I.
El amor había principiado a germinar con una semilla
honda caída un día desde los ojos de él hasta su sangre profunda.
Ernesto
Santacoloma está buscando un lugar en el mundo. Pero encontrarlo
implica establecer una relación filial con él mismo. No se trata
sólo de un problema topográfico sino, sobre todo, afectivo.
Cuál era el espíritu de su ciudad y de su gente, y
cómo convergían en su propia vida las fuerzas de tantas sangres y el
influjo de tantas mutaciones? Qué representaba en definitiva la
gente de su solar ante la vida de otros pueblos? Y, universalizando
más, qué sentido cabal tenía el mestizaje? A estos interrogantes lo
llevaba su confusión espiritual, cuando pugnaba por buscar la tierra
firme casi desaparecida bajo la niebla de sus sueños.
Hacia dónde iba él, hombre de América, con conciencia de tierra
propia, pero con un bagaje intelectual de siglos de literatura?...
Nuevamente sus conceptos de interpretación tomaban relieves
demasiados literarios, sin que advirtiera que, para interpretar una
raza, hay que ahondar en sus venas ocultas, y que para interpretar
la tierra hay que hundirse en ella como las raíces, y sentir las
semillas que germinan como sembradas en el propio corazón
(pp. 110-111).
Santacoloma es un
hombre encarcelado dentro de sus barrotes interpretativos. Él, como
el campesino de Ante la ley, no va más allá del guardián. Si
la realidad es una interpretación, él queda confinado a sus celdas
léxicas. Pero, al ser interpelado por la exterioridad o alteridad
llamada Gabriela, comienza un éxodo de sí mismo. Al desestabilizarse
del “programa” emocional con el que lee su entorno se da el chance
de saltar sus muros emocionales.
Gabriela se
abandona a la vitalidad de cada uno de los instantes. Piensa con su
cuerpo, reflexiona desde la piel, y aquello que le preocupa a
Ernesto, ella se lo responde a partir de un conocimiento silencioso
que se deja oír en su danza que se integra con el universo.
… botó los zapatos para bailar con los pies desnudos.
Cesó el trémolo de las guitarras y se hizo un coro de voces
varoniles para cantar "El himno del fuego" (...). Gabriela se había
transfigurado, como si quisiera en un instante solo expresar el
universo. No era una bailarina; pero en sus escarceos por las
academias aprendió normas de técnica, fáciles para ella porque en la
gracilidad de su cuerpo el sentido de la danza era como un don
natural, casi perfecto. Lo demás lo crearon su espíritu y su
corazón. No copiaba actitudes. Trataba de reflejar a través de la
música lo que ella advertía como trascendental en las emociones de
su pueblo (...). El cuerpo de Gabriela seguía entonces el ritmo de
las llamas en el ondear de todas las formas de vida. Parecía que la
música naciera de ella, y que el paisaje de la raza se meciera en su
cuerpo. Luego fue sólo llama!... Porque la danza es eso: interpretar
la vida a través de la música; crearla a veces (pp. 116-117).
Diferencia radical
entre Ernesto que pretende interpretar la tierra sin untarse de ella
y Gabriela que interpreta su tierra sintiéndola en cada paso.
II.
El territorio en el que habita Gabriela es el que demarcó la vida de
muchas mujeres, a mediados del siglo XX, la casa. Es cierto que
permaneció un año en New York, al lado de su prima Carmenza en un
instituto de bachillerato (p. 68), pero a su regreso a Pasto, y
luego a la hacienda Hulquipamba, su vida adquiere los matices de una
existencia sosegada y
doméstica.
Gabriela puso la radiola en un medio tono de música
de cámara. Pasó con suavidad su mano acariciante sobre la cabeza de
su madre, y volvió a sentarse en la mecedora a continuar la labor de
fino tejido que la entretenía.
Su madre, la señora María Mercedes, bordaba a su vez
un cubremesa. La tía Isabel hacía algo aquí y allá, en esos nimios
menesteres que casi no se advierten en el arreglo de una casa pero
que son esencia de su limpieza y decoro (p. 141).
Pareciera una
Penélope tejiendo y destejiendo la espera de su Ulises. De ese
tiempo, que transcurre entre la enfermedad de su madre y el
alejamiento, alojamiento, que le ofrece la hacienda, sabemos poco.
Gabriela se inclinó sobre su labor, y el recuerdo de
Ernesto y de Antonio, confundidos a un tiempo, fue llenando su
espíritu de una ambigua tristeza. Ella no podía descubrir aún lo que
le sugerían esos dos nombres tan extrañamente unidos. Sus procesos
espirituales sólo los conocía su propio corazón; pero ni aún ella
misma podía explicarse convenientemente las modificaciones que
sufriera su carácter, a lo largo de esos meses sólo consagrados al
cuidado de su madre enferma (p. 142).
Esas
modificaciones que sufriera su carácter se manifiestan cuando se
vuelve a reencontrar con Ernesto. Después de esos días, que
cronológicamente son casi un año, se ha operado una transformación
en ellos. Hay que tener en cuenta que Gabriela y Ernesto, sólo se
han visto siete veces. El primer
encuentro tiene como escenario las costas del Océano Pacífico en
Tumaco. Angelina, Gabriela y toda la familia Eraso Ortiz, regresa
después de un tour por varios países. Ernesto, por su lado,
retorna a esa tierra donde le aconteció la aventura del Ambiyaco,
después de seis años de ausencia determinada por su permanencia en
Bogotá (p. 71). Ernesto y Gabriela no cruzan palabra. Él, por lo
demás, se siente atraído por Carmenza.
Su segundo cruce
de caminos está determinado por una charla no exenta de fricciones.
Aquí se perfila el carácter fogoso de Gabriela que seduce a Ernesto.
Es a bordo de una lancha en que se traba un entrecortado diálogo:
- Y por la precocidad de Ernesto -le interrumpió
Gabriela-, ya que él está pensando en descubrir el mar que otro lo
descubrió primero... Y ahora, el whisky. A ver quién vence!
(...)
- Así nos desquitamos las mujeres de su tierra,
Ernesto. Lo digo por su crítica de anoche a mi manera de bailar.
- Lo hice por su bien.
- Sí, delante de mis primos!... En el baile me dejo
llevar como me provoca, sabe? La moda es moda!... Bueno, estuve un
poco fuerte. No se ponga serio, tan bobo! Mire que Angelina no me
perdonaría... (p. 76).
El tercer (des)encuentro
se da un mes después del regreso de Ernesto y Gabriela a Pasto. Él
está en casa de su padre, y es Florencia, una de las dos hermanas de
Ernesto, quien al llegar de la calle anuncia la visita de Gabriela.
Al regreso nos encontramos con las Erasos. Están abajo con
Yolanda y con Luis, y van a subir en seguida para tomar el té
(p.101). Esa tarde sostienen una corta conversación:
- En qué piensa, Ernesto? –le preguntó Gabriela.
Él se quedó absorto un instante todavía. Luego,
sonriéndose, le dijo:
- En el amor que me contó. Vamos a prohibírselo,
sabe? Usted debe ser de un rey o de nadie...
- Los reyes son para los cuentos que usted escribe.
Ahora, las mujeres somos más sencillas. Nos basta un hombre que nos
guste. No tanto romanticismo!... Bueno, no sé cómo explicarme,
porque usted sólo anda por las alturas... (p.104).
Momentos después
el volcán Galeras hace erupción y, sobre ese paisaje, Gabriela le
confiesa: Mire, esa es mi alma: sangre y sol (...). Esa es
mi poesía, Ernesto. La que tiene esa fuerza, aunque sea fatal...
(pp.106-107). Él, entonces:
(...) la atrajo de pronto como para besarla, pero
ella se volvió rechazándolo. Ambos quisieron decir algo, pero se
encontraron de frente a la silla del padre que parecía estar
mirándolos con sus ojos estáticos.
Sin decirse nada tomaron confusos a la posición que
antes tenían. La expresión de ella se volvió recelosa, casi ruda.
Él, sin verla ya, y en azorado afán de hacer o sugerir algo,
extendió la mano para recoger ceniza que empezaba a caer. Al
hacerlo, sintió que todo se llenaba de una turba tristeza, de un
desconcierto indescifrable.
Lentamente dejó caer la ceniza sobre las flores
amustiadas. Ella entonces se separó de su lado, mirándolo en los
ojos con una mirada honda, reconcentrada, como de rechazo y piedad
(p.108).
El cuarto
encuentro se da sobre una cumbre desde donde se divisa a Pasto. En
medio de la fogata y la danza ígnea que realiza Gabriela, Ernesto
insiste en besarla (capítulo X).
Quinto episodio.
Es sorprendente su encuentro en El Estrecho. Tal vez la telepatía
los llevó a ese lugar. Han pasado algunos meses.
- Cómo ha cambiado usted, Gabriela! Cada día más
divina, más... Lástima de este abismo. Estamos tan cerca, y sin
embargo tan distantes.
- He cambiado, Ernesto; y usted también. Lo advierto
de otro modo, como más fuerte; en fin, mejor!
- El tiempo, la vida que se va, Gabriela.
- El tiempo... Yo ahora lo lleno de sueños, aunque
usted no lo crea... Cómo le parece?
- Qué bella palabra, pero qué profundo este
abismo!... (p. 167).
Queda entre ellos
la promesa de volverse a ver, allí mismo para despedirse, ya que
Ernesto regresa a Bogotá. Queda la cita para el lunes, la que da
paso a su sexto encuentro, que es fundamental por los afectos que se
cruzan más allá del abismo, al filo de la muerte:
... se besaron y se quedaron absortos como flotando
en un inmenso gozo. Después se sentaron bajo los cafetos. Su
silencio quedó por un momento embebeciendo la claridad de la tarde.
Una mariposa de oro cruzó de la luz a la sombra. Una hoja mustia
cayó meciéndose sobre el abismo.
(...)
Luego Ernesto había principiado a hablarle de cosas
de su vida que se relacionaban con ella. Era un relato sencillo,
torturado a veces, en el cual el nombre de Gabriela iba y venía como
la luz a través de los días malos y buenos. Ella le habló también de
su pasado, con palabras sencillas y dulcísimas, en las cuales, de
igual manera, iba caminando el nombre de Ernesto (p. 177).
El séptimo y
"último" cruce, se da en la hacienda Huilquipamba, en un marco de
tensión y celos. Ernesto Santacoloma, al encontrar al médico que
atendió a Gabriela, se despide de ella de manera respetuosa y
distante, ¡Que sea feliz! (p. 220). Pero esa noche no puede
marcharse por una crecida de la quebrada El Salado.
Es Gabriela quien,
a pesar de su convalecencia de la bartonella, decide salir, en plena
madrugada, a buscarlo, ya que él no cumplió la cita que ella le
propuso, a las once de la noche, en la ventana de su pieza. Él,
atormentado por sus dudas y por las múltiples reflexiones suscitadas
por las intrigas de su rival, ata sus pies a la perplejidad del que
no tiene fe. Ella desenrollaría la madeja emocional de Ernesto, al
salir por la ventana y fisurar el muro de su cultura. Gabriela se
convierte en un ángel que le lleva consigo un mensaje: el amor.
Chambú
es una transición entre la noche y el alba de un hombre extraviado
en su soledad. El laberinto nocturno del cual nace un nuevo día,
para él y ella, queda pactado con las palabras de Gabriela, ¡Te
esperaré siempre! (p. 240). Chambú es, entonces, la
historia de cómo nace un amor a partir de la
lectura como
reescritura del mundo.
III.
En su viaje,
Ernesto tiene un accidente automovilístico.
Entonces, ante la proximidad indudable de la muerte
amó su vida con un anhelo de infinito, y su amor por Gabriela se
hizo la esencia inmensurable de ese anhelo...
(...) El amor adquirió entonces para su espíritu una
dimensión no conocida. Su condición de profundidad. Su calidad de
fe. Mutua, suprema, generosa... Amor, más allá del tiempo, para
engendrar el hijo. Amor, más allá de la muerte, para crear la
vida... (p. 249).
De esa renovación
nacida de la frontera entre la vida y la muerte, adquiere una
dimensión del amor no conocida (p.249) y sale con una nueva vida
y una claridad de cielo y de ternura lo inundaba. Y el alma de esa
claridad era Gabriela, unida ya para siempre a su destino...
(p.252).
La respuesta de él
al amor de ella, la envía con Pedro Martínez, el mismo que lo
condujera por primera hacia Chambú,
… voy a pedirte un servicio importante. Y es que
mañana le entregues a Gabriela ese mensaje, pero mañana mismo, y sin
que nadie lo sepa. Ella te agradecerá con el alma… Dile que volveré
muy pronto!... (p. 253).
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