Al sofista
Protágoras de Abdera
se lo recuerda sobre todo por dos máximas que pueden ser expuestas así:
que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las
que dejan de serlo, cosa que fue interpretada, al menos algo así
interpretó Platón, como que todo depende del cristal con que se mire, y
que no se puede determinar la existencia de los dioses por ser esa
materia oscura y la vida humana demasiado breve, lo que lo estaría
convirtiendo en pragmático de todas las horas y agnóstico de primera
línea. Según se dijo, habría sido el primer sofista, y el primero en
cobrar por sus clases, algo que según el diálogo que le dedica Platón,
lo había vuelto bastante próspero.
Se lo puede entender como la
gran figura a oponerle a Sócrates, y en rigor el Protágoras, el
diálogo que le dedica Platón se cierra indeciso, con protestas
recíprocas de admiración entre el dialéctico ateniense, que duda que la
virtud se pueda transmitir, y el sofista itinerante, que está persuadido
de que sí se puede, y que en efecto, él la transmite. Habría estado un
par de veces en Atenas, una en que trabó amistad con Pericles, y otra en
la que, al parecer, debió huir tras haber leído, tal vez en la casa de
Eurípides, su tratado Sobre los dioses, hace mucho perdido. Según
Diógenes Laercio, esa lectura le habría conjurado una asamblea en el
ágora que lo habría desterrado, aunque Filóstrato, más tarde, entendió
que nunca hubo juicio, que el sofista huyó, y que los atenienses
quemaron sus obras. En lo que concurren las versiones es que Protágoras
se apresuró a salir de Atenas y, según algunos, la nave que lo sacó de
apuro se hundió, pereciendo en su fuga.
Cualquiera de las versiones deja
en claro que, como en una tragedia ateniense, Protágoras prosperó hasta
que le dio por meterse con los dioses de Atenas, impiedad de la que no
saldría indemne. Los dioses de Atenas, como se sabe, se ensañaron
también con su contraparte, es decir con Sócrates, quien sería acusado,
llegado el día, de corromper a la juventud de la ciudad y de negar a sus
divinidades. Sócrates, nadie ignora, no aceptó el destierro porque,
contrario a los sofistas, que como viajantes de plaza iban mercadeando
su saber ciudad por ciudad, él es por antonomasia el filósofo de Atenas,
ciudad de la que eligió despedirse, descartando el destierro, con un
brindis terminal servido en copa de cicuta.
Ahora que si Sócrates era
ciudadano recalcitrante, que prefería morir a abandonar los límites de
la ciudad, si de algo se lo juzgó culpable fue de atentar contra el
Estado, de extranjerizarlo. En su Memorabilia, Jenofonte recuerda
que Sócrates fue hallado culpable, puntualmente, de no reconocer a los
dioses del Estado y de haberle importado, subrepticiamente, divinidades
extrañas, en ese sentido extranjeras, propias no de la ciudad sino del
filósofo. En primer término, parecería sorprender que cuando Sócrates
establece su defensa, según lo que consta en la
Apología de Platón, comience por centrarse, no en la perversión
a los jóvenes, no en su impiedad, sino en algo de lo que no ha sido
acusado. Lo primero que establece en su defensa, como advirtiendo se
trata de algo subyacente a las acusaciones, es por qué no cobra sus
clases. Explica Sócrates, entonces, que no cobra, como sí hacen los
sofistas y los maestros de ciencia física porque, a diferencia de éstos,
él no tiene nada que enseñar, es decir, ninguna virtud que
transmitir.
Esta transmisión de virtud, que
es lo que discute en el Protágoras, en rigor habla de otra cosa,
del humano y lo divino, del arte y del utilitarismo. Protágoras protesta
en el diálogo que sí puede transmitir determinados saberes, que son
técnicas, y aquí, cabe entender, es que se bifurcan los dos sentidos de
la palabra tejné, que no discierne entre el arte y la técnica,
entre la práctica y el espíritu, entre lo que hoy entenderíamos como
tecnicaturas
—lo transmisible por Protágoras— y una apertura del alma al
acto de conocer, es decir, no la transmisión de un saber utilitario,
sino la disposición a aprender para así, consagrado el ciudadano a lo
trascendente, hacer arte de cada disciplina, sea ésta pescar o gobernar,
navegar, debatir o producir artesanías, que es en última instancia, lo
que enseña la mayéutica. Sócrates, adversario de sofistas, no enseña
sino a preguntar, a examinar, y esta enseñanza, en definitiva enseñanza
no cuantificable en monedas, es la que le gana la acusación, el juicio y
la muerte.
Mientras Protágoras no está
dispuesto a perder el tiempo conociendo los dioses, y prefiere
transmitir técnicas argumentales, es decir, una tecnología de la
discusión, Sócrates está dispuesto a abrirse todo el tiempo que sea
posible a la pregunta por el dios. Más: el “dios”, el daimón, es esa voz
que lo inspira, que le habla al oído, divinidad personal y señal de que
el conocimiento no se puede agotar en técnica, que no se puede medir en
monedas, porque el conocimiento contiene, en definitiva, una dimensión
sacra. Un estado religioso, como Atenas, terminará castigándolo por
tratar de consagrar un saber (los atenienses creían que los dioses
ignoraban mucho, Sócrates proclamaba que la divinidad sabe, debe saber
todo). Estados laicos, como los occidentales de hoy, no deberían tener
problema para aceptar esa consagración, siendo que en Sócrates, en la
institucionalización del saber socrático que comenzó con la Academia de
Platón, comenzó, se puede afirmar sin rubor, eso que llamamos Occidente.
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La Apología cuenta que,
tras su defensa, que tomó a su propio cargo, Sócrates perdió el
multitudinario juicio por apenas tres votos, aunque, como se sabe, la
divinidad entonces clandestina que lo inspiraba, y que también lo
inspiró en el juicio, se haría con la posteridad. El dios subrepticio de
Sócrates, a la larga, será el de la Cristiandad; la pasión de Sócrates,
cómo no verlo, es el molde con el que, en griego, primero San Pablo y
luego los apóstoles amonedaron la figura de un maestro arameo al que le
ungieron nombre griego, Cristo. Entonces, ¿cuál fue la lección de su
muerte? Que Sócrates, en tanto ciudadano carente de templo, no podía
cobrar, porque no había dónde consagrar el conocimiento y, porque no
había dónde consagrarlo, ya no podía ser Sócrates ciudadano. En
respuesta a ese vacío inmolador, cabe entender, fue que surgió la
Academia, el proceso de institucionalización, de consagración del saber
que a través de su figura erigió Platón. La transmisión de conocimiento comporta una dimensión
sacerdotal pero esto no quiere decir que quien enseñe deje de cobrar.
Quiere decir que la enseñanza debe ser consagrada, que tiene sus
propias divinidades, que no debe aceptar ser profanada, es decir,
devuelta al mercado, a los dineros de la gente (porque su dinero
pertenece al dios).
Solo con un templo, las
instituciones de enseñanza, la transmisión de conocimiento, que es la
apertura al conocimiento, se consagra. Mercantilizarla es seguir las
huellas de Protágoras, en la medida en que la enseñanza, medida en
monedas, se agota en un ejercicio de profanación. La verdadera razón que
inhibía a Sócrates de cobrar era que el Oráculo de Delfos había señalado
que era él el hombre más sabio de Atenas. El lema del oráculo,
conócete a ti mismo, quería decir que quien preguntaba debía saber
si era hombre o dios, y la respuesta implícita de Sócrates, es que él
era un hombre que no podía resignar su dimensión divina. Los estados
modernos de Occidente, en buena medida, habían aprendido la lección
socrática: los dineros de la enseñanza no deben exigir otra
contraprestación que esa apertura al conocimiento, que vendría a ser una
divinización laica de cada ciudadano.
Últimamente, eso parece
olvidarse, como lo olvidan las universidades de Estados Unidos que hoy
persiguen el patrocinio de empresas para desarrollar sus saberes, como
lo olvidan las universidades de América Latina que
revolean
indiscriminadas tecnicaturas. También parece haberlo olvidado
Uruguay, que en la última administración, escudada en un hipotético
neopragmatismo que en realidad lleva a praxis nula, ha perdido cinco
años en lo relativo a educación enarbolando, como exclusiva bandera, una
universidad tecnológica (la UTEC) que terminó siendo votada sin saberse,
a fin de cuentas, qué es lo que va a enseñar, cuáles sus planes y
disciplinas, en fin, una universidad hechizada por la opacidad de su
nombre. Este neopragmatismo, en rigor, amenaza hacer perder muchos años
más a la educación uruguaya, en la medida en que el proyecto educativo
de la oposición para la educación secundaria, siguiendo la lógica y
también la cháchara de la administración saliente, prevé darle un lugar
central al “emprendedurismo”.
El hombre emprendedor, de
acuerdo a este proyecto, vendría a ser la medida de todas las cosas. Es
que el día tal vez inminente en que el mundo ya no sea sino tecnicaturas
será ese día exacto en que nos hayamos terminado de olvidar de nosotros
mismos.
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