Delincuentes y detectives
Los
asesinos seriales no son una
novedad. Lo nuevo viene a ser su falta de compromiso
político. Gengis Khan, Stalin, Hitler o Pol Pot no tienen lugar dentro
de ese género cada día más popular en la televisión. Un buen asesino
serial solía tener un programa social, un plan de gobierno, una sólida
burocracia, un sistema educativo eficiente. En la actualidad los
asesinos son apenas unos delincuentes.
Los delincuentes, es decir, la
fuente de energía de la literatura policial, son un invento del siglo XX.
Los bandoleros como el Dick Turpin de Ainsworth o los Robin Hood de
Keats o Scott eran, como los buenos viejos tupamaros uruguayos,
redistribuidores de la riqueza en un mundo enrevesado. No eran
delincuentes si no "fuera de la ley", una ley cuidadosamente elaborada
para engordar a los príncipes, y disponer de algunos
chivos expiatorios
que al mismo tiempo sirvieran de advertencia a quienes pudieran tener la
loca idea de ponerse a cuestionar el sistema. Dentro de la ley estaban
los redactores de la ley y sus vasallos; fuera de la ley estaban los
libres.
La literatura policial nació
antes de la delincuencia. Poe creó a Auguste Dupin, el detective
moderno, antes de tener un criminal. El primer asesinato de la
literatura policial carece de autor (ese término usado tanto por la
crítica literaria como por las sedes judiciales). El detective es un
individuo tan desinteresado de las cosas de este mundo que resuelve en
un dos por tres los misterios que atormentan a las señoras que temen
encontrarse de noche con un asesino misterioso, solo para que dejen de
molestarlo y así poder seguir leyendo en paz.
El primer asesino de la
literatura policial, el autor de "Los crímenes de la calle Morgue",
fue algo menos que un hombre, aunque parecido. Ahí, como siempre en las
obras maestras, está toda la historia del género que nacía. En un solo
cuento se describe lo que habría de pasar con toda la literatura
policial de los siguientes 150 años. Así como en las edades
del feto humano es posible hacer un paralelismo con la evolución de la
especie, de igual modo en el cuento de Poe se siguen unas alternativas
que luego recorrería la literatura policial: un asesinato, un misterio,
la policía ineficaz, un genio capaz de sortear el engaño más perfecto;
una verdad que consiste en que el asesino es menos que un hombre, algo
brutal, que deja un amasijo de cuerpos dislocados y sanguinolentos,
mujeres frágiles, desprotegidas; finalmente se descubre que el culpable
se parece al hombre, es casi un hombre, un animal cuyo comportamiento
irracional, medroso y feroz está en su naturaleza perfectamente
inhumana.
Después de Poe hubo esa niebla
desesperantemente aburrida: Agatha Christie y sus secuaces se las
arreglaron para convertir en siesta perenne el living-comedor de las
casas pequeñoburguesas del planeta. Felizmente esos fabricantes de tedio
fueron ultimados por el vigor de
Rififí, y por el
sobresalto del timbre que hace sonar el cartero, que siempre toca dos
veces, o tal vez por la miseria de la ley seca, que desenfocó las letras
delante de los ojos turbios de los autores embebidos en destilados
clandestinos. Los delitos se hicieron más violentos y los detectives más
borrachos, y la deducción servía menos que un subfusil Thompson con
cargador de tambor.
Asesinos como deben ser
Los asesinos locos, los sádicos
irredimibles, los monstruos, llegaron hace poco a la literatura. Jack el
destripador nunca entró seriamente en la ficción, por más que se mantuvo
en la imaginación popular durante más de un siglo. No produjo ningún
texto memorable: apenas dos o tres películas amarronadas. En los tiempos
en que cometió sus crímenes la literatura se interesaba por la
racionalidad de Sherlock Holmes.
En los años 1930 la cultura
germánica presentó dos asesinos orates con la energía suficiente como
para iniciar una tradición, cosa que no ocurrió quizá porque la Historia
se interpuso. El primero fue M, el vampiro de Düsseldorf,
película dirigida en 1931 por Fritz Lang, responsable de lanzar al
estrellato al notable Peter Lorre. Allí cuenta la historia de un asesino
real que aterrorizó durante años a la ciudad alemana, y que fue
ejecutado casi simultáneamente con el estreno de la película.
Otro asesino loco nacía en esa
misma época, pero esta vez de la imaginación del escritor austríaco
Robert Musil. En su novela
El hombre sin cualidades, el personaje
Moosbrugger en realidad no es un asesino múltiple, sino simplemente un
tipo tranquilo y tan loco como cualquiera de los otros personajes del
libro, o incluso uno de sus lectores. Ese rasgo, que fascina a Ulrich,
el protagonista de la novela, es el mismo que inspiró más tarde a Bret
Easton Ellis, que publico su American Psycho 60 años
después.
El asesino de Ellis es tan idéntico a su grupo de compañeros adinerados
que la lectura del libro produce escalofríos: la mentalidad de
cualquiera de todos esos brutos obsesionados por los zapatos
italianos, el agua mineral francesa y los equipos de audio japoneses
permite tanto el esnobismo más estrábico y ridículo, a la manera de un
personaje de Cheever, como el sadismo más idiota y sangriento. Después
de leer American Psycho uno realmente vive de sobresalto en
sobresalto, sobre todo si tiene que sufrir reuniones de trabajo con
asesores de marketing o gerentes de exportaciones.
El tiempo de los asesinos locos como personajes dignos de ser tratados
por artistas interesantes parece haber pasado. No es que Hannibal Lecter
sea un personaje menor, pero tiene vocación de bufón, con ese nombre
benedettiano creado para rimar con su afición por comerse al prójimo. El
personaje nació como "sabio", ese que en el viaje del héroe de
Joseph Campbell
colabora para que éste pueda superar la prueba a la que lo somete el
destino. La idea es que el asesino buscado por el policía es tan
inhumano que no es posible identificarse con él, como hacía Dupin; en
cambio, debe pedir la colaboración de otro asesino. El ciclo del género
empieza a cerrarse; estamos ya cerca del mono.