Los países suelen
metaforizarse como gente. Pero, aunque están compuestos entre otras
cosas también por gente, la metáfora es excesiva. Porque son los países
que piensan, mientras que la gente es pensada. Las mitologías nacionales
o locales tienen vida propia, mientras que los hombres que las conversan
y las construyen vienen y se van como bits de información que vive un
milisegundo y se cambia en otra cosa.
Afirmar esto no es agradable para el ego romántico y decimonónico que
aun heredamos, aunque afortunadamente ya lo vamos perdiendo por
descuajeringue, a fuerza de pedirle que se exhiba entero y sin pudores
en todas las redes sociales. Sea como sea, la personalidad, en lo que
tiene de privado, tiende a condolerse de no ser entendida. La
incomprensión es cosa que se sufre necesariamente, habida cuenta de que
la comprensión por parte del otro es por definición imposible (cada uno
se entiende a sí mismo a través de los otros, y eso con suerte). Las
palabras del otro, si llegan a mí, son ya de nadie o de todos, pero no
del corazón íntimo del otro, que es un ninguno. Borges entendió esto y
sus personajes, en la época en que oponerse a los rescoldos darianos y
tardísimo-románticos era su ocupación principal, tienen emociones de
registro colectivo, resumidas en el código de honor del malevito
orillero. Honor decimos, y de alguna manera hay que llamarlo, pues esa
noción de honor era sobre todo un recetario de cuándo pelear y cuándo
eludir. Es decir cuándo dar la vida como testimonio de que iba en un
sentido que, sin palabra posible, solo se verá al ver el cadáver y lo
que trasunta el nombre, que es lo que más o menos queda de todo muerto.
Borges se dio cuenta de todo
esto hace 90 años, cuando el asunto del agotamiento del proyecto del
sujeto moderno apenas alboreaba, y lo elaboró en conversación con
algunos autores muertos caprichosamente seleccionados, y algunas
posibilidades imaginarias de crearse condiciones para que su destino
literario se cumpliese. A la vista está que lo hizo bien. El criollo es
en Borges por eso oportunidad para el valor mudo, nunca jamás para el
lamento individualista o romanticón. Josefina Ludmer observa que del
“criollismo” de Evaristo Carriego, mixto, el “romántico entrerriano” y
el “resentido de los suburbios”, Borges va a tomar solo el segundo. “La
parte que Borges aniquila de la literatura de Carriego es la que
contiene sentimientos y lágrimas o la que trabaja con el tono del
lamento. Borges escribe contra el escritor venerado por el
humanitarismo, la decencia y el melodrama”.
Agrego que su “Nadería
de la personalidad” provee el
programa clarito de esta disyunción, y que los personajes de Borges
dejan de tener personalidad desde el principio. Rosendo Juárez, o
Francisco Real, no son personajes con “interioridad”, salvo la que pueda
quedar reflejada en la exterioridad que navegan y signan. Nada sabemos
de sus sentimientos o de sus perspectivas en “Hombre de la esquina
rosada”. Y si algún personaje se va de boca y dice una emoción (como el
narrador sin nombre de ese mismo relato) el sentimiento que confiesa es
indeciblemente sintético, arrugado manojo de creencias y sentimientos
empacados en frase corta (“linda al ñudo la noche”), y es además un
mandato colectivo: la vergüenza ajena que provoca que el líder de su
grupo pase por cobarde (que lo sea o no es cuestión metafísica de
la que nadie siente prudente ocuparse). También en el Borges primero hay
como un respeto de no mirar adentro de la gente, de no intentar meterse
en el alma del criollo. Aplaude la “alegría” del tango viejo, y ese
aplaudir lo alegre aunque sea violento (“la valentía chocarrera del
arrabal”), y negar lo triste se le antoja a uno de repente un pudor,
como si no estuviera bien manosear el alma de los que han sufrido cosas
que uno no conoce. Acompañar, en el disimulo que habría sido tal feroz
alegría, el pudor sabio de no mentar dolores que de todos modos lo
social o colectivo, el lenguaje, no saben curar. Una forma de la
reticencia, del respeto. Eso está sugerido en “Carriego y el sentido del
arrabal”. El arrabal tiene un sentido. ¿Cuál? Es un sentido cerrado en
parte, en parte comunicable. Lo comunicable se comunica, el resto se
respeta, se entrevé, se sugiere, se asume sin muchas palabras. ¿Porque
son cosas últimas, como el sentido, o el enfrentar la muerte? Este
asunto recorrerá el resto de la escritura de Borges, donde hay numerosas
escenas de coraje mudo ante la muerte; donde la muerte entra a dar
sentido al yo cuando a este último no le quedan palabras. Lo cual trae
la cuestión de un profundo anti-intelectualismo en Borges, que alguno
que otro protestará por estar influido por una idea muy falsa y muy
libresca de lo que es la práctica intelectual real, pero que yo reafirmo
cada vez más —y habiendo conocido tanto intelectual capaz de jugarse y
perder mucha cosa por una idea, declaro incluso con alegría y orgullo en
esta época deleznable que el país va arrastrando. Lo que nos trae a la
pobreza espiritual del país actual, lo que a su vez nos trae a mentar el
modo en que los uruguayos, por nuestra pobreza mitológica, renunciamos
por ejemplo a nuestra parte del tango a favor de los porteños primero, y
ante el mundo enseguida. Borges permite ver cómo fue que pasó, puesto
que él fue parte deliberada del asunto.
***
Lo que más interesa en esto
es, para mí, recordar la sabiduría de un argumento borgiano que aun nos
pesa a nosotros, los rioplatenses de la banda izquierda del río. Se
trata de la comprensión, por parte de él bien temprana, de que un
argumento —por ejemplo, a quién corresponde sentirse en pertenencia
legítima y natural del tango— no está necesariamente hecho de datos,
aunque alguna vez los precise, sino de una cantidad de hilos de
verosimilitud, y que éstos son como las raíces de una planta que, si
existen en una sociedad, arraigan y legitiman ese argumento a un suelo.
Porque argumentos hay que serán muy buenos de arboladura, pero si son
sin quilla se caen a pedazos. Dicho de otro modo: estar en posesión de
los datos es cosa trabajosa y prolija, solo apta para especialistas,
pero un buen cuento lo recuerda y lo siente y lo defiende cualquiera.
Borges se dio cuenta de que al tango había que pelearlo en las raíces,
que son de verosimilitud, y no en los datos, que son cosa tributaria de
la anterior. Lo sintetizó en una frase que alude al error de quienes
quisieran reducirse a fechas y lugares para ganar la propiedad de una
cosa culturalmente tan hidra como el tango. Escribe Borges refiriéndose
a quienes querían defender un origen porteño del tango en base a datos
secos que a menudo ni siquiera tenían a disposición e inventaban (como
sigue haciendo ahora mucha porteñería oficial en relación, por ejemplo,
con la nacionalidad y varias cosas más de Carlos Gardel): “Lástima que
no se hayan atrevido a ser francos y prefieran la falsificación a la
mitología, el chisme conventillero a la fe. Yo seré más sincero que
ellos y afirmaré con resolución: el tango es porteño. El pueblo porteño
se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre
nostalgioso de gauchos”.
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El oriental de a pie (y el de
a caballo más) probablemente se habría quedado perplejo de haber leído
esta frase allá por los años 1920, cuando fue pronunciada en tinta y
divulgada primero en un artículo de revista —para pocos—, y después en
un libro —para menos. ¿El oriental, más nostalgioso de gauchos que el
porteño? La frase suena disparatada ahora que —mientras el nuevo
uruguayo ni menta su campaña, que le parecerá una cosa melancólica, sin
famosos y sin shopping center ni estacionamiento a mano—, tenemos
una suerte de gauchismo fashion en los fastos porteños por el
mundo del jet set, con promotoras en bombacha de campo y bota de
caña alta, y mozos en los asados con cuero
protocolares que son como Adonis, o al menos como italianos del norte
(los porteños oficiales nunca concibieron un gaucho ni un futbolista que
no pareciese un inglesito escapado a campaña, salvo que la fuerza de los
hechos del talento los desconvenciera de su constitutiva visión,
verbigracia Maradona), de golilla y camisa a cuadritos y cinto ancho y
bota que imita a la de potro. Ellos, que se aseguraron el tango, se van
apropiando también del gaucho nuestro, que antes Borges nos regalara.
Falta poco para que Personal auspicie la Rural del Prado, y la
muden a Martín García.
En fin, cuando lo que estaba
en juego era el tango, Borges había desarrollado la idea de que, aun sin
haber nacido a la derecha del río, el tango igual era de allá. Y con
mucha gracia. Después de reseñar la sucesiva génesis que Vicente Rossi
en su memorable libro (Cosas de negros, 1926) le asignó al tango
—hijo de la milonga y nieto de la habanera, nacido entre compadres y
negros en los bailes públicos en Montevideo, emigró a Buenos Aires, que
lo lanzó a un sector más amplio a través del teatro, y a la vez al
mundo. Borges “refuta” así esta serie de informaciones:
“… los morenos argentinos (y
hasta los no morenos) son tan criollos como los de enfrente y no hay
razón para suponer que todo lo inventaron en la otra banda. Me
responderán que hay la razón efectiva de que así fue, pero esa chicana
no satisface a nuestro patrioterismo, más bien lo embravece y lo
desespera. Tal vez convenga recordar aquí el caso análogo de la
procedencia de Colón. Los italianos, para considerarlo suyo, sólo pueden
arrimarse al mero dato de registro civil, o conventilleo, de que el
Almirante nació en Génova y era italiano por los cuatro costados; los
españoles pueden argumentarla mejor. Podrían argumentar que siendo el
descubrimiento de América y la conquista empresas manifiestamente
españolas, no hay ninguna razón histórica para introducir genoveses en
el asunto.”
Montevideo, Uruguay, ha ido
rumbeando en una búsqueda de símbolos propios que son, lamentablemente,
los que la apropiación porteña ha desdeñado. Esto nos ha conducido del
tango al candombe, de la Troupe Ateniense a la murga ideológica, de
Torres García a
Páez Vilaró, y de Herrera y Reissig a Benedetti. Ya sé
que los porteños ahora se nos quieren apropiar también de varias de
estas cosas, pero que ellos están equivocados no demuestra
necesariamente que yo también lo esté. En lugar de investigar sus datos
y crear mitologías de interés que se sostengan, las mitologías que
Uruguay viene logrando crear son de pata corta, un poco patéticas, como
oficiales sin siquiera llegar a serlo, y mucho menos interesantes que
las que supo darse sin tanta alharaca en tiempos pasados y, claramente
para el caso, mejores. Montevideo parece una ciudad creada hace mucho
por una invasión de extraterrestres de fino (si algo ávido y sin
prejuicio para la mezcolanza) gusto transatlántico, hoy habitada por una
población terrícola más nueva, que ni habla la lengua de los
constructores, ni entiende sus signos, ni se cuida de ello. Así, también
el tango ha sido entregado a una mitología porteña que Borges más que
nadie con tempranera lucidez armó, y las ricas incrustaciones
montevideanas en sus cimientos y en su armazón general las ha amasijado,
no el tiempo, sino en la pobreza de espíritu de un Montevideo que, de
ser ridiculizado como aldea cuando tenía entidad mental de ciudad (en el
900), pasó a convertirse de hecho en aldea mental, aunque con más gente
que antes. Hay quienes saben todo esto y lo pelean; hay academias de
tango en Montevideo; hay gente que compra lo que escribieron los grandes
(esta ciudad los tuvo y los tiene) y que está noticiado de la diferencia
entre Sáez y Páez, que no es solo una sinuosa letra. Pero basta recorrer
el mundo o quedarse a vivir un rato en él para informarse de que los
conceptos “Uruguay” y “tango” tienen, en la cabeza del 99% de la
humanidad la misma conexión que los conceptos “Sierra Leona” y
“Schopenhauer”. Pues de mitologías andamos en harapos, y por más que
desarrollemos hasta el paroxismo nuestra historia factual y aun nuestros
relatos históricos (como se ha venido haciendo duro y parejo, con fervor
de académico uruguayo, desde hace décadas), lo que hace falta crear es
relato, no dato, y pelear de nuevo todo, incluyendo el tango a los
porteños y a Borges mismo si hace falta. Eso, y lograr el renacimiento
del fútbol más hermoso de la tierra que supimos tener y exportar a manos
llenas entre 1912 y 1940 y pico (jugar al fútbol era como bailar el
tango por entonces de ambos lados del río), son tareas a escala local y
a la vez global, sobre las que cualquier oriental que se precie tendría,
se me ocurre, que pensar de nuevo.
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