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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL VICIO FEROZ DE LA IZQUIERDA PUSILÁNIME

Vivan Lunacharsky y las sexualidades

Carlos Rehermann

"Punto de encuentro", que, según
la Dirección Nacional de Cultura es un "proyecto multidisciplinario de la Dirección Nacional de Cultura del MEC para promover el cruce de los lenguajes artísticos, impulsar el encuentro entre las distintas disciplinas, articulando el diálogo y la reflexión entre los creadores, el público y las instituciones", convocó, hace algunos meses, a proyectos expositivos y escénicos para este año. Las bases estipulaban que

"Los aspirantes deberán elegir entre una de las siguientes temáticas:
1. Credos y creencias
2. Drogas (consumo problemático)
3. Sexualidades
4. Otras capacidades – capacidades diferentes
5. Infancia"

Se ve aquí el surtido de asuntos que los gestores estatales estiman conveniente que los artistas desarrollen en, con, o a través de sus obras. Las creencias (y credos) que atesoran los gerentes acerca de las funciones formativas del arte son anteriores a la existencia de los gerentes. Existen, por lo que sabemos, desde Altamira. Pero esas funciones fueron explicitadas y puestas en práctica por primera vez, a gran escala y con un impacto jamás antes visto, por el Comisario de Instrucción Pública de la Unión Soviética, Anatoli Lunacharsky, durante el primer decenio del gobierno de los sóviets. Aquel escritor ruso hizo un enorme trabajo: llevó a cero, en diez años, un analfabetismo de más del 65%, protegió a Meyerhold y a Stanislavsky, defendió numerosas obras de arte del pasado aristocrático y burgués de la furia de algunos bolcheviques, fundó las Proletkult (Organizaciones proletarias de cultura y educación), activas impulsoras de lo que hoy llamamos vanguardias históricas e implantó el primer plan de la historia (de la humanidad, que se sepa) de subsidio por concurso a artistas de todas las disciplinas. Eran épocas turbulentas y las carencias eran enormes, pero Lunacharsky actuó como un paramédico, sin contemplaciones ni vacilaciones, con un entusiasmo contagioso. Carismático como pocos, dio discursos admirables y, sin copiar a los dadaístas, produjo escenificaciones geniales: en 1918 acusó a Dios de crímenes contra la humanidad y lo llevó a juicio; el tribunal dictaminó la culpabilidad del acusado, que fue fusilado (con disparos hacia el cielo) el 17 de enero de aquel año.

Pero también, en su lucha desesperada por lograr que en pocos años millones de analfabetos cruelmente oprimidos por un sistema recostado contra el lustre de una cultura elitista accedieran a un nuevo mundo, defenestró a generaciones enteras de artistas: a los constructores medievales de catedrales por envenenar la mente del pueblo con religión; a los románicos por encumbrar el feudalismo; a los egipcios y babilonios por postular estéticas impregnadas de magia y misticismo; a los renacentistas italianos por defender principios oligárquicos y aristocráticos. No se salvó nadie, salvo los griegos y los romanos, con débiles excusas (cuyo fundamento último era la suma del respeto que les tenía Marx y las ganas que tenía Stalin de estar arriba de una columna jónica).

En esa época era fácil ser acusado de formalista, que era una manera de decir que una obra no tenía contenido, cosa que en realidad significaba que no tenía el contenido que los comisarios querían.

Con menos garbo y olor a pólvora que Lunacharsky, aunque con similar convicción para el mapa temático, parece actuar la Dirección Nacional de Cultura de Uruguay. Si uno lee las bases del llamado a artistas de Punto de Encuentro, da la impresión de que hay que evitar el formalismo: ciertos temas deben ser tratados por los artistas. No se trata de censura, claro, y el estímulo que se da a alguien para que trabaje sobre cierta temática no pretende evitar que otros produzcan lo que quieran. Pero uno se pregunta si el Estado debe marcar una agenda de temas para su estímulo a las artes. ¿O quizá no es estímulo a las artes lo que hace el Estado desde su proyecto Punto de Encuentro?

En la lista de temáticas que publica la Dirección Nacional de Cultura se combinan prioridades de agencias humanitarias (“infancia, drogas, capacidades diferentes”) con índices ya amarillos y quebradizos de los llamados estudios culturales (“credos, sexualidades”). La mayor síntesis posible de la más prolija de las correcciones políticas se manifiesta en la elección de la tercera temática: “sexualidades”. Con el barbarismo del plural parece explicitarse que somos pluralistas, democráticos y tolerantes. Pero hablar de “sexualidades” es como hablar de “humanidades” para decir que la humanidad admite manifestaciones individuales y culturales diversas. Si la Dirección Nacional de Cultura no hubiera olvidado las Humanidades, en el sentido de “literatura, y especialmente la clásica”, quizá habría evitado el disparate.

  

En esta época, menos apocalíptica que la de Lunacharsky, esta clase de estímulo sesgado al trabajo de los artistas solo se explica si los gerentes de la cultura uruguaya no tienen idea de para qué están. ¿Cuál es el objetivo de Punto de encuentro? Su propia definición es problemática: de su presentación, como “proyecto” y no como entidad actual, no se puede esperar mucho; no parece tener una muy definida vocación de existir, salvo en el futuro, pues tal es la esencia de un proyecto. De la metáfora acerca de su objeto (“promover el cruce de lenguajes”) solo parece desprenderse una intención de injertos con tino parecido al de los experimentos del doctor Mengele.

La falta de sentido de la imposición de temas manidos lleva inevitablemente a la pregunta acerca de quién define la política cultural nacional. Los sujetos que controlan la corrección al punto de imaginar que creencias puede ir en el mismo renglón que credos no necesariamente forman parte de una casta gobernante o de una élite gerencial. El caso del rapero uruguayo Don Cony, que grabó una de sus creaciones en un estudio de la Dirección Nacional de Cultura, que funciona dentro de su proyecto de Usinas de Cultura, es ejemplar. Este artista compuso una canción y solicitó grabarla en una de las Usinas. Su propuesta fue bien recibida, de manera que se le adjudicó un turno. Don Cony grabó su canción, y cuando fue a retirar la pista editada, días más tarde, se encontró con que le habían agregado una voz femenina y un acompañamiento de tambores con ritmo de candombe. Alguien, seguramente con la mejor de las patrióticas intenciones, creyó que el rap no es tan uruguayo como el candombe, de manera que no tuvo empacho en corregir la desviación formalista de Don Cony. El artista, como si fuera una pieza intercambiable dentro de un plan de cultura, no tuvo la posibilidad de opinar al respecto.

Lunacharsky, además de enormemente talentoso y capaz de comandar un cambio colosal, fue perfectamente coherente con su mundo, en el que el fin de los tiempos había llegado y la lucha era estrictamente a muerte; es imposible no admirar su capacidad de trabajo, su claridad de miras, su energía y su genio. Pero la corrección política de la gestión de cultura uruguaya es inexplicablemente lunacharskyana, y, en un gobierno que se pretende de izquierda, inaceptable. Está llena de ese vicio feroz de la pequeña burguesía jubilada y pusilánime, que apaga la razón con tal de que el discurso luzca romo y terso, cosa de no rasguñar el guión de teleteatro de los bienpensantes culteranos por fin arribados al poder.

 

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