El señor
Presidente comenzó su
período de gobierno en aquel discurso grávido, abrumado de futuro y
promesas, ante la Asamblea General, diciendo que el problema central del
país era la educación. Difícil no estar de acuerdo, al menos de una
manera vaga y general —aunque yo pienso, más
bien, que el problema central de la educación es el país. En cualquier
caso, no hay duda de que ambas cosas son “centrales”. La propuesta y la
apuesta del Presidente era importante, y era buena. El Presidente no se
equivocó cuando apuntó allá. Ya se sabe que un país sin ciudadanos
mental y espiritualmente autónomos y sin mano de obra calificada crece
solamente hasta donde sus ciudadanos se lo permiten. Varios economistas
han venido advirtiendo en los últimos tiempos que en ese aspecto estamos
golpeando ya la cabeza contra el cielo raso.
La apuesta de Mujica, como
tantas otras, fue la correcta. Salvo que hoy, más de medio período de
gobierno más tarde, la educación pública está en el mismo estado
ideativo de las últimas décadas, pero peor, puesto que cada vuelta de la
misma sanata de siempre reduce su contenido y credibilidad un poco más.
El mismo entrevero educativo de siempre se compone de repetidas cosas
que, por conocidas, más vale obviar. Se agrega ahora cinco docentes
expulsados de sus sindicatos, porque, en la bruma de una “teoría”
clasista sacada de quicio, un “jerarca”, aunque lo sea de ANEP, es más o
menos lo mismo que el propietario de un medio de producción. Como si el
Estado fuera una usina compareciente en multitud dispersa de galpones.
En esa teoría el “jerarca”, en lugar de ser un igual pero más formado y
con más cojones, por lo que ha asumido más responsabilidad, es meramente
“el que manda”, el poderoso, y aquel a quien, en consecuencia (porque el
dogma pseudodemocrático del Uruguay de hogaño es una versión
warped del gauchazo “naides es más que naides”) hay que odiar,
segregar, cuya voz se debe suprimir. Más o menos de espaldas, o al menos
de refilón a todo ello, una sociedad civil harta, buscando a toda costa
pasarse, en una patera si es preciso, a la educación privada.
Así como el Presidente no se
equivocó al definir el rumbo, tampoco se equivocó al evaluar, por
ejemplo
en abril del 2012, que en materia pedagógica la antigua nave del
Estado (últimamente se percibe un gusto especial por las metáforas
fosilizadas, gastadas, rancias) se había ido, una vez más, a pique.
“Invertimos mal el presupuesto que hemos destinado a la educación” dijo,
y reconoció un “fracaso” en ese ámbito.
La situación a esa altura se
volvía melancólica, si no desopilante. Declarado el naufragio educativo
por parte del capitán, ¿qué hacemos los uruguayos? ¿Abandonamos el barco
a nado? ¿Nos mudamos a otra lengua y otra historia? ¿Inauguramos
escuelas particulares en la cocina de nuestras casas para que nuestros
hijos estudien en el mayor de los solipsismos? ¿Dedicamos más recursos a
la conexión a internet
e inscribimos a nuestros hijos en algún
MOOC de Harvard o Stanford o Cambridge, para que aprendan, además de
matemáticas y ciencias en serio, algo de lengua y de historia, aunque
sea ajenas, puesto que es gratis? ¿Declaramos que, puesto que nosotros
no podemos hacerlo bien, la educación no existe y no es importante?
El Presidente ha venido
elaborando, en general en público, el naufragio oficial. Naufragio de
cuyas causas seguramente no se sabrá ajeno, considerando cuánto ha hecho
desde los años sesenta para dinamitar la lógica racionalista, ilustrada
y, si bien limitada, al menos honestamente consciente de sus
limitaciones, del Uruguay pre-tupamarodictatorial. Aunque, hay que
reconocerlo también, es claro que Mujica es ciudadano de los que no solo
ha reconocido en su fuero íntimo mucho del disparate anterior, sino que
además tiene la valentía y la sabiduría de decirlo en público. En esa
elaboración pública de un duelo (que de todos modos debiera ser una
cuestión más personal o generacional, que pública y oficial), uno de los
momentos de mayor lucidez de nuestro Presidente
fue cuando anotó algo, sobre lo que también se advertía hace casi un
año, en una
columna anterior de interruptor. Algo tan obvio que había
desaparecido de las discusiones, esto es, que los problemas de la
educación no pueden seguir achacándose sin más a “la educación”.
Dijo el Presidente: “no le pidamos a la enseñanza que corrija males
colectivos que son hijos de la civilización y de la marcha de nuestra
sociedad”, agregando luego, entre otros aciertos, que no acepta que “los
problemas sociales o la falta de valores se la atribuya a la enseñanza,
teniendo en cuenta que somos los individuos los que no aceptamos ninguna
responsabilidad como propia, sino que siempre la culpa la tiene el
otro”. Claro que estas declaraciones, so pena de volverse flagrantemente
autocontradictorias, deben hacer la salvedad de que algo de la
responsabilidad del fracaso educativo tiene que ser asumida por los
educadores. Caso contrario, ahora serían los educadores quienes
declararían que “la culpa la tiene el otro”.
Tiene razón una vez más
Mujica, que si bien no arregla nada, al menos no se equivoca en varios
de sus diagnósticos sobre males con los que el Estado, generalmente se
piensa, debiera tener algo que hacer. Efectivamente, un problema de la
“discusión educativa” local del que se notifica en público el Presidente
es mantener el supuesto de que “la educación” es algo así como una de
los tantos galpones que el Estado administra y que debería hacer andar
bien. No se diferencia tal concepción insular e instrumental de la
educación de la que tienen los sindicatos respecto del Estado y sus
dependencias como un conjunto más de fábricas de la época de la
revolución industrial, donde los jerarcas son patrones. Para la
concepción más ventilada en público en los últimos años, “la Educación”
(ya tal nominalización aparaguada de un problema más complicado que el
genoma genera escalofríos) es como “la Ancap” o “la Ose”, un área más o
menos física del Estado compuesta de edificios, papeleras, baños,
tizas, pantallas, rotafolios en desuso, bustos de Artigas, cuadros de
Varela, banderas de a tres, plantas languidecientes, educandos y
educadores, y empleados de varia condición, donde simplemente si se
apretase algunas clavijas, sacaríamos mejores notas en el próximo PISA.
Una inocultable metáfora
materialista y utilitarista subyace a tal desesperante “discusión
educativa” criolla, que se muerde la cola y es incapaz de avanzar un
paso más allá del diagnóstico autoflagelante “estamos cada vez peor”.
Sin embargo, como se sabe hace muchas décadas y como Mujica viene a
reconocer ahora oficialmente, la educación tiene un problema más
importante que ella misma, y ese problema es la sociedad. El país. Es el
país en sus creencias y en sus automatismos mentales y de valores lo que
hace que un docente no pueda hacer mucho más que reproducir tales
condiciones de origen, salvo que se le permita incidir decisivamente en
el contexto. Dicho de otro modo, que la escuela se convierta en el grupo
de referencia prioritario de los ciudadanos que tienen, en sus familias
y sus culturas de base, un conjunto de valores, digamos “diversos”
respecto de los que inspirase la reforma de Varela y sus centenarias
secuelas, valores que conspiran directa y militantemente contra los
resultados escolares deseados.
Mujica y la gente educada
Al tiempo que el Presidente
dice cosas trágicamente acertadas acerca de todo lo que no es capaz de
hacer el Estado que él dirige para mejorar el naufragio educativo, el
Presidente compensa el acierto con algunos errores escandalosos, que se
pueden resumir en uno solo: subirse al carro de la cosa facilonga
dominante, y darle palo a los educados, a los que despectivamente llama
de “intelectuales”, y ya que está a los universitarios en general, sean
científicos, escribanos, agrónomos, abogados. La sombra que subyace a
las repetidas intervenciones del Presidente en estos asuntos puede
interpretarse de varias formas, y cada una es peor que las otras. Una de
esas posibles interpretaciones es que Mujica quiere congraciarse con la
barra de los que no han accedido a la educación superior, y usa para
ello el argumento tribal número uno: nosotros contra ellos. Otra
interpretación es que el Presidente, admitiendo el naufragio educativo,
quiere hacernos creer a todos que el problema después de todo, puesto
que no hemos sabido solucionarlo, debe ser obviado por la sociedad en su
conjunto, algo como: “no sabemos ya cómo enseñar lengua ni ciencias, ¿y
qué? Somos unos crack igual, y la vamos a sacar adelante por otro
lado, como siempre lo hemos hecho.”Otra lectura es que él ha visto,
igual que hemos visto todos, que hay algunos profesionales que
obran mal. Es notablemente equivocado hacer inducción sobre esa base y
cargarle la cuenta a todos los profesionales universitarios, como parece
hacer Mujica cada tanto.
La mejor de las
interpretaciones posibles de estos incidentes sería que Mujica desea
darle más importancia relativa a las profesiones manuales y a los
oficios (y más reconocimiento público a sus practicantes), en detrimento
de un exceso de abogados y otras profesiones liberales. En línea con eso
estaría por ejemplo la creación de la universidad tecnológica. Emite así
un discurso de valoración relativa mayor de unos sobre otros. Si ese es
el asunto, el Presidente puede tener razón en el objetivo que busca,
pero su camino es tan errado —no hace falta
oponer lo que no se opone, y mucho menos denigrando a una parte de la
ciudadanía en el camino— que destruye toda
viabilidad para lo que quiere.
El Romanticismo que el alma
pronuncia
El grupo de alemanes luego
conocido por el mote de Sturm und Drang empezó a desarrollar por
los 1770s, con Herder y Goethe primero y luego con muchos otros, una
corriente opositora a las pretensiones de universalidad que cuajaban ya
hace tiempo en racionalismo, ciencia e ilustración. La
Ilustración tuvo el sueño
de identificar en la naturaleza estándares que organizasen la aparente
diversidad de la empresa humana en líneas seguras y estables.
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Como lo resume Erich Auerbach
en un famoso artículo sobre Vico (“Vico y el historicismo estético”),
hubo muchas opiniones acerca de qué sería tal “naturaleza”, la que se
identificó a veces con la humanidad primitiva y originaria, a veces, en
el otro extremo, con la Razón iluminada. De lo que no cabía dudas era
que se buscó construir un proyecto que hiciese abstracción, aunque sea
momentáneamente, de las diferencias locales y las microscopías
individuales, para hacer posibles bases para proyectos comunes.
La reacción romántica ante el
racionalismo cobró potencial para ser, a lomos del historicismo que
inauguró, a veces fuerza terriblemente conservadora, al introducir las
ideas de evolución orgánica y natural en la historia misma, lo cual
habilitó a ver algo naturalmente bueno en toda resistencia, en
nombre de lo primigenio, la tierra y el pueblo, al progreso impulsado
por la razón. De la noción correcta (también historicista) de que cada
momento histórico y cada cultura tiene su propia forma de dignidad,
apreciable por sí misma, hubo derrapes a una actitud valorativa donde
todo lo primitivo o lejano se idealizaba y se usaba como fuerza de
choque contra cualquier cosa que políticamente se considerase enemiga en
el presente. Lo que también daría, por ejemplo, fundamento para los
nacionalismos europeos radicales (paneslavismo, pangermanismo, etc.) que
invocaban un pasado esencializado en raza e idealizado en general, y que
desembocarían luego en fascismo y nazismo.
Pero, pese a su costado
problemático, el romanticismo es
una actitud con la que es muy fácil sintonizar, y por buenas razones.
Sirve a la individuación y a la búsqueda personal, ayuda a desconfiar de
la autoridad, promueve la creatividad, defiende al distinto, y al
priorizar siempre lo posible por sobre lo real, da esperanzas en que
siempre se puede ir más allá y hacer algo mejor, al tiempo que acuna las
fealdades del hoy en un ayer siempre más hermoso. Encima, no apoya
ningún sistema de reglas sino que muestra con claridad el carácter hasta
cierto punto convencional y por tanto “falso” de cada uno de ellos.
Tiene todas esas ventajas y, en la lucha con los valores aparentemente
rígidos del racionalismo ilustrado, tiene todas las de ganar, porque es
más simpático al sujeto de a pie y su épica individual. Es, en eso,
indudablemente más útil para despertar el aplauso de la tribuna que las
áridas líneas geométricas de la Ilustración, que raramente representen a
alguien.
Así las cosas, puede
aventurarse que las robinsonadas educativas y antiuniversitarias de
Mujica son una floración más de la vieja cultura anarca y romántica que
lo ha nutrido desde el principio, así como es difícil no ver que
mientras el Uruguay real (es decir, el privado y el que, desde dentro
del Estado, no se ha desconectado del mundo exterior) crea, crece, y se
va convirtiendo en sí mismo al ritmo de los medios y las necesidades
contemporáneas, hay otro Uruguay gigantesco que se resiste a patadas y a
escupitajos a escuchar nada que no sea la misma sanata romántica de
siempre. Entonces, al promover tales valores románticos, de un
relativismo a esta altura infantil, el Presidente le echa nafta al fuego
del fracaso educativo. Queriendo “educar al pueblo en sus propios
términos”, despreciando la Universidad y pasando señales entreveradas
respecto del fracaso educativo, no se da cuenta que es precisamente más
interesante ahora prestar atención al lado antipático e iluminista del
proyecto moderno (es decir, antiguo), porque es en él donde hay un par
de verdades viejas que servirían ahora para una cantidad de cosas.
No se trata de imponer
autoridad arbitraria, ni de volver al pasado, sino de que Uruguay se
proponga a sí mismo un mínimo de organización y objetivos comunes a toda
la sociedad (id est: universales), sin los cuales, garantido, no
hay ningún sistema educativo que funcione. Los consabidos Finlandia o
Chile, y muchos otros, tienen mejores resultados porque tales
sociedades, con los problemas que tengan, no están aun en una fase tan
avanzada del relativismo solipsista a la uruguaya, en el que buena parte
del país se mira el ombligo intrigado acerca de cómo se dará la “próxima
fase del proceso de cambios”, cuál será el “tipo de sociedad a
construir”, y otras pamplinas por el estilo en las que solo puede creer
un grupo de gente a quien el Estado le ha dado una beca para que pierdan
contacto con toda coordenada de tiempo y espacio. Me refiero no a un
científico loco o un profesor de Humanidades, sino a un empleado del
Correo, de Afe, del Gas, de la Intendencia Municipal de Montevideo, y de
muchas entidades similares a esas, los que sumados son un porcentaje
sustancial de nuestra fuerza de trabajo, y los que van componiendo el
núcleo duro de la doxa uruguaya.
Mujica, al devanar su
romanticismo fundamental mientras la educación pública se pulveriza,
confunde aserrín con pan rallado: el presidente en tanto individuo y
luchador social podrá tener todo el amor que quiera por el Romanticismo
y sus derivaciones, reverenciar el trabajo manual y la repentización del
genio frente a la necesaria formalidad
del hombre común que busca hacerse camino con esfuerzo
y disciplina en el mundo del saber abstracto, y se puede reír cuanto
quiera de las formas, sobrar a los formales que aun quieren hacer las
cosas de acuerdo a ciertas reglas, y darle palo a los tragas y
los educados. Pero, en tanto Jefe de Estado, no tiene derecho a permitir
que esa dimensión personal oriente sus funciones ni su pensar educativo.
Si el Presidente cree que ha fracasado, no tiene que decirlo en público
despertando lástima o conmiseración, o risa, o animando algún tipo de
reacción personal (“qué honesto
que es el Presidente”, o “mirá qué capo como se ríe de los perejiles que
la yugan de ocho a siete”). Tanto o más que un presidente honesto, se
precisa uno serio, que entienda la diferencia entre su peripecia y la de
su país, y que deje de llevarse puestas las tareas colectivas,
reduciéndolas a una épica de boliche en la que si todos nos vemos
identificados, todos nos perdemos también.
El Estado no puede ser
Romántico, salvo que quiera acabar en fascismo y en desastre. La Razón,
que es bastante mala para guiar una vida
individual, es todavía insustituible para funcionar a nivel
institucional garantizando, con la fuerza de la regla y la aspiración de
universalidad, las avivadas de los sujetos particulares que siempre van
a querer sacar ventaja particular de lo que es común y general. El
contagio que viene trasladando semejantes reacciones emocionales y
formas de ver personales y subjetivas a asuntos que son de todos y
deberían entenderse, a toda costa, de modo objetivo, es uno de
los venenos más conspicuos que viene, con la filosofía
de entrevero del Pepe, remachando desde arriba
el fracaso educativo en el Uruguay.
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