Quienes firmamos estas columnas
solemos citar a veces, pública o privadamente, un falso
aforismo
chino de Bustos Domecq:
El buen actor no entra a escena antes que edifiquen el teatro.
Hay otro texto del mismo autor y género, no tan frecuentado por
nosotros: después de la victoria del ruiseñor, las orejas reciben y
perdonan la tosca melodía del pato.
Amparado en ambas sentencias, entrego ahora unas apostillas al elogio
polifónico de la derrota que se ha venido publicando en interruptor.
I. Al principio de
la década de 1970, yo participaba de partidos de fútbol espontáneos en
los límites de unos barrios de la ciudad de Treinta y Tres. Creo que el
número de integrantes de cada equipo se iba volviendo exagerado hacia el
final de las tardes; y estoy seguro de que participaban jugadores de
edades muy distintas. Ya de noche, recién terminado uno de aquellos
cotejos de escore incalculable, el Nelson (detentador de un liderazgo
fundado en la guaranguería y los músculos, ya mayor de edad, creo) se
encarnizó contra el Eduardo (hoy se hablaría de bullying), uno de
los jugadores de menor tamaño y edad, porque éste era hermano de
el Margó. Este personaje, que los informativos de
la radio local solían referir como individuo o pederasta pasivo, puede
ser imaginado como una realización cimbreante de los alienígenas de
Marte ataca, o como una figura muy menor de cierto cuento de Onetti:
...un aborto de padres tuberculosos (...) con la cabeza
fantásticamente agrandada por la jornada de trabajo de un peluquero
barato. Entre nalgadas y tinguiñazos, el Nelson afirmaba que
el Margó había transferido aquellos rasgos a su hermano menor, quien no
demoró en ponerse a lagrimear.
Salió en su defensa el Pegote, un flaco serio y mediocre, casi un viejo
para nosotros, tal vez por el bigotito anticuado que usaba. Desafió
sobriamente al Nelson, argumentando que molestar a los más chicos era
una cobardía. El Nelson lo derribó fácilmente y comenzó a estrangularlo.
Al ver que el desafiante no era capaz de recomponerse, el Nelson no se
atrevió a completar su maniobra. Solo escupió en la cara del Pegote y
—según fórmula aprendida en la matiné o en las novelitas de Keith Luger—
le preguntó si se rendía. En la respuesta que el Pegote profirió medio
asfixiado y untado por la saliva infame del Nelson, aprendí, antes de
conocer el adjetivo pírrico, la índole miserable de ciertos triunfos:
-Me
rindo, sí, hijo de sietemil putas -dijo con
un empaque mucho más insultante y altivo que el que había usado para
iniciar.
II. En 1588 Góngora escribió un poema anglófobo, belicista y
misógino dedicado A la Armada que fue a Inglaterra. Usando palabras de
Petrarca, e imaginando
—por momentos— a
la isla enemiga como destinatario, así se refiere a Isabel I:
Ahora condenada a infamia eterna
por la que te gobierna
con la mano ocupada
del huso en vez del cetro y de la espada
mujer de muchos y de muchos nuera
¡oh reina torpe, reina no, mas loba
libidinosa y fiera
fiamma del ciel sue le tue trezze piova!
El panfleto es parcialmente redimido por el superpoder poético de
Góngora, esa especie de enloquecimiento o cáncer preciso del castellano,
capaz de desplegar un show alucinógeno dentro de un endecasílabo. Así se
destaca la multitud de la flota española:
...el seno undoso al húmido Neptuno
de selvas inquietas has poblado (...)
y a tanta vela es poco todo el viento.
Sin embargo, lo que termina de engrandecer aquellos versos no está en
ellos: la Armada Invencible (conocida también como la Grande y
Felicísima Armada) sufrió una de las derrotas más famosas y
catastróficas de Occidente, donde perdió la cuarta parte de sus 127
barcos, y murieron 10 mil hombres en
combates, epidemias y naufragios. Sabidos esos datos, la balandronada
nacionalista de Góngora crece y se transforma en una estrafalaria
fanfarria fúnebre, en un monumento barroco erigido para amonestar la
vanidad imperial, en una oda al desastre. El conocimiento histórico de
aquel fracaso, que Góngora no se permitió presentir, es un dispositivo
de recepción que recicla el texto. Léanse, por ejemplo, los siguientes
versos a la luz de la derrota:
...teñirá de escarlata
su color verde y cano
el rico de ruinas oceano;
y aunque de lejos con rigor traídas
ilustrará tus playas y tus puertos
de banderas rompidas,
de naves destrozadas, de hombres muertos.
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III. El
naufragio del zapping me colocó hace unos días ante una película
de HBO, Game change, que
—si no he entendido mal—
es una gema de lo que Amir Hamed llama
neomal. Se
trata de lo que algunos clasifican como docu-drama, sobre la
deriva del Partido Republicano hacia las elecciones estadounidenses de
2008, focalizado en la candidata a vicepresidente
Sarah Palin, desde la
perspectiva de su jefe de campaña. El telefilm presenta, sin demasiados
gestos estetizantes ni críticos, la ignorancia y la estupidez de la
Gobernadora de Alaska, que no sabía de la existencia de algo llamado
Reserva Federal, ni de la división de Corea en dos Estados, y estuvo
cerca de ser la vicepresidente de Estados
Unidos. El Washington Post amonestó a Game change porque
Julliane Moore no supo imitar el acento de Palin, porque no hay en la
película una pizca de política, porque en ella nadie sale del todo bien
parado, pero no hay monstruos. Y es verdad. El candidato republicano
James McCain (Ed Harris) es una especie de Harry Callahan cansado,
bonachón y en retirada. Palin es, meramente, un error de tecnología
electoral, y cuando su idiotez es llevada más cerca de algún límite
radical, se la dramatiza como una especie de tara noble, como de
personaje de Dostoievski. Todo esto (un episodio más de lo que
Finkielkraut designó
La derrota del pensamiento) es posible porque se desenlaza en
otra derrota, la del Partido Republicano, que los espectadores
—como en la tragedia griega—
conocen de antemano. La derrota es lo que habilita
la melancólica desactivación de los monstruos como operación de
redención. En un mundo donde el resultado electoral hubiese sido otro
habría que buscar cómo construir un verosímil para la épica
neoconservadora, lo cual
— fuera de
las recurrentes hazañas bélicas—
hubiese sido muy complicado hasta para Hollywood.
Mucho antes, la tragedia griega
—que también fue un aparato de reproducción
ideológica del Estado—
aprovechó la funcionalidad dramática de la derrota. Ante la necesidad de
amplificar y celebrar uno de los triunfos navales más gloriosos del
Estado ateniense y sus aliados
—la batalla de Salamina—
Esquilo escogió la derrota. La tragedia en la cual se tematiza aquella
batalla se titula Los Persas, y es un largo y sostenido lamento,
casi sin progresión dramática, a cargo de los vencidos Jerjes y sus
padres, Atossa y el fantasma de Darío. Enuncia, precisamente, Jerjes
sobre el final de la obra:
Responde a mis clamores con tus clamores (...)
acompaña mi fúnebre canto con tus tristes acentos (...) alza hasta el
cielo tus sollozos (...) mésate la blanca barba...
Claro que en este espejo invertido y gemebundo se reflejan los
relámpagos nítidos de la gloria de los griegos:
...son desdichas que doblan y triplican las
desdicha más grandes, tristísimas para nosotros; pero bien alegres para
nuestros enemigos (...) es un valerosísimo pueblo ¡No me esperaba yo la
derrota que he presenciado!
IV.
Parece claro que la derrota es mejor, más funcional o cómoda,
para la representación artística de la política o de la guerra. Otra
cosa debe pasar en la política a secas, o en la comunicación de la
política.
Durante algún tiempo la izquierda (el Frente Amplio) fue continuadamente
vencida en elecciones o plebiscitos. En cada fracaso los militantes o
votantes tuvimos que oír, con fastidio a veces, que el encargado de
vocear el reconocimiento de la pérdida sostenía que habíamos salido
fortalecidos, o fórmulas similares. Hay indicios de que aquellas
evaluaciones fueron justas: alguna vez la izquierda comenzó a ganar.
Cabría esperar, entonces, que en alguna de las instancias victoriosas
del tipo de las que han ocurrido últimamente (las elecciones
montevideanas con un 14% de votos en blanco, el triunfo
político-presupuestal sobre los sindicatos de la educación), alguien
saliera a repetir la frase que dicen que dijo Pirro después de su
victoria desastrosa, la que lo convirtió en concepto o en estereotipo:
Otra victoria como esta, y regreso solo a Epiro.
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