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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA LECCIÓN DE PIRRO

Otras derrotas

Gustavo Espinosa

Quienes firmamos estas columnas
solemos citar a veces, pública o privadamente, un falso aforismo
chino de Bustos Domecq: El buen actor no entra a escena antes que edifiquen el teatro. Hay otro texto del mismo autor y género, no tan frecuentado por nosotros: después de la victoria del ruiseñor, las orejas reciben y perdonan la tosca melodía del pato.

Amparado en ambas sentencias, entrego ahora unas apostillas al elogio polifónico de la derrota que se ha venido publicando en interruptor.

             I. Al principio de la década de 1970, yo participaba de partidos de fútbol espontáneos en los límites de unos barrios de la ciudad de Treinta y Tres. Creo que el número de integrantes de cada equipo se iba volviendo exagerado hacia el final de las tardes; y estoy seguro de que participaban jugadores de edades muy distintas. Ya de noche, recién terminado uno de aquellos cotejos de escore incalculable, el Nelson (detentador de un liderazgo fundado en la guaranguería y los músculos, ya mayor de edad, creo) se encarnizó contra el Eduardo (hoy se hablaría de bullying), uno de los jugadores de menor tamaño y edad, porque éste era hermano de el Margó. Este personaje, que los informativos de la radio local solían referir como individuo o pederasta pasivo, puede ser imaginado como una realización cimbreante de los alienígenas de Marte ataca, o como una figura muy menor de cierto cuento de Onetti: ...un aborto de padres tuberculosos (...) con la cabeza fantásticamente agrandada por la jornada de trabajo de un peluquero barato. Entre nalgadas y tinguiñazos, el Nelson afirmaba que el Margó había transferido aquellos rasgos a su hermano menor, quien no demoró en ponerse a lagrimear.

Salió en su defensa el Pegote, un flaco serio y mediocre, casi un viejo para nosotros, tal vez por el bigotito anticuado que usaba. Desafió sobriamente al Nelson, argumentando que molestar a los más chicos era una cobardía. El Nelson lo derribó fácilmente y comenzó a estrangularlo. Al ver que el desafiante no era capaz de recomponerse, el Nelson no se atrevió a completar su maniobra. Solo escupió en la cara del Pegote y —según fórmula aprendida en la matiné o en las novelitas de Keith Luger— le preguntó si se rendía. En la respuesta que el Pegote profirió medio asfixiado y untado por la saliva infame del Nelson, aprendí, antes de conocer el adjetivo pírrico, la índole miserable de ciertos triunfos:

-Me rindo, sí, hijo de sietemil putas -dijo con un empaque mucho más insultante y altivo que el que había usado para iniciar.

            II.  En 1588 Góngora escribió un poema anglófobo, belicista y misógino dedicado A la Armada que fue a Inglaterra. Usando palabras de Petrarca, e imaginando por momentos a la isla enemiga como destinatario, así se refiere a Isabel I:

Ahora condenada a infamia eterna
por la que te gobierna
con la mano ocupada
del huso en vez del cetro y de la espada

mujer de muchos y de muchos nuera
¡oh reina torpe, reina no, mas loba
libidinosa y fiera
fiamma del ciel sue le tue trezze piova!

El panfleto es parcialmente redimido por el superpoder poético de Góngora, esa especie de enloquecimiento o cáncer preciso del castellano, capaz de desplegar un show alucinógeno dentro de un endecasílabo. Así se destaca la multitud de la flota española:

...el seno undoso al húmido Neptuno
de selvas inquietas has poblado (...)
y a tanta vela es poco todo el viento.

Sin embargo, lo que termina de engrandecer aquellos versos no está en ellos: la Armada Invencible (conocida también como la Grande y Felicísima Armada) sufrió una de las derrotas más famosas y catastróficas de Occidente, donde perdió la cuarta parte de sus 127 barcos, y murieron 10 mil hombres en combates, epidemias y naufragios. Sabidos esos datos, la balandronada nacionalista de Góngora crece y se transforma en una estrafalaria fanfarria fúnebre, en un monumento barroco erigido para amonestar la vanidad imperial, en una oda al desastre. El conocimiento histórico de aquel fracaso, que Góngora no se permitió presentir, es un dispositivo de recepción que recicla el texto. Léanse, por ejemplo, los siguientes versos a la luz de la derrota:

...teñirá de escarlata
su color verde y cano
el rico de ruinas oceano;
y aunque de lejos con rigor traídas
ilustrará tus playas y tus puertos
de banderas rompidas,
de naves destrozadas, de hombres muertos.



 
             III.   El naufragio del zapping me colocó hace unos días ante una película de HBO, Game change, que si no he entendido mal es una gema de lo que Amir Hamed llama neomal. Se trata de lo que algunos clasifican como docu-drama, sobre la deriva del Partido Republicano hacia las elecciones estadounidenses de 2008, focalizado en la candidata a vicepresidente Sarah Palin, desde la perspectiva de su jefe de campaña. El telefilm presenta, sin demasiados gestos estetizantes ni críticos, la ignorancia y la estupidez de la Gobernadora de Alaska, que no sabía de la existencia de algo llamado Reserva Federal, ni de la división de Corea en dos Estados, y estuvo cerca de ser la vicepresidente de Estados Unidos. El Washington Post amonestó a Game change porque Julliane Moore no supo imitar el acento de Palin, porque no hay en la película una pizca de política, porque en ella nadie sale del todo bien parado, pero no hay monstruos. Y es verdad. El candidato republicano James McCain (Ed Harris) es una especie de Harry Callahan cansado, bonachón y en retirada. Palin es, meramente, un error de tecnología electoral, y cuando su idiotez es llevada más cerca de algún límite radical, se la dramatiza como una especie de tara noble, como de personaje de Dostoievski. Todo esto (un episodio más de lo que Finkielkraut designó La derrota del pensamiento) es posible porque se desenlaza en otra derrota, la del Partido Republicano, que los espectadores como en la tragedia griega conocen de antemano. La derrota es lo que habilita la melancólica desactivación de los monstruos como operación de redención. En un mundo donde el resultado electoral hubiese sido otro habría que buscar cómo construir un verosímil para la épica neoconservadora, lo cual fuera de las recurrentes hazañas bélicas hubiese sido muy complicado hasta para Hollywood.

Mucho antes, la tragedia griega que también fue un aparato de reproducción ideológica del Estado aprovechó la funcionalidad dramática de la derrota. Ante la necesidad de amplificar y celebrar uno de los triunfos navales más gloriosos del Estado ateniense y sus aliados la batalla de Salamina Esquilo escogió la derrota. La tragedia en la cual se tematiza aquella batalla se titula Los Persas, y es un largo y sostenido lamento, casi sin progresión dramática, a cargo de los vencidos Jerjes y sus padres, Atossa y el fantasma de Darío. Enuncia, precisamente, Jerjes sobre el final de la obra:

Responde a mis clamores con tus clamores (...) acompaña mi fúnebre canto con tus tristes acentos (...) alza hasta el cielo tus sollozos (...) mésate la blanca barba...

Claro que en este espejo invertido y gemebundo se reflejan los relámpagos nítidos de la gloria de los griegos:

...son desdichas que doblan y triplican las desdicha más grandes, tristísimas para nosotros; pero bien alegres para nuestros enemigos (...) es un valerosísimo pueblo ¡No me esperaba yo la derrota que he presenciado!

              IV.  Parece claro que la derrota es mejor, más funcional o cómoda, para la representación artística de la política o de la guerra. Otra cosa debe pasar en la política a secas, o en la comunicación de la política.

Durante algún tiempo la izquierda (el Frente Amplio) fue continuadamente vencida en elecciones o plebiscitos. En cada fracaso los militantes o votantes tuvimos que oír, con fastidio a veces, que el encargado de vocear el reconocimiento de la pérdida sostenía que habíamos salido fortalecidos, o fórmulas similares. Hay indicios de que aquellas evaluaciones fueron justas: alguna vez la izquierda comenzó a ganar.

Cabría esperar, entonces, que en alguna de las instancias victoriosas del tipo de las que han ocurrido últimamente (las elecciones montevideanas con un 14% de votos en blanco, el triunfo político-presupuestal sobre los sindicatos de la educación), alguien saliera a repetir la frase que dicen que dijo Pirro después de su victoria desastrosa, la que lo convirtió en concepto o en estereotipo: Otra victoria como esta, y regreso solo a Epiro.

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