Tic tac, tic tac, tic tac.
“Sos la única
cosa viva que me sostiene / sos
como una bomba de tiempo en mi corazón”, canta en “Duquesne Whistle”, la
canción de apertura de su último disco, editado hace un mes y medio,
Tempest. Tic tac, tic tac, tic tac Ni faltan los que mascullan que
tal vez el disco no sea tan redondo como Love and theft, de 2001
(como este Tempest, del 11 de setiembre, pero entonces del 2001),
o que Modern Times, de 2006, ni otros, alarmados por el título
(reminiscente del que por mucho tiempo se creyó era el último drama de
Shakespeare, The Tempest) sospechando que se trata de un
testamento, si bien el resto, empezando por la Rolling Stone,
Metacritic o American Song Writer, lo viene celebrando como
uno de los mejores de su carrera.
Tal vez todos tengan razón, y
seguramente ninguno. Lo que se puede establecer, sin lugar a
vacilaciones, es que se trata del disco de rock más intenso de
Bob Dylan en décadas, y, seguramente, el más importante de los
últimos diez o 15 años del rocanrol. Es que, a los 71 años, Dylan,
que sigue de
gira perpetua, acaba de entregarnos esta lección (léasela
como testamento, como summa, como manifiesto, como lo que se
quiera) de rock y sosegada fiereza, un reloj contra reloj, un artefacto
explosivo recién detonado y en plena onda expansiva.
Toc, toc, toc. El último disco
de Bob Dylan puede llegar a ser el último disco de Dylan. Estamos en el
horno, con el tímpano averiado por los silbatos de los altos hornos de
Duquesne. Este solo señor septuagenario está más enojado que todo
Occidente, y más ganoso que casi todo lo que pueda articular esta
civilización que paparruchea en facebook, ulula en
caminatas zombies o
se liquida entre villanos de Batman. Hay cosas, Bob lo sabe bien, que ya
sucedieron, solo que no terminamos de darnos cuenta. Como alertaba T. S.
Eliot, el fin del mundo llega con un quejido, no con una explosión, y el
tic tac y el silbido de Duquesne no son más que la fanfarria de un
tiempo que, en rigor, ya se agotó. Tempest, drama póstumo,
amenaza el estallido, pero justo después de que todo ha terminado (“es
recién pasada medianoche, / y mi día acaba de empezar”).
Sangre a plazo fijo
Tac, tac. “Pago en sangre,
pero no la mía”, reniega Dylan, que de a ratos insulta y acto seguido
sirve un largo y machacón vals (tic tic tic tic, tac tac tac tac) sobre
el desplomarse a los submundos del Titanic (“Tempest) y una no menos
larga y machacona balada de homenaje a Lennon (“Roll on John”). Canta
como lo viene haciendo desde 1997, específicamente desde
Time
Out of Mind, cuando dejó de entonar por la nariz, para revelarse en una
aplomada carraspera, en palabras de arena gruesa, pulsando cuerdas
vocales cada vez más cuarteadas, que ahora, en esta entrega tempestuosa,
recuerdan a los que se han desangrado en los hondones de gloria y
desesperación del capitalismo tardío. Algo se acaba de hundir alrededor,
en un hondón de sangres derramadas; un desastre lírico tan abarcador
como cualquier derrame petrolero que pueda llegar a conocer, por
ejemplo, el Golfo de México.
Tic, tac, tic tac, toc toc toc.
¿Cuánto aguantará esa garganta? El último
disco de Dylan acaso sea el último disco de la historia del rock. Una figura
no del todo definible duerme y se levanta junto a esa misma ronquera
(“me despierto cada mañana con esa mujer en la cama / todos me dicen que
ella se me ha metido en la cabeza”), alimentándola, mesmerizándola,
relampagueando aquí y allá su alarma de finitud.
No se trata de la muerte, al
menos no en su estampa convencional, sino de algo, una criatura, un
silbido, un chirrido (“chirrian y charlan, cuál es el problema”), que
aletea en los estertores de la civilización, y sin duda de este rock,
emaciado en un interminable revival pop, en concursos de talento,
en su irreversible cortedad lírica. Porque el genio de la música
popular —nunca se debe olvidar— está menos en las búsquedas desaforadas
de armonías inauditas, de arreglos sorprendentes o de tecnologías
conmovedoras que en cantar algo con honestidad.
Down down, rock and roll
El último tango seguramente
haya sido la “Balada para un loco”, irrepetible intervención del Polaco
Goyeneche a composición de Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y desde
entonces el género, no renovado en su lírica, se ha convertido en una
adorable antigualla, en la que definitivamente Gardel canta día a día
mejor aquel su mundo evaporado, rezongando sin cuartel contra el ascenso
social de las mujeres. Y en cuanto a lo eléctrico, acaso el penúltimo
roquero haya sido Kart Cobaine, aniquilado en sus propias convicciones,
y el último, eso parece mostrarnos este disco, esté siendo este mismo
Bob Dylan, seguramente el mayor que haya existido.
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Es que si el rock (tac tac tac
tac, tac tac tac tac) llegó a ser algo más que el estallido del riff
eléctrico en Chuck Berry o el vaivén de pelvis del que ascendía la voz
de Presley, esto fue porque, medio siglo atrás, y a través de Dylan —lector de Pound, de Eliot y de los beatniks— fue capaz de reinventar
su lírica, algo que aprenderían rapidísimo Beatles y Stones, y los Who y
Pink Floyd, o Bowie, o Zeppelin, o Jethro Tull, o Patti Smith, o los
Ramones, o el mismo Cobaine, hasta convertirse en una épica, en una
contracultura, en un exasperado reclamo por otro mundo que
implacablemente nos elude.
Y si ese mundo nos elude,
mucho más nos viene evitando el rock and roll. A ese emporio celestial
de bandas tibias que en cualquier lengua, escenario y pantalla se
desgañita imitando un desafío imposible se opone Tempest, y se
opone Dylan. Alguna vez, allá por los sesenta y setenta, se creyó que
los roqueros eran gurúes de un culto, médiums de un saber, dadores de
una lección sobre los tiempos que salía electrificada, en discos de
vinilo, en casetes, incluso en cd roms, convicción que entre otras
cosas, desde Buddy Holly y Ritchie Valens, edificó un martirologio al
que no escapó John Lennon. Pasadas cuatro décadas, cabe resignarse a que
entre tanto roquero sí había un gurú (escuchen ese silbido), y que ése
sigue siendo Dylan.
Desde que hay memoria
Tic tac, tic tac. ¿En qué
andás, entre tanto silbido? “Ando en busca de frases para cantar tus
alabanzas”, abre “Soon after midnight”. Desde Love and theft,
Dylan viene exhumando el soplo viejo del jazz, el rag, el swing, el
boogie y otros ritmos que cuajaron en su música y en su lírica, esos
ritmos que lo hicieron. Tempest, en esta línea, es un logro
mayor, una filigrana filológica de
Jack Frost, el alter ego productor
del señor Dylan: cada arreglo, además de ingresar con relojera precisión
en la melodía, es a la vez una cita. Con cada fraseo y cada acorde
adviene un estilo, un ritmo, la canción de otro, infinidad de sangres
ajenas desembocando en este salmo o coágulo melódico que sostiene la
cuarteada dicción de Dylan.
Y tac, y tac, y tac. Pero
cuanto más roto, más potente. En su ronquera, como alguna vez en la de
Satchmo, canta un reconcomio macerado, como de masticar tabaco, antes de
decidirse a soltar una frase. Las palabras, mordidas, implacables, casi
charladas, se dulcifican en cada verso, como si no vinieran de él sino
de ese pabellón de olvido, del time out of mind, ese tiempo
impensable que, según el parlamento de Mercucio en Romeo y Julieta,
se abre “desde que hay memoria de que las hadas tengan carretero”. A
través de Dylan, los ritmos y versos del ayer casi imposible,
semisepultado y sin embargo vivo, siguen exigiendo aflorar en mitad de
esta majadería instantánea que insistimos en llamar mundo.
Toc, toc. (“Cuanto te conocí
no creí que llegaras a serlo / es recién pasada medianoche / y ahora no
quiero estar con nadie más que con vos”). Con este filológico Tempest,
Dylan nos sigue recordando que la única forma de sobrevida, más allá de
cualquier cronómetro, es la cultura. Mientras sobreviva la cultura, el
día acaba de empezar, algo que la cultura siempre frasea más o menos
así: vengo de mil trillos, y esos trillos, no importa si subacuáticos,
semiextintos o detonados, siguen ahí para vos.
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