El siguiente texto fue originalmente dirigido a Jorge
Fierro, quien me había pedido que escribiera sobre los 1990 en
Uruguay.
Jorge, sobre narrativa de los 1990 tengo muy poco que decir, no es
a lo que más atención he prestado, aunque leí en su momento a Mella, Escanlar, Casacuberta, y te agrego por ejemplo a
Amir Hamed que creo que tiene
que estar en cualquier grupo de buena escritura en prosa de esos
años. En esos años (me encanta lo que recuerda Gabriel Peveroni
sobre Insomnia y Posdata en los
9190, un espacio que compartimos y que daría para un capítulo en sí
mismo) yo estaba interesado en la poesía de entonces y de antes,
publiqué poesía propia nueva, y a la vez intenté continuar con la
zona cultural de Posdata a través de aquel suplemento, que
empezó la “tana” Lucia Calamaro y tomé yo casi enseguida. Ahí
(mérito antes que nada de Manolo Flores) tuvimos de columnistas
estables, todo el tiempo, cuando pocos los veían tanto como ahora a
Levrero, a Marosa, a Darnauchans (que tuvo una especie de beca, muy
bien ganada, en la revista, gracias al apoyo antes que nada de Fidel
Sclavo y de Gabriel Peveroni), a Mario Silva García, entre otros.
Con Amir Hamed y Carlos
Rehermann, Inés Bortagaray, Sofi Richero (menciono a los que
fueron haciendo alguna obra personal) y alguno más que fue y vino,
desde nuestro lado de Insomnia
fuimos acumulando entrevistas, columnas y notas de fondo —una cierta
tendencia teníamos a poner lo que nos parecía “interesante y bueno”
sin pensar si era alternativo o no, de izquierda o de derecha. Creo
que, saludablemente, desconectar la pobre lectura (más bien una
rutina digestiva) “política” de la cultura uruguaya fue quizá a lo
que se refiere bien Gabriel cuando dice lo de “lo súper cool”.
Pero yo no creo que fuera cool,
creo que intentábamos que fuera bueno, excelente en lo posible. De
lo que a nosotros nos parecía bueno (sabiendo que es un punto de
vista posible entre otros), entraba todo, sin mirar de qué colorcito
venía, o si publicábamos a Benavídes un día y a
Echavarren a la semana
siguiente. Teníamos espacio (16 páginas grandes en los buenos
tiempos) y ese talante libre de poder escribir lo que se nos diera
la gana. Literalmente. Una vez, para darte un extremo, le dedicamos
casi una revista entera a Erzsébet Báthory, básicamente porque a María José Santacreu se
le antojó y le había dedicado tiempo al personaje, y nos lo “vendió”
a los demás. No tengo nada en contra de esta señora sombría y tan
vieja que es del siglo XVI, pero no me arrepiento de eso, pero a la
distancia hay que entender lo caro que era y es editar 16 páginas de
cultura a todo color semana tras semana en Uruguay. En fin, así
funcionábamos… Tal forma de operar se trató de mantener y ampliar al
máximo siempre. Lo que creo que es clave para haber reunido a la
gente que se reunió en Posdata, es que ninguno de nosotros, nunca,
estuvo pensando en ganarle al otro, sino en dejar vivir y entender
todo lo posible a los otros. Cada uno estaba en su tribu, en su
cosa, pero “todos guardaban respeto”, como dice una milonga vieja de
Gardel, “El bailongo”. Todos guardaban respeto. Por ahí se empieza a
hacer algo.
Y eso del respeto a la diferencia se traslada a una lectura cultural
en donde los diferentes tienen que caber. Es bueno que haya palos
distintos, como en la baraja, y reflejarlo. Por entonces me acuerdo
que nos interesaba por ejemplo, desde
Insomnia, entrevistar
algunos poetas (Mascaró, Uriarte, Benavídes, Echavarren, etc.) que
nos parecían excelentes pese a sus diferencias personales, que a
mucha gente hace verlos como agua y aceite. Alguno en la revista
paró la oreja cuando anuncié que iba entrevista central a Benavídes,
a quien traté mucho a mediados de los 1980 y que creo que se ha
ganado a pico, pala y talento el lugar que él quiera en la historia
de la literatura uruguaya. Lo creo contra la opinión de varios de
mis mejores amigos, que quizá estarían dispuestos a llevarme a
juicio por esta opinión en particular. Pero creo que Benavídes es
grande y tiene un gran espacio, y que eso no debería impedirnos ver
a otros grandes. Es precisamente la mala lectura que confunde
literatura con política la que pone en el mismo vagón a Benavídes
con patéticas figuras muy conocidas que podrán compartir sus colores
políticos, quizá, eso no lo sé, pero que no le llegan a los talones
en materia de talento. Entonces, hay que separar, hay que salvar lo
bueno sobre todo de esa melange de “familia
ideológica=identidad artística”, que como forma de pensar y analizar
es una porquería, es de pésima calidad.
También fueron aquellos años de ir intentando escribir alguna cosa
más de fondo, compartiendo entre muchas otras cosas ese detalle de
llamar a examen al famoso ’45, que por entonces acarreábamos como
autoimpuesta tarea con otros de mi generación como Escanlar,
Fernández Insúa y demás. Respetando, pero combatiéndolo por lo
importante que fue, precisamente. Publiqué por ejemplo un largo
texto sobre
Ángel Rama y el 45 y cómo su estrategia cultural fue una cosa
deliberada, calculada y explícitamente desarrollada desde fines de
los 1950, y por qué me parece que hubo una gran frivolidad de base
en las razones por las cuales Rama, un crítico de talento pero en mi
opinión estratégicamente tan exitoso como errado, hizo las lecturas
que hizo de su presente y pasado cultural. Eso apareció en
Posdata Folios, una última reencarnación en papel de diario y
formato enorme que duró siete u ocho ediciones a principios del
2001, hasta que logramos fundir ese medio también. En fin,
Posdata duró desde setiembre de 1994 a diciembre de 2000, y
Posdata Folios unas semanas más. Para los tiempos, fue épico.
Mirado a la distancia, hay cosas dignas que quedaron de todo
aquello. Seguramente errores quedaron también, pero no está mal
cuando uno lo ve todo junto y a la distancia. Me acuerdo que por
entonces, hacia el final (siempre tuvimos que sobrellevar una cosa,
por alguna razón, de estar medio peleados con el resto de los
medios, otra de las cosas que para mí era incomprensible, la
guerrilla con Tres, la guerra sucia que, en su momento, nos
hizo Búsqueda, etc.) el veterano director de un prestigioso
semanario cultural del momento le dijo a un amigo que
Insomnia fallaba en que
“no tenía línea política”. Para mí, que hice todo eso de una manera
deliberada y calculada, fue una gran confirmación, y el mejor elogio
involuntario que recuerdo haber recibido.
Esto va a un punto central, pues, volviendo a lo conceptual, la
primera cosa creo que fue, y debe ser, no aceptar (algo que he
tratado personalmente de hacer desde mediados de los 1980 cuando
entré en la vida cultural) los bandos, esos ridículos banditos que
siempre arma el Uruguay. Sí está bien discutir ideas, es
imprescindible y se hace poco. Pero acá raramente se ha discutido
ideas. En cambio, se discute personas y se discute camisetas. Porque
las ideas, para peor, se confunden con mala política. La política
cambia, la gente piensa una cosa el miércoles y otra el jueves, y
con buen derecho. No es buena cosa usar semejante movilidad para
basar una lectura cultural en ella. Para mí la cosa era, entonces y
ahora, escribir acumulando en cualquier género del que se trate algo
que resista. "Obra", como se diría con una palabra sola. En otras
palabras: el Uruguay tiene gran habilidad para generar ilusión de
que una persona es “alguien” o “existe” culturalmente, porque es muy
fácil existir, hacerse notar, en un medio pequeño, cultivando un par
de rasgos públicos que es muy fácil estereotipar y consagrar a
través de los pocos medios de comunicación que se ocupan del tema.
Es más fácil ser conocido que ser desconocido en Uruguay. La
cuestión pues no es solamente hacerse notar. Eso puede estar bien o
no. Se trata de hacer cosas que realmente desafíen las defensas del
país, que son muy sólidas y muy insidiosas.
Por ahí una primera defensa del país es, entonces, la de estimular
la creación de grupos que se odian mutuamente. Cosas de aldea. Yo lo
viví en los 1980, cuando había ediciones de Uno por un
lado, y otros por otro, y aparentemente no habría puntos de
contacto. Hasta el día de hoy, gente de Uno que no conozco
y que me consta que no me conoce, me saluda con frialdad. ¿Por qué?
Eso de anteponer el grupete o la familia ideológica a la identidad
cultural o artística es un rasgo de pequeñez. Luis Bravo escribe su
panorámica de los 1980, y en algo que le he comentado personalmente
cuando leí eso (recuerdo que lo hablamos en el Tinkal un día hace
años) me parece que ese texto, que tiene sus méritos, también aun
paga algún tributo a esa lógica de "estaba el grupo X y el grupo Y",
y esa lógica tiende a influir las lecturas, incluso las de un lector
tan entrenado como Luis. Entonces, si no estabas o estabas dentro
del grupo X o Y tenías que escribir o estar influenciado por este o
aquel poeta mayor, etc. Yo recuerdo con toda claridad que mi primera
poesía tenía una influencia mayor, que es Blaise Cendrars, y otra
menor, que es Salvatore Quasimodo. Eso en los 1980, y buena parte de
mi propia poesía de entonces ya no me gusta nada. Fue algo de
entonces y ya no tengo nada que hacer con ella. Pero ni uno solo de
los que la han leído los mencionan, y en cambio mencionan a algunos
poetas uruguayos con los que en términos de intereses y estéticas no
tenemos nada que ver, salvo haber coincidido epocalmente y
espacialmente.
Volviendo a lo de la defensa uruguaya por excelencia, que es
estimular el corto plazo que se convierte en un siempre
cortoplacista, recuerdo que, por ejemplo, tuve una breve discusión
pública con Forlán y Escanlar por el año 1984 o acaso el 1985 en
donde el centro del asunto era: ¿vas a limitarte a agitar el charco,
o además vas a escribir algo que banque el tiempo y los ojos de
gente de distintas épocas? La letra, en mi opinión, es para durar.
Sino más vale permanecer en lo oral, que tiene más impacto y es más
digno como tal. Sigo manteniendo mi posición de entonces, aunque por
allá ellos tenían razón en parte también, en que un poco de quilombo
cada tanto hace falta. Pero a la larga, el Uruguay puede con los
quilombos, con lo que no puede es con la solidez. Pudo con Alfredo
Mario Ferreiro, pero no pudo con Zum Felde, con Ardao, con Real, que
son los que realmente afectaron el desarrollo intelectual y
espiritual del país. Pudo con Carreras, pero no pudo con Felisberto
u Onetti. Pudo con Carreras pero no con Herrera y Reissig. La razón
en el fondo es simple: Felisberto, Onetti o Herrera acumularon.
Acumularon, tiraron, escribieron y encontraron una voz, pero mucho
más que una voz, tuvieron algo que decir con ella. Por cierto que
cuando cuadró, tuvieron los líos que tuvieron que tener, pero eso es
distinto de reducirse a los líos, o de empezar por los líos en lugar
de empezar por las palabras. La voz a veces se encuentra enseguida,
uno se tropieza con ella si es lo suficientemente joven como para no
pensar mucho en el asunto. Pero después que intuiste cómo vas a ir,
a dónde vas a ir es cosa más difícil, más dura. Esa es la tumba de
los cracks, como dicen en fútbol. Promesas hemos tenido a paladas,
levantás una piedra y hay dos que saben escribir bastante bien. ¿Y?
En mi opinión un escritor, para serlo, tiene que empezar por
pelearse a muerte con su país y lograr además ser feliz con eso. Si
no, se arropa, y así no vamos a ninguna parte.
Así que ahí hay ya dos defensas que plantea el peor Uruguay. Una, la
posibilidad de crear un personaje que se autosatisface, a menudo en
el escándalo, y pierde el tiempo sin lograr entrarle en serio a la
base del peor país. Otra, confundir identidades grupales e
ideológicas con identidades individuales. El grupo arropa, protege,
hace el aguante, da ilusión de intelectualidad. Pero cuando rascás,
poca gente sabe realmente de lo que está hablando o ha laburado en
serio por algo. Lo que decía a menudo Gustavo (Escanlar) acerca de
que los uruguayos somos incultos, es cierto. Como sociedad, mucho.
Muy provinciana, que es una forma de la ignorancia debido a la
incapacidad de jerarquizar.
He ahí una tercera defensa del Uruguay. Jerarquizamos mal. Vemos
mucho cosas que son poco, y poco cosas que son mucho. Marosa se
tiene que morir para que la gente entienda que ella siempre fue más
que el esperpento del Sorocabana que se creía ver. Pasa a cada
momento. Es una sociedad táctica, y no estratégica.
Una cuarta defensa —si sigo habrá más y más, lo cual es
sospechoso—históricamente terrible, es el lugar que ocupa en el
imaginario local la palabra “izquierda”. De algo que habrá sido en
los años veinte a sesentas, se ha convertido luego en la contraseña
de lo absolutamente peor. Tanto que yo creo que habría que
“deshacerla a patadas”, como dice una vez Herrera y Reissig en el
“Epílogo wagneriano…”. Es la contraseña para la tranquilidad general
y la paz de los sepulcros. Podés ser un mamarracho, pero si invocás
la palabra mágica y decís “pero soy de izquierda” estás salvado. Por
mí se pueden ir todos a cagar. Ese desgaste y derretimiento de la
palabra y el concepto es de lo peor que le ha pasado al país, esa
mitificación del paraguas de esa palabra y de todo lo que conlleva.
Arropa a todos y es tan íntima y tan profunda que la gente se ofende
si uno no comulga en su iglesia. Como contrapartida, para todo lo
que haya que destruir, basta con el expediente sencillísimo de
encontrar una forma de asociarlo con “la derecha”. Ya vemos, hemos
visto en los últimos años, a dónde lleva ese uso obsceno de la
palabra “izquierda”. Lleva al neoliberalismo económico más brutal y
desencarnado, como en la izquierda ladrona y corrupta de Lula en
Brasil o la izquierda mafiosa de los K en Argentina, o la izquierda
de predicador televisivo de Chávez, y uno podría seguir. Ejemplos
sobran. Sin embargo, hay que seguir dándole al dogma número uno del
Uruguay, que es ese miedo ceremonial que impone la palabreja, o
palabrota. Si eso es ser de izquierda, yo creo que hay que pasar de
toda esa rejilla, la izquierda, la derecha… es como un juego en un
cumpleaños infantil, tiene la misma relevancia. Y sin embargo, a eso
ha ido siendo reducida la discusión cultural. Y que no me digan que
“es más complejo”, porque los que dicen que es más complejo no
pierden oportunidad de aclarar, más temprano o más tarde, que ellos
“son de izquierda”. Es decir, es “más complejo”, pero al final es
bien simple… ¿no? Si alguien pasa realmente el test de no tener que
declarar su confesión “de izquierda”, ahí lo empiezo a tomar más en
serio. Caso contrario, desconfío. Creo que está llenando con
“izquierda”, es decir con estopa, lo que no puede llenar de otra
manera. Y desde que la izquierda está en el poder y tiene los
cargos, a los ineptos se han sumado los trepadores, lo cual ya es
demasiado.
|
|