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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LACLOS, CHODERLOS DE - NOVELA EPISTOLAR - ENTROPÍA DE LA COMUNICACIÓN

Delicias de la violación*

Amir Hamed
Al leer una novela epistolar se está interfiriendo con la intimidad ajena. El ojo, más que detenerse en la página, se incrusta en una cerradura y visita los escarceos de los amantes (caricias que son apenas sugeridas, casi nunca contadas)


Matar o dejarse morir por una carta, desplomarse el corazón por un mensaje indiferente firmado por la persona amada, son costumbres que de alguna forma caducaron con el desfallecimiento de la epístola. Las cuitas del joven Werther, una novela epistolar, legó la enfermedad del s. XIX, pero ya Sherlock Holmes, todavía decimonónico, prefería la frialdad y concisión del telegrama.

Es obvio que la aceleración que los medios de comunicación impusieron al mundo aniquiló aquel archivo de sentimentalinas, devociones y rencores que se leían en forma de carta. Y también es evidente que, para sentir de la manera en que lo hacían los héroes y heroínas de la novela epistolar, era menester encastillarse en el ocio -algo que los burgueses que hicieron el s. XIX consideraron decadente, cuando no inmoral.

De todos modos, pasado el furor antiaristocratizante con el que principiaron las democracias -y tal vez a favor del vértigo de nuestros días- la morosidad de una novela epistolar como Las relaciones peligrosas aún resulta regocijante y las tres exitosas versiones cinematográficas que ha generado son una prueba de que el repertorio de villanos, palpitaciones y necessaires, que se reactualiza con cada lectura, regala cierta dosis de melancolía por todo ese dolce far niente que enterró la industrialización.

De todos modos, más allá del disfrute arqueológico, la obra maestra de Choderlos de Laclos, publicada en 1782, dio con un par de claves que la mantienen como una narración muy superior a las versiones de pantalla. Está en el relato de Laclos ese placer
(irrepetible en el celuloide) que confunde al lector de cualquier clase y edad con los personajes implicados, que es el de fisgonear, el de traspasar pudores, el de violar la privacidad.

Al leer una novela epistolar se está interfiriendo con la intimidad ajena. El ojo, más que detenerse en la página, se incrusta en una cerradura y visita los escarceos de los amantes
(caricias que son apenas sugeridas, casi nunca contadas), sopesa juramentos que no habrán de cumplirse y vigila cómo los designios de los dos demiurgos del relato, Madame de Marteuil y el Vizconde de Valmont, se van cumpliendo hasta que, con justicia poética, la catástrofe recae sobre aquellos que, manejando correspondencia propia y ajena, quisieron usurpar el lugar de un dios.

Pero el lector no es más inocente que Marteuil o que el vizconde, porque participa del ejercicio de profanación. Aprende que no hay mejor voyeurismo que -porque el alma no se enajena por teléfono, pero sí en la escritura- confiscar con una leída las almas que se abandonaron en una carta, piratear sus secretos y profanar sus necessaires.

Hoy, esta nueva e instantánea comunicación que da el correo electrónico tal vez haya generado bucaneros de la correspondencia virtual. Pero lo cierto es que este nuevo correo -que hace explotar la letra y el tiempo- todavía es pura entropía y caos. Falta un nuevo Laclos que pueda darle, al desparramo de la comunicación, la armonía de la novela.

* Publicado orginalmente en Insomnia Nº 19

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