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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL PLEONASMO DE LA CIUDAD LETRADA

Cuento con dos ciudades, o la obligación de pensar

Amir Hamed

1- Urbe y misterio

Mucho tiempo atrás, y no mucho
antes de su muerte, en 1984, coincidíamos con Manuel Mujica Láinez en que su mejor libro (a despecho del más promocionado Bomarzo, hecho ópera) era Misteriosa Buenos Aires. Él escritor avezado, yo por entonces jovenzuelo meramente atrevido, tenía la deferencia, sin embargo, de explayarse al respecto. “Ése es mi libro que va a quedar”, decía Manucho, y agregaba lo muchísimo que había debido esforzarse porque Buenos Aires, a diferencia de Montevideo, según él, carecía de misterio. Su libro, como se sabe, es una reconstrucción de la vida de Buenos Aires desde su fundación, a través de cuentos, de episodios ficticios que van iluminando distintos momentos de la historia de la ubanización. Se abre con “El hambre”, cuento ubicado durante el asedio de 1536 por los indios cuando su segunda fundación, es decir cuando era nada más un fortín, que narra un episodio de canibalismo fraterno entre conquistadores, y cierra a principios del siglo XXl, con “El salón dorado”, fechado en 1904, historia de una insufrible patricia sorda (oligarca, corregirían hoy) que se pone a gritar en su silla de ruedas cuando descubre que ha quedado sola y que las vitrinas de su caserón están por transformarse en las de una galería comercial.

El misterio de Montevideo, según Manucho, quien estaba emparentado con los Varela de nuestra banda, estaba en Lautréamont, en todo lo que había para contar, por ejemplo, de la Guerra Grande, en fin, en cosas que mucho no se podía precisar porque eran sencillamente misteriosas. Hace un par de días, al cruzar en el buquebús con un libro de relatos de los 1930 de Walter Benjamin recién traducido en Buenos Airesque me asignó interruptor revista para reseña, descubro que el Río de la Plata también era parte de su imaginación por los días en que se refugiaba, pobre y siempre radiante, en las Baleares. En un cuento sobre el juego, un personaje, Fritjof, declara haber vivido muchos años en Montevideo, (“en aquel lado”, especifica), y explica que desde Buenos Aires la gente viaja “ocho horas para pasar el weekend jugando”. Así que se podría suponer que, de alguna forma, a los argentinos, y en particular a los porteños, lo que los ha venido convocando de Montevideo los es el misterio, sea el de sus grandes escritores franceses, sea el azar, sea eso siempre inexplicable del por qué, por ejemplo, ha resultado que los uruguayos no sean argentinos (hace no mucho, la presidente de Argentina lo proclamaba urbi et orbe, diciendo que les habían robado a José Gervasio Artigas).

En cuanto a mí, desde un comienzo he buscado en Buenos Aires no el misterio sino otra cosa, un principio de salud. Basta que pise la avenida Santa Fe y ya me siento mejor persona. A veces pienso que esto puede apoyarse en cierta nostalgia de juventud, cuando mis planes de vida eran ser escritor argentino, estudiar allí, tras culminar la licenciatura en Humanidades, cosa razonable en la medida en que de allí provenían los escritores que por entonces admiraba, y que también llegué a frecuentar, como Manucho, como Bioy Casares, como el Borges que me definió por la literatura cuando lo leí en secundaria y a cuyo apartamento en la calle Maipú supe peregrinar, o por supuesto, como el Cortázar por entonces obligatorio en la educación sentimental de cualquiera con voluntad de escribir en castellano.

En aquellas épocas tenía tiempo libre y espacio en un apartamentito en Barrio Norte, en Azcuénaga y Santa Fe, precisamente, que gente de mi familia había comprado durante la crisis que siguió a la Guerra de las Malvinas y que pronto habrá de perder, por lo que solía caminar bastante por la avenida, rumbo al centro pero también rumbo a Palermo. Por supuesto, también vivía con Pappo en la cabeza, no solo por la canción que le había dedicado a la avenida, sino porque solía parar en las confiterías para repetir el snack. Salía de ellos con Pappo entre los labios: “todo el día vienen hacia mí los sánguches de miga”.

Pero no se trata solo nostalgia. Sigue viviendo allí la “Cosmópolis” que cantó Rubén Darío, la gran ciudad, ahora cada vez menos “europea”, menos marcada por la necesidad de sobreproducirse para pisar sus calles, como si pisar cada baldosa fuese un ritual sacro, en fin cada vez más “latinoamericana” (basta caminar por el centro, acosado por cambistas, para sentirse en Asunción). También, claro está, cada vez más apretada en algún nervio sórdido de su propia grandeza. El taxista que nos lleva al hotel, deferentísimo, en buena medida orgulloso, nos da cifras de su población, nos explica la congestión del tráfico, nos ilustra de los millones de personas que entran y salen cada día de la ciudad, multiplica y nos dice que la gente que hay ahí, por día, moviéndose, es cuatro veces Uruguay. Pero hay también gran emoción futbolera, porque en unos minutos juega Racing contra el Wanderers nuestro, y está el superclásico que ha coagulado todo el pulso de la ciudad. Los amigos (incluyendo mis amigos porteños) ya se han juramentado para verlo juntos, la gente se precipita, o hacia la cancha, o hacia la previa en los televisores y un rato más tarde todos estábamos sometidos a un partido de 45 minutos, bastante malo (aunque mejor que el superclásico uruguayo que se jugaría pocos días más tarde) saboteado por un atentado contra jugadores de River Plate, contra el fútbol y contra el mundo todo. Curiosamente, nadie, transcurrido el episodio, se ha animado a decirlo como se debe. No fue violencia en el deporte; fue un atentado.

Si hay nostalgia es la de pasar tan escaso tiempo en Buenos Aires. No voy nunca, o voy muy poco. Nunca hay plata, o nunca hay tiempo, y ahora solo hay un par de noches de hotel para llenar una agenda complicadísima, para ver amigos. No son tantos, pero la ciudad es inmensa. Algunos nos recibirán con la noticia de que van a ser abuelos, otros con su libro nuevo. Otros con nuevos amigos; otros aguardan en La Plata, que nunca había conocido, así que hacia allá marchamos; con algunos solo podemos hablar por teléfono. En esa medida, todo es emocionante, pero ya es sábado y todavía no he pisado la Santa Fe, ergo, todavía no soy mejor persona. Cuando llegue, me encontraré una vez más, con El Ateneo, la librería armada en un teatro porque alguna vez Juan Domingo Perón prohibió se alteraran los edificios de los teatros. Es el espectáculo de los libros, y ahí, una vez más se puede verificar qué me sigue atrayendo de Argentina, y en particular, de Buenos Aires: allí, a despecho de la barrabravización indisimulable, sigue monumentalizada la civilización, y no en menor medida gracias a Borges, aquel escritor cieguito y de derecha que terminó siendo el Martín Fierro del siglo XX, el Autor Argentino que dejó a muchos el imperativo del intelecto, de pensar y de seguir traduciendo - como por ejemplo el libro de Benjamin con el que ando. En fin, de hacerse cargo del intelecto del mundo (no solo del de Occidente), canibalizarlo y devolverlo listo para entenderlo como debe hacerlo un rioplatense.

Del Ateneo saldré con un título conmovedor y muy reciente, Qué hacer, nouvelle de un narrador con apellido armenio, pero en el apuro no me habré llevado uno flamante, tal vez, precisamente, porque trata de lo invislumbrable, el libro de Marta Minujín y Daniel Beilinson sobre la psicodelia en Argentina, de la que ella se proclama fundadora, y de la revista “Lo inadvertido”, en la que escribían, entre otros, ella, Luis Alberto Spinetta y Skay Beilinson. De haberlo advertido acaso hubiera reparado en cierta sincronía, que es que para el regreso ya tengo comprometida mi participación en las charlas que, en Montevideo, dará el poeta argentino Reynaldo Jiménez, nacido en Perú, sobre sicodelia. Una vez involucrado en esas charlas no podré sino pensar en las diferencias irreconciliables entre las ciudades rivales del Plata, ya manifestadas en días de sicodelia: mientras Billy Bond cantaba “En esta pálida ciudad, pibe, no te dejan ver el sol”, en el Jesús con todos, alguien de Días de Blues, Barral o Bertolone, decía “Montevideo viene tan gris que chau, bo, nunca vi”.

Pero todavía no regreso a Montevideo y ni siquiera he pisado Santa Fe. Estoy en otra Librería, al borde de Recoleta, en Las Heras. Es temprano y espero un amigo allí, así que entro para hacer tiempo, perdiéndome entre portadas, donde reconozco el último de Giorgio Agamben en castellano, que alguien había traído a Montevideo de Madrid y me había dejado leer hace unos meses. Alguien está comprando el Tractatus de Wittgenstein, lo cual no deja de resultar conmovedor para un montevideano agredido durante los últimos años por una presidencia que llamaba a esas cosas viru viru, mientras alguien más interroga por literatura védica. Nadie pregunta precios. De pronto, frente a mí comparece, paradito en una exhibidor individual, un ejemplar de La ciudad letrada, de Ángel Rama, y es entonces, a mi espalda, que una voz pregunta cuántos gramos de mortadela vendría a ser eso.

2. La mortadela galáctica

La pregunta me tomó de sorpresa, claro está, porque lejos estaba de pensar que interruptor me hubiera  seguido a Buenos Aires, y en particular la última columna con mi firma. Había rebotado bastante en Montevideo, es cierto, desde las contestaciones directas que recibí, hasta las discusiones que me tocó ver y leer, hasta los mensajes que me fueron enviados, amistosos la mayoría, por intermedio de terceros, estando los que aprobaban y también los  que disentían y también aquellos que, me enteraría hace un par de días, seguirían enfervorizados, en algún bar aledaño a la Facultad de Humanidades, con la cara colorada y hablando a voz en cuello mientras otros se esmeraban por seguir urbanamente las mordientes aventuras de Luis Suárez en semifinales de la Champions League. Algunos, siempre amigos, me pararon en la calle, o en los pasillos de la universidad en que doy clases, festejando o no pudiendo reprimir el escándalo de que me hubiera metido con vacas sagradas con Emir Rodríguez Monegal o Ángel Rama. Si se piensa en términos cuantitativos, el mayor escándalo había sido que me metiera con Rama porque al otro el progresismo imperante hoy día lo tiene más bien guardadito en las naftalinas con las que entiende debe ser arropado el crítico de derecha; pero si se piensa en términos cualitativos, lo escandaloso es que se siguiera menos los argumentos generales, que dedicaban medio artículo a la figura de cierto Licenciado con el que algo llegué a aprender cuando hacía mis primeras armas de literato, que el alboroto causado por andar yo viendo si había realmente leche en ciertas vacas sagradas. Por otra parte, en cuanto a estas dos figuras, el artículo hacía un deslinde (para decirlo en términos de Alfonso Reyes) entre la actividad de Rama y Rodríguez Monegal en Uruguay dentro y fuera de fronteras. Mi columna decía que habían sido por lo general incapaces de ver a sus contemporáneos semovientes (obsérvese que Rama, por ejemplo, se suelta a escribir sobre Felisberto al día siguiente de que lo enterraron y que quienes lo habían advertido a Hernández lo habían hecho mucho tiempo atrás, como Susana Soca, Jules Supervielle o, más tarde, el que fuera mi jefe en Facultad de Humanidades, José Pedro Díaz).

Por supuesto, en una publicación como la columna no se suele entrar demasiado en detalles y se corre riesgo de entrar en generalidades. Pero lo contrario también es señalable: la crítica no es el ejercicio de la objeción. Así, los que levantaron contra la columna cierta cita de Rama, para decir que él había visto (contrario a lo que yo decía) a Armonía Somers, no se daban cuenta de que no hacían más  que corroborar mi aserto de que, en rigor, nadie la había visto. En lo personal, puedo decir que la Somers entendía y proclamaba que ése era el crítico que la  había atendido, y puedo afirmarlo porque  estuve de cuerpo presente, a principios de los 1990, cuando una entidad que llamaron la “Academia Trucha” le dio un premio. La mentada academia por cierto era supertrucha, pero el reconocimiento obligó mi asistencia. Allí, recibiéndolo, estaba una anciana, Armonía, maestra primaria jubilada que, a diferencia de varias de las escritoras de su generación, no se había casado con un crítico (como sí, entre otras, Ida Vitale con Rama, Amanda Berenguer con José Pedro Díaz, María Inés Silva Vila con Carlos Maggi. Idea Vilariño, la otra más erótica, no se casó pero fue, sí, amante, entre otros, de Onetti  y Manuel Claps). Una mujer soltera de críticos que, en la ceremonia, decía con cierto asombro que nunca le habían dado un premio, que nadie le había prestado atención, salvo “Angelito Rama”. El problema es que “ver”, como decía mi columna, quiere decir “leer”, entender qué es lo que dice lo escrito, iluminar la obra  en cuestión y, al hacerlo, encender el mundo. Con el tiempo fui encontrando las reseñas de periódico que Rama llegó a escribir sobre Somers, supuestamente elogiosas. Si esas reseñas  hubieran sido escritas sobre obra mía forzarían al autor a huir de mi presencia, pero a Somers, por el solo hecho de sentirse mencionada, referida y publicada, la hacían sentirse en el paraíso. ¿Alguna similitud entre esto y las relaciones de abuso? Todas. Como me dijo un director de periódico con quien me encontré en el supermercado al día siguiente de la publicación de la columna, esto vendría a ser como cierta mujer entrada en años que entrevistaron una vez sobre violencia doméstica y que dijo: “a mí ya nadie me pega”.

Así las cosas, ver la obra de un escritor no es, ni puede ser, lo que se enarboló contra mi argumento, la siguiente cita de Rama en “Cien años de raros”: “Quizá quien más tesoneramente representa el espíritu experimental, inconformista, subjetivo, de entonces, sea Armonía Somers, fiel aún a su La mujer desnuda de 1950, y en quien justamente es más difícil desentrañar las influencias literarias”. Hablar de un escritor tesonero, inconformista y subjetivo es algo así como hablar de un volante de marca bastante perro, que no se entrega nunca, que es algo sucio para jugar, en rigor irrelevante para el juego pero con lo suyo de emotivo. No sabe jugar muy bien, pero sin embargo, juega.

Leer, hay que recordar, quiere decir otra cosa. Estrictamente, ver qué pasa con el texto. Ahí es donde queda, me parece, un desafío para los acólitos de Rama: encontrar quince momentos, en toda su obra, que alumbren el texto leído. Su obra, por lo general, tendió a clasificar, a arrinconar los textos, a ponerlos al servicio de una teoría superior. El crítico, en este sentido, es el que se hace cargo, el poseedor del sentido; el texto es más bien huérfano. Esto está en el origen de su polémica con Mario Vargas Llosa, surgida a partir de que el novelista, que había sido wing izquierdo, se le había escapado por la punta. Se había doctorado en España con un estudio de inmediato publicado como Gabriel García Márquez, historia de un deicidio, y en su tesis, liberal como de costumbre, el peruano decía que el escritor lucha con los demonios interiores, a lo que Rama retrucó presto desde Marcha que no, que el escritor está al servicio de la mostración de los demonios de la sociedad.

El problema, es decir, todo el problema, es el panóptico sadomaso que esgrimió la “generación crítica” en Uruguay, mucho más preocupada en el deber ser de la obra que en su ser. Por un lado, el novelista, es decir Vargas Llosa, aquel que producía el texto sobre cuyo sentido el crítico dictaminaba el sentido,  se soliviantaba como crítico, y para peor, doctorado. Vale decir, se le había escurrido al horrendo sistema de control  al que tanto Rama, como los demás, estaban tan acostumbrados a ejercer en Montevideo, pontificando que escribir debía ser esto o lo otro. La polémica terminaría mal, como se sabe, y mal para Rama, por más que sus apologistas quieran decir lo contrario. Cuando Vargas Llosa lo llamó al orden, diciendo que, en fin, toda la batería de autoridades que citaba el uruguayo podía tener sus razones, al menos él, Vargas Llosa, nunca había escrito una novela tan mala como Tierra sin mapa, que Rama había publicado en 1961, ya no había mucho que decir. El peruano sabe de técnicas narrativas, y más allá de eso es crítico chato, pero en su Historia de un deicidio, lo mismo que en su posterior La orgía perpetua, sobre Flaubert, había sabido advertir y mostrar elementos de la usina técnica que hace al entramado de las novelas. Y si algo es leer es, precisamente, atender el ser del texto, o qué dice; predicar lo que Rama predicara sobre los demonios de la sociedad, por lo cual el escritor debía ejercer como su exorcista, es forzar la obra a ponerse al servicio de una ajenidad.

Para quienes quieran encontrar los quince pasajes de Rama que iluminen el texto que dice estar leyendo, debo decir que, de entrada, se ahorren el libro póstumo que me confrontaba desde el exhibidorcito, ése que los seguidores han querido preservar como su gran legado. La abigarrada ciudad letrada de Rama contiene solo dos referencias estrictamente literarias y las dos son abusivas: una sobreinterpretación del fabuloso “Primero sueño” de Sor Juana, cuya fuga nocturnal y neoplátonica es explicada, en passant, como tensión con la “ciudad letrada”, y un párrafo de El Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, al que Rama muestra como enemigo de la ciudad letrada (conformada por leguleyos, doctores, etc.), salteándose toda la tópica que, para cualquier escritor hispano, con bilis y frenesí desde días del barroco había servido don Francisco de Quevedo y Villegas.

Precisamente ese desdén por leer, es decir, por atender el ser del texto, esa usura, es lo que había querido mostrar mi texto Noventa gramos de mortadela. De todos modos, más allá de las virtudes polemistas que puedan contener los fiambres, preciso es consignar que siempre ha sido afán ajeno a mí la polémica. Los más grandes polemistas, como Orígenes en la antigüedad cristiana y Abelardo en el Medioevo, terminaron capados, y Rama, que polemizó y perdió, terminó sirviendo a la posteridad una de las agachadas más grandilocuentes que hayan conocido las letras hispanoamericanas. Cuando Vargas Llosa publica en 1981 su acartonadísima y superclisé La guerra del fin del mundo, en mucho inferior al original y testimonial Os Sertões, de Euclides da Cunha,  Rama se apura a publicar un quilométrico artículo, “La guerra del fin del mundo. Una obra maestra de fanatismo artístico”, que declara esta “obra maestra” como “clave” de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un momento a la vez epifánico y teleológico porque, “con cien años de retraso”, en esta novela de Vargas Llosa, Latinoamérica había alcanzado su Guerra y paz. Se coincidirá, quiero creer, en que no hay cómo medir semejante usura, tamaño desacierto crítico, desatino descomunal enunciado bajo el rubro de panegírico délfico-latinoamericano (Rama invoca a Casandra). Es decir, que no alcanza la mortadela de las galaxias para calibrar el error. 

3. Teoría y pleonasmo

Esto, de todos modos, dista de contestar la pregunta. Rama puede no ser capaz de iluminar los textos literarios, pero, ¿qué decir de su ciudad letrada, el constructo que sus acólitos declaran su testamento literario? En primer lugar que lo primero que cumple es reconocer a Rama como lo que fue, individuo talentoso y trabajador incansable. Su legado indiscutible es la Biblioteca Ayacucho, emprendimiento titánico que desarrolló en Venezuela y que hoy está, por fortuna, disponible para todos en línea. Era eso lo que podía hacer Rama como lector verdadero, es decir, como aquel que debe ponerse al servicio del texto; esa colección genera por sí misma un corpus y, al hacerlo, la posibilidad misma de la literatura latinoamericana. Por otro lado, para mí, lo mismo que para Françoise Perus, el más interesante de sus textos teóricos probablemente haya sido La transculturación narrativa en América Latina. Sin embargo, el libro con el que sus seguidores se embanderan unánimes es La ciudad letrada, que maneja una noción abusiva: la separación entre una ciudad letrada de una hipotética ciudad real, a partir de la premisa de que el letrado no es, como querían los marxistas, un emisario del poder dominante, sino el poder dominante en sí.

Ni bien se la lee con rigor, la tesis del libro resulta insostenible. Florencia Garramuño ha mostrado cuán nociva para quien quiera recuperar el intelecto de Hispanoamérica es la manera en que se sostiene la ciudad letrada de Rama, agréguese aquí que foucaultiana hasta el delirio, en la figura del poder. Julio Ramos dedicó buenas páginas de su Desencuentros de la modernidad en Latinoamérica a demostrar cuán desmedido es el uso que hace Rama de la figura del letrado, sin discriminar escritores, estetas, revolucionarios, etc., dentro del marco de su ciudadela docta, es decir, su ciudad de los letrados. Perus, por su parte, con la mayor delicadeza que le es dado, y dedicándose nada más a la primera parte del libro, lo desnuda en lo que es, un ensayo –no una investigación- escasamente fundamentado, que maneja nociones de forma antojadiza y escamotea fuentes, desentendido de rigor, en el afán de mostrar, antes que nada, el vigor de una idea que surge, por decirlo así, de una yuxtaposición de imágenes y aseveraciones. Atendiendo ese primer capítulo, cada vez que consulta las aseveraciones de Rama, descubre inconsistencias, apuros, errores crasos. Entiende Perus que Rama lee en Foucault (Las palabras y las cosas) una realidad francesa, como la gramática de Port Royal,  que, de un saque e inconsulto, Rama hipostasía en el diseño de España para su América; recuerda Perus que Rama ve, como rasgos determinantes del diseño colonial hispanoamericano, realidades que repetía la Francia del siglo XVII, como asumir que la lengua francesa había pasado a la escritura lo que ya era de su dominio oral (siendo que la mayoría de la población todavía no hablaba francés, sino patois). Recuerda también Perus que buena parte del diseño de Rama no se aplica a la colonia portuguesa, o que el final del libro se dedica al Río de la Plata, cuando otras zonas, como el ande, podrían ser más redituables para su tesis. Ni siquiera logra aceptar la homologación primera que hace Rama entre ciudad y letrados dominantes.

Se puede, a nivel de detalle, agregar bastante. Por ejemplo, es casi conmovedora la manera en que Rama asevera con escándalo que, a diferencia de las colonias del Norte, las sajonas, las hispánicas de América negaban a los feligreses la posibilidad de leer la Biblia. Esto, por un lado, es saltearse unos mil quinientos años de catolicismo. Si leían las colonias sajonas era, precisamente, por ser protestantes, porque reivindicaban el derecho a la interpretación; en definitiva, a leer. Si las hispánicas dejaban de leer la Biblia no era porque los letrados, el poder según Rama, así lo quisieran, sino que los poderes que los gobernaban, la quemante Iglesia Católica, así lo habían querido desde siempre. No era resultado, por tanto, de ciudad letrada ninguna (es decir, de la casta de los letrados, escindidos de los centros de poder) sino designio de Dios. Por otra parte, en lo específico, se salteó los esfuerzos de los jesuitas, aquellos insumisos vaticanos que sí hicieron grandes esfuerzos por leer y hacer discutir, hasta que fueron barridos de América y demonizados en Europa en el siglo XVIII.

También se podría entender imposible la distinción que a toda velocidad hace Rama entre la ciudad “orgánica” medieval, a la que le quiere dar una vida “real” en oposición al gesto de diseño que impulsaría la ciudad renacentista y, en particular, la de ultramar, el damero americano. Para Rama, obediente a Foucault, el corte que hace Port Royal es marcar un signo del signo sin coyuntura, separado del signo del referente, que ya sueña con su futuro. Esto haría una novedad renacentista, según Rama, la ciudad de diseño. Pero si se sigue a Jacques le Goff, la europea medieval ya era una ciudad de diseño, en la que  conviven una ciudad real y una imaginaria, lo que, de por sí, desbarata toda la tesis utopista de Rama.

Pero más allá de eso, el punto es que pensar una ciudad letrada es pensar un pleonasmo. Desde que hay ciudad hay letra, desde Uruk a Tebas y desde Tebas a Atenas y Alejandría y de ahí a Cádiz, Buenos Aires o Lima. La ciudad, desde el comienzo de la civilización, mal que le pese a Rama, es el principio de la letra, del diseño, del reparto de tareas y roles. Se trata, claro está, de una letra y de una urbanística de control, pero se trata la letra, a su vez, de la única posibilidad que tiene el individuo de liberarse. Como ya se ha dicho, no hay distinción válida entre el oral y el escrito: ni bien se manifiesta la letra, la distinción se hace entre alfabetizados y ágrafos. Y la letra rige desde siempre, como aprendieron con sangre y muerte los pueblos originarios, que nunca fueron orales sino que estaban desde siempre escriturados. O eran regidos por imperios superescritos, como el inca o el mexica, o tenían sus propias escrituras, irreconocibles para los españoles. Serían sometidos, finalmente, por una escritura que les era exógena, en la que les llegó Dios y la Corona, en un texto notarial, el Requerimiento de 1513, que debía ser leído en voz alta, y en nombre del derecho divino, a grupos, asambleas o autoridades de los pueblos indígenas, como procedimiento formal para exigirles, bajo explícita amenaza de guerra y esclavitud, su sometimiento a los reyes españoles y a sus enviados, es decir a los conquistadores. Y si no puede separarse entre lo oral y lo escrito, menos entre la ciudad y lo escrito: la ciudad, por definición, es lo escrito.

La ciudad letrada de Rama, como advierte cualquiera que lo haya leído, es un dispositivo que pretende explicar de forma totalizante la historia de Hispanoamérica sin detenerse en matices. Basándose en unas observaciones de Simón Rodríguez, Rama lo entiende y define situándose, roussonianamente, y contra Jacques Derrida, en una tradición oral que es la que sería obliterada por la ciudad. Esto, en primer lugar, es una lectura apresurada, por no decir nula, de Derrida (por los días en que Rama escribía su libro, a Derrida, en la academia estadounidense, se lo consideraba, por sobre todo, una batería antimarxista, así que se puede sospechar que ni siquiera lo había leído cuando, tan al voleo, lo hace ingresar a su argumento). Lo cierto es que si algo dice Derrida respecto a Rousseau es que el logocentrismo se pretende completo en sí y que Rousseau, quien sostenía esa pretensión,  sin embargo terminaba reconociendo que, no obstante lo execrable que le pudiera resultar el contrato social,  o la escritura, era escritor y que, si se estaba quejando, lo estaba haciendo por escrito. No otra cosa hacía Simón Rodríguez: quejarse por escrito de ciertas tradiciones orales que luego Rama tratará de adjudicar a la gauchesca, despampanante apresuramiento, para no decir pifia, ya que, como nadie ignora, la gauchesca es un invento de los letrados. Dentro de este dispositivo ramiano, la ciudad real, que es imposible, se presenta como una hipotéticamente real.

4. Una teoría para permitirse dejar de leer

Y entonces, ¿cómo puede ser que un libro tan endeble teóricamente, tan deficiente en su fundamentación, se haya vuelto la bandera de tantos? La explicación es una sola: precisamente porque se trata de un libro póstumo y, como tal, permisivo. En primer lugar, al no estar el autor presente para defenderlo, nadie se molestó en refutarlo al principio, pero tampoco estuvo el autor presente para decirles, a los que lo leían y enarbolaban, que estaban abusando de él. Y en segundo lugar porque, estando el autor muerto y silenciado, este libro, precisamente aquel en que Rama se termina de desentender de los escritores, se ha vuelto una contraseña, un permiso para olvidarse de los textos. La academia de Estados Unidos, para los 1990, por ejemplo, estaba cada vez más poblada de sociólogos hispanos que eran reclutados por los programas de español por ser, sencillamente, hispanófonos nativos, si bien entendían poco y nada de literatura. ¿Qué podían hacer al respecto? Evadir cualquier consideración literaria, sociologizar el tema, derivarlo. Es ahí donde La ciudad letrada se convirtió en contraseña: leer, que es poder, y que debe entenderse como respetar el texto, debía desde entonces ser entendido como un acto victimario, como violencia contra el ágrafo, o contra aquel que no entiende, el nuevo oficiante de los estudios culturales.

Cuando este proceso recién comenzaba, yo había sabido tener, por ejemplo, algún profesor que fuera discípulo dilecto de Rama. Académico muy esmerado, docente pasional, sin embargo fue siempre, y sigue siendo, incapaz de entender un texto literario si éste carece de una previa sanción crítica. Le cuesta horrores, por decirlo así, distinguir de un golpe de vista Ulysses de un soneto. Pero su formación por un lado, y su disciplinada evasión del juicio, travestida en rigor académico, le ha permitido figurar en muchas cosas e incluso convertirse en su momento, en Uruguay, director de cultura. Alguno de sus protegidos de última hora se reivindican, cómo no, en La ciudad letrada. Tal es el caso de Gustavo Remedi, quien  hace un par de meses, en la diaria, publicó “La cultura no da más”, una columna de opinión pasmosa por lo entreverada, a propósito de las nociones de arte, cultura, barbarie, civilización, etc. Si su protector, quien en su momento lo llevó a la Dirección de Cultura, se mantiene, al menos en apariencia, dentro del marco de la literatura, Remedi, que en sus clases pregona que Homero es un murguista (con notable incomprensión, claro está, de las venerables gimnasias de la murga), en la columna de marras dice, llevando a Rama a su absurdo, que ser culto viene a ser la situación en que el chofer de un autobús, o de un ómnibus, le dice al peatón “pase usted”. Cultura, avisa, por si alguien hoy no supiera, no es barbarie; cultura es un entramado en el que babean Freud, Adorno y Marcuse pero, sobre todo, la caducidad de la letra, vencida por la virtud del gesto oral, del pase usted.

Remedi, que en un largo texto publicado meses antes en el primer número uno de Humanidades, la flamante revista de la Facultad de Humanidades, había explicado que la genialidad de Borges, del mismo Borges devoto de las bibliotecas que hoy es faro y gloria de los argentinos, consistía en haber vaticinado el advenimiento de la oralidad. Lo letrado, para Remedi, es craso elitismo, elitismo que se evapora en la buena voluntad roussoniana de la oralidad, Descuida, claro está,  el hecho de que  la letra, curiosamente, es el único garante del pase usted, porque en ese gesto se guardan, no la bondad humana, sino infinitas regulaciones de tránsito, la cebra, el semáforo, los manuales de modales, el código penal, es decir, precisamente la ciudad que diagraman los letrados y que hacen posible la convivencia de hombres, bestias y máquinas.

Conozco a Gustavo Remedi desde hace ya bastantes años. Me consta que es incapaz de reconocer figuras de lenguaje y recursos literarios. Por ejemplo, en 2001, en un congreso en Washington, me inquirió por el sentido de una frase de un artículo incluido en una revista que yo por entonces editaba, a lo que expliqué se trataba de una ironía. Como respuesta, dijo que, entonces, esa publicación era una publicación humorística. Otro episodio donde demostró Remedi una incapacidad de leer  extraordinaria es, precisamente, ese artículo de Humanidades, donde también invirtió  el sentido de un texto publicado por un colega en una revista extranjera, con la consiguiente necesidad luego de disculparse (las retractaciones, aclaraciones, ulterior discusión, disponibles aquí). Remedi, claro está, es hijo adulterino  de La ciudad letrada, uno que ni siquiera logró entender la ambigüedad en que se manejaba Rama. Lo que sí abrazó del libro es la estigmatización, más bien boba, que hiciera Rama del letrado, como encarnación del déspota. Y lo que quiere hacer Remedi, y con él la horda de buenismo culturalista, es lo mismo que hace el operario chambón, y también el conspirador, que provoca, o declara, un incendio en la sección contigua para que nadie se fije en lo que está haciendo. Como no puede leer, busca ampliar, y al hacerlo, claro está,  atentando contra las facultades liberadoras de la letra, que desde el comienzo de los tiempos nos ha venido librando de la necesidad (de la naturaleza) y también, a través del arte, del ofuscamiento del mundo.

Esto tiene también mucho que ver con la sordera egoísta de la vieja inválida del cuento de Manucho, quien en su egoísmo ha matado a los que querían vivir, por ejemplo a la sobrina que la cuidaba. Las humanidades, como ha señalado ya hace mucho, son un problema de oído; la protagonista del cuento de Manucho,  porque no oye, puede solo darse a un salón feísimo pero iluminado y ahora, tarde, grita porque ese mundo que no puede oír (la oralidad, que no existe, es muda) se descorre, se escribe ahora en ella. Esa tragedia sorda, en buena medida, es la que quiere el buenismo posrameano para el país, ya que está condenando a las generaciones que vienen a no aprender a escribir, ni a pensar, ni a dar cuenta del mundo. Se trata, para decirlo con toda crudeza, de un atentado barrabrava, enmascarado en amor por una causa, que lo único que pretende es que las “masas”, no los ciudadanos, queden para siempre impedidos de liberarse, es decir, de escribir en un sentido fuerte, que es percibir los juegos de escamoteo y desocultamiento del mundo.

Lo que queda de todo esto, al menos para mí, es una moraleja doble. Por un lado, una general:  a diferencia de un Rousseau, los campeones actuales de la oralidad son aquellos incapaces de escribir, es decir, de articular mundo a través de la palabra escrita. Por otro, una personal, que me explica por qué sigo sintiéndome mejor  persona en Buenos Aires. Algo allí, no importa lo atronadores que puedan ser los progresismos y barrabravismos de la hora, sigue sosteniendo la obligación de la ciudad como misterio  (no es que una ciudad sea misteriosa sino que debe invitar al misterio del mundo). Es decir, algo allí recuerda la obligación de leer la ciudad y no descartarla. Algo allí sigue obligando a pensar. 

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