Matar o dejarse morir por una carta, desplomarse el corazón
por un mensaje indiferente firmado por la persona amada, son
costumbres que de alguna forma caducaron con el desfallecimiento
de la epístola. Las cuitas del joven Werther, una
novela epistolar, legó la enfermedad del s. XIX, pero
ya Sherlock Holmes, todavía decimonónico, prefería
la frialdad y concisión del telegrama.
Es obvio que la aceleración que los medios de comunicación
impusieron al mundo aniquiló aquel archivo de sentimentalinas,
devociones y rencores que se leían en forma de carta. Y
también es evidente que, para sentir de la manera en que
lo hacían los héroes
y heroínas de la novela epistolar, era menester encastillarse
en el ocio -algo que los burgueses que hicieron el s. XIX consideraron
decadente, cuando no inmoral.
De todos modos, pasado el furor antiaristocratizante con el que
principiaron las democracias -y tal vez a favor del vértigo
de nuestros días- la morosidad de una novela epistolar
como Las relaciones peligrosas aún resulta regocijante
y las tres exitosas versiones cinematográficas que ha
generado son una prueba de que el repertorio de villanos, palpitaciones
y necessaires, que se reactualiza con cada lectura, regala
cierta dosis de melancolía por todo ese dolce far niente
que enterró la industrialización.
De todos modos, más allá del disfrute arqueológico,
la obra maestra de Choderlos de Laclos, publicada en 1782, dio
con un par de claves que la mantienen como una narración
muy superior a las versiones de pantalla. Está en el relato
de Laclos ese placer (irrepetible
en el celuloide)
que confunde al lector de cualquier clase y edad con los personajes
implicados, que es el de fisgonear, el de traspasar pudores,
el de violar la privacidad.
Al leer una novela epistolar se está interfiriendo con
la intimidad ajena. El ojo, más que detenerse en la página,
se incrusta en una cerradura y visita los escarceos de los amantes
(caricias que son apenas
sugeridas, casi nunca contadas),
sopesa juramentos que no habrán de cumplirse y vigila
cómo los designios de los dos demiurgos del relato, Madame
de Marteuil y el Vizconde de Valmont, se van cumpliendo hasta
que, con justicia poética, la catástrofe recae
sobre aquellos que, manejando correspondencia propia y ajena,
quisieron usurpar el lugar de un dios.
Pero el lector no es más inocente que Marteuil o que el
vizconde, porque participa del ejercicio de profanación.
Aprende que no hay mejor voyeurismo que -porque el alma no se
enajena por teléfono, pero sí en la escritura-
confiscar con una leída las almas que se abandonaron en
una carta, piratear sus secretos y profanar sus necessaires.
Hoy, esta nueva e instantánea comunicación que da
el correo electrónico tal vez haya generado bucaneros de
la correspondencia virtual. Pero lo cierto es que este nuevo correo
-que hace explotar la letra y el tiempo- todavía es pura
entropía y caos. Falta un nuevo Laclos que pueda darle,
al desparramo de la comunicación,
la armonía de la novela.
* Publicado orginalmente
en Insomnia Nº 19
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