De tres patas ha de ser
la mesa, de las que se arman y desarman facilito, plegable, tipo
mesa de planchar. Pues, si acaso el tombo asoma, entonces el Estafador,
al guiño del compinche, se deshace de los cubiletes,
mejor dicho de dos tapas de gaseosa; una vez más desaparece
la monedita de diez centavos, que hasta ahí exhibía
y ocultaba su vaivén de pupila bizca entre párpados
metálicos; mete al bolsillo el pañuelo de fieltro
verde, y reduce al tamaño de maletín ejecutivo el
inestable soporte del embolate.
Quien así se vuela
es la Causa Primera, el Aleph,
Dios, o como quieran llamarlo. El Tarot de Marsella lo llama Bateleur,
y de por medio está el "batel", el vehículo
del vado. En efecto domina el paso entre las orillas, de lo increado
a lo creado y viceversa.
Los naipes populares
destacan su carácter de ambiguo artesano. En Bolonia,
por ejemplo, lo confunden cn el Pastelero y disponen sobre su
amasadera unos seis bizcochitos. En Turín lo han siempre
llamado Bagatto y convertido en pícaro Zapatero.
Mientras los más
aristocráticos, como el naipe de Oswald Wirth o el Rider,
exaltan la dignidad suprema de su oficio de Mago, y sobre la
mesa, que Wirth define "plató de la fenomenalidad",
no dejan sombra de dados o de tarro de engrudo: hay la Copa del
Saber, la Espada del Atrevimiento y el Denario del Silencio.
En su mano izquierda no hay un palitroque sino la Vara de la
Voluntad.
Pero la pata que falta
sigue siendo de Culebrero.
Y, a falta de mesa,
él mismo es Culebra. Su nombre es entonces Yuruparí.
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