán. Los mayas, hoy, se enseñan unos a otros, en
talleres, la escritura jeroglífica alguna vez perdida, y en las
escuelas, los niños aprenden los grifos conjuntamente con la escritura
de sus ancestros.
De aceptar el testimonio de
Stephens, se podría sospechar que sí estaban custodiando algo consagrado
esos simios, algún secreto milenario, tal vez el de su origen divino,
ese que recuerda la efigie del Mono Aullador.
A fin de cuentas, en el Popol Vuh, los monos son descendientes de
aquellos hombres de tzité y mujeres de espadaña aniquilados por no
pensar ni hablar con los dioses. Estaban los monos en la tierra, según
el libro sagrado, como testimonio del autómata, de aquellos hombres y
mujeres de madera incapaces de venerar a los dioses, que terminaron
devorados por sus propios perros. Vendrían a ser la reliquia del
autómata, distinto del hombre, criatura que se había retirado
corporalmente de Copán pero que, encriptada en sus glifos, y en el
prodigio de sus pirámides, también se había quedado allí.
Claro que el mono, fatalmente
ágrafo, solo puede custodiar, con su
instinto de bestia, la presencia paradojal del hombre o del dios que ya
no está, pero que ha dejado en prenda su escritura
—su
razonamiento, su veneración. Salvo que el mono no se resigne al mono,
como sucediera alguna vez en otra selva con uno archifamoso, que
terminaría haciéndose con la imaginación del Siglo
XX. Es uno distinto al de la manada, uno joven, de diez años, al que los
demás, según el libro, dan un nombre que quiere decir piel blanca.
Según el libro, que es algo fantasioso, los monos no andan en manada
sino que son tribu, aunque éste de piel blanca, que habla como ellos el
“parco vocabulario” de las fieras, es de todos modos el más curioso y ha
encontrado una cabaña, cuya entrada debe descubrir y aprender a
franquear y que guarda dos esqueletos dentro, cuya identidad ignora,
además de una cuna, unos libros con ilustraciones y una cartilla con un
alfabeto ilustrado.
Las imágenes lo atraen, y
pasando páginas llega a las de monos, que están sobre unos insectos que
usted, que lee, y yo, que aquí escribo, llamamos letras (“A, de Arquero:
el que dispara flechas con arco. B, de Bebé: se llama Joe”, etc.), pero
que para el simio son, de momento, nada más insectos, y algunos como
moscas, porque tienen como patas, pero a los que no les encuentra ojos.
Periódicamente, el mono blanco regresará a la cabaña para pasar cada vez
más tiempo con esos bichos hasta que descubra, finalmente, que tienen un
sentido, que son un lenguaje en sí mismo, y así, este mono, al que los
demás llaman Tarzán, un día habrá aprendido a leer, es decir, habrá
dejado de ser mono, es decir, autómata de madera, y se habrá pasado de
bando. Se trata de un primate que habla mono pero lee inglés.
La
novela de Edgar Rice Burroughs, Tarzán de los monos (1912), fue,
en alguna ocasión, señalada como una de las mejores por Gabriel García
Márquez, y eso no debe extrañar, ya que el incomprensible manuscrito de
Melquiades, en Cien años de soledad, primero parece, a quienes
pretenden descifrarlos, estar poblado por moscas, hasta que
hegelianamente, al final de la novela, estas moscas se revelan como
sánscrito y como la historia finalmente revelada, es decir,
apocalíptica, de todos los Buendía. La diferencia entre Tarzán y los
Buendía, de todos modos, es que estos últimos ya sabían leer y deben
encontrar a qué lengua (por más que parezca estar poblada por moscas)
debe aplicar sus técnicas de lectura, en tanto que el mono deja de serlo
ni bien aprende a leer, es decir, aprende por primera vez que esas
moscas no son moscas y sí un sistema de símbolos.
Ni bien
entra en contacto con la escritura, Tarzán ha renunciado al mono y se ha
pasado al régimen de los hombres, un régimen que le permitirá reconocer
que los esqueletos de la cabaña los restos de sus padres, y que él, que
entre los monos es Tarzán, entre los otros, los primates blancos, es
Lord Greystock. Sucede que la escritura es aquello que, por su sola
presencia, incluso cuando indescifrable, nos hace saber de Otro: detrás
de cada uno de esos trazos hay una alteridad, acaso divina: cada letra,
cada glifo, cada imagen, descorre una intencionalidad, la de
Ése-que-ha-querido-decir(nos)-algo.
Por
supuesto, no faltará quien mencione, blandiendo el mecanicismo torpe de
la vulgata postroussoniana, que estas fábulas, la de Rice Burroughs y la
de Stephens, son fábulas imperiales, ya que ambas dan cuenta de una
expansión, crasamente colonial en un caso (la de Tarzán, blanco
enquistado con su biblioteca en el “continente negro”), y otra
veladamente imperial, la de Stephens, quien era “Encargado de negocios
de los Estados Unidos del Norte”, según la documentación que gustaba
exhibir, quien terminaría comprando todo lo que había en Copán por 50
dólares.
Dentro
de ese rasero de lectura, suelen revindicar, roussoniana y
prerrousonianamente
—a través del renacentista “De
los caníbales” de Montaigne, por la cual
el “salvaje” americano viene a ser un “buen salvaje”—, una criatura
pura, incontaminada, precisamente porque desconoce la escritura. Es allí
dónde, con Rousseau, los abogados de la oralidad fetichizan la
existencia de una pureza oral, previa al Contrato social.
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Esta pureza, por un lado, sería la germánica
del folclore o loor del volk, una moneda por completo falsa, por
ejemplo, en el caso de los
Grimm, lingüistas que mintieron una genealogía popular de los cuentos de
hadas y, por otro, sería la que ciertos
hispanistas pretenden encontrar en el primer iletrado que se les ponga
enfrente, sea el indígena de todas las horas, sea eso que insisten en
llamar pueblo, pero que no es el volk de otrora sino las masas
mediatizadas de hoy, atendiendo a una “oralidad secundaria”, al decir de
Walter J. Ong, que no deja de ser una oralidad imposible de oponer a la
escritura en la medida en que allí donde rige la escritura ya no rige la
oralidad: uno puede no saber leer ni escribir, pero la ley, y las
instituciones, son instancias de la escritura, más exactamente, de una
escritura que, en algunos casos, como la imperial, relega las escrituras
propias (incluso si esta escritura es nada más que una incisión o
mutilaciones, como le adscribían a los charrúas,
o inscripción en prendas, como los tocapus andinos).
Siguen
estos hispanistas sin darse cuenta, tristemente, de que si algo hace la
narrativa imperial es, precisamente, reivindicar oralidades. Cuando se
topa con un pueblo al que llama salvaje, le niega escritura, como
negaron y prohibieron los españoles los quipus andinos, o como quemó la
Inquisición, a través del Obispo Landa, los textos mayas, por
considerarlos idólatras. Al negarle escritura a los indios, a los
pueblos originarios, los desposeen de su voluntad de simbolización, y no
hacen otra cosa que proyectar su modelo, que es precisamente
eurocéntrico, el de una escritura que insiste en oponerse a la voz. Cabe
al respecto detenernos en que, si Platón puede pensar que la escritura
es mimesis es porque es el griego de sus días la única escritura que
haya correspondido, exactamente, con el habla: los griegos adaptaron el
alfabeto fenicio y le otorgaron una letra a cada vocal (cosa a la que
los alfabetos semitas siguen sin condescender) y de ahí resultó casi
natural que Platón entendiera que la escritura es una imitación, y por
tanto, una degradación de la voz, y a lo sumo, como quería Aristóteles,
una ayuda-memoria (conocer seguía siendo recordar, por entonces). Esa
homologación de letra y sonido no hubo de repetirse, y ciertamente no la
tienen el inglés actual, ni nuestro castellano, con su prodigalidad de
letras para el sonido s, para el sonido k, para el sonido
j, con sus haches y úes mudas, etc. De ahí que, incluso ahora, sigan
pensando algunos que lo letrado, de alguna forma oscura, comporta algo
vil y que la pureza está en el habla, o que incluso, como dice algún
demagogo, se puede
escribir oralmente.
¿Qué
habló primero, por decirlo así, la mano o la boca? Desde Platón, nos
hemos acostumbrado a pensar que es la voz la que de alguna forma
solicita la letra, aunque los pictogramas y los ideogramas den con eso
de través, e incluso la escritura andina, lo
mismo que la china, demuestre que no hay una fatal evolución del
pictograma al fonograma, como se pretendía hasta hace no mucho. El bebé,
como se sabe, no habla: somos nosotros los que lo hacemos decir “mamá” o
“papá”. Balbucea pero también hace trazos, hendiduras, inscripciones
(aquello que Julia Kristeva homologó como semiosis, como chorá),
pero nosotros nos volcamos por encontrarle sentido a la voz y no a sus
trazos, y también por alentar la primera; no los segundos. En este mismo
sentido, se olvida que la mano del hombre simbolizaba en sus cavernas
hace 30 mil años, exactamente la misma fecha
por la que, últimamente, se cree se llegó al habla.
Del
mismo modo, confunden cualquier empleo de la fonación con emergencia de
oralidad, olvidando que, en Occidente, solo
a partir de la creación de las universidades, con sus bibliotecas
—y
para eso hubo que esperar a los Siglos
XII y XIII—
se empezó a leer en silencio y que hasta ese momento ocurría exactamente
lo contrario: la voz debía repetir el dictado de la letra escrita. ¿Qué
es lo que hacen entonces estos neoroussonianos cuando reivindican la
oralidad? Ser más imperialistas que los imperios. Porque, ciertamente,
es difícil pensar en un relato importante en lengua escrita que no
convenga voluntad de imperio. Y en este sentido, cualquier texto de la
antigüedad tiene voluntad de imperio, desde la Anábasis de
Alejandro Magno, a cargo de Flavio Arriano, hasta la Historia natural
de Plinio, sin privarse uno, claro está, de computar en este rubro a
La Ilíada, a La
Eneida
y, por qué no, a la Epopeya de Gilgamesh. Ciertamente, la lengua
griega con Alejandro, y el latín con la expansión de Roma, primero a
toda Italia, luego a todo el Mediterráneo, son lenguas de imperio, como
luego lo fueron el español, el francés, o el inglés, y lo han sido,
nadie puede olvidar, el alemán, el húngaro o el mandarín, el sánscrito,
el farsi, el ruso y el árabe, sin olvidar al mexica ni al quechua. Que
nuestro mundo no digiera ya bien los imperios y se contente, meramente,
con el Imperio del Capital, con haber reducido el planeta a unos cuantos
plazos fijos, no puede dejar de lado el hecho de que los imperios, desde
que el mundo es mundo, a la vez someten y civilizan. Ahora bien, nunca
es más cruel y aniquilador un imperio, como bien aprendieron los
indígenas de América, que cuando se pone a negar escritura y a
reivindicar la oralidad de cierto imposible otro, porque ese otro, desde
siempre, también escribe. Tal vez ese fuera, en último término, el
secreto que seguían guardando, ágrafos y tenaces, los monos de Copán.
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