Algún día se acabará, pensábamos,
esta rosca insana, esta
patética horda de viejos abogados de corbata que se hacen pasar por
gobernantes, y llegará un amanecer de justicia social. Pura poesía de
metáforas aurorales baratas que nadie podía creerse si estaba
mínimamente en sus cabales, y por eso mismo peleábamos hasta la muerte
por lograrlo. Nuestro destino era, naturalmente, perder en todos los
sentidos imaginables.
Innumerables siglas y denominaciones fueron sucediéndose mientras la ola
crecía incontenible recogiendo aguas de todos los océanos, y así la
Amplitud del Frente se convirtió en Nueva Mayoría, Progresismo y
finalmente gobierno. Aquella necesidad de llenar de nombres a una
izquierda que se desflecaba abrió el camino al objeto deseado: el poder.
Parecía que habíamos superado las trabas del pasado y los uruguayos
entrábamos al empíreo, fase anhelada, estadio áureo.
Stanislaw Lem imaginaba un mundo que había llegado a la Fase Superior
del Desarrollo (FSD), cuya culminación era una civilización tan abúlica
que era imposible discernir qué cosa era un objeto y qué cosa era un ser
inteligente. Lem escribía los cuentos sobre la FSD en 1965, en una
Polonia por cierto bastante más liberal de lo que sostenían los
artículos de Selecciones del Reader’s Digest. Lem hablaba, treinta años
antes de que empezara a ocurrir, de lo que hoy los filósofos marxipunks
llaman “pospolítica”.
En esos tiempos, mientras Lem imaginaba efesedas impasibles, nuestra
horizontalísima pampa cultural permitía distinguir cosas parecidas a las
actuales planicies de infinita invariancia. En 1967 la película
Elecciones, de Mario Handler y Ugo Ulive mostraba un panorama espiritual
y mental estremecedor, la purísima prepospolítica, explicada
puntualmente, entre damajuanas de vino vacías, por el caudillo Nano
Pérez. Aquello fue la vía corta a la dictadura, que era lo único que se
podía concebir en aquel entonces. Ahora la situación es bastante peor,
pero la dictadura es imposible por razones, me da la impresión, de
mercado.
En algún momento de 2012, el
politólogo Adolfo Garcé dijo que “es
improbable que el Frente Amplio pierda las elecciones” de 2014. Menos de
un año después, dijo que “lo más probable es que el Frente Amplio pierda
las elecciones departamentales de Montevideo” en 2014. Como los hombres
del Eclesiastés las probabilidades e improbabilidades van y vienen, pero
la politología permanece. Hace pocos días la empresa de encuestas CIFRA
publicó resultados que permitirían asegurar, si las elecciones fueran
hoy, un triunfo claro del Frente Amplio en primera vuelta, es decir, una
votación mejor que la que obtuvo el actual presidente.
A pesar de lo que Aldo Mazzucchelli explica acerca de la
superstición de
la victoria, da la impresión de que todos los partidos políticos
uruguayos quieren perder las elecciones. La oposición es
inenarrablemente estólida. Su mayor esperanza parece ser marcar votos en
un llamado a referéndum contra el aborto. Su incapacidad para la crítica
es conmovedora, y si en el Partido Colorado es comprensible (después de
todo no sabe ser oposición) llama la atención la ineficacia del Partido
Nacional, especialista, si los hay, en ser oposición.
El gobierno, por su parte, hace lo posible por desinformar acerca de sus
méritos y dar rápida y amplificada noticia de sus fracasos. El gobierno
de Montevideo se empeña en despedir a un jerarca tras otro, por
inútiles, para otorgarles de inmediato cargos mejor remunerados en áreas
acerca de cuya imperiosa necesidad de existir no se tenía noticia hasta
cinco minutos antes de ser creados para acomodar los sillones.
Todos quieren perder, pero cada uno lo hace porque le atribuye al
triunfo y a la derrota distintos significados, de acuerdo a las
metáforas de su preferencia, o, digamos, de acuerdo a lo que su
horizonte de expectativas le permite imaginar.
La guerra
El Partido Nacional se autoconstruyó sobre la tragedia del fracaso, como
testigo de la moral pública.
En el modelo bélico, el triunfo significa matar al enemigo, pero a poco
que uno se detenga en el análisis, sea histórico, sea estratégico, sea
poético, de los procesos bélicos, se da cuenta de que no conviene
meterse con esa clase de metáforas, si es que uno pretende mantenerse
limpio. Ido el letrado a los manuales del género, sea orientales (como
el preferido por los especialistas en mercadotecnia, Sun Tzu) u
occidentales (como nuestro clásico von Clausewitz, punto por punto
suntzuano, pero en alemán), se encuentra con que la guerra es un asunto
asqueroso que consiste en engañar al enemigo, tratar de meterlo en un
lugar donde no pueda defenderse, dejarlo sin comida, sin agua, sin
municiones, sin soldados, sin energía, traicionarlo, impedirle
descansar, moverse, ver, oír, respirar, en fin: cualquier cosa con tal
de aprovecharse de sus debilidades. Todo el empaque de pecho abombado de
los generales, todo su pundonor orlado de bigote bien cortado no es sino
desesperación porque no se note la esencia de su trabajo: la trampa.
Las recomendaciones de los grandes estrategas pueden reducirse a media
docena de celadas nauseabundas, que, claro, tienen la ventaja de
conducir a la victoria. Recordaba no hace mucho
Amir Hamed esto que
vengo a repetir: “la victoria militar, como sabe Aquiles, poco tiene que
ver con la hazaña”. Cuando el Partido Nacional perdió las elecciones de
1971, que podrían haber puesto a Ferreira Aldunate en la presidencia,
hubo denuncias de fraude. Ciertamente hubo fraude, aunque no por
desaparición de urnas o conteos de votos mentirosos, sino de una
naturaleza mucho más esencial, un engaño venenoso a las masas miserables
y temerosas, que eligieron mantener en el poder al poder que poco
después traicionaría al país entero.
Uruguay festejó haber perdido el partido por el tercer puesto en un
mundial de fútbol 2010, y un desencajado Jaime Roos denuncia fraude.
Quizá para provecho de los niños se propaló la horrible mentira de que
no se festejó haber perdido, sino “haber llegado hasta aquí”. Cuando
algunas voces mostraron su desconcierto por los festejos que
enardecieron a todo el país, cuya ciudadanía convertida en horda de
ménades se abalanzó a las calles a vitorear el paso de los perdedores,
el director técnico de la selección de fútbol clausuró toda posible
reflexión al pronunciar su célebre máxima: “el camino es la recompensa”.
¿Qué significa esa cruza de koan con refrán napolitano?
El torneo
Que gane el mejor —o en todo caso, de no haberlo, por una maldición de
los dioses, que pierda el peor— es otro metafórico recurrido, a veces en
reduccionismo bélico, como el deporte de dos bandos, a veces más griego,
como cuando hay una pista con varios carriles, o sucesivas exhibiciones
de músculos, espectáculo un poco más erotizante pero igualmente
aburrido.
Esta visión de cuerpos
ganadores era la imagen, entre los griegos, de otro triunfo, el de la
política. Aquí los espíritus, allá los cuerpos, en todo caso orgullosos
exhibidores de areté, esa nobleza no se sabe si natural, si de clase, si
genética, si propia del escolar.
|
La democracia griega era
una aristocracia, y en ese sentido funcionó siempre aquella democracia
uruguaya de los doctores del Partido Colorado. Eran los poseedores de areté
oriental. Para dar justificación al gobierno de los petimetres
autodenominados doctores (pero en realidad apenas abogados), disponíamos
de una palabra que en realidad ni siquiera fue necesario usar jamás. La
habían inventado los franceses: oclocracia, que significa “gobierno de
la masa” de la turba ignara, y no, como griegamente sabemos que deben
ser las cosas, una democracia en la que los ciudadanos son gente de
bien, y cosas como los esclavos y las mujeres deben encargarse de otros
menesteres, o en todo caso, cuando les otorguemos la gracia del voto,
hacernos caso y votarnos sin chistar y obligatoriamente.
También había entre los griegos torneos en los que se celebraba a los
poetas coronados por el clamor de la gente enardecida por la belleza.
Causas y efectos no muy claramente ordenados (en la palestra se
vitoreaba al ganador justamente por serlo, en la asamblea se nombraba
primero un ganador a quien luego se celebraba) hacen equivaler el mérito
político con el atlético y aun el dramático y el poético.
Un partido perennemente en el gobierno se rodea, naturalmente, de piaras
de oportunistas. Porque ¿dónde van los avispados a buscar un modo de
favorecer su destino a través de la trampa, la concusión y el choreo?
El partido que siempre fue gobierno solo puede perder, para tratar de
limpiar el prontuario que fue su ruina. Así podrá, con una ínfima
minoría de desinteresados integrantes, recuperar el aura de la areté
perdida, de ser los mejores.
El amor
La izquierda solo puede existir en un espacio de oposición. La izquierda
fue un espacio para la esperanza. La expresión “gobierno de izquierda”
no tiene sentido.
En la bonita novela china del siglo XVII El tapiz del amor celeste, de
Li Yu, la bella Yenfang había notado que su vecina fea disfrutaba cada
noche de las visitas del héroe Wei Yancheng, ocasiones en las que la fea
manifestaba ruidosamente su beneplácito. Ansiosa por conocer la causa de
tanto alboroto gozoso, Yenfang la sustituyó en secreto en una ocasión,
aprovechando que la otra abandonó el lecho para ir al baño, luego de
haber disfrutado del tierno amor con su amante. Al poco rato, y gracias
a las hábiles caricias de Yenfang, el vigoroso Wei Yancheng estuvo listo
para un nuevo encuentro. Pero Yenfang —y aquí comienza lo extraño— no
quería gozar antes que Wei Yancheng, por una cuestión de amor propio.
Sin embargo, después de quinientos embates, desfalleciente, dijo:
—¡Ahora
conozco tu capacidad amorosa: haces honor a tu reputación! Has
maniobrado toda la noche y has vencido a dos mujeres.
Este “vencido” es clave. No se encuentra solo en esa bella novela china,
sino que es la trama del arte de los trovadores medievales, y más
recientemente aparece en los libros de Sacher-Masoch.
Los trovadores vivían en una sociedad en la que había exceso de mujeres
solas. En muchos casos sus legítimos esposos, los señores del castillo,
andaban despanzurrando infieles en tierras exóticas. Por otro lado,
muchas mujeres de la nobleza eran obligadas a permanecer solteras para
evitar el despilfarro de la heredad, de manera que se destinaban al
convento, pero en muchos casos permanecían prisioneras de la casa
familiar. En cualquier caso, eran celebradas por los trovadores de
manera enfermiza. ¡Tantas bellas solitarias, y nosotros tan solteros!
Los enamorados se declaraban esclavos de las mujeres, y en la medida en
que ellas no concedían el fruto prohibido, más extremados eran los
reclamos de servidumbre y humillación. La mujer vencía inexorablemente,
porque los enamorados se declaraban vencidos aunque vencieran a su vez
las resistencias de las bellas.
Las mujeres de Sacher-Masoch (novelista de cuyo nombre extrajo Krafft-Ebing
el término “masoquista”), por su parte, se vestían con las ropas
características de los señores terratenientes de la Europa oriental
—botas, abrigos de piel, correaje de cuero para acarrear morrales y
armas, látigos para dominar a las bestias— y con ellos sometían a sus
amantes, sin concederles jamás el beneficio de un contacto amoroso. Las
novelas de Sacher-Masoch se caracterizan por un manejo de un suspenso
extremo: progresivamente más cerca del objeto de deseo, los héroes se
acercan a distancias infinitesimales de sus cuerpos y, a veces, de sus
almas, pero no llegan jamás a la meta. Invariablemente terminan vencidos
por las mujeres.
La Venus de las pieles cuenta la relación de un hombre
con la inflexible Wanda, que jamás le concede otra cosa que el beneficio
de sufrir por no tenerla. Los amantes cumplían con un contrato por el
cual el sometido aceptaba de buen grado el maltrato consuetudinario y el
abandono de toda esperanza. El propio Sacher-Masoch firmó
contratos de
esta especie con varias mujeres.
Pero ¿quién es el amante del Frente Amplio? ¿Por quién sufre este
enamorado las desdichas de no perder?
La Wanda del Frente Amplio es la burguesía. Convertida en gobierno, lo
que antes fue la izquierda anhela el amor de la burguesía. Es su dueña
absoluta, y por ella quiere perder, quiere sentir la mordedura del
látigo. Poner en el poder a Mujica fue un intento fallido: el viejo
revoltoso que finge hablar como la plebe debía ser un fantoche que
atemorizara a las bellas dueñas de las pieles. Pero no funcionó. La
burguesía ha sido convertida al progresismo. Ahora, en la horrenda
desesperación ante una nueva victoria que se avecina, cunde la
desesperación.
|