Antes de terminar la
primera lectura de M tuve la impresión, la certeza, de que la
prosa era de una intensidad aún más concentrada que en
Ella sí,
bucle precedente en este
constructo espiralado que es la trilogía
El alma del relato.
De un modo inusualmente espontáneo -puesto que soy un escriba
trabajoso, de búsquedas trabadas- se me apareció una frase o
título: La fulgencia
estrábica del logos. Me pareció que
se podía nombrar de ese modo a una suerte de infección de
esplendor que contamina estas páginas cortas y que se desprende
de ellas. En verdad, estuve seguro después de deslindar un poco,
me gustaba más la palabra fulgor,
y no sabía si algún lexicón registraba la
fulgencia que
me vino (de hecho: el de la RAE no lo hace). Pero también era
cierto, y lo sigue siendo, que mi hallazgo de inicio era
-claramente- fulgencia,
y que (tal vez por la superstición
romántica, y luego surrealista, según la cual lo espontáneo está
más cerca de lo verdadero) me continúa pareciendo más apropiado
para describir mi impresión. Debe ser (esto lo sé ahora, después
de pasar por el núcleo del
libro) porque hay allí la tensión de
la N,
asunto que se tematiza en este relato.
Más adelante, ya
cavilando alrededor de algún
dictum que pudiese
aproximarse a la potencia y a la exactitud necesarias para dar
cuenta de esta suerte de ordalía de la escritura que viene
sosteniendo -o que ha consumado-
Amir Hamed, llegué a lo
siguiente: un acelerador de
partículas del sentido. Pero esto,
además de que las metáforas tecno aplicadas a las humanidades ya
han sido desprestigiadas y no resultan
cool
ni siquiera en Treinta y Tres, se parece más a un truco que a
una verdad.
De todos modos, si yo
tuviese la integridad o la competencia que tiene el escritor del
que estoy hablando, me entregaría a una averiguación temeraria
en torno al hallazgo primordial, me zambulliría en la
fulgencia estrábica del logos,
para ver si puedo desencadenar algo, encontrar otras imágenes o
invitaciones más explícitas o más densas, tocar el carozo
indiscutible de lo que debo decir, llegar al alma del relato y
mostrarla. Esas maniobras de desesperación y coraje son las que
dan principio a la última literatura de Amir Hamed, son su
plataforma de lanzamiento.
Recuerdo que hace
algún tiempo, lo acompañé, junto a Silvia Guerra, en una
recorrida por algunos bares de Montevideo, en busca de uno que
pudiese alojar las Veladas Beatnik. Cada tanto, mientras
esperábamos al dueño de un boliche o en un taxi, mientras
charlábamos de habilitaciones de bomberos, de comida o de rock
and roll,
Amir nos decía algo sobre
Moisés, Marduk, Musa u Osarsiph, o M, yuxtaponía algo que el
Génesis no menciona con un apólogo de Kafka, y con los modos
de devenir del mundo tal y como lo conocemos. Aquellos asomos de
conversación eran los escolios a un libro inexistente; Amir
andaba ocupado en (u ocupado por) la imaginación invisible, en
los ejercicios de aparición que son su método.
Pero soy un individuo
más trivial que Amir. Entonces voy a empezar por contar algo que
también se me vino a la superficie de la memoria una vez que leí
M, o que fui atravesado por él. En
Stardust Memories,
Woody Allen representa como casi siempre a un famoso comediante
judío, llamado esta vez Sandy Bates. Una escena lo muestra
acosado por una turba de cholulos y periodistas que le piden
autógrafos, lo interrogan, lo estrujan y lo aburren. De repente,
alguien emerge de la muchedumbre y le entrega un enorme salame.
Con cierta consternación ante esa ofrenda inaudita, ante ese
desvarío de la generosidad, Bates responde, al menos en los
subtítulos de la pantalla del viejo cine montevideano en el que
vi la película: Gracias. Justo lo
que necesitaba. La analogía entre
este episodio y mi recepción de M (que puede tomarse,
sensatamente, por una guarangada) se justifica, creo, en ciertos
protocolos planos que instaura la literatura. Se entreteje, en
ciertos momentos melancólicos de la historia de una cultura, una
retícula de rutinas en las que el lector queda entrampado sin
saber qué desear. El alma del relato,
y más puntualmente M,
irrumpe en esa trama de ritualidades exhaustas y cae en manos
del lector como un don insólito. Su manera de advenir
out from nowhere,
su
modo
de suscitarse (que trataré luego de verbalizar) desafía también
la rutinaria ruptura de rutinas que impuso alguna vez la
vanguardia. Y esto, cuando el lector se recompone del flash de
desconcierto, debe agradecerse sin ninguna ironía.
El primer desencuentro
que nos propone este libro, o si se quiere este tríptico, se
verifica en relación a la propia escritura de
Amir Hamed. Creo que se
trata del clímax de un proceso de, digamos, transgeneración
delirante, iniciado con
Retroescritura y que se viene
realizando, en diversos calibres e intensidades, en
Mal y neomal
y también en
Cielo ½.
Hay, por un lado, una confluencia
(un fluir juntos) de relato y ensayo:las ideas se explican, en
el sentido filológico (esto es se despliegan, se desarrollan, se
muestran) en una trama de peripecias, con las progresiones y
suspensiones propias de la narrativa. Pero sucede también un
trabajo de adensamiento de la prosa que genera poesía. Yo diría
que, si hubiese que inscribir didácticamente estos textos en la
institución de algún género, habría que empezar por la poesía
que impregna la escritura y que se desprende de ella como un
calor. Esto ocurre por concentración y por velocidad (y tal vez
en este punto pueda justificar aquella imagen algo amanerada y
rastacuer de M
como acelerador de partículas del sentido).
Fijémonos en este enunciado:
Como se solapan Avaris y Amarna,
así se solapan M y Amenofis (es decir Akenatón), pero también,
idesplegable, la achicharrada albura de la lepra y el afán de
ver. La frase resulta, me parece,
paradigmática de la prosa de Amir, pero en realidad esta prosa
es tan ajustada y tan idiosincrática, que cada segmento de ella
es su metonimia precisa. Lo que hay es una aversión por
cualquier manifestación del exoesqueleto de conexiones o nexos,
por cualquier explicitación del andamiaje retórico que sustenta
o engasta los núcleos de sentido. Así, la escritura discurre
como un relampagueo de poiesis,
como una especie de continuidad de epifanías contraídas.
Veamos algunas líneas
que a la vez muestran y dicen lo que quiero decir:
Porque la letra (no otro era el don) se da
en desgarrón; para ser debe abrir un canalón enfermizo,
desgarrador, en la carne más intrínseca de los mortales
(...)
Ya no es la víbora sino el viboreo, el
escurridizo vestigio de la bestia, la muesca farmacológica de un
principio de escritura por el que a la letra, y a la divinidad,
se les acaba de extirpar la imagen.(...)
Resulta que en su solo trazo la sierpe le es
insuficiente al escriba tartamudo.
Esta tarea o
pulsión de elipsis de toda la carpintería de conectores,
considerada como zona de necrosis, como textura turbia o débil
que debe tacharse, que es (no hay más remedio que decirlo) de
filiación barroca, y que ha estado presente desde los comienzos,
en textos del Amir escritos hace más de 30 años, no se aplica
sólo a la sintaxis sino a lo que puede llamarse, si mal no
recuerdo, la red de relaciones in absentia, la selección de
contenidos, esto es
la trama de envíos hacia el afuera
de la escritura. Se trata de un circuito vertiginoso de
decisiones que, en el caso de
M,
va y viene desde el Libro de J a Kafka, desde la Sura 7 a la
arqueología, desde la gematría a Freud, trenzando mito y
mitografía, arqueología y política. Esta deriva, movilizada por
una forma frenética de la erudición, suele generar lapsos de
estupefacción, al cabo de los cuales el lector se encuentra en
un mundo novedoso, bajo la extraña radiación incontestable de
una verdad.
Otra forma de
lo inesperado que ofrece este relato de Hamed es su modo de
intervenir los otros relatos que, de algún modo lo contienen. En
una civilización asediada por la dispersión, obsesionada por la
alteridad, El alma del relato
es una búsqueda centrípeta. Véase, por ejemplo, que
M es
Moisés. Más que un personaje fundante o un sujeto fabulado en el
extremo original de Occidente, M
es una forma de la escritura misma, una trama. Pero este Moisés
es -nos notifica Amir- Musa, Museo, Marduk, Osarsiph Toth, Yaveh,
es una dispersión, y
a su vez una espesura intrincada
que comparece en el texto
para ser reconfigurada e interpelada, expuesta bajo una
iluminación, esta sí, excéntrica, lo cual tal vez termine por
legitimar de una vez aquel efecto de fulgencia estrábica del
logos, que fue lo que me señaló prontamente este libro, y lo que
yo empecé por señalar aquí.
Esta hermenéutica, que es restitución o
recentramiento de las narrativas fundantes produce también un
efecto que debe señalarse -qué le vamos a hacer- con una palabra
vapuleada por la banalidad: redimensión.
Una vez escrutado,
desarticulado y vuelto a ensamblar Moisés, el lector se da
cuenta de que había estado inscripto en una representación plana
o bidimensional del mundo, y que le ha sido dado ingresar a la
amplitud complicada del espacio. Esto es, recibido con el sacudón
de extrañamiento y certidumbre que ocurre cuando nos percatamos
de haber sido despertados.
* Ponencia
escrita en ocasión de la presentación de
M, la última entrega de la trilogía de
Amir Hamed, El alma del relato.
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