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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA TRANSPARENCIA DE LA IGNORANCIA

Cultura Tenfield o el regreso de la rata cruel

Gustavo Espinosa

Desde finales de la década de 1980, en tiempos de restauración democrática, el Uruguay su cultura letrada, en realidad se aplicó durante algún tiempo a la búsqueda o a la construcción de la identidad nacional. Si a lo largo de su historia la sociedad uruguaya había logrado configurar una imagen verosímil de sí misma, la dictadura en tanto clausura o clímax de un proceso de deterioros y rupturas hizo estallar aquella imagen, fue un hiato de caos que suspendió el sentido, y desactivó aquí también cierta narrativa de explicación que nos contenía. Terminado aquel período (1973-1984), la aplicación ortodoxa del neoliberalismo y la discursividad que (como una especie de escolástica ferviente) emplearon los gobiernos de derecha que sucedieron a la dictadura para  fundamentar sus prácticas, fueron también una irrupción de extrañeza. El achicamiento del Estado, la idolatría de La mano Invisible, la imagen del País de Servicios como única utopía posible, nunca antes habían sido un clamoreo o un fundamentalismo. Era difícil reconocerse en ese dogma, mientras todo alrededor continuaba derrumbándose.

Es natural que, ante esos descentramientos y novedades, apareciese la tendencia a buscar la mismidad, a establecer una fijeza, o a proponer una insistente interrogación acerca de la identidad. Ocurrió entonces un auge de la Historia que vino a revisar y a reordenar el pasado, de manera que el presente resultase menos desconcertante. La popularidad alcanzada por la Historia de la sensibilidad en el Uruguay (1989), del Profesor José Pedro Barrán, fue la señal más notoria de aquella ansiedad histórica. No tan popular, Hugo Achugar, también siguió aquel imperativo o aquella moda en La balsa de La Medusa, ensayos sobre identidad, cultura y fin de siglo en Uruguay (1992). Por la misma época apareció, además,  una buena cantidad de novelas históricas (de calibre muy desigual) que algunos críticos atribuyeron, también, al afán de averiguar la identidad o de escarbar la arqueología del carácter nacional: Bernabé, Bernabé (1989) de Tomás de Matos, El príncipe de la muerte  de Fernando Butazzoni, El Archivo de Soto de Mercedes Rein, Una cinta ancha de bayeta colorada de Hugo Bervejillo, todas ellas publicadas en 1993.

Todo aquello pasó. Más allá de las calidades intelectuales o estéticas de cada una de las obras mencionadas (y de otras que faltan en la enumeración), más allá de haber establecido una especie de nicho en la industria cultural uruguaya, que se prolonga y serializa en Marcia Collazo o Mercedes Vigil, aquellas laboriosas búsquedas de la escritura, parecen haberse disuelto sin lograr un icono o un mito capaz de refundar la identidad borroneada. Quien vino alegremente a consumar esa hazaña fue la televisión.

En 2011, una empresa operadora de televisión por cable difundió una campaña publicitaria en la cual, a través de una serie de spots se caracterizaba, de modo caricaturesco y esquemático a cierto tipo (en el sentido que Balzac daba al término) designado como “el nuevo uruguayo”. Éste se definía mediante el contraste de una figura difusamente consolidada, que vendría a ser algo así como el paleouruguayo, melancólico, austero, mal vestido. El nuevo uruguayo, en cambio, aparecía eufórico, hedonista, incivil, y
fundamentalmente consumidor voraz. En algunas de las entregas de aquella campaña se remarcaba una aspiración a ciertas formas del consumo percibidas como suntuarias o refinadas. Algún acierto mimético habrá tenido la propaganda. Habrá dado, tal vez, con cierto dispositivo astuto de verosimilitud, porque generó polémicas o revuelos en los dominios de la política y de la escritura, quienes se hicieron cargo pronto del nuevo icono. Entre otros el, ex ministro del Partido Nacional, Dr. Antonio Mercader, se mofó en un artículo del diario opositor El País, de la distancia insalvable entre el nuevo uruguayo (emergente de las condiciones creadas por la gestión del Frente Amplio) y el Hombre Nuevo que había sido, históricamente, el arquetipo que había de surgir del gobierno de izquierda: “Que ese prototipo sea hijo de la izquierda es una paradoja digna de estudio. También lo es el complejo de culpa que ese fenómeno provoca entre políticos y analistas afines al Frente Amplio.”

Por otra parte, el filósofo Sandino Núñez, en una de las entregas de su programa televisivo “Prohibido pensar”, desarrolló una precisa diatriba contra el estereotipo y las maniobras utilizadas para elucubrarlo y difundirlo: “Nuestro nuevo Prometeo es la forma grosera de una clase media colonizada por un virus mutágeno que la ha convertido en masa consumidora insaciable, y, específicamente, es aquella variante que sabe surfear con cierta destreza y desenfado en tiempos fáciles”. Esta intervención a su vez, generó la réplica de Esteban Valenti, conocido publicitario vinculado a la izquierda, quien a propósito cuestionó la legitimidad de los intelectuales para andar sobreinterpretando la vida de la gente: “Los 1.4 millón que se compraron un celular, los 750 mil que adquirieron una motito, los 50 mil que renovaron el auto, o compraron aire acondicionado, un plasma, una laptop o cambiamos los zapatos ¿seremos tan superficiales, tan necesitados de la luz y la verdad?”.

Finalmente (no podía ser de otro modo) el efímero mar de fondo se asentó. El nuevo uruguayo decantó, nos familiarizamos con él, nos convertimos en él. Podría decirse que, de modo menos explícito, sigue siendo la televisión (y su construcción del fútbol, del carnaval y otros espectáculos de masas) la que nos proporciona un espejo ante el cual apoltronarnos para ver el reflejo de lo que quisiéramos ser. Lo que quedó se parece a una generalización de lo que, hace más de 100 años, el poeta nicaragüense Rubén Darío llamó rastacuerismo: una  sintomatología de nuevo rico (que ya señalaba también Núñez en el mencionado programa, cuyo guión se publicó luego en forma de artículo), formato altanero y pomposo de la alienación, afectación ostentosa y torpe, propia del rastacuero (“rata cruel” decía macarrónicamente cierta milonga argentina), que la RAE define como “persona inculta, adinerada y jactanciosa”. Es algo así como cultura “Tenfield”, empresa que monopoliza el fútbol y el carnaval, entre otros shows: los decorados barrocos de sus programas, los trajes, los peinados y la retórica de sus animadores, la nobleza de los mitos fundantes (Maracaná) metabolizada por el marketing kitsch, los autos de los futbolistas, una transparencia desfachatada de la propia ignorancia, el estado de vociferación celebratoria y perpetua.

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