Al
presidente Mujica, un día de noviembre que se le ocurrió salir a caminar y repartir volantes contra
la violencia de género (una tarea netamente presidencial, siempre que
tal presidente se haya autodefinido no como ejecutor de la voluntad de
la república, sino como pedagogo), creyó que había que ir por el lado de
ganar y perder: “Hombre, aprende a perder” era el texto. No cabe otra
cosa que desearle al presidente la mejor de las suertes, puesto que la
va a precisar, considerando el misterioso prestigio de que disfruta el
ganar sobre el perder en las mentes que el presidente se ha propuesto
exponer a la buena nueva. Porque si hay algo que parece no querer
desaparecer del rioplatense es la desorbitada y supersticiosa
importancia que se le atribuye al ganar por encima del perder.
El concepto de ganar es
amplio. Del juego deriva a la vida, y de la vida al juego. Pero si bien
el por qué alguien ganó y alguien perdió es materia de interminable
discusión, a las sociedades platenses no les parece que lo sea el
hecho de que ese alguien haya ganado. Basado en tal raquítico pero
durísimo hecho, al ganador se le autorizan y anexan atributos con los
que un segundo antes de ganar no podía ni soñar; al perdedor,
simétricamente, se le despoja de todo lo que poseía hasta ese instante,
se le llena de improperios y desprecios, y si no se lo condena
directamente a una muerte física efectiva es no tanto porque no haya
“razones”, sino porque ya no vale la pena.
Piénsese, por ejemplo, en “El
sur”, relato en el que el
consabido autor argentino ha preparado la escena de modo que la
posibilidad de vivir una vida con sentido dependa de aceptar una pelea
estúpida, pero de la que solo la victoria puede sacar vivo a Dahlmann,
el protagonista. El protagonista no está técnicamente preparado para esa
pelea singular, pero tiene que encararla sí o sí, pues es su
nombre, nos dice el relato, lo que se ha puesto en juego. Evitar la
pelea equivale a perder, y perder no es una opción. Roberto Bolaño ha
leído la historia y ha escrito otra, muy divertida, llamada “El
gaucho insufrible”, en donde la
pelea final es reducida a un episodio demencial en el que
el protagonista, Pereda, un abogado porteño devenido
—después de la crisis
bancaria de 2001— en hirsuto habitante de una Patagonia azotada por
conejos carnívoros que actúan en patota y han exterminado el ganado, o
al menos ocupado su lugar, pincha en la ingle con un cuchillito, sin
causar mayor daño, a un publicista cocainita (palabra de Bolaño) que
quiere parecer de veinte cuando tiene más de cincuenta, y pontifica en
el café, en una rueda de muchachos aun más ignorantes que él, sobre
temas sobre los que ni sabe nada, ni tiene nada en juego. Bolaño ha
entendido bien muchos de los mecanismos que operan en el original de los
años cuarenta, y ha construido una parodia sobre todo lo que no está ya
vigente de aquel original. Aprovecha para reírse entre líneas de varias
de las pretensiones de la Argentina, o al menos de Buenos Aires.
Pero Bolaño es chileno, o
mexicano, y no entiende el detalle rioplatense de que, como dice David
Martino en una de sus columnas futbolísticas de los años 1990, “a nosotros
no nos interesa mayormente el mérito. Tanto en fútbol como en todo, lo
que nos interesa es ganar, y nada más. Y si no podemos ganar, preferimos
perder a haber sido mejores. Para nosotros es todavía más digna una
buena derrota desastrosa, consumada en un segundo, que una aburrida vida
llena de méritos. Tal parece que perder habiendo sido mejores agrega
cierto toque de humillación trascendental, llamémosle, que es lo único
que nuestra historia de individualistas a ultranza no puede tragar.”
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Una breve fenomenología de
estos excesos locales del juicio tiene primero que incluir la
observación de que el evento de ganar es instantáneo, y que serlo es
esencial a él. Las largas victorias, los eventos en los que un esfuerzo
sostenido culmina en meritorio y casi natural éxito, no existen; no son
registradas, o lo son con sordo rencor y una pizca de desprecio. El
astuto instinto popular no tiene nada que hacer con esas historias, ni
se cuida de ellas. Lo que cuenta, en cambio, es ganar en la hora.
Ahora bien, todo el mundo se
da cuenta de que ganar en la hora es algo que está reservado a
cualquiera, lo mismo que meter un pleno en la ruleta. Es cuestión de
azar. Y he ahí un problema a resolver. Pues si se aceptase que es
meramente cuestión de azar, ganar no remuneraría en monedas de prestigio
al cualquiera triunfador. Es preciso, pues, que no sea cuestión de azar.
El método para relegar el azar del asunto es inflar la victoria con toda
clase de “argumentos” o “razones”, a cuál más disparatado por lo general,
pero zurcidos a la criolla de forma de completar una narrativa que
termine por demostrar que el azar no definió el asunto. Y cuidado: ganar
es concepto absoluto, no relativo. Al final de estas narrativas, resulta
que nunca se gana por una cuestión circunstancial que puede cambiar de
manos, sino que se gana porque se es mejor. El triunfo, que hasta
hace un momento podría ser la consecuencia de algo, pasa a ser la prueba
de algo previo. La victoria es el corolario de una tesis, absurda, pero
cuidadosamente elaborada, lo que contribuye a darle cierto aspecto
adecentado. Lo que la victoria atestigua es entonces una condición
existencial, previa e inmutable, sintetizada en el hermético, y a la vez
vacuo, verbo “ser”. Se es mejor —y nunca se ha sido o se está
siendo, por ahora, mejor.
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Así el destino, esa cosa
infinitamente cerrada y para siempre oculta por definición, es el factor
clave, el ayudante que da la legitimidad final a todas las historias de
victoria, y que lanza la escupida postrera sobre cada derrotado. Como no
se lo puede discutir, ni avizorar ni negar, hace su tarea legitimadora
de forma perfecta. Si se trata de una cosa común y silvestre, una cosa
de la que casi todo el mundo en la región tiene amplia experiencia
directa, como el partido de fútbol, los argumentos que culminan en el
destino pasan por una detallada, y a la vez completamente disparatada,
narrativa de méritos técnicos. Todos bastante fantasiosos, inventados,
incontrastables. Materia de un poquito más o menos. Si un partido se
definió con un gol en la hora del equipo que nunca pudo superar en la
cancha al otro en cualquiera de las variables futbolísticas conocidas,
se observará que lo que pasó en la cancha fue una “táctica” del a la
postre ganador, convalidada por el innegable hecho de que le dio
resultado. Si el otro equipo, supongamos,
pegó cinco pelotas en el palo con el arquero enemigo vencido, pero un
contragolpe final del que llevaba la peor parte le dio a éste la
victoria, se ignorará a partir de ese momento como una irrelevancia el
hecho visible del dominio y superioridad futbolística del otro. En ese
momento, algún oportunista dirá que “nadie sabe qué es jugar bien” (pese
a que el cien por ciento de los espectadores de un partido se van de una
cancha con muy concretas ideas al respecto después de cada partido), y
todo concluirá en la sonsera que de más favores goza en los ambientes
que “debaten” sobre fútbol o “comentan” fútbol, y que dice así: “lo
importante en fútbol no es jugar bien, sino ganar”. Mantra
criollo que sintetiza una falsa oposición en el diamante de la
ideología, para, sobre ella, entonar las alabanzas a los vencedores,
negando todo al derrotado. No conozco, en el lado izquierdo del río al
menos, historia alguna de una derrota importante. Se las borra de la
conciencia, y es como si no hubieran sido. Con motivo de la derrota de
uno de los equipos uruguayos en una reciente final de Copa Libertadores,
por ejemplo, sus adversarios inventaron el curioso argumento de que ese
equipo era el cuadro “con más finales de Libertadores perdidas”; como si
haber llegado a diez finales, aunque haya ganado solo cinco, fuera
peor que haber llegado a menos cantidad de finales.
Si el evento, en lugar de ser
fútbol, es una elección presidencial, papal, o algo semejante —evento
del que el comentador no tiene mucho que decir por experiencia directa—,
igualmente ganar es lo único que cuenta. Periodistas, analistas y
políticos de todos los sectores, y la gente en general, adquirirán en el
momento fatal de la noche posterior a la elección en que acontece el
resultado, un respeto ceremonial, totémico y oscuro por el ganador,
aunque también lo aborrezcan. Es el destino el que ha puesto su índice
en el candidato que ganó. Ganar es el destino, y es como ese corazón que
dice el tango, que cuando falla, no hay nada que conversar. El destino
legitima, convence porque no hay nada que discutir cuando se lo invoca,
y por tanto la convicción misma queda fuera de lo discutible cuando se
la empata con los resultados. Resultado, de paso sea dicho, viene
apropiadamente del latín “re-salire”, es decir, “volver a subir”, o
“volver a hacer saltar”, con fuerza. Es algo que se hace saltar pa arriba, que se consigue no con un medido y largo esfuerzo, sino como un
evento en el que cierta presión y cierto ajuste entre un objeto y lo que
lo contiene cambian su relación. Es el destino el que hace saltar pa
arriba las cosas que tienen que ser.
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El Río de la Plata ha
desarrollado una serie de métodos infalibles para aceptar el destino, e
incluso para pisotear bien a aquellos a quienes el destino no está
mirando con su único ojo bizco. De modo que este problema de ganar o
perder, desde la violencia de género a la legitimidad del poder, es más
duro y más terrible de lo que acaso parezca. El día, por ejemplo, para
volver a “El
sur” y su imperfecta parodia, que un equipo, vamos a
decir, chileno o mexicano de fútbol, finalmente entienda el punto que en
ese cuento trabaja, y se dé un lugar en el mundo a golpe de victorias no
meramente merecidas, sino además misteriosas, podremos revisar estos
apuntes. Mientras tanto, las mejoras en educación, tecnología,
integración al mundo, y condiciones generales de vida de la población no
parecen hacer en nosotros más que un efecto muy menor, pues es
masticable con unos cuantos argumentos y la esperanza —mejor dicho, la
tan innegable como tonta certeza— de que esas cosas cambian.
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