En uno de
sus libros (probablemente
Por qué son escasas las fieras, aunque es posible que sea
en su Introducción a la ecología), el ecólogo
Paul
Colinvaux hace una observación útil para la explicación de las
conductas humanas: los grandes depredadores, como los leones, los tigres
o los pumas, necesitan estar en un permanente estado de desasosiego,
necesitan sentir el dolor del hambre, para que se ponga en juego su
terrible habilidad para la caza. Este británico que enseña en Estados
Unidos sostiene que los depredadores son escasos porque el medio que los
contiene, incluidos ellos, deben cumplir con la segunda ley de la
termodinámica; pero si usted es un lector fiel de esta columna, sus
inclinaciones hacen sombra para el lado de las Humanidades, campo del
saber que solo admite que le mencionen esa ley de la física a través de
vagas metáforas acerca del desorden, que es como nosotros preferimos
entender la entropía. Suele no parecernos de buen tono recordar que
somos unos bichos con hambre, que consumimos energía y andamos por ahí
provistos de un cuerpo. Conviene, para precavernos de ese olvido
estratégico, leer esta nota en sentido más estricto que alegórico.
* * *
Una vez que uno lee semejante
evidencia —me refiero a la observación de Colinvaux acerca del hambre
perenne de las fieras—, en la que, sin embargo, generalmente no nos
detenemos a pensar, uno empieza a ser capaz de imaginar el animal, sus
flancos magros, los músculos de sus poderosas patas protruyendo la suave
piel en un movimiento perpetuo en busca de algo para matar y devorar.
¿No siente el lector que la mera
pronunciación de "matar y devorar" le inflama algo, aunque no sepa con
certeza qué? Es que los hombres somos depredadores, aunque, haraganes,
preferimos domesticar a nuestras presas. Cuidamos amorosamente el
ganado, y aprendemos de
señoras autistas la manera de tratar amablemente a las vacas que
conducimos al matadero para no estropear la carne con nerviosismos de
cadalso. A tal punto dominamos a la presa. Cazamos lo que queremos, como
queremos y cuando queremos. Nos cazamos a nosotros mismos y nos
devoramos, con frecuencia de manera no demasiado simbólica. El
capitalismo industrial es apenas una manifestación de esa esencia
depredadora, y como mecanismo de creación de orden comunitario, lo mejor
sería llamarlo autolisis social.
Pero aunque preferimos meter la
presa en corrales, el instinto de cazador, el verdadero y básico
instinto de correr tras lo que huye, no ha desaparecido. Sin ir más
lejos, los juegos
de pelota son elaboraciones simbólicas de la caza, aparecidas en
épocas en que las culturas dispusieron de tiempo sobrante para dedicarse
a representar lo que hasta entonces había sido cuestión de
supervivencia. Nada es más elocuente acerca de nuestro carácter de
cazadores que la competencia por la posesión de una pelota en un
territorio marcado. Como los equipos de fútbol, las especies
depredadoras compiten internamente por las presas. No hay más leones
porque no alcanza la comida para todos los leones que compiten por ella.
El gol, pelota metida en la red, es una representación de la ingestión
de la presa, comida metida en el estómago. En la mayor parte de nuestros
actos sociales es posible percibir rasgos del depredador máximo, tarea
de minucia que conviene dejar para el ejercicio de la imaginación de
cada lector.
Los relatos (incluido
“El
malestar en la cultura”, de Sigmund Freud, de donde este texto roba
el aire de su título) son otras realizaciones humanas que explicitan el
hambre, que es un malestar, del depredador. Los buenos relatos son
descripciones de la incomodidad humana ante la vida social, o cultural,
para emplear el término de Freud. No existen relatos de alegría, de paz,
de equilibrio, de fraternidad. Siempre se trata de situaciones de acoso,
de peligro, de persecución, de pérdida, de agresión, con una abundancia
de muerte violenta que llama la atención. Incluso la más idiota de las
comedias musicales norteamericanas se sostiene sobre un conflicto,
palabra elegante que usan los profesores para explicar que cada relato
tiene un motor originado en la pelea, la mala fe o la intención de
asesinar. Nos parece evidente que un relato que empieza con “Juan y
María eran felices” y que continúa con una descripción de las distintas
alternativas de su felicidad es una torpeza aburrida.
Esa evidencia es prueba de que
nuestra mente parece ser incapaz de aceptar el hecho de que las cosas
pueden estar bien.
Las cosas nunca pueden estar
bien. O digamos: las cosas empiezan a estar mal cuando se nos ocurre
empezar a creer que están bien. O quizá: nuestra mente es incapaz de
entender la bondad de las cosas.
La muerte de Iván Ilich,
"El almohadón de plumas", "Axolotl", "Los crímenes de la calle Morgue",
"El pequeño Iván", "El jardín de los senderos que se bifurcan", "La pata
del mono", "Jacob y el otro" o "Un cuento con un pozo". Situaciones
horribles, finales espantosos, desesperanza, derrota, incomodidad, dolor
y muerte. Puede haber un final feliz pero jamás sin estar precedido de
incontables calamidades, y con una única finalidad deleznable: promover
el comercio.
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Final feliz es sencillamente el
llenarse la panza de la fiera que ha dado por tierra con la bonita
gacela de cuello tierno y tibio de dulce y abundante sangre. Tres horas
de digestión, y entra en sordo fade in el dolor que empieza como
vaga inquietud, como eco de lejanas interioridades ignotas, que obliga a
pararse, a dar vueltas en trabajosos círculos, cavilando qué hacer,
hasta que algo, todo, se pone rojo: matar. Fuera de Dafnis y Cloe
y toda la sarta de novelas pastoriles griegas, que uno lee con la
simpatía que dedica a las tías abuelas, el final feliz tiene un
desarrollo histórico paralelo al de la industria del libro: se
metaboliza con tanta velocidad que es apenas un estímulo para la
adquisición de otro libro. A más desarrollo industrial del libro, más
finales felices.
Parece que nos gusta mucho la
grasa (los bizcochos, las galletitas, las milanesas, las butifarras, las
tortas fritas, el chocolate, todos esos envases de grasa hábilmente
oculta) porque comíamos tan poco cuando dependíamos de nosotros mismos
(y no de nuestra construcción, la cultura) que debíamos atiborrarnos de
lo que pudiera producir un depósito de reserva para todo el tiempo que
íbamos a pasar sin probar bocado. Todo ese tiempo es el tiempo normal,
la permanencia pura en nuestro estado normal, el tiempo del hambre. La
grasa es una droga pesada, que produce la misma adicción que los
bestsélers. Nos hacen mal, pero no les adjudicamos mal sabor sino hasta
después de habernos alimentado muchísimo tiempo con comida saludable.
Recién después de años de comida magra percibimos con desagrado la
untuosidad de una galleta malteada. La mente del lector de bestsélers
termina llena de colesterol espiritual que le tapa los meridianos del
alma.
El capitalismo parece sostenerse
en la notable capacidad del hombre para acumular grasa, dejando su ánimo
depredador ocioso, es decir, preparando la locura y el suicidio, o
convirtiéndolo en virtualidad, en sustento de tortuosos vínculos
afectivos y sociales, o en arte. No es cuestión de descartar esa
hipótesis por ignorancia acerca de los procesos que rigen la cadena
trófica, o por ser más afectos a las mullidas satisfacciones de la
exégesis bíblica y la maravillada visión de las tachuelas que sirven
para fijar proclamas en las puertas de las iglesias antes del cisma de
la Reforma.
Estar molesto, con hambre, mirar
el mundo con ojos desesperados y feroces, es el estado natural de los
depredadores sanos. Un tigre tranquilo es una abominación, y una leona
bondadosa da un espectáculo penoso. Los animales sobrealimentados de los
zoológicos lucen enfermos y opacos, y a menudo manifiestan
comportamientos de misántropo, cuando la buena lógica diría que deberían
rendir homenaje a la especie que tan bien cuida su sustento. Si alguien
necesita tanto a Wanda, aclaraba
Sacher-Masoch, que a esa necesidad debe su existencia, lo que hay
que hacer para mejorar su vida es quitarle a Wanda. Necesitar a Wanda es
el estado ideal de Severin; en cuanto Wanda acceda a sus demandas,
dejará de ser necesaria. Un humano sano, siendo como es la culminación
suprema del ser depredador, debería estar siempre insatisfecho, debería
siempre sentirse molesto y con un hambre insaciable. Un individuo en sus
cabales tiene que ser desagradecido y repudiar a quienes le llenan la
celda de comida.
El crítico que parece deleitarse
en el hallazgo de problemas en su sociedad no está enfermo, sino lo
contrario: se porta como el buen depredador, mantiene su hambre intacta,
camina inquieto en busca de una presa. Quien le teme a la crítica niega
su esencia humana, se convierte voluntariamente en un bóvido estólido,
inmóvil en la llanura cálida.
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