H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HAMED, AMIR  - M - EL ALMA DEL RELATO -

Sobre M.  La fulgencia estrábica del logos*

Gustavo Espinosa
Si yo tuviese la integridad o la competencia que tiene el escritor del que estoy hablando, me entregaría a una averiguación temeraria en torno al hallazgo primordial, me zambulliría en la fulgencia estrábica del logos, para ver si puedo desencadenar algo, encontrar otras invitaciones más densas, tocar el carozo indiscutible de lo que debo decir, llegar al alma del relato y mostrarla. Esas maniobras de desesperación y coraje son las que dan principio a la última literatura de Amir Hamed.

Antes de terminar la primera lectura de M tuve la impresión, la certeza, de que la prosa era de una intensidad aún más concentrada que en Ella sí, bucle precedente en este constructo espiralado que es la trilogía El alma del relato. De un modo inusualmente espontáneo -puesto que soy un escriba trabajoso, de búsquedas trabadas- se me apareció una frase o título: La fulgencia estrábica del logos. Me pareció que se podía nombrar de ese modo a una suerte de infección de esplendor que contamina estas páginas cortas y que se desprende de ellas. En verdad, estuve seguro después de deslindar un poco, me gustaba más la palabra fulgor, y no sabía si algún lexicón registraba la fulgencia que me vino (de hecho: el de la RAE no lo hace). Pero también era cierto, y lo sigue siendo, que mi hallazgo de inicio era -claramente- fulgencia, y que (tal vez por la superstición romántica, y luego surrealista, según la cual lo espontáneo está más cerca de lo verdadero) me continúa pareciendo más apropiado para describir mi impresión. Debe ser (esto lo sé ahora, después de pasar por el núcleo del  libro) porque hay allí la tensión de la N, asunto que se tematiza en este relato. 

Más adelante, ya cavilando alrededor de algún dictum que pudiese aproximarse a la potencia y a la exactitud necesarias para dar cuenta de esta suerte de ordalía de la escritura que viene sosteniendo -o que ha consumado- Amir Hamed, llegué a lo siguiente: un acelerador de partículas del sentido. Pero esto, además de que las metáforas tecno aplicadas a las humanidades ya han sido desprestigiadas y no resultan cool ni siquiera en Treinta y Tres, se parece más a un truco que a una verdad.

De todos modos, si yo tuviese la integridad o la competencia que tiene el escritor del que estoy hablando, me entregaría a una averiguación temeraria en torno al hallazgo primordial, me zambulliría en la fulgencia estrábica del logos, para ver si puedo desencadenar algo, encontrar otras imágenes o invitaciones más explícitas o más densas, tocar el carozo indiscutible de lo que debo decir, llegar al alma del relato y mostrarla. Esas maniobras de desesperación y coraje son las que dan principio a la última literatura de Amir Hamed, son su plataforma de lanzamiento.

Recuerdo que hace algún tiempo, lo acompañé, junto a Silvia Guerra, en una recorrida por algunos bares de Montevideo, en busca de uno que pudiese alojar las Veladas Beatnik. Cada tanto, mientras esperábamos al dueño de un boliche o en un taxi, mientras charlábamos de habilitaciones de bomberos, de comida o de rock and roll, Amir nos decía algo sobre Moisés, Marduk, Musa u Osarsiph, o M, yuxtaponía algo que el Génesis no menciona con un apólogo de Kafka, y con los modos de devenir del mundo tal y como lo conocemos. Aquellos asomos de conversación eran los escolios a un libro inexistente; Amir andaba ocupado en (u ocupado por) la imaginación invisible, en los ejercicios de aparición que son su método.

Pero soy un individuo más trivial que Amir. Entonces voy a empezar por contar algo que también se me vino a la superficie de la memoria una vez que leí M, o que fui atravesado por él. En Stardust Memories, Woody Allen representa como casi siempre a un famoso comediante judío, llamado esta vez Sandy Bates. Una escena lo muestra acosado por una turba de cholulos y periodistas que le piden autógrafos, lo interrogan, lo estrujan y lo aburren. De repente, alguien emerge de la muchedumbre y le entrega un enorme salame. Con cierta consternación ante esa ofrenda inaudita, ante ese desvarío de la generosidad, Bates responde, al menos en los subtítulos de la pantalla del viejo cine montevideano en el que vi la película: Gracias. Justo lo que necesitaba. La analogía entre este episodio y mi recepción de M (que puede tomarse, sensatamente, por una guarangada) se justifica, creo, en ciertos protocolos planos que instaura la literatura. Se entreteje, en ciertos momentos melancólicos de la historia de una cultura, una retícula de rutinas en las que el lector queda entrampado sin saber qué desear. El alma del relato, y más puntualmente M, irrumpe en esa trama de ritualidades exhaustas y cae en manos del lector como un don insólito. Su manera de advenir out from nowhere, su   modo de suscitarse (que trataré luego de verbalizar) desafía también la rutinaria ruptura de rutinas que impuso alguna vez la vanguardia. Y esto, cuando el lector se recompone del flash de desconcierto, debe agradecerse sin ninguna ironía. 

El primer desencuentro que nos propone este libro, o si se quiere este tríptico, se verifica en relación a la propia escritura de Amir Hamed. Creo que se trata del clímax de un proceso de, digamos, transgeneración delirante, iniciado con Retroescritura y que se viene realizando, en diversos calibres e intensidades, en Mal y neomal y también en Cielo ½. Hay, por un lado, una confluencia (un fluir juntos) de relato y ensayo:las ideas se explican, en el sentido filológico (esto es se despliegan, se desarrollan, se muestran) en una trama de peripecias, con las progresiones y suspensiones propias de la narrativa. Pero sucede también un trabajo de adensamiento de la prosa que genera poesía. Yo diría que, si hubiese que inscribir didácticamente estos textos en la institución de algún género, habría que empezar por la poesía que impregna la escritura y que se desprende de ella como un calor. Esto ocurre por concentración y por velocidad (y tal vez en este punto pueda justificar aquella imagen algo amanerada y rastacuer de M como acelerador de partículas del sentido). Fijémonos en este enunciado: Como se solapan Avaris y Amarna, así se solapan M y Amenofis (es decir Akenatón), pero también, idesplegable, la achicharrada albura de la lepra y el afán de ver. La frase resulta, me parece, paradigmática de la prosa de Amir, pero en realidad esta prosa es tan ajustada y tan idiosincrática, que cada segmento de ella es su metonimia precisa. Lo que hay es una aversión por cualquier manifestación del exoesqueleto de conexiones o nexos, por cualquier explicitación del andamiaje retórico que sustenta o engasta los núcleos de sentido. Así, la escritura discurre como un relampagueo de poiesis, como una especie de continuidad de epifanías contraídas.

Veamos algunas líneas que a la vez muestran y dicen lo que quiero decir: Porque la letra (no otro era el don) se da en desgarrón; para ser debe abrir un canalón enfermizo, desgarrador, en la carne más intrínseca de los mortales (...)

Ya no es la víbora sino el viboreo, el escurridizo vestigio de la bestia, la muesca farmacológica de un principio de escritura por el que a la letra, y a la divinidad, se les acaba de extirpar la imagen.(...)

Resulta que en su solo trazo la sierpe le es insuficiente al escriba tartamudo.

Esta tarea o pulsión de elipsis de toda la carpintería de conectores, considerada como zona de necrosis, como textura turbia o débil que debe tacharse, que es (no hay más remedio que decirlo) de filiación barroca, y que ha estado presente desde los comienzos, en textos del Amir escritos hace más de 30 años, no se aplica sólo a la sintaxis sino a lo que puede llamarse, si mal no recuerdo, la red de relaciones in absentia, la selección de contenidos, esto es  la trama de envíos hacia el afuera de la escritura. Se trata de un circuito vertiginoso de decisiones que, en el caso de M, va y viene desde el Libro de J a Kafka, desde la Sura 7 a la arqueología, desde la gematría a Freud, trenzando mito y mitografía, arqueología y política. Esta deriva, movilizada por una forma frenética de la erudición, suele generar lapsos de estupefacción, al cabo de los cuales el lector se encuentra en un mundo novedoso, bajo la extraña radiación incontestable de una verdad.

Otra forma de lo inesperado que ofrece este relato de Hamed es su modo de intervenir los otros relatos que, de algún modo lo contienen. En una civilización asediada por la dispersión, obsesionada por la alteridad, El alma del relato es una búsqueda centrípeta. Véase, por ejemplo, que M es Moisés. Más que un personaje fundante o un sujeto fabulado en el extremo original de Occidente, M es una forma de la escritura misma, una trama. Pero este Moisés es -nos notifica Amir- Musa, Museo, Marduk, Osarsiph Toth, Yaveh, es una dispersión, y  a su vez una espesura intrincada  que comparece en el texto para ser reconfigurada e interpelada, expuesta bajo una iluminación, esta sí, excéntrica, lo cual tal vez termine por legitimar de una vez aquel efecto de fulgencia estrábica del logos, que fue lo que me señaló prontamente este libro, y lo que yo empecé por señalar aquí.

Esta hermenéutica, que es restitución o recentramiento de las narrativas fundantes produce también un efecto que debe señalarse -qué le vamos a hacer- con una palabra vapuleada por la banalidad: redimensión.

Una vez escrutado, desarticulado y vuelto a ensamblar Moisés, el lector se da cuenta de que había estado inscripto en una representación plana o bidimensional del mundo, y que le ha sido dado ingresar a la amplitud complicada del espacio. Esto es, recibido con el sacudón de extrañamiento y certidumbre que ocurre cuando nos percatamos de haber sido despertados.

* Ponencia escrita en ocasión de la presentación de M, la última entrega de la trilogía de Amir Hamed, El alma del relato.

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia