En el espacio mental creado
por la tradición hegeliana de filosofía de la historia,
la utopía juega un rol esencial de combustible simbólico. La utopía ha
permitido las más extraordinarias muestras de entrega, abnegación y
sacrificio, y también las más desesperantemente asquerosas muestras de
abyección, cobardía moral e intelectual, y traición a todos los
principios. La utopía permitió a los revolucionarios de la modernidad
aguantar tortura, pobreza, encierro y pérdidas de todo tipo; también
estuvo detrás de las agachadas, relativizaciones, mentiras y, a
continuación, siniestros crímenes que los regímenes de la izquierda
histórica y utópica cometieron y vienen cometiendo desde los albores del
siglo XX, incluyendo por ejemplo persecución de disidentes, categoría
donde se ha incluido hasta hace muy poco, o se sigue incluyendo en
algunos sitios, a gays, lesbianas, negros, judíos o inmigrantes en
general. Es decir, la
utopía sirve para un barrido como para un fregado. Utópico era el
Che muriendo estirado como un santo con los ojos abiertos, pero utópico
es también
Fidel cuando pensó que liquidar a Ochoa o encarcelar
frenéticamente disidentes era seguir siéndole fiel a la utopía. Utópico
era Mujica en el aljibe, y utópico habrá sido el ciudadano, municipal y
espeso, luego procesado, que robó para la organización, la cual primero
lo protegió todo lo que pudo, y luego lo entregó a la “justicia
burguesa” a cambio de protección para otros más importantes que él. Lo
que tiene la utopía es que es incapaz de permanecer activa en quienes se
establecen, sientan cabeza y se hacen cargo de las cosas. Porque
cualquiera tendería a pensar que una cosa así, hecha de nada e ideas, no
tiene fin. Y quizá no lo tenga. Quizá su forma de preservarse sea ser
fiel a su etimología, y cada vez que los utópicos se establecen como
poder en algún sitio, irse con la mística y la música a otra parte, a un
“no-lugar” donde se la deje en paz seguir siendo el indistinto
combustible que alimenta lo mejor y lo peor.
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A la utopía sucede, entre los utópicos de todo el
mundo, mayormente tres estados: la muerte, la desilusión, o el acomodo.
Uno y dos, como es natural, casi nunca se dan juntos. Dos y tres, a
menudo. Y uno y tres, a menudo también, bajo la forma de una muerte
simbólica en la que el acomodado pasa a ser más realista que el rey, y
no solo reniega de su utopía anterior sino que la combate, inventando
día y noche razones y justificaciones que le permitan destruirla.
Es una realidad dura, pero hay que mirarla como es.
¿Cuál es el acomodado? El intelectual acomodado, si forma parte del
gobierno, es aquel que tiende a creer —sin examinar honestamente los
datos, y compararlos— que los problemas no son tan grandes como a otros
le parecen; el acomodado es, especialmente, el que cree que toda
denuncia de algo mal hecho por parte del gobierno es hacerle el juego a
la oposición. El que dice que no hay más inseguridad ahora en Uruguay
que hace diez años; el que piensa que los que ven problemas en la
educación es porque no entienden el progreso y la transmodernidad en la
que, por ejemplo, escribir es algo casi superfluo. Si forma parte de un
espacio académico formal, el acomodado es el que tiende a ocultar los
problemas y situaciones que le podrían quitar prestigio a su propia
institución —porque sabe que el prestigio que tiene no es propio, sino
prestado por ella.
Utopía es, entre otras cosas, mantener a las
palabras “izquierda” y “derecha” encasilladas en compartimientos morales
estancos y en referencias simbólicas absurdamente estáticas, que lo
único que consiguen es, en lugar de ver qué quiere y qué dice cada otro,
ponerlo de antemano en una posición desventajosa moralmente respecto al
que manipula así las palabras.
Ahora bien, cada uno tiene la utopía que se merece.
Cuando la ideología utópica da en
empoderarse,
queda sospechosamente proclive a embellecer una parte de los datos:
aquella parte que, supone, le dará más posibilidades de continuar en esa
posición de poder. Esto evita además que se corra el riesgo de notar que
quizá la utopía que tanto nos conforta no sea tanto mejor que los
enemigos que supuestamente ha erradicado; que su mundo real huele
horrible, por más que el mundo ideal que se postula cada mañana y del
que se cree más cerca huela maravillosamente.
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La utopía, ese lugar tan perfecto al que uno no
puede mudarse, tiene pues la ventaja de los horizontes, y siempre se
mueve un paso más allá. En eso, es posible ver su semejanza con otro
estatus similar. Una especie de combustible simbólico alternativo, para
tiempos negativos y cínicos. Ese combustible negativo que suplanta al
combustible utópico, es la victimización. No el ser víctima real de
algo, cosa de la que nadie está exento, sino el convertirse en Víctima
Profesional, en un usuario de los beneficios de ser víctima. ¿En qué se
parece tal Víctima, con V grande, a un utópico? En que nada le alcanza,
nunca nada es la final reparación y satisfacción de los agravios
acumulados. En que, dada la natural repulsión que existe entre el
utópico/victimista y el diálogo razonado, ambas tendencias ignorarán por
método cualquier posibilidad de acordar en razones o puntos intermedios.
Todo o nada es el motto de la utopía y de la Víctima. Pero la
Víctima, por ser una especie de utópico negativo, carece de la fuerza
creativa del utópico: lo único que sabe es reclamar, impedir, ofenderse,
irse, despreciar, acusar. No tiene nada que ofrecer, porque en su fuero
íntimo está dolorosa y trágicamente convencido de que todo se le debe a
él. Y pese a todo, la victimización es un combustible tan infinito como
el de la utopía, porque igual que ésta es capaz de reciclarse y
rehusarse una y otra vez. Basta hacer un pequeño corrimiento simbólico y
reinstalar la ofensa, o un germen de ofensa, en el espacio del terreno
recientemente reparado.
Eric Gans, un profesor de la universidad de
California, hace tiempo que ha iniciado un blog que se llama “Historias
de amor y resentimiento”, en donde frecuentemente pone de manifiesto
los mecanismos que viene hace tiempo empleando la víctima para aumentar
su poder, su espacio, y sus sucesivas fuentes para hallar más
victimización. La víctima, decía Gans, ha reemplazado casi completamente
al utópico. A la sociedad del entretenerse hasta fallecer no le provoca
ninguna atracción la utopía, porque no siente que pueda faltarle nada.
Hace poco un joven de 15 años, conspicuo habitante de tal sociedad, ante
la posibilidad de que un día tuviese que enfrentar alguna pregunta
filosófica o existencial me respondió: “¿Por qué, no va a haber más
internet?”
A esa sociedad, sin embargo, la víctima le interesa
un poco más, porque cumple con un necesario papel de
chivo expiatorio.
Que a alguien le haya pasado algo horrible es inconcebible casi en un
mundo en el que casi nadie sale ya de su dormitorio. Pero si a alguien
le pasa, el hecho de que reclame y se organice mantiene, para la
abrumadora mayoría, la ilusión de que el sistema democrático aun existe,
y de que internet es, no el camino a algo, sino el final de todos los
caminos. Bastará con hacer desaparecer cuerpo e individualidad, porque
la mentalidad de red ya ha previsto (en esa desagradable tercera persona
que no es nadie conocido) que muchas cabezas piensan mejor que una. De
ese modo las fuerzas secretas del combustible utópico no encontrarán ya
ninguna mente individual en la que arraigar, y las utopías estarán
desprendidas de la emoción. Esa forma fríamente intelectual de la
utopía, sin lugar para la emoción o lo irracional, es, naturalmente, el
infierno.
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