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ISSN 1688-1672

 



ASESINOS SERIALES - LANDRÚ, HENRY -


Historias de asesinos. El barba azul francés*

Gabriel Pombo

 

Este galante verdugo tenía un defecto que a la postre sería su perdición: era tan meticuloso que hasta el mínimo acontecimiento lo anotaba en una serie de pequeñas libretas de apuntes; en ellas podía leerse desde compras de comestibles hasta fechas en las que hizo desaparecer una decena de desprevenidas mujeres y, a un chico, cuyos nombres había consignado

El pasado siglo XX ha sido, ya desde sus albores, extremadamente pródigo en materia de homicidas en cadena. Un ejecutor francés que mereció el mote de “Barba Azul” lo constituyó Henry Desiré Landrú.

Este hombre menudito y de apariencia sosegada resultó ser, no obstante, un muy prolífico asesino serial que victimó a diez mujeres y a un muchacho -hijo de una de sus infortunadas amantes-, y el suyo es recordado como uno de los nombres más tristemente destacados dentro de los anales del delito. El móvil que lo impulsaba a emprender sus fechorías era de carácter económico pues asesinaba para extraer beneficios financieros de las cándidas féminas a las que estafaba.

En realidad, les provocaba la muerte en procura de impedir ser delatado una vez que las timadas se percatasen de haber sido burladas en su buena fe por su prometido. Y es que el individuo las conocía a través de anuncios matrimoniales en los que se presentaba como un solitario caballero poseedor de considerable fortuna en busca de una buena compañera y, tras relacionarse con aquellas que acudían a las galantes citas, lograba hacerles bajar la guardia ganándose su confianza merced a promesas de matrimonio.

No puede decirse que este victimario fuera un spree killer por más que la motivación de sus homicidios se inspiraba en no dejar con vida a los testigos de sus maniobras fraudulentas para que no lo pudieran denunciar a las autoridades; el spree killer acomete sus agresiones mortales durante uno o más episodios, pero raramente repite los ataques, y tiene fija en su mente una víctima específica cuando emprende el acto criminal aunque durante el decurso de su gestión se sienta obligado a finiquitar a otras personas presentes en el escenario del crimen a efectos de prevenir ser delatado por éstas.

Landrú, apodado el “Mataviudas”, nació el 12 de abril de 1869 en el ámbito de una familia respetable y de menguados recursos. A sus veinte años dejó embarazada a una prima suya, Marie Catherine Remy, y se casó con ella. Viviría con su esposa y sus hijos hasta el término de su existencia llevando una doble vida: era un esposo ejemplar que proveía a las necesidades de su prole, pero poseía una parte secreta donde se dedicaba a los timos apropiándose del dinero y de los bienes de las mujeres que engatusaba. Nunca se supo a ciencia cierta si su cónyuge y sus hijos eran cómplices concientes de sus delitos. En todo caso, cuando andando el tiempo se juzgara a Landrú, el fiscal se mostró clemente y no levantó cargos contra la familia del acusado.

Entre 1902 y 1904 incurrió en la comisión de algunos ilícitos de magra monta que lo condujeron a la cárcel. Su primera pena se le aplicó el 21 de julio de 1904 al ser hallado responsable de una estafa. Tras este castigo se le impondrían otras sanciones leves, siendo la última pronunciada el 26 de julio de 1914, en vísperas de que Alemania le declarase la guerra a Francia. La mencionada condena no la purgó efectivamente sino que fue juzgado in absentia debido a que no poder ser ubicado.

(La Primera Guerra Mundial estaba a punto de estallar y problemas de mayor envergadura acuciaban al gobierno galo, por lo que su justicia no se molestaba en perseguir a pequeños embaucadores.)

Mientras permanecía recluido, a raíz de uno de aquellos procesamientos, recibió la ingrata noticia de que su anciano padre se había suicidado colgándose de un árbol al no poder superar el dolor moral y el bochorno producido por la indecorosa conducta de su hijo. No obstante, el mozo no recapacitó sino que –como señalamos más arriba- una vez liberado de su confinamiento volvió a las andadas. Ya por entonces había refinado su modus operandi delictivo y se entregó en cuerpo y alma a la innoble tarea de estafar a señoras incautas. La denuncia que radicó una de sus despechadas enamoradas le valió el último y más prolongado de sus períodos a la sombra. En su nueva estadía en la cárcel rumió su venganza contra aquellas ingratas capaces de conducirlo a tan comprometida situación y llegó a adoptar una resolución implacable: para terminar con las denuncias debía acabar con la vida de las posibles denunciantes; se juró que así obraría en el futuro.

A partir de allí perfeccionó su técnica defraudatoria. Comenzó a realizar publicaciones en las secciones de los periódicos donde los usuarios de ambos sexos buscaban encuentros amorosos. En esos artículos se promocionaba como un viudo de mediana edad y cómodo pasar financiero deseoso de restaurar su vida relacionándose con una dama de condición semejante.

Arribó el año 1914, y con él la ya mencionada Primera Guerra Mundial a la que Francia se volcaría de lleno. El horrendo conflicto bélico, que costó la vida a millones de seres humanos y aparejó tantas desgracias devendría, paradójicamente, en un ciclo de bonanza e impunidad para éste refinado malhechor. Y esto debido a que, como señaláramos, la policía francesa estaba demasiado ocupada atendiendo problemas más graves y urgentes que las denuncias por las misteriosas desapariciones de unas cuantas divorciadas o viudas. El criminal intuía que al concluir la conflagración concluiría asimismo su impunidad: ahora sí los pesquisas estarían en condiciones de ocuparse de su persona y de poco le servirían los numerosos alias que utilizaba para despistar así como las tretas de las cuales se valía para borrar sus huellas; cuando su joven amante Fernande Segret –única mujer a la cual parece haber amado y cuya vida respetó- le anunció emocionada que la guerra había por fin concluido, Landrú, cabizbajo y con voz sombría, le contestó: “Sé que ahora no lo puedes llegar a comprender pero esa es la peor noticia que podrías haberme dado, querida mía”.

Cierta madrugada de 1919 oficiales de policía golpearon a la puerta de la vivienda parisina del número 76 de la calle Rochechouart que el ultimador compartía con su novia. Henry, recién levantado, se vistió con prontitud y atendió al detective jefe que le exhibió la orden judicial de arresto. Con amable firmeza negó cada una de las acusaciones que los agentes le formularon delante de su atónita amante quien no podía dar crédito al ver como se llevaban detenido al hombre con quien escasos momentos antes compartía el lecho. La sorpresa de la joven resultaba mayúscula dado que su prometido –también a ella el hombre le propuso casamiento-, le había ocultado su verdadera identidad: para Fernande Segret el múltiple asesino Henry Desiré Landrú era, en realidad, el respetable Lucien Guillet, nada menos que el inspector principal de la policía parisina.

La dirección en que la policía lo aprehendió estaba consignada con caligrafía menuda y prolija en una tarjeta de visita que el criminal dejó en la tienda “Les Lions de Faíence” donde pagó por adelantado ochenta francos la adquisición de una vajilla que debía serle enviada posteriormente. Hasta dicha tienda lo había seguido sigilosamente la señora Bonhoure -amiga de la hermana de una de sus víctimas-, quien por pura casualidad había vuelto a ver al prometido de una desaparecida fémina: Celestine Buisson –así se llamaba la extraviada-, desde meses atrás no respondía las apremiantes cartas que le remitía su familia. Una vez que Bonhoure llegó con la extraordinaria noticia de haber avistado al escurridizo amante, la hermana de Celestine formuló denuncia a la policía. De inmediato, el inspector Belin se apersonó en el establecimiento mercantil donde obtuvo las señas de un tal Henri Desiré Landrú quien poseía una causa abierta por estafa desde 1914.

(Este galante verdugo tenía un defecto que a la postre sería su perdición: era tan meticuloso que hasta el mínimo acontecimiento lo anotaba en una serie de pequeñas libretas de apuntes; en ellas podía leerse desde compras de comestibles hasta fechas en las que hizo desaparecer una decena de desprevenidas mujeres y, a un chico, cuyos nombres había consignado.)

Pese a su fama de haberse defendido brillantemente Landrú no pasó de ser un histrión que con salidas jocosas e ingeniosas hacía las delicias de la prensa sensacionalista, y del auditorio que abarrotaba la sala de audiencia judicial. Su defensa era en realidad muy débil e ineficaz –y casi imposible-, pues más que nada se limitó a oponer un obstinado mutismo o a deslizar vaguedades a medida que se le enrostraban las pruebas irrefutables que, paso a paso, inexorablemente, la fiscalía iba acumulando en su contra.

Según se ha dicho aerca de su comportamiento durante su proceso:

     “...Comprendiendo, sin duda, que tenía la partida perdida, a todas luces imposible de ganar, aceptó deliberadamente la realidad de la requisitoria establecida contra él y disimuló, bajo la falsa gracia de las chanzas, su lúgubre temor de criminal acorralado. Mediante agudezas, siempre en forma, acostumbró a su auditorio a sus insolentes afirmaciones sin poner jamás a la acusación en dificultad…(1)
 

(La totalidad de las prometidas del abominable novio acabaron con sus cuerpos desmembrados, y sus restos fueron incinerados dentro del horno de una amplia cocina económica que el verdugo tenía instalada en su chalet de campo de la localidad de Gambais.)

Abundantes datos de los homicidios estaban relacionados con pulcra caligrafía en las páginas de aquellas delatoras libretitas, y conformarían la primordial prueba esgrimida por la acusación fiscal. El 30 de noviembre de 1921 el jurado regresó a la sala de justicia y su portavoz leyó en voz alta la fatídica e inapelable decisión.

En las horas previas a su muerte rechazó cortésmente los servicios que el Capellán de la cárcel le ofrecía para aliviar su conciencia mientras los guardias aguardaban para encaminarlo hacia el patíbulo: “Debo acompañar a estos señores”, se excusó ante el religioso y, tras hacer una pausa, con tono melodramático añadió: “La muerte es una dama y no resulta propio de un caballero hacerla esperar”. En la gélida mañana del 25 de febrero de 1922 la cabeza guillotinada del “Barba Azul” francés caería dentro de un canasto en la sala de ejecuciones de una cárcel cuyo frente daba al palacio de Versalles.

Tras su última estadía en la prisión se había transformado en un fenómeno mediático tan extraordinario que, mientras aguardaba su destino, Landrú recibió decenas de cartas de admiradores de ambos sexos, y de mujeres que le ofrecían su amor y le solicitaban matrimonio.
 

Nota:

(1) Cohen, Sam, Landrú. El asesino muy amado, traducción de Delfina Azcárate, Ediciones Grijalbo, Barcelona, España, 1977, pags. 298 y 299.
 

*Publicado originalmente en el libro Historias de asesinos. Edición: enero de 2010. Carlos Alvarez – Editor Montevideo - Uruguay.
 

 

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