...como un niño
que deja de pronto de correr y arrastra su pies en pasos cortos
y sonoros y respira, mientras marcha, entrecortadamente...
La arena esconde caparazones de tortugas, cáscaras de
naranjas y caracoles tibios. Los talones -apoyados, alzados,
apoyados, alzados, azules- dejan huecos breves: la avalancha
los borra antes de que a nadie se le ocurra anidar ahí
dentro. El niño no se fatiga. No es tiempo del último
cansancio sino de pausa. Las cejas gotean sudor y dejan charcos.
El sol caliente evapora el agua y el niño mira lo que
dista. Hay que recorrer un territorio arenoso antes de alcanzar
el desencanto. Los ojos se aprietan y los granos de arena -piedra
pulida, viento, agua, sol- se acumulan bajo los párpados.
Con una mano el niño se revuelve los ojos. Con la otra
hace visera. Si alguien le prestara las botas de siete leguas
por un rato todo sería más fácil. Resolvería
el viaje en un
instante. Pero no hay vecinos. Y aquí no hay leguas. Y
el siete ha dejado de decir. Y sólo vale todo si es descalzo.
Sopla y sigue.
Me gusta decir.
O mejor: me gusta palabrear.
Qué hace el trueno que no llega; cómo se sueña
con Burdeos; quién es quien no desembarca; qué
hace del trueno la tardanza; cómo se llega a la Rua dos
Douradores; dónde están las hormigas muertas después
de muertas; cómo se reparten las cartas en el solitario;
qué es el trueno antes del trueno; qué decide,
por fin, el diletante; dónde desaparece el sueño;
cuándo se yerguen las cabezas; a qué suena el tronido
listo para ser; cuál es el primer hastío; qué
te gustó ser cuando fuiste grande; cuándo acaba
la novela desenredada.
Es la última muerte del Capitán Nemo.
En breve moriré yo también.
Fue toda mi infancia pasada
la que en ese momento
perdió la posibilidad de poder durar.
La despedida dura más de lo que debería. La sobremesa
se prolonga. En el mantel de lino sólo quedan migas. Antes
el pan estaba untado. Ya no hay. El auxiliar de tenedor de libros
de la ciudad de Lisboa primero duerme y después se hace
el dormido. Los otros, distraídos, carraspean mirando
platos. El perfil perenne del que miente su sueño es noble.
Eternal.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 137
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