DIVERSIÓN. Los filólogos saben que diversum
es supino de divertere que quiere decir alejar. Este
'alejamiento'
se
ha convertido en un valor superior
de
la cultura de masas y del advertising. Lo
divertido,
formas agradables de pasar el tiempo
libre, se opone, ciertamente, a lo aburrido, a la
monotonía, al fastidio, al romántico o baudeleriano spleen, al
tedium vitae. Unos marcadores o unos
lápices a fibra corren una carrera vertiginosa por una pista tipo
Meteoro o montaña rusa: son
divertidos, contrapeso de su función monótona
o
burocrática de escribir, sacar apuntes, subrayar,
etcétera. Un ama de casa baila una coreografía que
incluye una pistola que lanza chorros antigrasa, de
los que salen florcitas y mariposas: al cabo de unos
instantes, toda la familia de boludos la acompaña en
la coreografía con la consigna de "evita el restregado
fastidioso". Unas hamburguesas con las orejas de
Mickey Mouse son divertidas. Unas mannequins
jovencísimas se prueban ropa
—pero antes que
nada, se divierten: se ponen puntaje entre ellas—, se
ríen como para ser fotografiadas para el álbum de
Facebook, otras hacen piruetas con unas bengalas o
soplan tierra de colores,
ponen trompita o saltan y
bailotean inmotivadamente. Lo obvio y lo obtuso:
no importa que las hamburguesas sean comestibles,
que el limpiador quite efectivamente la grasa, que
la ropa les quede bien, que los marcadores escriban:
importa que sean divertidos o cool, que nos metan en
ese mundo mágico de Charlie y la fábrica de
chocolate.
Otros cortos publicitarios mostraban el proceso
de
producción de una gaseosa y de una cerveza:
en uno, dentro de una máquina
dispensadora de refrescos había enanitos o duendes tipo Oompa Loompa que hacían pequeñas
diabluras o magias divertidas con maná y hielo y maquinitas
voladoras para que de ese divertido carnaval
posfordista surgiera la helada botella de refresco;
en el otro había unas azafatas sensuales que
bailaban y hacían percusión con baldes y tanques, y
con ademanes de sacerdotisas paganas daban la
vida, la densidad, el color y la
temperatura ideal a la cerveza.
El trabajo, el producto y el consumo
están hermanados por la
atmósfera mágica de lo
cool.
Pero la diversión parte del consumo y solamente apunta al
tiempo libre: el trabajo es
deber, y obviamente la llamada sociedad de
consumo y del
espectáculo y
su convocatoria a
la diversión se instala como una réplica lineal
transgresora al ethos de
la austeridad aburrida y fastidiosa del trabajo y el ahorro
protestantes. Una especie
de estética pura de chicharra contra
hormiga. El tiempo libre es una
de las principales industrias del
posmocapitalismo urbano, y ahí es que la
diversión alcanza la fuerza de un
imperativo y llega a tocar y a contagiar al propio
trabajo. El asunto ahora es que
ya no solamente tengo derecho a divertirme sino que tengo la
obligación de divertirme o de ser divertido. El
trabajo, la educación, los
negocios, el amor, las
relaciones familiares, la militancia política o
lo que sea deben ser divertidos.
Todos somos duendecitos
que hacen diabluras y se divierten —aunque
esa diversión sea endogámica
y narcisista,
no tenga otro destino que
sí misma y no germine absolutamente en nada nuevo—. Es una forma
larga y derrochona de regresar
al tedio y al spleen. O de vivir amenazados por el
demonio del aburrimiento, al que conjuramos con la solución
maníaca de llenar todo hueco con
la estopa de la diversión
y de lo cool. Ya no hay sujeto, herr Kant;
ya no hay espíritu, herr Hegel, ya no
hay camino a lo nuevo: ahora hay pequeños duendes que se divierten con
lo viejo. Y quizás los artistas
contemporáneos son su más lograda metáfora.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 49, 22 de
febrero de
2013, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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