En una columna del arriba figurante,
en Insomnia, se incursionó alegremente en el error:
"Kepler había establecido en 1609 que las órbitas
planetarias eran parábolas(...)", reza. Por más
que Kepler no era ningún santo, jamás habría
sido capaz de someter al universo a tal desatino geométrico.
No tanto para intentar reparar el error, sino más bien
para guerrear contra la propia blandura, se expone lo que sigue.
Qué hace el tipo?
Va y lucubra con desparpajo y leonardismo acerca de las caídas
libres y las curvas planas. En su afán de apabullar
al prójimo con la insondabilidad de su sapiencia, se enfrasca
en una historia de la parábola, curva mortal. Pues no solamente
dicha curva describe la trayectoria del fierro que, despedido
con violencia por los fuegos ventrales de la espingarda, termina
abriendo el cráneo del enemigo, sino que se ha demostrado
acerba con el destajista de las letras semanales.
Cualquier explicación acerca de los motivos por los que
el tipo confundió la parábola con la elipse tendría
el sabor de una sumisión oportunista. ¿Por qué,
si tan admirador de Kepler se declara, no siguió su ejemplo
de humildad? Pues aquel sabio tenía por una parte la virtud
del genio, y por otra una confianza profunda en su maestro, el
astrónomo danés Tycho Brahe. El último año
de la vida del gran astrónomo, Kepler trabajó como
su asistente. Aunque consideraba que la teoría planetaria
de aquél era errónea, aceptó sin discusiones
las mediciones estelares y de las posiciones de los planetas
registradas por Brahe.
Observando el cielo a ojo desnudo
(murió en 1601, ocho
años antes de que se presentara al mundo el primer telescopio), registró con tanta precisión
el cielo que Kepler no dudó en corregir sus propios prejuicios
para obligar a la teoría a adaptarse a los hechos observados,
cosa extraordinaria y estremecedora: se sabe que más bien
intentamos cincelar el mundo para que se parezca al modelo que
hicimos de él.
Sin ir más lejos, este tipeador exorbitado escribió
que las órbitas de los planetas son parábolas:
démosle un poco de poder, y es capaz de ponerle motores
a la Tierra con tal de llevar su órbita a la correcta
alineación parabólica que su escritura reclama.
Pero atención, no fue Brahe solamente el gestor de su
precisión apavorante. ¿A quién, si no a
Kepler, podemos atribuir la legitimación de aquellas medidas?
El alemán decretó, a partir de la confianza en
la meticulosidad de su maestro, que esos datos eran ciertos.
Claro que Tycho Brahe era un astrónomo reputado en toda
Europa, pero la reputación no le basta a un gigante como
Kepler. Así, no hay más remedio que concluir que
Kepler permite la existencia de Brahe.
Porque ¿qué sería de las tablas de Brahe
sin el modelo de Kepler? Simples y aburridas listas de números.
Es decir, ¿qué sería de Brahe sin Kepler?
Una especie de lunático estólido. Pensamos: en el
oscuro anonimato de su observatorio silencioso, el héroe
permanece en las sombras. ¡Qué injusticia, lloriqueamos,
que todo el crédito se lo lleve Kepler, cuando sin las
observaciones de Brahe nada se hubiera hecho posible! Horrible
falacia de falsa humildad: todo el mérito es de Kepler,
capaz de convertir en oro aquella pasta bruna que a su propio
autor no le impidió el error.
Todo esto huele a coartada para concluir que más vale
un modelo que una medición; a los efectos del juicio acerca
de la barbaridad escrita por el firmante en su temeraria columna,
esto intentaría demostrar -hiperbólicamente, digamos-
que importa menos la forma de la curva que la esencia del análisis.
El problema radica en que el tipo no es ni Brahe ni Kepler, por
más que haga gárgaras con sus sonoridades germánicas.
Y si aquellos pasaron por el mundo sin que la vergüenza
les hiciera perder el tiempo, éste toma tantas cosas prestadas
que cada poco se derrumba llorando y pidiendo perdón por
no devolverlas.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 116
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