En un
diario del sur de Chile,
los
primeros días de este año, se anunciaban los cursos de verano
de una de
tantas universidades privadas de allá:
“Los talleres se impartirán
hasta el 17 de enero (...) los interesados pueden postular a clases de
Ciencia Política y Estado, Discurso, argumentación y debate, Música,
Defensa personal y Tenis de mesa”.
La existencia de aquellos
cursitos, compitiendo en pleno enero con muchas actividades del mismo
tipo, muestra redundantemente a la educación chilena como área de
desastre.
En los últimos tiempos (hablo
por lo menos de dos o tres años) se han instalado en los informativos
ciertas imágenes que parecen ser siempre la misma imagen, que comienzan
a instituirse como una especie de género, como el misil israelí cayendo
en territorio palestino o el gol robótico de Messi. Las secuencias
muestran grandes manifestaciones de estudiantes reclamando
—en
Santiago y otras ciudades—
la democratización de la educación, y a la policía reprimiendo muy
violentamente a los manifestantes con gases y con balas de goma y otros
materiales. Hay un aire retro en esas escenas con cubiertas quemadas,
con tanquetas vs. adolescentes: si no fuese por el piercing
—que
parece estar ahí para datarla—
podríamos creer que la dirigente estudiantil
Camila Vallejo (hoy electa diputada) es una heroína de mayo del '68.
Sucede también que la educación
en Chile aparece como un espacio extemporáneo o ucrónico.
Por un lado, el neoliberalismo
(que allí ha tenido menos alternativas, aggiornamientos o
resistencias que en otros contextos posliberales de la región) ha
operado una privatización excluyente y radical de la educación. El
suelto citado al comienzo es un síntoma de la mutación del campo
educativo en mercado educativo. En pleno enero
—cuando
podría esperarse que los asuntos relacionados con la educación
estuviesen aletargados en el verano—
la prensa gráfica, la televisión y las pantallas gigantes de la
publicidad vial se ven superpobladas por un frenesí de promociones,
ofertas, rebajas y otros artilugios de marketing que desarrollan
las empresas dedicadas a la enseñanza. Hay una inocultable ansiedad,
reflejada —y
generada—
por los medios en torno a los cupos de cada una de las instituciones, de
los rankings de estudiantes que accederán al subsidio, a la
gratuidad o al descuento de las carreras más o menos accesibles, y otras
variables. Los estudiantes mejor puntuados son una especie de casta de
héroes de sus comunidades
—del
estilo de las reinas de belleza—
que desayunan con el alcalde y reciben ofrendas florales. El anuncio da
cuenta de esa ferialización: es básicamente una enumeración caótica,
donde cohabitan, entre otros ítems, la retórica y el ping pong, y nos
envía naturalmente a la famosa lista de
Borges-Foucault o a la letra del tango “Cambalache” de Enrique
Santos Discépolo. La mezcla es el principio constructivo de la
enumeración; es el procedimiento idóneo
—según
sentenció Leo Spitzer, ya a mediados del siglo pasado—
para dar testimonio del mundo como caos, para renunciar a todo criterio
de jerarquización, para denunciar la imposibilidad del conocimiento.
Allí lo trascendente (Estado, argumentación, discurso) se contamina de
la trivialidad que se le yuxtapone (tenis de mesa). Que un anuncio sobre
la enseñanza utilice este recurso, que en realidad no pueda ser otra
cosa que una enumeración caótica, es
—literal
y etimológicamente—
catastrófico. En ese sentido, el suelto de la prensa chilena se parece a
una vidriera de una cadena de grandes tiendas populares, donde se trata
de mostrar mucho, sin la intervención forzosamente selectiva de un
diseñador. Se trata de un emblema, muy eficaz por lo comprimido o
económico, del actual sentido común de la educación (una pandemia que no
solo es chilena), hacia el cual
—incomprensiblemente—
el Uruguay parece pretender sumarse.
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Sin embargo, por otro lado, la enseñanza
chilena conserva, además
de su naturaleza excluyente, otras rémoras premodernas que la mirada
uruguaya (que aún guarda, como una nostalgia, algo del formato vareliano
y batllista) recibe con desconcierto: allá todavía existen Liceos de
niñas y Liceos de hombres.
Finalmente, otro asunto que asoma en el textito que
ha pretextado esta columna es la modalidad didáctica que ofrece para
enseñar ciencia política o defensa personal. Se trata de talleres.
Desconozco en qué corriente pedagógica se originó esa institución, pero
resulta evidente que se trata de una transferencia que llega a la
educación desde otras actividades. Para la Real Academia Española, un
taller es un establecimiento donde se trabaja en algún oficio. El
tallerismo pulula desde hace tiempo en toda clase de propuestas
educativas. En el caso de los
—ya
institucionalizados o arraigados—
talleres literarios, hay un intento de regresar a la banausia,
que era el modo (despectivo, por cierto) en que la paideia griega
designaba a las artes mecánicas o a los oficios manuales.
El taller literario, entonces
pretende reconvertir los textos literarios en artefactos que producen
sentido, y que pueden ser ensamblados, desensamblados o reparados
mediante determinadas técnicas en el ámbito de un taller: el escritor
ejerce un oficio, es un trabajador de la cultura, como solía decirse. Es
probable que —aunque
todo eso no sea estrictamente cierto—
la modalidad de taller sea la más funcional para comunicar o socializar
ciertos saberes y quehaceres de la literatura, sin que haya que recurrir
a entidades como la musa o el estro, o considerar que la creación
poética es un don o una tara propia del vate.
Sin embargo, al revés de lo que
ocurría en la Grecia clásica, se sabe que ahora es de recibo denigrar
como por superflua la inmaterialidad inútil de todo saber que no pueda
aplicarse, más temprano que tarde, a algún oficio. Así que la
superabundancia de talleres para enseñar (o “aprender juntos”) cualquier
cosa, puede verse también como una estrategia más de la campaña de
erradicación de las Humanidades.
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