Si
hay (por lo menos) tres instancias en la vida de la
mercancía
-producción, circulación y
consumo—, la mercancía parece encontrar hoy su punto de
verdad ya no en la producción (el principal
eslabón en los análisis marxistas clásicos), ni siquiera en el
consumo, sino en la circulación. La producción,
desde hace un tiempo, parece haber quedado huérfana de las
grandes utopías que la cobijaron desde Marx: trabajo como
realización de la esencia del hombre, lugar donde se traza el
antagonismo fundamental y donde se encuentra el sujeto
revolucionario capaz de subvertir todo el sistema, desarrollo y
liberación de las fuerzas productivas,
etcétera. Y el consumo es cada
vez menos ese lugar donde podríamos plantear nuestra sorda
alienación con respecto a la mercancía
y (con un esfuerzo) ser conscientes de que estamos
hipotecando, por ella, nuestra soberanía subjetiva. El consumo es
simplemente la muerte de la mercancía en un punto paradójico que ya
la prepara de antemano para su renacimiento instantáneo: fin y
renacimiento perpetuos, como un loop psicótico, de los sueños y
fantasías de propiedad, de posesión, de tenencia o de acumulación, o
del horror de no tener o de
perder, etcétera. Porque está claro que consumir no es tener
o apropiarse de algo, aunque ese
engaño (o esa contradicción) esté implícito en cierto modo en
la promesa del consumo. Una vez que se enciende el loop ya no
importan las fantasías del teniente o del propietario: somos
adictos. Ya no queremos poseer nada sino simplemente aliviar
una ansiedad o un apetito. La última chispa del sujeto
emancipatorio
se apaga en la cadencia sorda y
tranquila de la vida, el cuerpo, el goce, el placer, el dolor o el
miedo. Y así
la mercancía
es devuelta a la circulación y se consagra en su reino
ilimitado. La circulación es el movimiento perpetuo del mercado, la
equivalencia, la oferta y la demanda, los intercambios, la
publicidad, la comunicación.
Distribución, exhibición, muestra, espectacularización y fetichización extrema del objeto parcial bajo
la forma sobrenatural de la imagen y la publicidad.
El mercado es la sístole y la
diástole
entre nuestro ello y nuestro superyó. Es la respiración misma de nuestros cuerpos viviendo el
"eterno día tranquilo" de los
procesos primarios (aunque
esa tranquilidad esté atravesada en
forma sangrienta por la
violencia, la ansiedad,
el dolor, el poder). La circulación y el mercado son la vida
misma, la insignificancia o la insensatez de la vida misma. ¿Y
por qué un viviente habría de
preferir la negación y la problematización (social) de la vida a la
redonda tranquilidad afirmativa de vivir? ¿Por qué
un cuerpo elegiría
voluntariamente convertirse
en sujeto? Ese es el gran lío político hoy. No
podemos leer nuestras comunidades contemporáneas
de circulación y consumo con las herramientas clásicas de la
crítica de la ideología y
la interpretación de las transferencias neuróticas (qué
fantasías de poder, propiedad o
inmortalidad, o qué miedos o
terrores, etcétera, están
funcionando sordamente en el síntoma
consumista). Hay que dar un paso
más radical. Hay que postular que no somos sujetos, sujetos
alienados en el juego del mercado y del consumo.
Somos nervios, vidas y cuerpos. Cuerpos
hipnotizados, extasiados y
amenazados. Ahora hay que construir Sujeto.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 67, 20 de
setiembre de 2013, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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