Cuando la burguesía terminó de
imponer su hegemonía, de modo incontestable y radical, después de la
Revolución francesa, instituyó —entre
tantas cosas— la
inutilidad de los artistas. Esto es: destituyó a los poetas y otros
oficiantes del arte de todo mecenazgo por parte de la clase dominante.
Esta exclusión es una de las causas del romanticismo, de su spleen,
de la inadaptación que los creadores buscaron resolver mediante la
evasión hacia una Edad Media fabulosa, o hacia un futuro utópico, o a
través del láudano, o definitivamente mediante el suicidio. El poeta
maldito, estereotipo extremo de la marginalidad romántica, es alguien
que no puede o no quiere modificar su obra según las exigencias del
mercado. La denuncia plañidera de esta situación se ha convertido en uno
de los tantos tópicos exitosos que nos ha legado el romanticismo: el
poeta, especie de cristo escarnecido, es un ser cuya superioridad
resulta inaprovechable por la ramplonería mercantilista que lo ignora o
lo degrada. Baudelaire
(a quien las biografías y epistolarios muestran permanentemente abrumado
por asuntos de dinero) escribió un soneto sobre el tema:
La Musa venal
Oh, musa de mi corazón, amante de los palacios,
¿Tendrás tú, cuando Enero suelte sus Bóreas,
Durante los negros tedios de las nevadas veladas,
Un tizón para calentar tus dos pies violáceos?
¿Reanimarás, pues, tus hombros marmóreos
En los nocturnos rayos que atraviesan los postigos?
Sintiendo tu bolsa tan seca como tu paladar,
¿Recogerás tú el oro de las bóvedas azúreas?
Necesitas, para ganar tu pan de cada día,
Como un monaguillo, manejar el incensario,
Entonar Te Deum en el que nada crees,
O, saltimbanqui en ayunas, desplegar tus encantos
Y tu risa humedecida de lágrimas invisibles,
Para dilatar las carcajadas de la vulgaridad.
Sin embargo, su venerado maestro Poe (tan opiómano y
atribulado por problemas pecuniarios como el autor de Las flores del
mal) no solo se dedicó a perfeccionar el formato cuento para hacerlo
funcional a los periódicos, sino que inventó el género policial, emblema
de la narrativa determinada por las imposiciones de la
industria
cultural. Además, leyendo la “Filosofía de la composición”, donde Poe
explica con minucia protoconductista el proceso de elaboración del poema
“El cuervo”, se percibe su obsesión por la reacción del receptor, la
ansiedad por el éxito: el gran poema romántico aparece como un artefacto
diseñado según tácticas de mercadotecnia.
Sin salir del siglo XIX, no es una exageración
desmesurada sostener que unas cuantas de las grandes novelas escritas
entonces son una emergencia de la relación entre escritura y mercado. En
noviembre de 1866, atormentado por deudas propias y familiares,
Dostoievski debió interrumpir la redacción de Crimen y castigo,
que aparecería en la revista El mensajero ruso, porque su editor
le urgía la entrega de otra narración por la que había pagado un
adelanto. Así, el novelista debió contratar una taquígrafa para dictarle
El jugador. Antes, Stendhal había formulado una clasificación de
las novelas usando como criterio la clientela a la que iban dirigidas.
Allí se deslinda la “novela para criadas” (de recibo en provincias) de
la “novela de salón” (más requerida en París), no solo por sus
contenidos —por
ejemplo, las fórmulas estandarizadas usadas para describir al héroe—,
sino también por las empresas editoriales que las publicaban, el tamaño
de los libros y hasta el color y material de las cubiertas.
En Hispanoamérica los periódicos empezaron a pagar
las colaboraciones literarias a principios de la década de 1890,
acontecimiento que dejó su marca en la obra de alguno de los integrantes
del canon uruguayo. La crítica ha señalado la evidente influencia de la
industria editorial (específicamente, las revistas populares) en Javier
de Viana. El narrador, que provenía del patriciado estancieril, fue
perdiendo su patrimonio en una sucesión de derrotas políticas, por lo
que tuvo que dejar de ser un novelista vocacional y moroso o un cronista
militante, para resignarse a cuentista profesional cuya producción se
dirigió mayormente a publicaciones masivas de Buenos Aires. Arturo
Sergio Visca ha establecido —y
otros han repetido—
dos lapsos contrastantes en la narrativa de Viana: un ciclo inicial de
cinco libros (1896-1904), entre ellos Gaucha, su única novela
larga, y una serie final de 15 colecciones de cuentos cortos,
publicados originalmente en periódicos (1904-1925), que no llegan a
agotar la vertiginosa producción del autor. Visca tiene la sensatez de
no formular valoraciones maniqueas o excluyentes sobre una y otra etapa
de la escritura de Viana; solo señala los rasgos diferenciales mediante
una analogía: “Analítico y pausado en el primer período; sintético y de
ritmo rápido en el segundo. Ahora el autor no pinta; solo dibuja en
blanco y negro”.
Por la misma época Horacio Quiroga fue más allá. En
algún momento se definió provocativamente como alguien que “desde los 29
o 30 años no escribe sino incitado por la economía”. Tal vez por eso, se
esforzó por dignificar la profesión de escritor, enfrentándose a veces
con quienes (como el magnate Carlos Reyles) no cobraban por sus
colaboraciones en la prensa, provocando una especie de dumping.
Se sabe que Quiroga solía escribir acerca de la escritura. Además del
conocido “Decálogo del perfecto cuentista”, y otros textos como “Los
trucs (sic) del perfecto cuentista” o “Ante el tribunal”, formuló
algunos apuntes sobre las implicaciones entre literatura y mercado.
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En ellos, con una actitud no sé si estoica o
protestante, presentó como una oportunidad y un desafío las limitaciones
impuestas por los editores de revistas: “1256
palabras
(...) tal disciplina, impuesta aún a los artículos, inflexible y brutal,
fue sin embargo utilísima para los escritores más jóvenes siempre
propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía (...) no
todos pudieron resistir”.
No mucho después, Raymond
Chandler hizo un comentario de índole parecida: él mismo y otros pocos
escritores de cuentos policiales que trabajaban para los pulps de
los tiempos de la depresión debieron ingeniárselas para desbordar las
fórmulas impuestas (de tamaño, de vocabulario, de tema), sin llegar a
destruirlas, o sin que el editor percibiese la destrucción o el
sabotaje, la inmiscusión casi subrepticia de la literatura en el
mero
entretenimiento.
De algún modo, cada uno de estos
escritores ( Poe, Dostoievski, Stendhal, Javier de Viana, Quiroga,
Chandler) han ejercido —de
modo explícito y programático, o mediante la tácita contundencia de la
obra—
la función de
tricksters en los intersticios de la
cultura de masas; han contrabandeado su escritura enérgica y original en
modelos serializados por el marketing. También es verdad que la
lista podría ampliarse en cualquier dirección: podría incluir a
Shakespeare o a Ray Bradbury. El novelista estadounidense Nelson Algren
lo sintetizó eficientemente: “El editor quiere vender mierda; el lector
quiere comprar mierda. Hay que arreglárselas para darles trozos de oro
en envase de mierda”.
Existe, sin embargo, cierto tipo
de operaciones que también involucra los vínculos entre arte y mercado,
y que funciona en un sentido precisamente opuesto: ciertos conceptos, o
procedimientos, o temas que aparecieron alguna vez como hallazgos
originales del arte o la literatura, se acuñan, se simplifican, se
multiplican y se venden como si en esos productos hubiese algo de
sublime. Pongo dos ejemplos entre tantos posibles:
a) Las películas o las
fotografías en blanco y negro, donde la ausencia de color
—cuando
es deliberada—
suele recibirse, curiosamente, como un rasgo de seriedad, como una señal
de profundidad o un plusvalor estético.
b) Cierta literatura escrita por
mujeres en América Latina (Roberto Bolaño dijo no saber si era femenina,
pero estar seguro de que no era literatura), apta para traficar
feminismo simplificado y fabular ciertos aspectos domésticos de la
existencia y de la historia, en los que supuestamente hay más verdad que
en la épica o en los monumentos.
Para que estas mistificaciones
ocurran es imprescindible un público poco —o
mal—
educado, cierto snobismo de masas que el mercado se encarga de cultivar.
Todo se vuelve más melancólico
cuando son los aparatos del Estado quienes auspician y amplifican estas
actitudes de rastacuerismo. Recientemente falleció en Uruguay el pintor
Carlos Paez Vilaró, cuya
obra (que decora etiquetas de dulce de
leche y de agua gasificada) ha sido juzgada como mediocre
—cuando
mucho—
por los críticos más serios. Ningún plástico había recibido jamás
exequias tan pomposas como las que el gobierno dispensó al pintor. Parte
de esta exageración necrológica —que
muestra ante todo un grave error crítico—
es un aviso u homenaje aparecido en la prensa con la esponsorización de
una empresa estatal. Allí, además de reproducir, a toda página y color, una imagen creada por Paez, se transcribe la siguiente frase: “...me
siento millonario en soles que guardo en la alcancía del horizonte”.
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