Desde
finales de la década de 1980, en tiempos de restauración
democrática, el Uruguay —su
cultura letrada, en realidad—
se aplicó durante algún tiempo a la búsqueda o a la construcción de la
identidad nacional. Si a lo largo de su historia la sociedad uruguaya
había logrado configurar una imagen verosímil de sí misma, la dictadura
—en tanto clausura
o clímax de un proceso de deterioros y rupturas—
hizo estallar aquella imagen, fue un hiato de caos que suspendió el
sentido, y desactivó —aquí
también— cierta
narrativa de explicación que nos contenía. Terminado aquel período
(1973-1984), la aplicación ortodoxa del neoliberalismo y la
discursividad que (como una especie de escolástica ferviente) emplearon
los gobiernos de derecha que sucedieron a la dictadura para fundamentar
sus prácticas, fueron también una irrupción de extrañeza. El
achicamiento del Estado, la idolatría de La mano Invisible, la imagen
del País de Servicios como única utopía posible, nunca antes habían sido
un clamoreo o un fundamentalismo. Era difícil reconocerse en ese dogma,
mientras todo alrededor continuaba derrumbándose.
Es natural que, ante esos
descentramientos y novedades, apareciese la tendencia a buscar la
mismidad, a establecer una fijeza, o a proponer una insistente
interrogación acerca de la identidad. Ocurrió entonces un auge de la
Historia que vino a revisar y a reordenar el pasado, de manera que el
presente resultase menos desconcertante. La popularidad alcanzada por la
Historia de la sensibilidad en el Uruguay (1989), del Profesor
José Pedro Barrán, fue la señal más notoria de aquella ansiedad
histórica. No tan popular, Hugo Achugar, también siguió aquel imperativo
o aquella moda en La balsa de La Medusa, ensayos sobre identidad,
cultura y fin de siglo en Uruguay (1992). Por la misma época
apareció, además, una buena cantidad de novelas históricas (de calibre
muy desigual) que algunos críticos atribuyeron, también, al afán de
averiguar la identidad o de escarbar la arqueología del carácter
nacional: Bernabé, Bernabé (1989) de Tomás de Matos, El
príncipe de la muerte de Fernando Butazzoni, El Archivo de Soto
de Mercedes Rein, Una cinta ancha de bayeta colorada de Hugo
Bervejillo, todas ellas publicadas en 1993.
Todo aquello pasó. Más allá de
las calidades intelectuales o estéticas de cada una de las obras
mencionadas (y de otras que faltan en la enumeración), más allá de haber
establecido una especie de nicho en la industria cultural uruguaya, que
se prolonga y serializa en Marcia Collazo o Mercedes Vigil, aquellas
laboriosas búsquedas de la escritura, parecen haberse disuelto sin
lograr un icono o un mito capaz de refundar la identidad borroneada.
Quien vino alegremente a consumar esa hazaña fue la televisión.
En 2011, una empresa operadora
de televisión por cable difundió una campaña publicitaria en la cual, a
través de una serie de spots se caracterizaba, de modo
caricaturesco y esquemático a cierto tipo (en el sentido que Balzac daba
al término) designado como “el nuevo uruguayo”. Éste se definía mediante
el contraste de una figura difusamente consolidada, que vendría a ser
algo así como el paleouruguayo, melancólico, austero, mal vestido. El
nuevo uruguayo, en cambio, aparecía eufórico, hedonista, incivil, y
—fundamentalmente—
consumidor voraz. En algunas de las entregas de aquella campaña se
remarcaba una aspiración a ciertas formas del consumo percibidas como
suntuarias o refinadas. Algún acierto mimético habrá tenido la
propaganda. Habrá dado, tal vez, con cierto dispositivo astuto de
verosimilitud, porque generó polémicas o revuelos en los dominios de la
política y de la escritura, quienes se hicieron cargo pronto del nuevo
icono. Entre otros el, ex ministro del Partido Nacional, Dr. Antonio
Mercader,
se mofó en un artículo del diario opositor El País, de la
distancia insalvable entre el nuevo uruguayo (emergente de las
condiciones creadas por la gestión del Frente Amplio) y el Hombre Nuevo
que había sido, históricamente, el arquetipo que había de surgir del
gobierno de izquierda: “Que ese prototipo sea hijo de la izquierda es
una paradoja digna de estudio. También lo es el complejo de culpa que
ese fenómeno provoca entre políticos y analistas afines al Frente
Amplio.”
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Por otra parte, el filósofo
Sandino Núñez, en una de las entregas de su programa televisivo “Prohibido pensar”,
desarrolló una precisa diatriba contra el estereotipo y las maniobras
utilizadas para elucubrarlo y difundirlo: “Nuestro nuevo Prometeo es la
forma grosera de una clase media colonizada por un virus mutágeno que la
ha convertido en masa consumidora insaciable, y, específicamente, es
aquella variante que sabe surfear con cierta destreza y desenfado en
tiempos fáciles”. Esta intervención a su vez, generó la réplica de
Esteban
Valenti, conocido publicitario vinculado a la izquierda, quien
—a propósito—
cuestionó la legitimidad de los intelectuales para andar
sobreinterpretando la vida de la gente: “Los 1.4 millón que se compraron
un celular, los 750 mil que adquirieron una motito, los 50 mil que
renovaron el auto, o compraron aire acondicionado, un plasma, una laptop
o cambiamos los zapatos ¿seremos tan superficiales, tan necesitados de
la luz y la verdad?”.
Finalmente (no podía ser de otro
modo) el efímero mar de fondo se asentó. El nuevo uruguayo decantó, nos
familiarizamos con él, nos convertimos en él. Podría decirse que, de
modo menos explícito, sigue siendo la televisión (y su construcción del
fútbol, del carnaval y otros espectáculos de masas) la que nos
proporciona un espejo ante el cual apoltronarnos para ver el reflejo de
lo que quisiéramos ser. Lo que quedó se parece a una generalización de
lo que, hace más de 100 años, el poeta nicaragüense Rubén Darío llamó
rastacuerismo: una sintomatología de nuevo rico (que ya señalaba
también Núñez en el mencionado programa, cuyo guión se publicó luego en
forma de artículo), formato altanero y pomposo de la alienación,
afectación ostentosa y torpe, propia del rastacuero (“rata cruel” decía
macarrónicamente cierta milonga argentina), que la RAE define como
“persona inculta, adinerada y jactanciosa”. Es algo así como cultura “Tenfield”,
empresa que monopoliza el fútbol y el carnaval, entre otros shows: los
decorados barrocos de sus programas, los trajes, los peinados y la
retórica de sus animadores, la nobleza de los mitos fundantes (Maracaná)
metabolizada por el marketing kitsch, los autos de los
futbolistas, una transparencia desfachatada de la propia ignorancia, el
estado de vociferación celebratoria y perpetua.
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