Una
lectura de
Parecido a la noche,
de Jorge Arbeleche
“Y todo
está ahí, a nuestro alcance. Detrás del velo. Junto a los dioses.”
Jorge
Arbeleche (De El velo de los dioses)
“La poesía es memoria sin recuerdo
puro presente extendido
edad sin tiempo”
Rafael Courtoisie (De Santa Poesía)
Parecido a la noche,
el más reciente libro de poesía de Jorge Arbeleche, se inicia con “Las
murallas de Troya”, una galería de personajes homéricos que
alzan la voz, poema a poema, y dejan registro de su biografía o dan
su póstumo testimonio desde el más allá, revelando historias que
podrían haber seguido a los relatos de la guerra de una Troya
micénica, una breve secuela tan envuelta por la bruma como en La
Ilíada. Efluvios de la inspiración del poeta antiguo, rastros de
la epopeya y el mito helénicos, “Las murallas de Troya” se
constituye en un juego de espejos con las citas de los Cantos que
coronan cada poema, donde La Ilíada es entonces obra interrogada,
acaso “ajustada”, como diría Barthes de la acción de la crítica
literaria, “cubierta” por el propio lenguaje del poeta, que es,
finalmente, el lenguaje de su tiempo. La poesía se reafirma,
entonces, como forma de conocimiento, con su labor de rememoración e
invocación, al tiempo que confirma su propedéutica, y también la
función de oficiante del poeta: su trabajo con el lenguaje en
una ceremonia de trasiego entre la realidad más
palpable y el sueño más oscuro.
No es novedad el interés del poeta y profesor
Arbeleche en los personajes homéricos: “Último Ulises” y “Nausicaa” (de Alta noche),
“Ritual” (de Alfa y
Omega), Grecia y yo, entre otros. Pero en este libro los
presenta en una instalación poética de atmósfera teatral: “en
esta galería apócrifa / de nombre y de héroes…”, desfilan,
dejando el eco misterioso y oracular de la historia antigua, Helena,
Aquiles, Casandra, Tersites, Hécuba, Paris, Príamo, Glauco,
Patroclo, Andrómaca y los caballos de Troya, respirando todos en el
aire que les da el poeta que, como un taumaturgo tras la tramoya,
les ilumina los rostros detrás de las máscaras, y les hace admitir
su existencia diegética, su esencia narrativa:
“No reclamé ser convocado
ni a la escritura ni al recuerdo”
“No le impongas el ejercicio de leerme” (Glauco)
“Poeta, basta.
Bórrame del verso…” (Andrómaca)
Los agonistas se miran a sí mismos y se hablan entre sí:
Patroclo, a Aquiles: “No puedo salir, quedé atrapado detrás de la
vitrina ciega. (…) Adiós, amigo, / el más querido. Inútil es
forzar esta frontera.”; Aquiles, del otro lado de la aporética
frontera, implora a su madre: “inundo con mis lágrimas tu
río, / madre”, “rogad a los dioses inmortales / que me
devuelvan a Patroclo.”; Tersites, frente a los aqueos, increpa a Agamenón,
“soberbio y brutal”.
El poeta moderno habla a través de las máscaras del mito, y lo
actualiza. Como Octavio Paz en “Mariposa de obsidiana”, cuando
hablaba por la voz de la diosa Tonanzin, y él mismo terminaba
interpelado por la poesía en el espacio primordial del santuario,
Arbeleche convoca a unos velados hombres y mujeres arquetípicos,
hijos de dioses o de ninfas, aqueos nacidos de la catástrofe, de la
cólera, de la hybris del héroe o la maldición de los atridas,
y los deja en el libro suspendidos en su eterno parlamento, en un
tiempo agustiniano, actualizados por la memoria poética.
“Que lo consignen, si quieren, los venideros
escribas / del futuro”, dice Paris, y queda el poeta
interpelado, instalado junto a las murallas de Troya, moderando a
las Moiras, recuperando la memoria órfica de la fratría.
Aquí el poeta parece venir desde el fondo oscuro de la Historia a
administrar la sophrosyne, esa virtud que como enseñara el
helenista Jean Pierre Vernant, es en Homero “el buen sentido: los
dioses la devuelven a quien la ha perdido (…)”, es “el retorno, tras
un período de turbación y de obsesión, a un estado de calma, de
equilibrio, de control”, a través de “música, danza, cantos” en la
liturgia, entonces posiblemente también por medio de la poesía. Así,
contra la hybris, la impureza, la imprudencia y los impulsos,
la reflexión y la ponderación de la sophrosyne. En ese
ejercicio, el poeta glosa los discursos de los personajes antiguos
con sus propios pensamientos, y termina siendo el destinatario de
las profecías, los testimonios, los recuerdos y hasta las
imprecaciones de aquéllos:
“Habrá quienes escriban de mi desolación.
Por más sabios que fueren, su pluma
no será nunca igual a este latido
hueco que es hoy y siempre,
eso, que alguna vez llamaron alma” (Hécuba)
“Despréndeme la cáscara feroz de la memoria (…)
No me obligues
a
ver de nuevo el cadáver de mi esposo (…)
Debo perderme. No me nombres.” (Andrómaca)
Finalmente, en “Los caballos de Aquiles”, Arbeleche, como el
corifeo que dirige y cierra el coro, concluye la secuela del mito,
dibujando un horizonte curvo en el que se divisa Troya -en una
dimensión ajena, entre la bruma del futuro- y sobre el que vuela “el
ominoso polvo” de la guerra:
“Los guerreros antiguos mataban enemigos
como ahora. Tan peligrosos como bellos. (…)
“era igual que hoy / la muerte para los derrotados. Bestial.
Callada y silenciosa sin diferencia alguna.”
La muerte, la fuerza del destino y el poder forman el mito, el mito
ordena el caos y crea el cosmos, que sobrevive por la
pluma del poeta:
“Un poeta ciego los elevara desde la lucha oscura
al transparente verbo duradero (…)”.
“La corriente sonora los cubre. Los resguarda
del ominoso polvo. Y los descubre.”
“Las murallas de afuera”
es la segunda parte del libro, y Oscuro,
Claro, Seco y Húmedo, sus secciones.
El poema inicial es el que da nombre al libro, en correspondencia
con el epígrafe general: “Iba parecido a la noche” (La Ilíada,
Canto I). Y de alguna forma relaciona uno y otro lado de las
murallas visitadas, agregando a la galería de personajes uno actual,
el yo del poeta, a través de una alegoría, como en la estatuaria
clásica. Un escultor amigo modela su busto. Al inicio, describe la
secuencia de la labor (“le hunde sus dedos en los ojos (…) le
baja o sube los labios…”); pero el poeta ve más allá del
“montón arcilloso” bajo “la mano del artista”, ve la
alegoría, y reflexiona: “¿Soy el de ahora / el que fui o el que
seré?”, “¿Qué quedará de esa cabeza? ¿qué de la mía?”.
Allí parece cifrada la clave de interpretación de los poemas de
esta segunda parte, en la que vuelve Arbeleche con los temas que
siempre le inquietaran: el ser y el tiempo, la memoria, el misterio
de la palabra, la reflexión –la phronesis en la poiesis-,
finalmente, su lugar en el mundo. También vuelve a la lluvia, al
agua y al mar, espacio lábil de su poesía:
“En el agua del canto
abrevan las palabras.
En las orillas del silencio
pacen.” (Lluvia)
“…bajan las palabras
para beber
la gota primera bautismal.
La tinta escucha.
Contempla. Ora.
Alguna vez
escribe.” (Agua)
El mar es, como en su libro La sagrada familia, un espacio
incierto, incomprensible (“El hombre mira el mar. Y no lo
entiende.”, decía entonces), un lugar para la introspección y el
ensueño, un mundo sutil que reproduce el mundo interior del poeta:
“Estepa vasta. Disecada.”
“Volví de tarde.
Cauce reseco todavía.”
“Retorné por la noche. (…)
El mar de nuevo. Con agua de la gracia.”
Con tono lúdico o dramático, en el canto o la elegía, con la
precisión reflexiva del epigrama o el vuelo de la imagen onírica, la
poesía de Arbeleche es reconocible por la eufonía de su sello
personal: su ritornelo poético, frecuentemente afirmado en el
endecasílabo, tiene el aire de la lírica española pero infundido por
su propio estilo, como ya observara el poeta Washington Benavides en
el prólogo de Alfa y Omega.
La poesía ocupa territorios en los que bajo el “polvo de las
cosas” están las letras, las palabras, los nombres verdaderos,
que se descubren cuando se agencia el discurso con el trabajo
metonímico: el verano, en la sandía cortada en dos, la poesía de
Marosa en las mariposas y en “el
ruido de un fleco / del manto de la Virgen / ante el eco de un ala”, en Clavos, la
experiencia religiosa; mundos alternativos en los que se abren y
cierran puertas y murallas al sentido; universos pascalianos, donde
las palabras encienden un punto infinito en el pensamiento:
“Alguien tal vez
le diera yesca al fósforo
y
llama brindárale a la antorcha
e
ilumina así el pie de tu
andadura.
Alguien ha cosechado
la espiga de tu lámpara.
Detrás de cada puerta.
Detrás de cualquier lado.”
Enero de 2014
Referencias
Roland Barthes: Ensayos críticos (trad. Carlos Puyol), Planeta/Seix
Barral, 2003, p. 350.
Jean Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego (trad.
Marino Ayerra), Eudeba, 1965, p. 69.
Washington Benavídes: prólogo a Alfa y Omega, Banda Oriental,
Montevideo, 1996.
Jorge Arbeleche: Grecia y yo, página web de la Academia Nacional de
Letras.
Jorge Arbeleche: Alta noche, Editorial Acali, Montevideo, 1979.
Jorge Arbeleche: La sagrada familia, Estuario, Montevideo, 2010.
(Ediciones
Vitruvio, Colección Baños del Carmen Nº 4, Madrid, 2013)
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