No es
novedad que un mundo, al que con cierta pompa podríamos
llamar la Civilización Occidental, siempre ha estado aplicado a su
propia abolición, de modo sostenido, refinado y creativo. No se va a
hablar aquí de ingenios de destrucción masiva, ni del efecto
invernadero, ni siquiera de la comida chatarra. Se trata, meramente, de
la bucólica, un subgénero de la poesía lírica, cuya apariencia inocente
embosca una de las formas más insistentes y amaneradas de la crítica.
Las églogas, como suele llamarse a los poemas de esta índole, proponen
una representación idealizada de la vida campestre, sus escenarios, sus
personajes, sus costumbres.
Se sabe que el rastreo de fuentes es la construcción de una
retrospectiva inacabable, pero los historiadores de la literatura
convienen en repetir que el creador de esta modalidad fue Teócrito,
poeta refinado y cortesano del período alejandrino, que supo vivir al
servicio de algún tirano, unos 300 años antes de nuestra era. En algunos
de los poemas de Teócrito, conocidos como idilios (piezas
cortas), habrán asomado por primera vez los decorados nemorosos de la
bucólica. Croiset, en un envejecido manual de historia de la literatura
griega, anota que estas celebraciones de lo rústico aparecen con
frecuencia en las épocas fuertemente civilizadas. La intensidad de la
civilización concentrada en la ciudad —su
sofisticación, su relativa complejidad, su decadencia—
se critica, se niega, huye de sí
hacia la simulación de un mundo primario, hacia la ingenuidad
artificiosa y bidimensional de los cultivadores de aldea. La invención
de Teócrito ha sido exitosísima: podemos monitorearla desde Virgilio
(tal vez su practicante más célebre), hasta —por
decir algo—
la nueva canción latinoamericana,
cuando artistas más o menos cultos y urbanos (Alfredo Zitarrosa,
pongamos por caso) alimentaron la industria del entretenimiento y el
imaginario político con obras construidas mediante temas, lexicón y
prosodia campestres: No te olvides del pago/si te vas pa la ciudad/
cuanti más lejos te vayas/ más te tenés que acordar, etc.. Entre el
Siglo de Augusto y la década de 1960 pululan ( por mencionar algunos
casos sin salir del castellano) las más diversas realizaciones de la
bucólica: las serranillas del Marqués de Santillana, Garcilaso, Góngora,
la insufrible "Oda a la Agricultura en la Zona Tórrida" de Andrés Bello,
las eglogánimas de Herrera y Reissig (Los éxtasis de la montaña),
Miguel Hernández (que había sido él mismo pastor, pero que, para
escribir sobre pastores, copió a Góngora), la obra de los nativistas
uruguayos Fernán Silva Valdés o Pedro Leandro Ipuche, aparecida en
Montevideo durante los años 1920 cuando empezaba a consolidarse de
modernización (la urbanización) por parte del batllismo.
Pero, además de ser una tradición que cada tanto retoman los buenos o
malos poetas, la bucólica muestra, tal vez con más nitidez que otros
géneros, las implicaciones, las recíprocas injerencias entre la
escritura literaria y las prácticas y discursos políticos. Su exaltación
de la rusticidad de la naturaleza, de la simplicidad de las costumbres,
de la ingenuidad aldeana (probable derivado del mito de la edad de oro)
provee una matriz, una raíz arqueológica para ciertas concepciones
políticas. Recordemos, por ejemplo, la propuesta final del Cándido de
Voltaire (cultivar nuestro propio huerto), el estado de naturaleza de
Rousseau, el romanticismo alemán, el mesianismo pastoril del conde
Tolstoi (que reivindicaba la elementalidad del mujic ruso como arquetipo
moral), y también el sistema o cúmulo de intervenciones académicas o
políticas que puedan caber en la categoría verde.
Volvamos a la fase primordial o instituyente del género: no es extraño
que un imperio como el de Augusto pretenda o necesite legitimarse
mediante una épica. Para cumplir con esa necesidad nacional, el poeta
oficial, Plubio Virgilio Marón, escribió La Eneida. Resulta menos
obvio que aquel imperio, el más desmesurado aparato de civilización,
requiriese un sustento retórico en la exaltación de las abejas, de las
cabras y de los pastores: la polis nuclear hacia la cual converge cada
uno de los caminos, el emblema ilustrado, industrioso y corrompido de la
civilización misma, encomienda —también
a su poeta nacional—
la composición de églogas y de geórgicas. Es verdad que el imperio
necesitaba sostenerse en la producción agropecuaria, y que
—por lo tanto—
había que instruir y celebrar a los campesinos. Pero también es cierto
que al amplificar las ventajas de una existencia apartada y sencilla, el
estado imperial, y su dispositivo central, la ciudad
—polis—
estimula el apartamiento de la ciudadanía y de la política, cuyo
ejercicio pretende desestimular y restringir para apropiárselo en
exclusividad.
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Este tipo de propaganda
antipolítica, el elogio primoroso del
idiotes pastoril aparece sobre
todo cuando se entreteje en la bucólica el tópico aristotélico de la
aurea mediocritas, que desaconseja los peligros de aventurarse a una
existencia pública, de intentar lo hazañoso o lo heroico. Góngora
sintetizó graciosamente este lugar común: Traten otros del gobierno /
del mundo y sus monarquías / mientras gobiernan mis días / mantequillas
y pan tierno.
En Uruguay, durante la dictadura
(1973-1984), la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (DINARP)
disfrazó de atavíos campestres diversas expresiones del nacionalismo que
impostaba el régimen (por jemplo: la película Gurí, producida por
ese organismo). Recuerdo, además, una campaña gráfica, en que aparecía
la foto de un hombre tomando mate en la puerta de su casa, en donde el
texto en primera persona festejaba la posibilidad —donada
por el gobierno militar—
de trabajar tranquilamente y, luego, refugiarse en la paz doméstica, en
las pequeñas cosas del diario vivir, sin que ser perturbado por los
sindicatos, ni otras expresiones de la política.
Por su parte el Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros),
aparecido en la década de 1960 (algunos de cuyos miembros hoy ocupan el
gobierno), adquirió pronto prestigio global en tanto que guerrilla
urbana. Sin embargo, tal vez por influjo de uno de sus fundadores —Raúl
Sendic— que se fue de la ciudad a los extremos de la campaña, también ha
practicado —aunque no de modo programático— la alabanza del campesino
iletrado, supuesto depositario de cierta nobleza o entereza, que ya no
se encuentra en las ciudades. Hoy, los antiguos guerrilleros proponen
—entre otras— una variante invertida de la antipolítica: la tecnolatría,
la exaltación del que se refugia en la supuesta neutralidad
desideologizada de la investigación científica, la monumentalización del
idiotes tecno, que se aparta del ágora, para recluirse, no ya en
los establos y bosquecillos, sino en el laboratorio. De vez en cuando,
sin embargo, a modo de interjección, a la hora de evaluar algún
conflicto que los perturba, ciertos gobernantes vuelven al elogio
bucólico de la gente simple, que no participa en huelgas o
manifestaciones, que siembra, que cosecha, que pone el hombro.
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