1. Entretenido
Esperar
que un libro resulte
entretenido comporta, de antemano, una
suerte de abominación. En primer lugar, porque uno no podría concebir,
por ejemplo, leer a Aristóteles, Feuerbach, Wittgenstein o Heidegger, ni
un tratado de física cuántica, buscando entretención. Alguno se apurará
a recordar que quedan aquellos otros libros, los de poesía (en sentido
amplio, drama, narrativa, lírica) que, como decía en su Epístola a
los Pisones el latino Quinto Horacio Flaco, “instruyen deleitando”,
pero esto, en todo caso, precipitaría dos precisiones. En primer lugar,
que este deleite mencionado por Horacio en buena medida no es sino el
margen que le queda a la poesía (mimética: narración, drama, etc.), que
le dejan Las leyes de Platón tras que éste la hubiera expulsado
de su ideal República. Las leyes, como se recuerda,
discurren sobre la mejor república posible, no sobre la abstracta, y
ahí, tras avisar que el legislador y el trágico son rivales, el filósofo
les concede a las artes, cuyo mayor representante es la poesía, un
lugar, porque deleitan y porque una buena mímesis puede ser instructiva
siempre que sea sumisa a las leyes (como nadie ignora, en Platón, el
legislador por antonomasia es el filósofo).
Platón, sabidamente, es
sutil, y sus diálogos son figuras de autoridad, en la que deja causas
abiertas, si bien nadie le responde adecuadamente a Sócrates. Así, se
queda a la espera, en República X, de qué tuvieran para decir en su
defensa los poetas, antes de ser en los hechos desterrados. El alegato
nunca fue dado por los poetas de forma explícita, por lo que esta
reincorporación de las que son objeto en Las leyes, bajo titulo
de subordinados, y no de legisladores, de suministro de deleite, y no de
políticas, es el residuo de la poesía mimética. Dicho de otro modo, el
deleite es lo que queda de la poesía una vez que ha sido desterrada, es
decir, despojada de sus demás propiedades; algo así como lo que queda de
café en un descafeinado, o lo que queda del humano en el
zombi. Este deleite es el
que puede ofrecer la poesía, o artes miméticas, una vez que ha sido
proscrita; ya privada de su dimensión trágica, que es a la vez política,
cívica, sacra.
En segundo lugar, es obligatorio discernir entre deleite y
entretenimiento: el primero, que es sensorial, es regocijo del alma; el
segundo viene a ser una suerte de placebo para combatir el aburrimiento,
sea del déspota, cuya vida está entregada a un ocio que ya no es, como
en el ciudadano ateniense, productivo (el poeta debe cantar, como
Horacio, la gloria de Roma, despolitizándola, elogiando edades doradas y
la gloria presente del Emperador), sea el de un niño, sea el de
cualquiera que sale muerto de aburrimiento del trabajo y que sabe que,
en casa, salvo que encuentre algo que le llene el vacío, también habrá
de aburrirse.
Dicho con el debido énfasis, si a algo responde la entretención es al
aburrimiento, cuyo étimon está en la voz latina abhorrere, que
puede ser interpretada como horror al vacío, o como sentir rechazo hacia
algo.
Aburridos, para decirlo en los modernos términos del spleen de
Baudelaire, andamos cuando nos sentimos vacíos, escindidos de lo que nos
rodea, rechazados del mundo. En mitad de la nada, por decirlo así. Y el
entretenimiento, si algo es, es aquello que nos entre-tiene, nos tiene
un rato entre lo vacuo y lo nulo. Es en este punto que quien entretiene
tiene menos de artista, o de poeta, que de bufón; menos de dramaturgia
que de espectáculo circense. Remátese, por lo tanto, esto del siguiente
modo: quien persiga entretenimiento resígnese al Nintendo, a Mario Bros,
incluso al circo o la televisión; jamás a un libro, jamás al arte.
2. Patrocinado
Es conveniente recordar, por otra parte, que el el ocio no es la razón
suficiente del aburrimiento; como se sabe, también puede serlo, porque
resulta alienante, el trabajo. Uno puede morirse de aburrimiento en el
trabajo, y es ahí donde tiene que dejar su ganapán, antes que el ganapán
lo deje a uno. El aburrimiento sobreviene cuando se ha perdido el
entusiasmo, término que implica, como se sabe, que un dios (theos)
nos posee. El aburrimiento o spleen vendría a ser, por tanto, natural
consecuencia de la muerte de Dios. Una vez finada la divinidad, Marx y
pronto la Escuela de Frankfurt entendieron que se vivía en falsa
conciencia, en el desarreglo con que vive el trabajador las condiciones
materiales de su existencia.
Los de Frankfurt, para ser más exactos, declararon pesadilla el
entretenimiento.
Theodor Adorno y Max
Horkheimer
señalaron que la economía cultural, o industria cultural, es decir,
aquello que, para resumir, viene a ser lo que los estadounidenses
llamarán show business, o
industria del entretenimiento, produce bienes culturales de forma
masiva, genera audiencias mistificadas, sumisas; en último término, la
industria cultural resultaría tan nociva como la
propaganda de los nazis. Por supuesto, con el correr del tiempo, se les
retrucó a los de Frankfurt que a la gente le gusta entretenerse y que la
industria no le da a la gente sino lo que la gente pide.
Hoy día ya se festeja sin rubor la
existencia de industrias culturales, una economía que abarcaría el arte,
el entretenimiento, el diseño, la arquitectura, la publicidad,
la gastronomía, el turismo, y hoy son cada vez más frecuentes, en el
Museo de Arte de New York, los desfiles de moda. Esto, hay que entender,
responde a que en el entretenimiento impera, no el ser, ni el arte, sino
el déspota. Y si por siglos los artistas persiguieron los favores de
reyes y nobles para que los financiaran, ahora el déspota tiene, por uno
de sus nombres, el de esponsor.
Escribiendo a la sombra del nazismo, Martin Heidegger, un neopagano,
insistía en que el ser, que es finito, se da como dasein,
ser-en-el-mundo, es decir, un ser en relación con las cosas o, como
repetía, con la cosidad de la cosa. Cuando uno no se da ahí, en el
mundo, se da en la nada; mientras más se afanaba por ir dando obra y
develando mundo Heidegger, los medios de comunicación ya lo daban de
revés: si hay ser en el capitalismo tardío, dicen las industrias
culturales, se trataría de un ser-en-el-entretenimiento, es decir, un
ser-telecomunicado-para-la nada edulcorada, o para el tedio, de un
ser-para-el-esponsor.
3. Transgredido
El último truco del tedio, por otra parte, es declararse “transgredido”.
Alguna vez el arte tuvo dimensión sacra, como en Esquilo o Sófocles, es
decir, la dimensión de las transgresiones. La tragedia, por ejemplo,
explicaba que héroes y hombres, los mejores y los peores, transgredían
(en esa medida legislaban los poetas) y, porque transgredían, pagaban por
ello. La transgresión era hubris, violación de la justicia o
diké, la misma que le costaría la vida a Julio César, quien violó un
límite, al cruzar con sus ejércitos el Rubicón, y aunque ganó la guerra,
no pudo ungirse divinidad, o Emperador, pagando con un cadáver, el
propio, minuciosamente acuchillado.
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El llamado de las artes, en la modernidad, fue el de la revolución, el
de la instauración de un nuevo orden; cuando ese llamado fracasó, quedó
la última vanguardia, la transgresora del rock and roll, que costó la vida de varios, y en
algunos casos, presidio. Chuck Berry, Mick Jagger o Keith Richards
conocieron presidio por su estilo de vida; Elvis fue rápidamente
reclutado en el ejército y luego enjaulado en Las Vegas; Janis, Hendrix,
Brian Jones y una decena más, sucumbieron de sobredosis.
En este estadio mortecino, el del capitalismo tardío, el de la industria
cultural, la transgresión se festeja a rajatabla, seguramente porque
nada hay más inocuo, hoy día, que la transgresión. El transgresor no
rompe con ningún orden sino que hace un paso de varieté por el cual el
público, que tiene perfectamente codificado lo que espera ver, queda a
la espera de cuándo se producirá la nueva bufonada o transgresión del
artista. Transgredir, en estos días, es hacer una gracia. Es como ver un
corto de los Tres Chiflados y apostar en qué minuto Moe le hará un
piquete de ojos a Curlie; Moe se declarará trasngresor, por ejemplo, en
el episodio (inexistente) en que declara que se olvidó de cómo se hace
un piquete..
4. Profanadísimo
Otro adalid de lo tiempos modernos, Walter Benjamin, dejó unos apuntes
póstumos
en los que avisa que el capitalismo es una religión
(no, como pretendía Weber, del resultado no buscado del protestantismo,
de su ética de trabajo, del ahorro), porque “sirve esencialmente a la
satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios e inquietudes a las
que daban respuesta antiguamente las llamadas religiones”. No es que el
cristianismo, weberianamente, haya favorecido la llegada del capitalismo
sino que se transformó, avisa Benjamin, en capitalismo. Se
trata, insiste, de una religión cultual, y el culto no conoce tregua ni
piedad, no conoce el sábado, no descansa en domingo, no cumple con
ninguna cuaresma. Ha llevado “hasta un estado del mundo afectado por una
desesperanza que todavía se espera”. ¿Será el entretenimiento una forma
de esperar sin esperanza? Difícilmente; la edad del entretenimiento es,
sencillamente, la edad de la desesperación.
En este siglo XXI, un italiano atento lector de alemanes (de Heidegger,
de Benjamin y también de Marx), pero en tanto italiano, católico,
Giorgio Agamben, recuerda a los padres de la Iglesia y su economía,
es decir, la forma de darse Dios en su trinidad: el Padre, que es la
sustancia, se retira, y se administra en el Hijo mediador y en el
Espíritu Santo. Al darse en la economía, nos hemos quedado con el culto
de la economía, escindida de la sustancia. Profanar, recuerda Agamben,
es un acto sacerdotal por el cual se retira lo que estaba consagrado a
la divinidad, y se lo devuelve al uso
y comercio de los hombres. La economía (de Dios), el capitalismo,
explica, “realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que
separar. Una profanación absoluta y sin residuos coincide ahora con una
consagración igualmente vacua e integral”. El espectáculo, entonces,
viene a ser “la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la
cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma”, por lo que
espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de
usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a
la exhibición espectacular”.
Ahora bien, cuando dice
“exhibición espectacular”, Agamben no hace otra cosa que resignarse a la
industria cultural, al entretenimiento. El espectáculo sacro (la
tragedia ateniense, por ejemplo, pero también la procesión sacerdotal
faraónica, el auto sacramental medieval, e incluso la comedia en el
siglo XVIIII francés) cumplían una función consagratoria. Devotas de los
dioses y la democracia, como en Atenas, o de la
Ilustración, como en
Francia, las artes eran lo opuesto al entretenimiento; retiraban de la
circulación de bienes lo suyo y lo ponían al servicio de algo
trascendente. Consagradas a un fin superior, fuera éste la polis, la
ilustración, o la crasa divinidad, las artes no solo rechazaban su
calidad de mercancía; abrían un resquicio de mundo inmune a la
mercancía. No otra cosa es lo que la modernidad entendió por “cultura”,
que era su forma de decir “crítica”, y su forma de decir “izquierda”,
“revolución”, etc.
Toda ciudad debe contar con un espacio consagrado a los dioses, decía
Aristóteles en su Política, y en ese espacio, agréguese aquí,
deben desarrollarse las artes. Esta debe seguir siendo la economía
del arte, un recinto consagrado, inmune a la mercancía. Porque
ciertamente, el arte, cualquiera éste sea, debe profanar los bienes
debidos a un dios muerto, es decir, a una institución muerta, a una
positividad agónica y reconsagrarlos a uno flamante y vital. Esta
obligación, sin embargo, está siendo traicionada en multitud de países,
Uruguay incluido, donde los gobiernos de turno, que aniquilan la fuerza
de la polis, se viven en profanación perpetua, travistiendo cultura y
artes por industrias culturales. Y si las artes no consagran, es decir,
si al profanar no están consagrando otra cosa, dejan de ser artes.
Cuando las artes dejan de ser artes, la República da bancarrota: si los
programas de cultura de los gobiernos se olvidan de las artes, es decir,
de su capacidad consagratoria, los Estados, que pierden ese pabellón
inmune, sencillamente se aniquilan.
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