"Punto de
encuentro", que, según
la Dirección Nacional de Cultura es
un "proyecto multidisciplinario de la Dirección Nacional de Cultura del
MEC para promover el cruce de los lenguajes artísticos, impulsar el
encuentro entre las distintas disciplinas, articulando el diálogo y la
reflexión entre los creadores, el público y las instituciones", convocó,
hace algunos meses, a proyectos expositivos y escénicos para este año.
Las bases estipulaban que
"Los aspirantes deberán elegir entre una de las siguientes temáticas:
1. Credos y creencias
2. Drogas (consumo problemático)
3. Sexualidades
4. Otras capacidades – capacidades diferentes
5. Infancia"
Se ve aquí el surtido de asuntos que los gestores estatales estiman
conveniente que los artistas desarrollen en, con, o a través de sus
obras. Las creencias (y credos) que atesoran los gerentes acerca de las
funciones formativas del arte son anteriores a la existencia de los
gerentes. Existen, por lo que sabemos, desde Altamira. Pero esas
funciones fueron explicitadas y puestas en práctica por primera vez, a
gran escala y con un impacto jamás antes visto, por el Comisario de
Instrucción Pública de la Unión Soviética,
Anatoli Lunacharsky, durante el primer decenio del gobierno de los
sóviets. Aquel escritor ruso hizo un enorme trabajo: llevó a cero, en
diez años, un analfabetismo de más del 65%, protegió a
Meyerhold y a
Stanislavsky, defendió numerosas obras de arte del pasado
aristocrático y burgués de la furia de algunos bolcheviques, fundó las
Proletkult (Organizaciones proletarias de cultura y educación),
activas impulsoras de lo que hoy llamamos
vanguardias
históricas e implantó el primer plan de la historia (de la
humanidad, que se sepa) de subsidio por concurso a artistas de todas las
disciplinas. Eran épocas turbulentas y las carencias eran enormes, pero
Lunacharsky actuó como un paramédico, sin contemplaciones ni
vacilaciones, con un entusiasmo contagioso. Carismático como pocos, dio
discursos admirables y, sin copiar a los dadaístas, produjo
escenificaciones geniales: en 1918 acusó a Dios de crímenes contra la
humanidad y lo llevó a juicio; el tribunal dictaminó la culpabilidad del
acusado, que fue fusilado (con disparos hacia el cielo) el 17 de enero
de aquel año.
Pero también, en su lucha desesperada por lograr que en pocos años
millones de analfabetos cruelmente oprimidos por un sistema recostado
contra el lustre de una cultura elitista accedieran a un nuevo mundo,
defenestró a generaciones enteras de artistas: a los constructores
medievales de catedrales por envenenar la mente del pueblo con religión;
a los románicos por encumbrar el feudalismo; a los egipcios y babilonios
por postular estéticas impregnadas de magia y misticismo; a los
renacentistas italianos por defender principios oligárquicos y
aristocráticos. No se salvó nadie, salvo los griegos y los romanos, con
débiles excusas (cuyo fundamento último era la suma del respeto que les
tenía Marx y las ganas que tenía Stalin de estar arriba de una
columna jónica).
En esa época era fácil ser acusado de formalista, que era una manera de
decir que una obra no tenía contenido, cosa que en realidad significaba
que no tenía el contenido que los comisarios querían.
Con menos garbo y olor a pólvora que Lunacharsky, aunque con similar
convicción para el mapa temático, parece actuar la Dirección Nacional de
Cultura de Uruguay. Si uno lee las bases del llamado a artistas de
Punto de Encuentro, da la impresión de que hay que evitar el
formalismo: ciertos temas deben ser tratados por los artistas. No se
trata de censura, claro, y el estímulo que se da a alguien para que
trabaje sobre cierta temática no pretende evitar que otros produzcan lo
que quieran. Pero uno se pregunta si el Estado debe marcar una agenda de
temas para su estímulo a las artes. ¿O quizá no es estímulo a las artes
lo que hace el Estado desde su proyecto Punto de Encuentro?
En la lista de temáticas que
publica la Dirección Nacional de Cultura se combinan prioridades de
agencias humanitarias (“infancia, drogas, capacidades diferentes”) con
índices ya amarillos y quebradizos de los llamados
estudios culturales (“credos, sexualidades”). La mayor síntesis
posible de la más prolija de las correcciones políticas se manifiesta en
la elección de la tercera temática: “sexualidades”. Con el barbarismo
del plural parece explicitarse que somos pluralistas, democráticos y
tolerantes. Pero hablar de “sexualidades” es como hablar de
“humanidades” para decir que la humanidad admite manifestaciones
individuales y culturales diversas. Si la Dirección Nacional de Cultura
no hubiera olvidado las Humanidades, en el sentido de “literatura, y
especialmente la clásica”, quizá habría evitado el disparate.
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En esta época, menos apocalíptica que la de Lunacharsky, esta clase de
estímulo sesgado al trabajo de los artistas solo se explica si los
gerentes de la cultura uruguaya no tienen idea de para qué están. ¿Cuál
es el objetivo de Punto de encuentro? Su propia definición es
problemática: de su presentación, como “proyecto” y no como entidad
actual, no se puede esperar mucho; no parece tener una muy definida
vocación de existir, salvo en el futuro, pues tal es la esencia de un
proyecto. De la metáfora acerca de su objeto (“promover el cruce de
lenguajes”) solo parece desprenderse una intención de injertos con tino
parecido al de los experimentos del
doctor Mengele.
La falta de sentido de la imposición de temas manidos lleva
inevitablemente a la pregunta acerca de quién define la política
cultural nacional. Los sujetos que controlan la corrección al punto de
imaginar que creencias puede ir en el mismo renglón que credos no
necesariamente forman parte de una casta gobernante o de una élite
gerencial. El caso del rapero uruguayo Don Cony, que grabó una de sus
creaciones en un estudio de la Dirección Nacional de Cultura, que
funciona dentro de su proyecto de Usinas de Cultura, es ejemplar. Este
artista compuso una canción y solicitó grabarla en una de las Usinas. Su
propuesta fue bien recibida, de manera que se le adjudicó un turno. Don Cony grabó su canción, y cuando fue a retirar la pista editada, días más
tarde, se encontró con que
le habían agregado una voz femenina y un
acompañamiento de tambores con ritmo de candombe. Alguien, seguramente
con la mejor de las patrióticas intenciones, creyó que el rap no es tan
uruguayo como el candombe, de manera que no tuvo empacho en corregir la
desviación formalista de Don Cony. El artista, como si fuera una pieza
intercambiable dentro de un plan de cultura, no tuvo la posibilidad de
opinar al respecto.
Lunacharsky, además de enormemente talentoso y capaz de comandar un
cambio colosal, fue perfectamente coherente con su mundo, en el que el
fin de los tiempos había llegado y la lucha era estrictamente a muerte;
es imposible no admirar su capacidad de trabajo, su claridad de miras,
su energía y su genio. Pero la
corrección
política de la gestión de cultura uruguaya es inexplicablemente
lunacharskyana, y, en un gobierno que se pretende de izquierda,
inaceptable. Está llena de ese vicio feroz de la pequeña burguesía
jubilada y pusilánime, que apaga la razón con tal de que el discurso
luzca romo y terso, cosa de no rasguñar el guión de teleteatro de los
bienpensantes culteranos por fin arribados al poder.
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