En una
columna reciente de
interruptor, Aldo Mazzucchelli señalaba las limitaciones
cognitivas a las que lleva el culto rioplatense a la victoria. El afán
de explicar la victoria, y en especial la deportiva,
dice Mazzucchelli,
hace olvidar cómo se llega a ella, lo que recuerda el aserto de Walter
Benjamin en sus
Tesis sobre el concepto de la historia,
relativo a que quien escribe la historia “empatiza con el ganador”. Esta
empatía, afirmaba Benjamin, tiene lo suyo de ceguera ante el brillo del
botín que es paseado en el cortejo victorioso. En el deporte,
sublimación de la guerra incluso más que ésta marcada por el azar, la
necesidad de victoria, es decir, la necesidad de racionalizar la
victoria, puede dar pie a narrativas truculentas, por ejemplo la de la
garra charrúa, talismán estrafalario que acompaña a los balompedistas
uruguayos desde 1935, en el sudamericano de
Santa Beatriz
y que se volvió la explicación fetiche del maracanazo de 1950,
sustantivo utilizado para denominar la victoria de Uruguay sobre Brasil.
En el sudamericano de Perú, esta garra, supervivencia daimónica de los
extinguidísimos charrúas, fue la explicación a la que la harto empática
prensa peruana recurrió para explicar la victoria de Uruguay sobre
Argentina. Los uruguayos habían llegado a la final con mucho peor prensa
(algo que la timba del deporte, como en el turf, llama “cátedra”) pero
ganaron categóricos, lo mismo que luego sucedería, esta vez con respecto
a Brasil, en Maracaná. La garra charrúa, vale recordar, se utilizó para
explicar los logros que, en lo que llamaban “país de los incas”,
alcanzaban jugadores de apellido Macchiavello,
Nasazzi, Zunino o Ciocca, y que luego en Río de Janeiro
continuarían otros como Ghiggia, Schiaffino, Máspoli o Gambetta. Si a
éstos, retroactivamente, se les suman los victoriosos en las tres
primeras consagraciones mundiales de la selección uruguaya de fútbol
(1924, 1028, 1930), como los de Mazzali, Zibechi, Scarone, Romano y
Somma, Casella, Chiappara, Ghierra, Nasazzi, Petrone, Saldombide,
Tomassina, Zignone, Mascheroni, Campolo o Anselmo, para nombrar
solamente jugadores y evitar equipiers, directivos, etc., se
llega a la inmediata conclusión de que, si algo cabe decir de la garra
charrúa es que, desde sus comienzos, habría resultado rabiosamente
itálica.
El relumbrón de la victoria, insistía Benjamin, disimula una barbarie
con mucho de jarana. Recordaba
el crítico
cómo Flaubert, autor de
Salambó, explicaba se requiere notable tristeza para escribir sobre
Cartago, ciudad borrada por la enconadísima sal de los romanos, una
tristeza que hasta el día de hoy recuerda Ghiggia, autor del gol de la
victoria ante Brasil, en el innumerable y lloroso público de la final de
Maracaná. Es que si hay algo insostenible es la victoria, como mejor que
nadie sabían los dioses griegos, horrorizados por el saqueo de Troya, y
también los poetas griegos, que narraban la toma en el dolor de
Las troyanas, o en el extravío de Odiseo, o en las hazañas de
Aquiles, incapaz de tomar sus muros.
La victoria militar, como sabe Aquiles, poco tiene que ver con la
hazaña. Muchas veces no es sino fruto de trampa, como la de haberse
escondido en un caballo de madera, y, en definitiva, se agota en olor
de propaganda. Los versos que, mucho antes de que a nadie se le pudiera
ocurrir una Troya, le encargó el faraón Ramsés II en el 1274 a su
escriba
Pentaur
para que disimulara su derrota militar ante los hititas lo documentan.
El poema, un boletín de guerra, va enumerando hazañas del faraón, a las
que los versos presentan abandonado por la cobardía de sus generales,
que fuerzan a los hititas de Muwatalli a pedir una paz que, años más
tarde, tendrá forma de tratado, que Ramsés firmará con el sucesor del
trono hitita, Hattussil
y que, como se sabe, habrá de ser el primero que registre la
historia.
Porque, si uno no es un faraón, es decir, alguien con la obligación, no
de ganar, sino de haber ganado, ¿qué grandeza trae la victoria?
La de Ramsés
y su larguísimo reinado deriva de haber firmado una paz y
de los monumentos que hizo construir, ya para siempre apeado de su carro
de combate.
Claro que no se puede discutir que el capitalismo, y más específicamente
la muy deportiva lógica estadounidense de partir el mundo entre
winners y losers, han trastornado la gloria en el tedio
bélico-deportivo de vencer. Así, Hollywood, una neopindárica usina de
relatos deportivos hechos película de ganador, acumula maracanazos, a
cuál de ellos más olvidable. Se trata de la entronización de un mundo de
comedia, de status quo, consagración del que ganó, del que nos
legó esto de acá como un paisaje incambiable, perfecto, condenado a
celebrar
bodas con el presente bajo rubro happy ending.
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Y es la
tragedia, por el contrario, el género que, en el sacrificio del
derrotado, abre un mundo nuevo. ¿Alguien puede concebir un Hamlet
ganador? ¿Un Otelo, Macbeth, Ayax, Filoctetes, a Romeo y Julieta, o
incluso a Napoleón Bonaparte,
ganadores? El mundo de las mujeres y los
hombres, tensión trágica, es hijo del fracaso, de la grandeza de lo
inacabado, del que cae en pelea.
Coda batllista
La figura trágica, la verdadera, nació para perder, incluso cuando ha
vencido. Algo de esto barruntaba Karl Marx, quien en
El 18 Brumario de Luis Bonaparte,
tratando de salir de la repetición que advertía Hegel en la
Historia, y
también del curso y recurso que le había establecido un siglo antes
Giambattista Vico, entendía que la
historia se daba dos veces, la
primera como tragedia, la segunda como farsa. En la victoria, claro
está, hay que buscar la farsa, y quien lo haya olvidado se fije, para
regresar al Río de la Plata, y a Uruguay más específicamente, en el caso
de Jorge Batlle. Nacido con apellido de estadista
—sobrino
nieto de José Batlle y Ordóñez e hijo de Luis Batlle Berres—,
fue el candidato más joven a la presidencia en la historia del país, en
los años 1960. Su candidatura alarmó al electorado, porque no se
estilaban presidentes como mínimo cuarentones, que lo llamaba primero
“Jorgito”, y luego “Jorge”, tal vez porque, probablemente, fue el único
genuino antibatllista de un país que entró a la modernidad de la mano de
su tío abuelo y al neobatllismo de manos de su padre; y podía ser
antibatllista porque, precisamente, él ya era Batlle.
Entre dictaduras, acusaciones de infidencia y sufragios contrariantes
fue aplazando esa investidura que, por un lado se le hacía tan natural
como para reclamarla antes de tiempo, hasta que, ya bien provecto, y cuando terminaba el siglo,
el sufragio por fin lo deposita en el sillón de sus anhelos y lo
reconoce por el apellido. Gobernó, como no podía ser de otra manera,
bajo el signo de la catástrofe, tramitada en la crisis económica en
2002, de la que quiso escapar con un blooper televisivo en el que
trató a todos los políticos argentinos, sin excepción, de corruptos,
blooper del que a su turno quiso salir, en hipergesticulante acto de
contrición, llorando en acto protocolar
junto al presidente de la nación vecina.
Por supuesto, ni bien ganó la elección, este Batlle se había condenado a
su propia farsa. No hubo nadie que no dudara de la veracidad de sus
lágrimas, y sin embargo cabe entender que esas lágrimas eran genuinas,
un llanto por sí mismo. Nada le quedaba por prometer, porque había
vencido. ¿Y qué es alguien sin promesa de sí? Un ganador, apenas.
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