Con Borges nos hemos acostumbrado a la idea del
libro de arena, del
libro numeroso e interminado, reacio a la letra definitiva,
abierto a todo lo que el dilatado universo hace advenir, objeto
inconstante que llega a la casa de uno -un apartamento
cualquiera de la bonaerense calle Belgrano- en manos de un
extranjero de edad incierta y rasgos desdibujados, vendedor de
biblias. En un cierto grado, y esto también lo supimos con
Borges, todo libro es inconstante y vuelve a hacerse en cada
lectura; en un grado admirable, la escritura de Amir Hamed, como
el libro de arena y como la biblioteca de Babel, juega a
pronunciar el dilatado universo, a ser la interminable
literatura.
Porque, por un lado, hay en
Amir Hamed un empecinamiento que, con «testarudez de
mundo», vuelve a abrazar la escritura como asunto
imprescindible, como imperiosa cuestiόn, atendida desde las
primeras páginas (1993) de
Retroescritura, desde las asiduas
columnas de
interruptor, en la
propiamente fabulosa
Cielo ½,
y en
Encantado,
Ella sί
y, ahora,
M, la tercera entrega
de esta trilogίa,
El alma del relato.
Escribir y escribir sobre la escritura, porque en esa reflexiόn
se pone a reverberar un mundo inadvertido.
Hay también en Amir
Hamed un empecinamiento de hijo que una y otra vez elige su
herencia, se instruye heredero y se las ve con el legado, con
esa forma registrada en que la ley se entrega.
En
M, escritura,
legado y ley no se destrenzan ni un instante, porque M, marca
acuática y errabunda, es Mem y es Moisés, el inspirado
interlocutor divino, el autor del
Pentateuco y de las
tablas mandamentosas.
Resulta entonces
apasionante, en M,
atender la manera en que la ley se entrega, a saber, escrita y
partida, y es apasionante seguir ese hilo, el hilo que lleva de
la lengua hendida de Moisés, la lengua «achicharrada por los
carbones ardientes», a la escisiόn material que es la letra
-cuña que el estilete punzό, hendidura que el cálamo trazό-, y
que produjo que algo pudiera ser pensado, obedecido,
desobedecido, entregado, aceptado, rechazado.
Hilo que lleva de la bífida lengua mosaica a nuestra
escindida condiciόn, en ese trance duradero en que uno se separa
de uno y se halla en la letra de otro.
En ese plano, el relato
reflexivo que es M se
potencia al mostrar que la pulpa escindida de Moisés -su lengua
partida y tartajeante- tal vez esté encarnando también una
particiόn -una dilaciόn- que lo tuvo en espera dieciséis siglos,
si no fue más, de acuerdo con las noticias confirmatorias que
trajeron los arqueólogos e historiadores del siglo XXI. Porque
la inaccesible historicidad de Moisés -la ausencia de vestigios
que no sean la prodigiosa marca libresca, profética, polίtica
que él es- no solo propiciό, algunos siglos más tarde, que se
confundiera con el musulmάn Musa, profeta archipresente en el
Alcorάn, al compartir
ambos el exclusivo privilegio de ser
kallim Allah, los dos
únicos interlocutores de Dios, en el superpoblado mundo de los
libros religiosos. De modo semejante, la improbable historicidad
mosaica se compensa con su letra, legataria de antiquίsimas
leyendas akadias, que ya llevaban más de dieciséis siglos
resonando por Mesopotamia y contando la historia del niño
salvado de las aguas, cuando los sacerdotes judίos exiliados en
Babilonia las oyeron y las adoptaron.
Inquietante
confirmación, que vuelve a recordar la índole errabunda
de la letra, su destinaciόn improgramable, la impostura que
funda cualquier presunción de autoctonía (o de autoría).
Bienvenida confirmaciόn, que en algo raspa la soberbia del dios
único, al hacer de su profeta un transhumante llegado de
historias ajenas. En esa vena, Amir Hamed cuenta su historia
frotándose con textos del
Pentateuco y del
Alcorán, de comentaristas talmúdicos y coránicos, de suras y
de versίculos, de Flavio Josefo y de Sigmund Freud, de Kafka y
de Agamben, de Harold Bloom y de Eupolemo. Justamente, la
metáfora de la «frotaciόn», empleada por el propio Amir Hamed
desde Retroescritura,
puede inducir, como en la miliunanochesca lámpara, la llegada de
un espíritu benefactor, propiciador de estos «ensayos narrados».
Y, en la gracia de esta
espirituosa frotaciόn, va tomando cuerpo la conjetura de «que
acaso sea M la mάs ardiente de las figuras trágicas», y no solo
porque pueda «divisar una tierra de promisiόn para la que desde
un principio está impedido y hacia la cual, no obstante, avanza
obstinado». Mάs extremosamente, con M, nos las habemos con «un
héroe de la escritura» que en su «lengua destrozada» es «capaz
de escribirse pero no de pronunciarse».
Porque, en este intenso texto, Amir Hamed logra contarnos
las milenarias peripecias mesopotámicas y medioorientales de una
marca estrictamente impronunciable -M-, muesca en la roca,
jeroglífico aviario, grafo mudo finalmente socorrido por la
vocalidad del alfabeto griego, principio reordenador de una
temporalidad en busca de la sucesiόn abecedaria. Asί
M logra, a partir de
la narraciόn de ciertas andanzas letradas, una reflexiόn sobre
la escritura y sus tecnologίas, sobre la literatura y su
especificidad: dar a conocer -a publicar- lo que aguanta
impronunciable.
Como en otras
oportunidades, y tal vez algo más que de costumbre, en
M, Amir Hamed lleva
al lector hasta los lίmites de la frustraciόn en su expectativa
de luz ordenada y constante. No obstante, honrando en algύn
módico grado nuestra tragicidad lectora, los lectores
perseveramos. Encantados por una lengua española bellamente
inesperada e iluminadora, que da con hallazgos cuyo memorable
impacto ilustra la potencia intelectual que la poesίa infunde en
un texto. Cautivados por una historia que, con cinco mil años a
cuestas, hoy está en nuestra candente actualidad, en las
incandescentes ruinas de las bombas que explotan en Mesopotamia
y en Medio Oriente, en el saqueo y la destrucción de sus
monumentos y tabletas de arcilla, en el calcinado paisaje que
proclama el fin de la escritura -de su obstinaciόn en mostrar lo
impronunciable- y el imperio de la democrάtica oralidad, entera,
completa, autosuficiente.
Véase si no: «Sucede
que, segύn parάmetros de ciencia, y segύn insistirá el siglo
XXI, ni él ni los suyos habrían deambulado jamάs por el
descampado; ni él ni los suyos, tampoco, habrían nunca
legislado; ni él ni los suyos, siquiera, habrían podido conocer
el cautiverio. Pero la ciencia hace al hombre y no a la letra, y
por eso persiste M en su descenso, tanteando con pie de seda el
flanco amargo de la montaña, temeroso de malbaratar su carga,
que es piedra herida por la luz y que irá sobrenadando décadas
indesmentibles, siglos, milenios, hasta amenazar cada vez mάs
ensordecedora, como al presente, con fulminarnos de una buena
vez, ahora que ha devenido bombardeos de precisiόn y de los
otros, estallido de arma quίmica o de neutrones, repeticiόn
abrumadora, viral, del crujido de gargantas infieles al ser
degolladas, de dibujantes sacrίlegos fusilados con estrépito y
minucia en cada rincόn de una revista parisina, o también, del
estruendo mudo que hacen cuatro niños al ser pulverizados por un
misil en una playa oriental del Mediterrάneo».
Nota:
M, Amir Hamed,
Montevideo : H Editores, 2015.