1. Deporte.
Cómo escribir sobre deporte.
Es decir, ¿cómo escribir seriamente sobre deporte? Los ingleses y
los alemanes, desde el siglo XIX, lo fueron imponiendo unos, haciéndolo
parte de la educación del ciudadano, del bildung, exportándolo
los otros a las colonias, hasta que se fue convirtiendo, y se ha
convertido, en una de las mayores industrias planetarias. Si bien sus
disciplinas, ciertamente, cuentan miles de millones de adeptos,
curiosamente, sigue sin contar el deporte con una literatura, es decir,
una literatura digna, ajena al folletín, el panfleto o la propaganda,
que logre asimilarlo, metabolizarlo, digerirlo. Cierto, algunos podrían
decir que el deporte y la literatura de Occidente han nacido juntos, ya
que bastaría recordar los juegos fúnebres en honor de Patroclo, en los
que Homero pone piedra de toque para las olimpíadas. También habría que
citar, a Píndaro y sus odas, que cantarán, algo más tarde, hinchadas,
retumbantes, algo cansinas, a través de una musa olimpista, “Si celebrar
la victoria es tu intento/ a la lid olímpica lleva tu lira”, avisa
Píndaro, quien acto seguido, pasa a amontonar equivalencias entre el
brillo del sol y los vencedores. Sin embargo, salvo excepciones, este
desplazamiento de la gloria bélica por la deportiva ha tenido, a lo
largo de los últimos dos milenios y medio, escasos cultores dignos. A
fin de cuentas, ya los mismos griegos sabían que la victoria, en rigor,
acarrea un estribillo de mal gusto, y salvo el oportunismo pindárico,
poco hay de digno en celebrar al victorioso. La gloria de Aquiles, sin
ir más lejos, es la de no haber podido tomar Ilión, emprendimiento
subrepticio comandado por Odiseo, un tramposo condenado a ser Nadie y a
perder, para siempre, el hogar.
Interruptor,
como se sabe, se ha manifestado espontáneo y monolítico (ver
aquí,
aquí, y
aquí) por la grandeza
de la derrota, que es una derrota no deportiva (es decir, traslación de
la guerra) sino eminentemente bélica. Un sol que ciega cenital solo
ciega, pero revela sus matices al ocaso; Edipo se vuelve interesante
cuando, pasada la primera fanfarria tras vencer a la Esfinge, su
soberbia de sabihondo curalotodo lo hace aprender que, en rigor, él era
la peste, el parricida, el incestuoso, el hermano de sus hijos y, porque
ahora puede ver, se arranca los ojos. Qué decir, entonces, del
deportista que, en buena medida, queda para siempre sacrificado en el
tris de la gloria, aunque condenado a no poder morir como Aquiles por
ella, a recordarla él mismo como a un metal oxidado, a irse divorciando,
paulatina, incansable, inexorablemente de ella, venido organismo lento y
decadente, una reliquia a la que es casi imposible seguir asignándole la
gloria del vencedor que alguna vez fuera. Se trata, por decirlo así, de
un relato adolescente, condenado a fracasar una vez que su versión
cómica o feérica, la victoria, deba ceder paso al continuo de la vida,
del ocaso, del olvido.
Ahora bien, si vivimos en un
mundo marcado por el ideologema vencedor/derrotado que Estados Unidos ha
exportado al planeta, esto, en rigor, no es sino un tristísimo souvenir
del capitalismo, que nos hace entender que todo es competencia y que
todo aquel que ande cerca de nosotros es un adversario del que conviene
deshacerse a codazos. No hay gloria; apenas interés, y este el interés
de una sociedad enconadamente puberal que, como la estadounidense, en
caso de nunca salir de su folletín darwiniano (en que el imperativo
deportivo del éxito se tramita en celebridades empresariales y, por
sobre todo de showbiz) corre riego de precipitarse a su sima de
trivialidad. Es precisamente Hollywood una cornucopia de filmes
mediocres sobre deporte, casi todos cantando pindáricos victorias
insostenibles, a menudo de colegiales.
Más aún, se puede entender que
la inflación deportiva actual ha superado el imperativo de la victoria y
su concomitante rechazo a la derrota, emplazando en su lugar uno nuevo:
la revancha. Este partido (de béisbol o de básquetbol, de hockey
o de fútbol) tendrá inmediatamente revancha (esto es el régimen en el
básquetbol, de play off), y este torneo que recién termina ya
está abriendo camino para uno nuevo. Más que deporte, parece una
interminable kermesse en la que, fatalmente, a todos les tocará
el turno de ganar, siempre que sigan compitiendo (o conectados a la
competencia). ¿Habrá, en algún momento, una gran literatura de las
revanchas? Hasta ahora lo que había era la revancha en su variante
mediterránea, sea la tragedia griega a la Esquilo, sea su modalidad
siciliana, la vendetta, enaltecida en los Padrinos de Francis
Ford Coppola, cima de ese arte, más conjetural que séptimo, el cine. Tal
vez haya que rebuscar en literatura de tómbola y piñatas, si es que la
hay, para encontrar discurso que acomode a esta modalidad del deporte.
2. Pelotas.
Ahora bien, una cosa es el
deporte, y otra el juego, y en el deporte, para que haya juego, hace
falta una pelota. Un decatlonista, una boxeadora, un lanzador de
jabalina, un equipo de posta con relevos, un taekwondista, un equipo de
nado sincronizado compiten, pero no juegan. La pelota, heráldica de lo
deseado, reconvierte la competencia en ludo, pero sobre todo, recupera
la dimensión estrictamente animal del juego, que también es la dimensión
sacrificial del juego. No es lo mismo una pelota de cuero, difícil de
transportar, pesada, fatalmente grávida, como la que pateaban en Europa
en la Edad Media, que esa otra de caucho con la que, por miles de años,
se jugó (y ahora se vuelve a jugar) en América. Esa pelota no solo es
una suerte de hegeliano objeto del deseo que se empuja o escamotea;
porque rebota, porque salta y casi vuela, es un momentáneo conector
entre mundos, o entre cielos, o estadios del cielo (entre los mayos, el
infierno es el primer cielo).
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De este juego sacrificial y cosmogónico da cuenta el Popol Vuh,
maravilloso compendio de mitos quiché tamizados por la Iglesia. Sabe el
juego que nadie, ni el vencedor ni el vencido, es capaz de sobrevivirlo,
porque en el juego mismo está el sacrificio, el servicio a los soles
exigentes. Los hermanos pelotaris del Popol Vuh, Ixbalanqué y
Hunapú, se sacrifican, y los señores de Xibalbá, sus oponentes, también
se sacrifican, del mismo modo que, según la ocasión, y según se
entiende, en algunos casos no eran los vencidos los inmolados, sino los
vencedores.
¿Debería extrañar?
Probablemente no. En el rebotón juego somos una fisiología que se
acomoda a los ángulos, efectos, antojos de la pelota. Hegelianamente, un
sentimiento animal que es aquello mismo que en ese momento está
deseando, es decir, somos la pelota. Como la foca la sostiene en el
hocico lo es, como el gato que salta hacia ella lo es, como el perro que
la muerde o el elefante que la prensa con la trompa lo son, es que somos
la pelota. César Vallejo, como ninguno, pudo decirlo en la prosa de
Contra el secreto profesional y en los versos de sus Poemas
póstumos: al tenista, en el momento en que “lanza
magistralmente su bala/, le posee
una inocencia totalmente animal”. Esto, por supuesto, vale
para cualquier pelotari, sea un basquetbolista, un rugbier, una
futbolista o handballer, y también cualquiera de esos
malabaristas del pie que dedican sus horas a dominar la antojadiza cosa
esférica.
Pero también, en el rebote de
pelota, comparece la unción cosmogónica, que asimismo percibe Vallejo
cuando compara al tenista con el filósofo que “sorprende una nueva
verdad” y deviene entonces “una bestia
completa”. Porque la pelota nos devuelve a la bestia antropogénica y
antropófora que somos es que podemos llegar a saber algo, y he ahí, y
tal vez no más allá, todo lo que el lenguaje pueda decir, de veras,
sobre el juego de pelota. En ese juego se advierte nuestro devenir
animal, y tal vez la pasión que despierta el fútbol esté en su lección
mayúscula. La pelota no es algo para guardar sino para despedir, para
alejar de nosotros, para convertirnos alternativamente en la bestia que
juega (hegeliano sentimiento de sí) y la que piensa (hegeliana
conciencia de sí). Ni siquiera el golero puede retenerla, más que por un
tris. Es preciso despedirla con el pie, como los pelotaris
mesoamericanos la despedían con piernas y cadera (el sentimiento
religioso, dice el poema de Vallejo, citando a Anatole France, es
función de un órgano del cuerpo humano; ¿será la pelota ese órgano?). La
pelota, para decirlo de otro modo, nos hace y nos deshace. Tal vez por
eso sea tan difícil escribir (bien) sobre deporte y más aún sobre
fútbol: porque sabemos jugarlo y entenderlo, sobre todo, cuando dejamos
de ser hombres y mujeres. Una vez ingresados al campo de juego, el logos
se desvanece y todo lo que sabíamos de anatomía, fisiología o de
hombredad (para usar un término de Vallejo) debe quedar atrás,
porque esa recién adquirida inocencia nos obliga a nuevas verdades, como
el dicho que manejaban, en días de Ghiggia, Gambetta y Schiaffino, y
también en décadas subsiguientes, ciertos footballers uruguayos
convencidos de que, “de la tetilla para abajo, es todo canilla”.
En este
punto, casi todo lo que sabemos se ha desvanecido, empezando por el
dualismo cartesiano (como bien advierte Vallejo). Así, cuando se dice,
por ejemplo, que un jugador o un equipo dejó el alma en la cancha
no se dice sino tautología: al entrar a la cancha ya se ha dejado el
alma atrás. Cuanto menos alma, y menos literatura, más juego, o más
fútbol, como advertían
en
su sketch los Monthy Pyton. Es que, si hay alma en juego, se trata
de un alma otra, estrictamente animal, sentimiento de sí refractario al
logos. Algo de eso, se vislumbra, quería decir aquel alguna vez mediocre
jugador -en los días de Gambetta y Schiaffino-, Dalton Rosas Riolfo,
quien estiró como periodista deportivo su pasión pelotari. Por medio
siglo, y en su audición del mediodía, repetía Dalton incansable que “la
rodilla es el alma del futbolista”.
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