H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /
          
          CONTRA EL MERCADEO DE DIVERSIDAD

Los imprescindibles años de vagabundeo

Aldo Mazzucchelli

¿Cuál es la finalidad de las
Humanidades, la razón de su existencia como disciplinas universitarias? Ante esta simple pregunta, la mejor respuesta que conozco es una simple: el estudio, con el fin de practicarlas bien, de la historia, de la filosofía, de las letras, etc. Esta respuesta requiere una especificación más, sin embargo. Pues responder, sobre la filosofía, por ejemplo, “el estudio de la filosofía”, no deja aun claro si la respuesta debe entenderse como “aprender a ser filósofo”, o “convertirse en un estudioso y conocedor de lo que los filósofos (es decir, otros) pensaron y escribieron”. En mi opinión, la respuesta es la primera. Uno estudia filosofía con la esperanza de convertirse en filósofo, historia con la esperanza de convertirse en historiador, y las letras con la esperanza de convertirse en escritor. Sé  bien que la respuesta sorprenderá a algunos (sobre todo, a unos cuantos académicos), e incluso les parecerá un disparate. Hoy la noción admitida es que las Humanidades deben formar una suerte de “técnicos” o “expertos en” “filosofía” o “literatura” —entendidas estas como “materias” y no como prácticas. En historia creo que la situación es ligeramente distinta, porque la práctica de la historia no tiene el aura que aun parecen conservar las otras dos.

¿Por qué hay gente que reacciona y piensa de tal manera? Primero, por la desazonante improductividad de las carreras humanísticas tal como existen hoy —por cada mil que estudian filosofía, quizá uno sea finalmente reconocido como filósofo por alguien más que su familia nuclear. Segundo, porque subsiste un sustrato romántico que afirma que nadie aprende cosas como el pensar y el escribir, pues el talento lo provee todo. Creo que es una creencia falsa, o mejor dicho, una concepción miope de en qué consiste el quehacer de, digamos, un escritor. Escribir es un oficio, y salvo el talento, todo en él se aprende. Por talento digo aquí una intuición que distingue bien lo importante de lo que no lo es, por un lado; por otro, una cierta y compleja capacidad para generar novedad. Ninguna de las dos cosas puede enseñarse, aunque a la primera se la puede ayudar bastante, pues una persona talentosa que quiere escribir, si tiene experiencia y ha vivido (y leído) mucho, está en mejores condiciones para evitar errores de principiante en todos los géneros. En fin, la sustancia de la práctica humanística ha sido sometida, crecientemente a lo largo de la modernidad, a un proceso de reducción a cierta instrumentalidad objetivista —solo se puede conocer “objetos”, y el conocimiento debe “servir para algo concreto”—, del que surgen los síntomas anteriores y otros. 

*** 

¿Es escribir un oficio? Puede pensárselo así. De hacerlo, lo veríamos como una actividad humana que produce textos a su turno productivos; o ideas (no conceptos), en el sentido de constelación que ha propuesto Benjamin. Para quien piense que lo es, valdría la pena repasar cómo la tradicional atención y cuidado por la formación de cada artesano hasta llevarlo a maestro contrasta con la “formación masiva de investigadores literarios”.

Esta última idea, bajo la apariencia de democratizar, es una idea bastante monstruosa. Para empezar, la sociedad no parece precisar una cantidad importante de “investigadores literarios” que se entiendan a sí mismos como reproductores de una profesión en realidad inútil e inexistente, que es la de reproducir discusiones inanes en estilo paper, que nadie lee, y que a nadie importan. Solo sirven para refritar hasta la náusea las mismas fórmulas —en general se trata de posicionamientos político-culturales esquemáticos que no resisten desafío intelectual alguno— y para, en el camino, legitimar la posición profesional del autor, lo cual a su vez le da la posibilidad de escribir todavía otro paper.

Pero, ¿qué pasaría si se aceptase que la enseñanza de las letras tiene lugar solo para los que aspiran a convertirse en maestros, y que en lugar de hipostasiar una “función social” que nadie solicitó, se siguiese, en la legitimación de los practicantes de la literatura (como parte de las Humanidades) un proceso mucho más cercano al que se seguía en tiempos de las guildas? La analogía puede llevarse bastante lejos, y casi funciona como una alegoría: cada parte del proceso medieval de formación de, digamos, un maestro en carpintería, correspondería a una parte concebible y necesaria de la formación de un maestro en literatura— es decir, de un competente escritor en distintos géneros —que luego, además de competente, logre ser un escritor importante, dependerá de variables incontrolables para cualquier forma de educación. Especialmente, de su capacidad de hacer experiencia relevante y comunicarla a otros (talento).

Pero supongamos que se sigue la noción de formar lo formable en un filósofo o un escritor. Primero, el que quiere enseñar, tiene que aceptar que no sabe y someterse a un aprendizaje apreciable. Encontrar un maestro, o más de uno, y vivir con él (en nuestro caso, bastaría con que vaya a clase con regularidad y que trabaje codo a codo con alguno que sepa más que él en proyectos conjuntos, por ejemplo). Luego de una serie de años conociendo distintos aspectos del oficio, el aprendiz sería absuelto de sus obligaciones —esto es, promovido o titulado, con un título elemental.

En el esquema actual, el título inicial tiene cada vez menos importancia. Debido, creo, a una falsa comprensión de la noción de democratización del conocimiento, la universidad estimula al recién graduado en Humanidades a que siga cuanto antes estudios de posgrado. En esto hay un problema crucial. En el tiempo de las guildas, no se suponía que un sujeto sin experiencia de la vida podía asumir estudios de posgrado. Entonces, un joven recién relevado de sus responsabilidades como aprendiz de carpintero no era siquiera considerado para darle responsabilidades mayores a las de un mero empleado de bajo rango, de modo que solo podía ser contratado como ayudante, pero en realidad la práctica más usual era la de irse a recorrer el mundo. No por un mes, sino por años. Esos se conocían, literalmente, por ejemplo en Alemania, como “años de vagabundeo” (Wanderjahre). El recién liberado iba de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios como carpintero, y debía cumplir ciertas regulaciones —no casarse, no tener hijos, y no generar deudas, de modo de que se asegurase que esos años no se usaban para liberarse de las obligaciones sociales. Solo después de cumplido un número mínimo de años se permitía a ese sujeto entrar en una guilda como aprendiz de maestro carpintero. Y solo después de estar años como aprendiz, se le permitía realizar su “obra maestra” y presentarla a la guilda para consideración. Si ésta era considerada digna del oficio, recién entonces se le permitía al aprendiz convertirse él mismo en maestro autónomo y abrir su propio taller.

El punto más importante de todo esto es, me parece, doble. Primero, todo el mundo tenía claro que el aprendiz aspiraba no a ser un burócrata para llenar espacios en un aparato educativo que de todos modos no enseña nada, sino que aspiraba siempre a llegar a lo más alto en su profesión—el ideal, en letras, es que un aprendiz de, digamos, Carlos Real de Azúa o Ángel Rama, no se contentaría con llegar a ser un mero profesor universitario o secundario de rutina, sino que debía aspirar a ser un ensayista capaz de alternar a nivel continental o mundial, cuyas obras fuesen buscadas por la gente en general —no meramente por los “especialistas”— en su país y en otras partes. Segundo, el aprendiz entendía que el contacto con el hacer de sus maestros es lo que le enseñaría, por un complejo proceso de imitación y ensayo error, sumado a un penoso esfuerzo por asimilar la complejidad de los problemas de la existencia, a entender en qué consiste el oficio de escritor —oficio que, si además tiene vocación de enseñanza, podrá enseñar a su vez a otros.

***

Sin embargo, el proceso de objetivación instrumentalista de las Humanidades no solo no ve a las letras o la filosofía como oficios enseñables de algunos modos más o menos cercanos a lo antes descrito, sino que cada vez intenta imponer más una aproximación sistemática y taylorista a la formación de la gente. El truco es la defensa de la siguiente, tranquilizadora creencia: cuanto más gente entre y salga de la carrera, más gente se habrá formado. La verdad, hoy, es a menudo distinta: cuanto más gente entra y sale de la carrera, menos cierto es que se haya formado— aunque se ostente un título.

Como la experiencia compleja que implica un oficio no puede enseñarse masiva y tayloristamente, lo que se hace es inventar una serie de actitudes y textos que se codifican como los requeridos para la formación profesional. Así, en lugar de abrir la libertad de muchas perspectivas, se busca hasta cierto punto adocenar al estudiante que entra a la carrera de las letras, convenciéndolo enseguida de que debe integrarse a un repertorio autoral y teórico determinado, que va de la “theory” norteamericana a la teoría crítica, pasando por el posestructuralismo. Una lista de nombres que por alguna razón—en general, más ideológica que de otra clase —se ha vuelto “imprescindible” conocer. Todo esto bajo el paraguas de los convenientes “estudios culturales”— no hay que demostrar saber nada de nada en particular para practicarlos, pero se ocupan de todo—, con énfasis en el concepto de diversidad y (supuesta) defensa de las minorías. Así, en una universidad a la que el mercado le exige que se masifique y democratice (aunque en el camino tenga que renunciar a enseñar a pensar en serio), lo más fácil es enseñar formas simples de juzgar. Comprender este repertorio proveerá de una ilusión de comprensión general. 

Pero el concepto de diversidad, que es lo que habría que someter primero a crítica, es justo el término que, por encima de los otros, se presenta aprobado sin examen, y como condición de posibilidad de otra serie de razonamientos. Es la clave de bóveda de la conversión de las Humanidades al marketing de consumo del “(pos)sujeto autónomo” en su shopping simbólico privado, en el que cualquier pieza de ropa o cualquier plato del menú está predefinido y listo a ser intercambiado, vendido y comprado, y donde la única condición es que cada matiz del tornasol individualista parezca estar representado. La diversidad es lo que, o bien obtura toda posibilidad de juicio al comunicar una suerte de equidad valorativa universal, o bien lo que—cuando se la entiende como un ideal de justicia social a conquistar —prescribe juicios simplísimos y en general inútiles, en lugar de dar espacio al examen de las cosas en toda su complicación. Escribe Hegel en la introducción a la Fenomenología del Espíritu: “lo más fácil es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo, y lo más difícil de todo la combinación de uno y lo otro: el lograr su exposición”. Al convertir las Humanidades en un nuevo y supuestamente democrático “emprendimiento de la diversidad”, donde cada consumidor tiene en la góndola la forma platónica de un “paper” ready-made por “escribir”,  donde repetirá alguna forma ya prevista del menú binario (amigo-enemigo, o también bueno-malo), se percibe que el único negocio en todo el asunto es transmitir una elemental y performateada práctica del (pre)-juicio. Empresa redituable, se supone, porque como ya lo dijo Hegel, el juicio es siempre lo más fácil, lo más contagioso. Es decir, en unas Humanidades que han aceptado la lógica del mercado, es la estrategia de aprovechar la energía emocional a disposición para intentar canalizarla en remedos de “estudio académico” que  a veces son nada más que afiliación a una política abisal. Se supone que eso redundará en un aumento de la feligresía, para alegría de los administradores, que viven de mostrar a sus superiores y financiadores (igual que los demás “agentes culturales”) números de estudiantes, publicaciones, etc., que reflejan “algo”, “una realidad”, que nadie después de cobrar su sueldo parece preocuparse por entender.

El panorama del contenido de las Humanidades se va pareciendo a una breve instrucción en el repertorio de los argumentos en pro de lo minoritario y lo diverso. Y la actividad más corriente —mejor dicho: la única actividad— de las ideologías de lo minoritario y lo diverso, convertidas en el centro del “pensar” universitario, es ejercer el juicio sobre lo que, supuestamente, está impidiendo a lo diverso desarrollarse en la sociedad, manifestarse o hacer uso de su propia voz. Esta es una clase de actividad que, en los hechos, procede por un método más bien deductivo: se tiene el concepto (el dogma, la petición de principio) de tal práctica social, personaje o concepto enemigo de la diversidad, y se busca en un texto o en cualquier otra parte cualquier rasgo o elemento que pueda, en principio, servir de ejemplo o mostración de esa práctica o concepto —el procedimiento, como se entiende, es facilísimo, dada la falta de un principio limitador o discriminador cualquiera. Para esto hay, primero, que convertir en precondición metodológica la separación del texto (o rasgo cualquiera) de intencionalidades y contextos históricos (es decir: amordazar a los muertos, impedirles hablar, para que no vengan a estropear el procedimiento con sus peculiares posturas e intencionalidades). La deconstrucción ya lo hizo, basándose antes en la liquidación estructuralista y formalista del texto como “objeto”, y según una interpretación fantasiosa del insignificante “principio de arbitrariedad” del signo. Pero este es el método que conduce a despolitizar los textos, cuyas consecuencias en la marketinización objetualista del sujeto contemporáneo observaron perplejos, años después, los sacristanes nietos del posestructuralismo, manifestándose como un mundo transitorio, sin política ni sentido. Es como si alguien le cortase la cabeza a un animal y luego se condoliese de que no camina más.


 

 


 

 

 

 

© 2014 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia