1. De oradores
Si alguien se pregunta por las
Humanidades, o por la finalidad de las Humanidades hoy día, baste
recordar la defensa que de ellas hacía Cicerón, filósofo del siglo I, en
El orador. Quienes no conocen la
Historia, afirmaba, son como
niños (es decir, creen que todo empezó con ellos, o que manejan una
lengua infantil, desposeída de toda genealogía, de
Historia, de
filiación).
No cualquiera puede aprender de entrada con Cicerón. Por ejemplo, es
probable que las más tempranas lecciones de oratoria que haya recibido
este columnista no ocurrieran en un aula sino en cierto espectáculo
ambulante que, en su infancia y adolescencia, desarrollaban los
vendedores de autobús. Estos individuos enfrentaban a su audiencia
abriendo su invariable perorata con un “respetables pasajeros que hacen
uso de este medio de transporte colectivo”. Las fórmulas perviven a
quien las haya creado, y estos vendedores eran obedientes, sin saberlo,
a Quintiliano y, por supuesto, a Cicerón, quienes prescribían
que el orador, antes que nada, debía captar la benevolencia del público,
en este caso una apiñada muchedumbre, en su mayoría de pie.
Ante ese ganado cautivo —la
audiencia—
y desde el mismo vértice en que, en un avión, una azafata suministra
señas instruyendo cómo vomitar, respirar, protegerse o evacuarse por las
puertas de emergencia en caso de catástrofe, el vendedor, impertérrito,
profería un “bárbaro y sensacional”, que de alguna forma hacía entender
que lo que allí estaba pasando era una anomalía, una oferta inverosímil
que el azar, o Dios, nos había puesto bajo las narices. Acto seguido,
faltaba más, nos enterábamos de que el producto anunciado era,
invariablemente también, “útil y práctico”, algo “que no puede faltar en
la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero”.
Así, incluso sin conocer de tropos y figuras, uno por un lado se iba
enterando de las lindezas del pleonasmo en esos adjetivos que se
amontonaban sin casi agregar información. O más precisamente, uno se
daba cuenta de que el pleonasmo era evitable, que no agregaba sino que
debilitaba, porque estos oradores proferían un bárbaro que nada
tenía que ver con los bárbaros, aquellos que hablan una lengua que nadie
entiende, sino que remitía a la desmesura y a una semi-indecibilidad,
para la cual podía disponer otros adjetivos, intercambiables e igual de
innecesarios, que le resultaban sinónimos: colosal,
maravilloso, espectacular. El bárbaro, decía Aristóteles en
su Retórica, fascina porque dice de forma anómala (entiéndase
diferente) lo que conocemos; es un orador bárbaro, para decirlo
llanamente, porque su extrañeza fascina (ésa, no otra, es la fascinación
de los acentos, en que el otro extraña lo que tan familiar nos
resultaba, antes que lo dijera).
A fin de cuentas, estos vendedores hablaban más de sí que del producto.
Eran oradores bárbaros y se los dijera más específicamente asiáticos,
caracterizados, según Cicerón y Aristóteles, por un estilo hinchado,
sobrecargado pero desprovisto de sustancia. Aunque uno no supiera por
entonces qué era un orador asiático, sí le quedaba claro que aquello que
oía era una descomunal morondanga, ni bien se caía en la cuenta de que
el destinatario de semejantes elogios (repítase: invariablemente recibía
esos calificativos) era peines, peinetas o espejitos, pastillas
mentoladas, porta documentos, dedales, agujas, portarretratos de
plástico, clips, bolas de naftalina (o juegos de peine y espejitos, de
agujas, dedales y alfileres, o postales, o broches de pelo y clips). La
hinchazón de sentido, o mejor de sinsentido, iba quedando por un lado
diluida cuando se llegaba al penúltimo punto, el carácter de
imprescindible, o infaltable, del artículo en cuestión, si bien, por
otro lado, la hinchazón se maximizaba llegado el punto final de la
disertación, cuando se nos hacía saber su irrisorio precio, ya más
acorde a sus materiales (plástico, nylon, hojalata, cuerina, poliéster,
etc.). “Todo esto”, repetían paroxísticos los vendedores, “al increíble
precio de”, un precio que se podía pagar con tres monedas o con un
billete.
2. De males
Esta tumefacción verbal, reminiscente de la que denunciaba Longino en el
siglo III
como tenebrosa confusión de hinchazón con sublimidad, venía a ser un
sobreprecio o fetichización del objeto: un peine, incluido el ciberpeine
más inteligente que podamos imaginar, no puede jamás devenir algo
sensacional. Esa hinchazón, agréguese, parece haber desaparecido de
los autobuses montevideanos, que ahora ya casi no patrocinan vendedores
ambulantes sino músicos por lo general desafinados, tal vez menos
espectaculares o bizarros, pero no menos nocivos para el tímpano. El
espectáculo semoviente del autobús perecería haber trocado la hinchazón
del verbo por una desasosegante inarmonía, acaso porque la verborrea
insignificante ya se ha hecho, no con los respetables pasajeros de este
transporte colectivo sino con el mundo: casi nada de lo que se dice, se
repite y se viraliza en los últimos tres lustros parece tener sentido.
Todo es
spinning, un retórico retorcimiento de los hechos, al que
muy sueltos de cuerpo, publicistas y políticos llaman sesgar la
información. Así, por ejemplo, convierten la más que
discutible "implosión"
de
un monumento como el Cilindro Municipal de Montevideo, como ha señalado
recientemente
Carlos Rehermann en interruptor,
en un acontecimiento jubiloso, cuando debería ser documento de incuria.
Algún distraído podría esgrimir que son estos vendedores una especie
extinta o semiextinta precisamente porque la sensibilidad imperante en
estos días es más afín a censurar al vendedor por prejuicioso que por
barroco amontonador de chucherías verbales. Es decir, hoy el vendedor es
rápidamente reprochable por andar etiquetando roles de género y no por
andar prodigando un chorro casi coprolálico de barbarismos, sinsentido y
hablas rotas. Es decir, hoy la primera reacción de muchos (pavloviana
reacción, añádase) sería amonestar al vendedor no por atropellar el
sentido sino por su ceguera ante problemas de género. ¿Por qué, por
ejemplo, no referir a la unisex riñonera? ¿Por qué olvidar que las
mujeres, a las que tan bien les quedan los pantalones, también si se les
antoja pueden usar billetera? ¿Por qué no pensar la existencia de
sensibilísimos diseñadores que producen carteras y billeteras para el
tercer y cuarto sexo? Es que el tercer milenio, a todos luces, amaneció
dispuesto a tolerar el barbarismo pero no la incorrección política, y
así comenzó festejándole a George W Bush el solecismo de decir
nukelar, en vez de nuclear, para luego ir aplaudiendo sus
ruinosas invasiones en Oriente Medio y Asia Central. Cuanto más podrido,
alterado y bochornoso el lenguaje, incluso el de los gobernantes, más
celebrado será, como de alguna forma supo en su día Aristóteles y bien
ha aprendido Uruguay, país que en el
último lustro ha ido amontonado
legislación
que,
cuando no ha sido declarada
inconstitucional, queda sin aprobar por problemas de redacción, o
libera a
los mismos que,
como los hermanos Peirano,
poco atrás el Estado había recluido por estafas
consideradas delito de lesa nación.
Es que hoy el bárbaro fascina y, revirtiendo los términos del chiste de
otrora, hablar mal no solo no cuesta un carajo sino que da un beneficio
de la gran puta.
Semejante estado de cosas, es decir, de putrefacción del logos, fue
denunciado por este columnista hace siete años en un libro titulado
Mal y neomal. Rudimentos de geoidiocia. El neomal era definido, en
ese libro, como emblema de los tiempos, o de este nuevo siglo; el neomal
no intenta combatir el mal, como un médico combate un organismo o un
estadista el mal social, sino inocularlo, viralizarlo, hasta que se haga
con todo. Así, enancado en el flujo incontenible del capital, el mundo
podrá llegar, por fin, a su tan anunciado fin. Se entendía —esto
es, entendía el libro—
que el neomal es una etapa particular de la Historia, una sobrevida, por
la cual la teleología moderna, es decir, la Aristotélica búsqueda de
finalidad que la Historia había asumido para sí, y que en su momento se
había solapado a la escatología cristiana —el
estudio y apología del inevitable cese de los tiempos—
retrocedía hacia su origen —el
Apocalipsis—
en una doble articulación o lengua bífida, por la cual lo teleológico,
es decir, el combate contra el mal en nombre de la salud social, se
convertía en la conmemoración del mal como indicador celestial del Fin
de Todo.
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Así, los gobernantes á la Bush, celebran
secretamente todo
deterioro y cataclismo como indicios del advenimiento del Juicio Final,
mientras fingen estar contritos por temas mundanos, es decir, por
combatir los males del mundo (el terrorismo islamista, las catástrofes
naturales, las crisis económicas, etc.).
A nadie puede extrañar que, salido de escena Bush, haya sido necesario
representar este afán de cierre, de liquidación por clausura, y que el
protagonista más emblemático de un lenguaje que se contradice
sistemático no sean
siquiera esos gobernantes criollos que “como te dicen una cosa te dicen
la otra” sino el zombi, ontología regresada, como Cristo, de la
muerte, si bien en su caso
incapaz de articular lenguaje, deseo, o siquiera voluntad.
3. Analítica
Durante el lanzamiento Mal y neomal, que tuvo lugar en la
Biblioteca Nacional, en Montevideo, uno de sus introductores, viejo
amigo del columnista, Sandino Núñez, señaló que el libro denunciaba y
describía el neomal, pero no lo analizaba. Es decir, era una descripción
del mal de hoy (el neomal) pero no ejercía una analítica. Antes de
agregar cosa alguna, dígase sin más que el amigo tenía razón: Mal y
neomal no practica una analítica, aunque sí, cabe entender,
genealogiza el neomal y la idiocia (el
idiotes es el desentendido
del bien común o político; el zombi o el que aguarda el Apocalipsis
están desentendidos del mundo), rastreándolos hasta esas bases
escatológicas del Cristianismo que el Vaticano nunca logró esconder
suficientemente bien y que el protestantismo, liberador de la usura,
también ha liberado, lo que se puede leer de la siguiente forma: un
católico puede serlo a condición de no leer jamás la Biblia; un
protestante, obligado a leerla, está convencido, desde siempre, de que
el mundo se termina ahora.
Cabía una respuesta en aquella oportunidad, que el columnista calló, por
obvia, y bien hizo en hacerlo: quien pretendiera una analítica que la
escribiera y esto, precisamente, es lo que ha sucedido ahora, siete años
después, cuando Sandino Núñez acaba de publicar su Breve diccionario
para tiempos estúpidos. El libro, cuyo subtítulo es Observaciones
oscuras sobre ontología pagana, se presenta, en su prólogo como una
“analítica de la estupidez”. Ante esto, el columnista, en primer lugar,
debe remontar, como acaba de hacer, aquellos siete años de elaboración,
cuya filogénesis acaso haya que ubicar en la Biblioteca Nacional, o
camino a ella; de inmediato, sin embargo, debe agregar que esta
analítica está cargada de bondades. Se suele decir que todo escritor
—y
Sandino es uno de los buenos—
incuba el deseo, más o menos encubierto, de escribir un diccionario
(algo que puede remontarse a los enciclopedistas, pero también, a
lexicones más íntimos, como el Diccionario del Diablo, de Ambrose
Bierce, o el Diccionario del argentino exquisito, de Adolfo Bioy
Casares); para un escritor, cada palabra resuena no solo en su
articulación paradigmática sino además en la sintagmática; es decir,
resuena allí donde se la dice, en su contexto, contra todas las otras
que han sido enunciadas antes y después en la cadena discursiva.
Resuena, en efecto, y es aislada en su resonancia. Pero Sandino, por
otra parte, es efusivo filósofo, y los filósofos también han venido
compilando diccionarios, siendo los más sabrosos precisamente los más
vigilantes, como por ejemplo el del iluminista Voltaire y los soviéticos
Rosental
&
Iudin. Las palabras, para el filósofo, son antes que nada conceptos que
no deben rebalsarse, formas, se dijera, que deben contener milimétricas,
sin desborde intencional ni connotativo, qué se define cuando se dice
Dios, Espíritu, Libertad, Ideología, Sustancia, Materia, etc..
Las palabras, para estos filósofos, porque son conceptos, no deben
desbocarse.
En cuanto a la analítica de Núñez, este breve diccionario es una cruza
entre la neurosis del escritor y el celo epistémico del filósofo.
Compila 63 términos, desde “acceder” hasta “violencia”, y en cada una de
las entradas hace un saludable recuento del término, según se lo
entiende o se lo usa ahora, y según se lo entendía hasta hace poco. Así,
muestra de forma convincente por qué, por ejemplo, el término
“activista” ha sucedido al ayer tan en boga “militante”, por qué ahora
no se estila decir “no me da el tiempo” y sí “no me dan los tiempos”,
cuánto odio contiene el término “tolerar” o cómo en “odio” debemos
atender la verdad de la destrucción, o voluntad de aniquilamiento del
American way of life. Cada término, para decirlo de otro modo,
incluye —o
mejor, descorre—
el marco teórico desde el cual debe ser leído, y cada derrape de
sentido, cada nuevo uso que hoy se le da a un vocablo alerta de un
corrimiento epistémico. Hay un marco, claro está, desde el que el
diccionario se formula, un marco que viene a ser su poética implícita:
se parte de la base de que la trascendencia no ha sido obliterada y
sigue vigente, al menos como fantasma desde el cual se debe leer la
insignificancia de la jerga de estos días.
Todavía no es tan fácil digerir que vivamos en tiempos posthumanos y
posthistóricos; ni siquiera en días pospolíticos, como pretenden
algunos. A la luz de la trascendencia que invoca Núñez, todavía
histórica, todavía moderna (es decir, todavía cristiano-teleológica), es dable leer, palabra a palabra, la fabulosa morondanga que nos quieren
vender estos inanes tiempos de tecnomercadeo y spinning, de coaching
ontológico, como señala Núñez, y —perdónese
la autorreferencia—
de logos podrido. O dicho más en breve: para quienes no se resignan a
olvidar el lenguaje como lo conocíamos, una lectura imprescindible; para
quienes han nacido ya en mitad del lenguaje putrefacto pero no se
resignan a ser esos niños que mencionaba Cicerón, una lectura urgente.
Es decir, un libro que no debería faltar ni en el bolsillo de la dama ni
en la cartera del caballero.
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