1. ¿Cómo “hablar de religión”? ¿De la religión? ¿En particular, de
la religión hoy en día? ¿Cómo atreverse a hablar de ella en singular
sin temor y temblor en estos días? ¿Tan poco y tan rápidamente?
¿Quién tendría el descaro de pretender que se trata de un asunto
identificable y a la vez nuevo? ¿Quién tendría la presunción de
encajar ahí algunos aforismos? Para armarse del valor, la arrogancia
o la serenidad necesarios es preciso, quizás, fingir hacer
abstracción por un instante, abstracción de todo, o de casi todo,
una cierta abstracción. Quizás es preciso apostar por la más
concreta y más accesible, pero también por la más desértica de las
abstracciones.
¿Debemos salvarnos por la abstracción o salvarnos
de la abstracción? ¿Dónde está la salvación? (En 1807, escribe
Hegel: “Wer denkt abstrakt?”: “Denken? Abstrakt? –Sauve qui peut!”.
Así comienza diciendo, y justamente en francés, para traducir el
grito –”Rette sich, wer kann!”– del traidor que querría huir, de una
sola vez, del pensamiento, de la abstracción y de la metafísica:
como de la “peste”.)
2. Salvar, ser salvado, salvarse. Pretexto para
una primera cuestión: ¿se puede disociar un discurso sobre la
religión de un discurso sobre la salvación, es decir, sobre lo sano,
lo santo, lo sagrado, lo salvo, lo indemne, lo inmune (sacer,
sanctus, heilig, holy y sus supuestos equivalentes en tantas
lenguas)? Y la salvación ¿es necesariamente la redención, ante o
según el mal, la falta o el pecado? Ahora: ¿dónde está el mal; el
mal hoy en día, en la actualidad? Supongamos que haya una figura
ejemplar e inédita del mal, incluso del mal radical que parece
marcar nuestro tiempo y ningún otro. ¿Es identificando ese mal como
accederemos a lo que puede ser la figura o la promesa de la
salvación para nuestro tiempo, y por lo tanto la singularidad de eso
religioso que, según dicen todos los periódicos, está volviendo?
Finalmente, querríamos vincular la cuestión de la
religión con la del mal de abstracción. Con la abstracción radical.
No con la figura abstracta de la muerte, del mal de la enfermedad de
la muerte, sino con las formas del mal que tradicionalmente se
vinculan con el desgarro radical y por lo tanto con el desarraigo de
la abstracción pasando, aunque ello será mucho más tarde, por la de
los lugares de abstracción que son la máquina, la técnica, la
tecnociencia y sobre todo la trascendencia teletecnológica.
“Religión y mekané”, “religión y ciberespacio”, “religión y
numericidad”, “religión y digitalidad”, “religión y espacio-tiempo
virtual”: para que un breve tratado pueda estar a la altura de estos
temas, en la economía que nos es asignada, es preciso concebir una
pequeña máquina discursiva que, aunque finita y perfectible, no sea
demasiado poco potente.
Con el fin de pensar
abstractamente la religión hoy en día, partiremos de estos poderes
de abstracción para aventurar finalmente la siguiente hipótesis: con
respecto a todas estas fuerzas de abstracción y de disociación
(desarraigo, deslocalización,
desencarnación, formalización, esquematización
universalizante, objetivación, telecomunicación, etc.), la “religión” se encuentra a la vez en el
antagonismo reactivo y en el afán de superación reafirmante. Allí
donde el saber y la fe, la tecnociencia
(“capitalista” y fiduciaria) y la creencia, el crédito, la
fiabilidad, el acto de fe, habrán actuado siempre de común acuerdo,
en el lugar mismo, en el nudo de alianza de su oposición. De ahí la
aporía —una cierta ausencia de camino, de vía, de salida, de
salvación— y las dos fuentes
3. Para darles juego a la abstracción y a la
aporía de lo sin salida, quizá haga falta en primer lugar retirarse
a un desierto, incluso recluirse en una isla. Y contar una historia
breve que no sea un mito. Del tipo de: “Había una vez”, una sola
vez, un día, en una isla o en el desierto, figúrense, unos hombres,
filósofos, profesores, hermeneutas, eremitas o anacoretas que, para
“hablar de religión”, se habrían tomado tiempo para simular una
pequeña comunidad a la vez esotérica e igualitaria, amistosa y
fraternal. Quizá sería preciso incluso situar su propósito,
limitarlo en el tiempo y en el espacio, decir el lugar y el paisaje,
el momento pasado, un día, fechar lo furtivo y lo efímero,
singularizar, hacer como si se llevara un diario del que se fueran a
arrancar algunas páginas. Ley del género: la efeméride (y ya hablan
ustedes incansablemente del día). Fecha: el 28 de febrero de 1994.
Lugar: una isla, la isla de Capri. Un hotel, una mesa alrededor de
la cual hablamos entre amigos, casi sin orden, sin orden del día,
sin contraseña, salvo una palabra, la más clara y la más oscura:
religión. Creemos que podemos hacer como si creyéramos, acto
fiduciario, compartir alguna precomprensión. Hacemos como si
tuviéramos algún sentido común de lo que quiere decir “religión” a
través de las lenguas que creemos (¡cuánta creencia, ya, en este
día!) saber hablar. Creemos en la fiabilidad mínima de dicha
palabra. Como Heidegger en lo que llama el Faktum del léxico del ser
(al comienzo de Sein und Zeit), creemos (o creemos deber) precomprender el sentido de esta palabra, aunque no sea más que para
poder hacer preguntas y con vistas a interrogarnos sobre este
asunto. Ahora bien, deberemos volver sobre ello mucho más tarde,
nada está menos seguro de antemano que un Faktum así (en estos dos
casos, justamente!), y quizá toda la cuestión de la religión remita
a este poco de seguridad.
4. Al comienzo de un intercambio preliminar, en
dicha mesa, Gianni Vattimo me propone improvisar algunas
sugerencias. Se me permitirá recordarlas aquí, en itálicas, en una
especie de preámbulo esquemático y telegráfico. Sin duda, se
perfilaron otras proposiciones en un texto de carácter diferente que
escribí con posterioridad, en la estrechez de unos despiadados
límites de tiempo y de espacio. Tal vez sea ésta una historia
absolutamente diferente, mas, en mayor o menor medida, la memoria de
aquello que, ese día, se aventuró al principio continuará dictándome
lo que escribo.
Yo había propuesto en
primer lugar esclarecer en la reflexión, tanto como fuera posible
sin desconocimiento o denegación, una situación efectiva y única,
aquella en la que nos encontrábamos entonces: unos hechos, un
compromiso común, una fecha, un lugar. En verdad habíamos aceptado
responder a una doble proposición, a la vez filosófica y editorial,
que abría ella misma, enseguida, una doble cuestión: de la lengua y
de la nación. Ahora bien: si hay, en el día de hoy, otra “cuestión
de la religión”, un punto de partida actual y nuevo, una reaparición
inaudita de esa cosa sin edad y mundial o planetaria, se trata de la
lengua, ciertamente —más precisamente del idioma, de la literalidad,
de la escritura, que forman el elemento de toda revelación y de toda
creencia, un elemento en última instancia irreductible e
intraducible— pero de un idioma indisociable, indisociable en primer
lugar del vínculo social, político, familiar, étnico, comunitario,
de la nación y del pueblo: autoctonía, suelo y sangre, relación cada
vez más problemática con la ciudadanía y el Estado. La lengua y la
nación forman en este tiempo el cuerpo histórico de toda pasión
religiosa. Al igual que este encuentro de filósofos, la edición
internacional que se nos propone resulta ser en primer lugar
“occidental”, confiada a continuación, es decir también confinada, a
algunas lenguas europeas, las que “nosotros” hablamos aquí en
Capri, en esta isla italiana: el alemán, el
español, el francés, el italiano
5. No estamos lejos de Roma, pero ya no estamos en
Roma. Henos aquí por dos días, literalmente aislados, insularizados
en las alturas de Capri, en la diferencia entre lo romano y lo
itálico que podría simbolizar todo aquello que puede predisponer —a
la separación, respecto de lo romano en general—. Pensar “religión”
es pensar lo “romano”. Ello no se hará ni en Roma ni demasiado lejos
fuera de Roma. Eventualidad o necesidad para traer a la memoria la
historia de algo como la “religión”: todo cuanto se hace y se dice
en su nombre debería guardar la memoria crítica de esta
denominación. Europea, fue en primer lugar latina. He aquí, pues, un
dato cuya figura al menos, como el límite, permanece contingente y
significativa a la vez. Exige ser tenida en cuenta, reflexionada,
tematizada, fechada. Es difícil decir Europa sin connotar:
Atenas-Jerusalén-Roma-Bizancio, guerras de religión, guerra abierta
por la apropiación de Jerusalén y del Monte Moria, del “Heme aquí”
de Abraham o de Ibrahim ante el extremo “sacrificio” pedido, la
ofrenda absoluta del hijo bien amado, la ejecución exigida o la
muerte d(on)ada de la única descendencia, la repetición suspendida
la víspera de toda Pasión. Ayer (sí: ayer, verdaderamente, hace
apenas unos días) fue la masacre de Hebrón en la Tumba de los
Patriarcas, lugar común y trinchera simbólica de las religiones
llamadas abrahámicas. Nosotros representamos y hablamos cuatro
lenguas diferentes, mas nuestra “cultura” común, digámoslo, es más
manifiestamente cristiana; a lo sumo, judeocristiana. No hay ningún
musulmán entre nosotros, por desgracia, al menos para esta discusión
preliminar, en el momento en que es hacia el Islam hacia donde
deberíamos quizá comenzar por volver nuestra mirada. Ni hay tampoco
ningún representante de otros cultos. ¡Ninguna mujer! Deberemos
tenerlo en cuenta: hablar por esos testigos mudos sin hablar por
ellos, en su lugar, y sacar de esto toda suerte de consecuencias.
6. ¿Por qué es tan difícil pensar ese fenómeno,
apresuradamente llamado el “retorno de las religiones”? ¿Por qué
sorprende? ¿Por qué asombra en particular a los que creían
ingenuamente que una alternativa oponía de un lado la Religión, del
otro la Razón, las Luces, la Ciencia, la Crítica (la crítica
marxista, la genealogía nietzscheana, el psicoanálisis freudiano y
su herencia) como si lo uno no pudiera sino acabar con lo otro?
Sería preciso, al contrario, partir de otro esquema para intentar
pensar dicho “retorno de lo religioso”. ¿Se reduce éste a lo que la doxa determina confusamente como “fundamentalismo”, “integrismo”,
“fanatismo”? He aquí quizá, a la medida de la urgencia histórica,
una de nuestras cuestiones previas. Y entre las religiones
abrahámicas, entre los “fundamentalismos” o los “integrismos” que en
ellas se desarrollan universalmente, porque hoy día están
funcionando en todas las religiones, ¿qué hay justamente del Islam?
Más no empleemos este nombre demasiado rápidamente. Lo que
precipitadamente se agrupa bajo la referencia “islámico” parece
detentar hoy en día algún privilegio mundial o geopolítico a causa
de la naturaleza de sus violencias físicas, de ciertas violaciones
declaradas del modelo democrático y del derecho internacional (el
“caso Rushdie” y el de tantos otros y el “derecho a la literatura”
), a causa de la forma arcaica y moderna a la vez de sus crímenes
“en nombre de la religión”, de sus dimensiones demográficas, de sus
figuras falocéntricas y teológico políticas. ¿Por qué? Será preciso
discernir: el islam no es el islamismo, no hay que olvidarlo nunca,
pero éste se ejerce en nombre de aquél, y ésta es la grave cuestión
del nombre.
7. No hay que tratar nunca como un accidente la
fuerza del nombre en lo que ocurre, se hace o se dice en nombre de
la religión, aquí en nombre del islam. Además, directamente o no, lo
teológico político es, como todos los conceptos adheridos a estas
cuestiones —comenzando por el de democracia y el de secularización,
incluso el del derecho a la literatura— no sólo europeo, sino grecocristiano, grecorromano. Estaremos así sitiados por todas las
cuestiones del nombre y de aquello que “se hace en nombre de”:
cuestiones del nombre “religión” de los nombres de Dios, de la
pertenencia y la no pertenencia del nombre propio al sistema de la
lengua, por lo tanto de su intraducibilidad, pero también de su
iterabilidad (es decir, de lo que hace de él un lugar de
repetibilidad, de idealización y por lo tanto, ya, de tekné, de
tecnociencia, de teletecnociencia en la llamada a distancia), de su
vínculo con la performatividad de la llamada en la oración (allí
donde, como dice Aristóteles, ésta no es ni verdadera ni falsa), de
su vínculo con aquello que, en toda performatividad, como en todo
apóstrofe y en toda atestación, apela a la fe del otro y se
despliega por lo tanto en una profesión de fe.
8.
La luz tiene
lugar. Y el día. Nunca se separará la coincidencia del rayo de sol y
la inscripción topográfica: fenomenología de la religión, religión
como fenomenología, enigma del Oriente, del Levante y del
Mediterráneo en la geografía del (a)parecer. La luz (phos), en todas
partes donde este arké manda y comienza el discurso y da la
iniciativa en general (phos, phainesthai, phantasma, así pues
espectro, etc.) tanto en el discurso filosófico como en el discurso
de una revelación (Offenbarung) —o de la revelabilidad (Offenbarkeit)—,
de una posibilidad más originaria de manifestación. Más originaria,
es decir, más próxima a la fuente, a la única y misma fuente. La luz
dicta en todas partes lo que aún ayer creíamos inocentemente
sustraer y hasta oponer a la religión y cuyo porvenir es necesario
repensar hoy día (Aufklärung, Luces, Lumières, Enlightenment,
Iluminismo). No lo olvidemos: en tanto no disponía de ningún término
común para “designar, señala Benveniste, ni la religión misma, ni el
culto, ni el sacerdote, ni siquiera ninguno de los dioses
personales”, el lenguaje indoeuropeo se reagrupaba ya en “la noción
misma de ‘dios’ (deiwos), cuyo ‘sentido propio’ es ‘luminoso’ y ‘celeste’”.[i]
9. En esta misma luz y bajo el mismo cielo,
nombremos en este día tres lugares: la isla, la Tierra Prometida, el
desierto. Son tres lugares aporéticos: sin salida ni camino
asegurado, sin ruta ni meta, sin un afuera cuyo mapa sea previsible
y su programa, calculable. Estos tres lugares simbolizan nuestro
horizonte, aquí y ahora. (Mas se tratará de pensar o de decir, y
ello será difícil en los límites asignados, una cierta ausencia de
horizonte. Paradójicamente, la ausencia de horizonte condiciona el
propio porvenir. El surgir del acontecimiento debe agujerear
cualquier horizonte de espera. De ahí la aprehensión de un abismo en
esos lugares, por ejemplo, un desierto en el desierto, allí donde no
se puede ni se debe ver venir lo que debería o podría —quizá— venir.
Lo que queda por dejar venir.)
10. ¿Es una casualidad que, siendo casi todos
mediterráneos de origen y cada uno de nosotros mediterráneos por una
especie de querencia, hayamos sido orientados, a pesar de tantas
diferencias, por una cierta fenomenología (de nuevo la luz)?
Nosotros, que estamos hoy reunidos en esta isla y hemos debido
escogernos o aceptarnos más o menos secretamente, ¿es una casualidad
el que todos hayamos sido tentados un día, a la vez por una cierta
disidencia respecto de la fenomenología husserliana y por una
hermenéutica cuya disciplina debe tanto a la exégesis del texto
religioso? Deber tanto más imperioso, por consiguiente: no olvidar
aquello mismo, aquellos o aquellas que este contrato implícito o
este “estar juntos” debe excluir. Sería preciso, fue preciso,
comenzar por darles la palabra.
11. Recordemos asimismo lo que, con razón o sin
ella, considero provisionalmente como una evidencia: sea cual fuere
nuestra relación con la religión, con tal o cual religión, no somos
ni religiosos vinculados por un sacerdocio, ni teólogos, ni
representantes cualificados o competentes de la religión, ni
enemigos de la religión en cuanto tal, en el sentido en que se
piensa podían serlo ciertos filósofos llamados de las Luces. Sin
embargo, compartimos también y por ello mismo, me parece, otra cosa,
a saber —designemos ésta prudentemente—: un gusto sin reserva, si no
una preferencia incondicional por aquello que, en política, se llama
la democracia republicana como modelo universalizable, lo que
vincula a la filosofía con la cosa pública, con la publicidad, y
otra vez con la luz del día, con las Luces, con la virtud
esclarecida del espacio público, emancipándola de todo poder
exterior (no laico, no secular), por ejemplo, la dogmática, la
ortodoxia o la autoridad religiosa (es decir, un cierto régimen de
la doxa o de la creencia, lo que no quiere decir de cualquier fe).
Por lo menos de forma analógica (pero volveré sobre ello más
adelante) y como mínimo durante todo el tiempo y en tanto que
hablamos aquí juntos, intentaremos trasponer sin duda, aquí y ahora,
la actitud circunspecta y suspensiva, una cierta epojé que consiste
—con o sin razón, ya que lo que está en juego es grave— en pensar la
religión o hacerla aparecer “en los límites de la mera razón”.
12. Cuestión
conexa: ¿qué hay de este gesto “kantiano” hoy en día? ¿A qué se
parecería hoy un libro titulado, como el de Kant, La religión en los
límites de la mera razón? Esta epojé da asimismo su oportunidad a un
acontecimiento político, lo que ya había intentado yo sugerir en
otra parte.[ii] Pertenece incluso a la historia de la democracia,
especialmente cuando el discurso teológico ha debido tomar las
formas de la via negativa, e incluso allí donde parece haber
prescrito la comunidad recluida, la enseñanza iniciática, la
jerarquía, el desierto o la insularidad esotérica.[iii]
13. Antes que la isla, y
Capri no será nunca
Patmos, habrá habido la Tierra Prometida. ¿Cómo
improvisar y dejarse sorprender al hablar de ello? ¿Cómo no temer y
cómo no temblar, ante la inmensidad abismal de este tema? La figura
de la Tierra Prometida ¿no es también el vínculo esencial entre la
promesa del lugar y la historicidad? Por historicidad podríamos
entender hoy día más de una cosa. En primer lugar, una especificidad
aguda del concepto de religión, la historia de su historia y de las
genealogías entrelazadas en sus lenguas y en su nombre. Será preciso
discernir: la fe no ha sido siempre y no siempre será identificable
con la religión, ni con la teología. Toda sacralidad y toda santidad
no son necesariamente en el sentido estricto de este término, si es
que hay uno, religiosas. Nos será preciso volver sobre el devenir y
la semántica de este nombre, la religión”, a través de su
occidentalidad romana y a la vez, de su vínculo
contraído con las revelaciones
abrahámicas. Estas no son sólo acontecimientos. Acontecimientos
semejantes no ocurren más que dándose como sentido el de implicar la
historicidad de la historia —y lo acontecedero del acontecimiento—
como tal. A diferencia de otras experiencias de la “fe”, lo “santo”
lo “indemne” y lo “salvo”, lo “sagrado”, lo “divino”, a diferencia
de otras estructuras que se estaría tentado de llamar por una dudosa
analogía “religiones”, las revelaciones testamentaria y coránica son
inseparables de una historicidad de la revelación misma. El
horizonte mesiánico o escatológico delimita dicha historicidad,
cierto, pero sólo por haberla abierto previamente
14. He ahí otra dimensión histórica, otra
historicidad distinta de la que evocábamos hace un instante, a no
ser que esté incluida en ella. ¿Cómo tener en cuenta esta historia
de la historicidad para tratar hoy en día la religión en los límites
de la mera razón? ¿Cómo inscribir ahí, para ponerla al día, una
historia de la razón política y tecnocientífica, pero también una
historia del mal radical, de sus figuras que nunca son solamente
figuras y que, he ahí todo el mal, inventan siempre un mal nuevo? La
“perversión radical del corazón humano” de la que habla Kant (I, 3),
sabemos ahora que no es una, ni dada de una vez por todas, como si
no pudiera inaugurar más que figuras o tropos de sí misma. Tal vez
podríamos preguntarnos si esto concuerda o no con la intención de
Kant cuando recuerda que la Escritura “representa” el carácter
histórico y temporal del mal radical, incluso si esto no es sino una
“representación” (Vorstellungsart) de la que la Escritura se sirve
en razón de la “debilidad” humana (I, 4); y esto incluso si Kant
lucha por dar cuenta del origen racional de un mal que permanece
inconcebible para la razón, afirmando simultáneamente que la
interpretación de la Escritura excede las competencias de la razón y
que, de todas las “religiones públicas” que hubo jamás, sólo la
religión cristiana habrá sido una religión “moral” (fin de la
primera Observación general). Extraña proposición, pero que es
preciso tomar rigurosamente en serio en cada una de sus premisas.
15. En efecto, en opinión de Kant —lo dice
expresamente—, no hay más que dos familias de religión, y en suma
dos fuentes o dos matrices de la religión —y por lo tanto dos
genealogías— sobre las que debemos preguntarnos aún por qué
comparten un mismo nombre, propio o común: la religión de mero culto
(des blossen Cultus) busca los favores de Dios” pero, en el fondo y
por lo esencial, no actúa, no enseña más que la oración y el deseo.
El hombre no tiene que hacerse mejor, ni siquiera por la remisión de
los pecados. La religión moral (moralische) se interesa por la buena
conducta en la vida (die Religion des guten Lebenswandels); manda el
hacer, le subordina el saber y lo disocia de él, prescribe el
hacerse mejor actuando con este fin, allí donde “el principio
siguiente guarda su valor: ‘No es esencial ni por consiguiente
necesario para nadie saber lo que Dios hace o ha hecho por su
salvación’, sino más bien saber lo que él mismo debe hacer para
tornarse digno de este auxilio”. Kant define así una “fe
reflexionante” (reflektierende), es decir, un concepto cuya
posibilidad bien podría abrir el espacio mismo de nuestra discusión.
La fe reflexionante, al no depender esencialmente de ninguna
revelación histórica y concordar así con la racionalidad de la razón
pura práctica, favorece la buena voluntad más allá del saber. Se
opone así a la fe dogmática” (dogmatische). Si contrasta con esta
“fe dogmática” es que ésta pretende saber y por lo tanto ignora la
diferencia entre fe y saber.
Ahora bien, el principio de una oposición así, por
eso insisto en ello, podría no ser sólo definitorio, taxonómico o
teórico; no sólo nos sirve para clasificar religiones heterogéneas
bajo el mismo nombre; podría asimismo definir hoy todavía para
nosotros un lugar de conflicto, si no de guerra, en el sentido
kantiano. Todavía hoy, aunque sólo sea provisionalmente, podría
ayudarnos a estructurar una problemática.
Estamos preparados para calibrar sin flaquear las
implicaciones y las consecuencias de la tesis kantiana? Ésta parece
fuerte, simple y vertiginosa: la religión cristiana sería la única
religión propiamente “moral”; una misión le estaría propiamente
reservada, sólo a ella: liberar una “fe reflexionante”. De ello se
sigue pues necesariamente que la moralidad pura y el cristianismo
son indisociables en su esencia y en su concepto. Si no hay
cristianismo sin moralidad pura es que la revelación cristiana nos
enseña algo esencial respecto de la idea misma de la moralidad. En
consecuencia, la idea de una moral pura mas no cristiana sería
absurda; sobrepasaría el entendimiento y la razón; sería una
contradicción en los términos. La universalidad incondicional del
imperativo categórico es evangélica. La ley moral se inscribe en el
fondo de nuestros corazones como una memoria de la Pasión. Cuando se
dirige a nosotros, habla el idioma del cristiano –o se calla–.
Esta tesis de Kant (que querríamos poner más tarde
en relación con lo que llamaremos la mundialatinización) ¡no es
también, en el núcleo de su contenido, la tesis de Nietzsche,
incluso cuando éste sostiene una guerra inexpiable contra Kant?
Nietzsche hubiera dicho quizá “judeocristiana”, pero el lugar que
ocupa San Pablo entre sus blancos privilegiados muestra
perfectamente que aquello a lo que le tenía inquina era al
cristianismo, a un cierto movimiento interiorizante en el
cristianismo –al que además hacía portador de la más grave
responsabilidad–. Los judíos y el judaísmo europeo constituirían, en
su opinión, una resistencia desesperada (al menos cuando resiste),
una última protesta interna contra un cierto cristianismo.
Esta tesis sin duda dice algo de la historia del
mundo, nada menos. Indiquemos todavía, muy esquemáticamente, dos de
sus posibles consecuencias, y dos paradojas entre tantas otras:
1. En la definición de la “fe reflexionante” y de
lo que vincula indisolublemente la idea de la moralidad pura con la
revelación cristiana, Kant recurre a la lógica de un principio
simple, el que citábamos hace un momento literalmente: para
conducirse de forma moral es necesario en suma hacer como si Dios no
existiera o no se ocupara ya de nuestra salvación. He aquí lo que es
moral y por lo tanto cristiano, si un cristiano tiene el deber de
ser moral: no volverse más a Dios en el momento de actuar según la
buena voluntad; hacer en resumidas cuentas como si Dios nos hubiera
abandonado. El concepto de “postulado” de la razón práctica,
permitiendo pensar (también en teoría suspender) la existencia de
Dios, la libertad o la inmortalidad del alma, la unión de la virtud
y la felicidad, asegura esta disociación radical y asume, a fin de
cuentas, la responsabilidad racional y filosófica, la consecuencia
aquí abajo, en la experiencia, de este abandono. ¡No es éste otro
modo de decir que el cristianismo no puede responder a su vocación
moral y la moral a su vocación cristiana sino soportando aquí abajo,
en la historia fenoménica, la muerte de Dios, más allá con mucho de
las figuras de la Pasión? ¿Que el cristianismo es la muerte de Dios
así anunciada y recordada por Kant a la modernidad de las Luces? El
judaísmo y el islam serían quizás entonces los dos últimos
monoteísmos que todavía se alzan contra todo aquello que, en la
cristianización de nuestro mundo, significa la muerte de Dios, la
muerte en Dios, dos monoteísmos no paganos que no admiten ni la
muerte ni la multiplicidad en Dios (la Pasión, la Trinidad, etc.),
dos monoteísmos todavía lo bastante ajenos al corazón de la Europa
grecocristiana, pagano-cristiana, lo bastante ajenos a una Europa
que significa la muerte de Dios, como para recordar a cualquier
precio que ‘monoteísmo” significa tanto la fe en el Uno, y en el Uno
vivo, como la creencia en un Dios único.
2. A la vista de esta lógica, de su rigor formal y
de sus posibilidades, ¿no abre Heidegger otro camino? Insiste en
efecto en Sein und Zeit en el carácter a la vez premoral (o
pre-ético, si “ético” remite aún a ese sentido de ethos que
Heidegger tiene por derivado, inadecuado y tardío) y prerreligioso
de la “conciencia” (Gewissen), del ser-responsable-culpable-deudor (Schuldigsein)
o de la atestación (Bezeugung) originarios. Regresaríamos así más
acá de lo que une la moral a la religión, es decir, al cristianismo.
Lo que en principio permite repetir la genealogía nietzscheana de la
moral pero descristianizándola aun más, allí donde ello fuera
necesario, desarraigando lo que le quedara de matriz cristiana.
Estrategia tanto más retorcida y necesaria para Heidegger cuanto que
éste no acaba nunca de emprenderla con el cristianismo o de
desprenderse de él —con tanto más violencia cuanto que es demasiado
tarde, quizá, para denegar ciertos motivos archicristianos de la
repetición ontológica y de la analítica existencial—.
¡A qué llamamos aquí una
“lógica” su “rigor formal” y sus posibilidades”? La propia ley, una
necesidad que, como se ve, programa sin duda un afán infinito de
superación, una inestabilidad enloquecedora entre estas
“posiciones”: Éstas pueden ser ocupadas sucesiva o simultáneamente
por los mismos “sujetos”. De una religión a la otra, los
“fundamentalismos” y los “integrismos” hiperbolizan hoy este afán de
superación. Lo exasperan en el momento en que, volveremos sobre ello
más tarde, la mundialatinización (esa
alianza extraña del cristianismo, como experiencia de la muerte de
Dios, y el capitalismo
teletecnocientífico) es a la vez hegemónica y finita, es
superpoderosa y está en vías de agotamiento.
Simplemente, aquellos que se comprometen en este afán de superación
pueden conducirla desde todos lados, en todas las “posiciones”, a la
vez o por turnos, hasta el extremo
¡No es ésta la locura, la
anacronía absoluta de nuestro tiempo, la
disyunción de toda contemporaneidad consigo misma, el día velado de
todo hoy
16. Esta definición de la fe reflexionante aparece
en el primero de los cuatro Parerga añadidos al final de cada parte
de La religión en los límites de la mera razón. Dichos Parerga no
son parte integrante del libro; “no pertenecen al adentro” de “la
religión en los límites de la razón pura”; “limitan” con o se
“yuxtaponen” a ella. Insisto en ello por razones teo-topológicas en
cierto modo, incluso teo-arquitectónicas: estos Parerga sitúan
quizás el borde en el que podríamos inscribir nuestras reflexiones
en este día. Tanto más cuanto que el primer Parergon, añadido en la
segunda edición, define así la tarea secundaria (parergon) que,
respecto de lo que es moralmente incontestable, consistiría en
despejar las dificultades concernientes a cuestiones trascendentes.
Cuando se las traduce al elemento de la religión, las ideas morales
pervierten la pureza de su trascendencia. Pueden hacerlo de dos
maneras en dos veces, y ese cuadrado podría encuadrar hoy, siempre y
cuando se vigilen las trasposiciones apropiadas, un programa de
análisis para las formas del mal perpetrado en todos los rincones
del mundo “en nombre de la religión” Debemos contentarnos con
indicar los títulos y, en primer lugar, los criterios del mismo
(natural/sobrenatural, interno/externo, luz teórica/acción práctica,
de constatación/performativo): 1) la pretendida experiencia interna
(de los efectos de la gracia): el fanatismo o el entusiasmo del
iluminado (Schwärmerei); 2) la pretendida experiencia externa (de lo
milagroso): la superstición (Aberglaube); 3) las supuestas luces del
entendimiento en la consideración de lo sobrenatural (los secretos, Geheimnisse): el iluminismo, el delirio de los adeptos; 4) la
arriesgada tentativa de actuar sobre lo sobrenatural (medios de
obtener la gracia): la taumaturgia.
Cuando Marx considera la
crítica de la religión como la premisa de toda crítica de la
ideología, cuando considera la religión como la ideología por
excelencia, incluso como la forma matricial de toda ideología y del
movimiento mismo de fetichización, ¿se
mantendría su propósito, lo haya querido o no, dentro del marco
parergonal de una crítica racional
semejante? O bien, lo que es más verosímil pero más difícil de
demostrar, ¿deconstruye ya la axiomática
fundamentalmente cristiana de Kant? Esta podría ser una de nuestras
cuestiones, sin duda la más oscura, porque no es seguro que los
principios mismos de la crítica marxista no apelen aún a una
heterogeneidad entre fe y saber, entre justicia práctica y
conocimiento. Ahora bien, esta heterogeneidad tal vez no sea
irreductible en última instancia a la inspiración o al espíritu de
La religión en los límites de la mera razón. Tanto más cuanto que
estas figuras del mal desacreditan tanto como acreditan ese
“crédito” que es el acto de fe. Excluyen tanto como explican
(requieren quizá más que nunca) este recurso a la religión, al
principio de la fe, aunque sólo sea al de una forma radicalmente
fiduciaria de la llamada “fe
reflexionante”. Y es esta mecánica, este retorno maquinal de la
religión, lo que querría interrogar aquí.
17. ¿Cómo pensar entonces —en los límites de la
mera razón— una religión que, sin volver a ser una “religión
natural”, sea hoy efectivamente universal y que, para ello, no se
atenga ya al paradigma cristiano ni al abrahámico? ¿Cómo sería el
proyecto de un “libro” así? En La religión en los límites de la mera
razón se trata de un Mundo que es asimismo un Antiguo-Nuevo Libro. ¿
Tiene este proyecto un sentido o una oportunidad? ¿Una oportunidad o
un sentido geopolíticos? ¿ O bien la idea misma sigue siendo, en su
origen y en su fin, cristiana? ¿ Y sería esto necesariamente un
límite, uno de tantos? Un cristiano —pero del mismo modo un judío o
un musulmán— sería alguien que cultivaría la duda respecto de este
límite, respecto de la existencia de este límite o de su
reductibilidad a cualquier otro límite, a la figura corriente del
límite.
18. Sin olvidar estas cuestiones, podríamos
apreciar en ellas dos tentaciones. En su principio esquemático, una
sería “hegeliana”: ontoteología que determina el saber absoluto como
verdad de la religión, en el transcurso del movimiento final
descrito en las conclusiones de la Fenomenología del espíritu o de
Fe y saber —que anuncia en efecto una “religión de los tiempos
modernos” (Religion der neuen Zeit) fundada en el sentimiento de que
“Dios mismo ha muerto”—. El “dolor infinito” todavía no es ahí más
que un “momento” (rein als Moment), y el sacrificio moral de la
existencia empírica no fecha sino la Pasión absoluta o el Viernes
Santo especulativo (spekulativer Karfreitag). Las filosofías
dogmáticas y las religiones naturales deben desaparecer, y de la
mayor “dureza”, de la más dura impiedad, de la kenosis, del vacío de
la más grave privación de Dios (Gottlosigkeit), debe resucitar la
más serena libertad, en su más alta totalidad. Distinta de la fe, de
la oración o del sacrificio, la ontoteología destruye la religión;
pero aquí vemos otra paradoja: ella es quizá la que por el contrario
instruye el devenir teológico y eclesial, incluso religioso, de la
fe. La otra tentación (quizá hay buenas razones aún para conservar
esta palabra) sería de tipo “heideggeriano” estaría más allá de esta
ontoteología, allí donde ésta ignora tanto la oración como el
sacrificio. Sería preciso por lo tanto dejar que se revelase una “revelabilidad”
(Offenbarkeit) cuya luz (se) manifestaría más originariamente que
cualquier revelación (Offenbarung). Sería preciso asimismo
distinguir entre la teo-logía (discurso sobre Dios, la fe o la
revelación) y la teio-logía (discurso sobre el ser divino, sobre la
esencia y la divinidad de lo divino). Sería preciso despertar la
experiencia indemne de lo sagrado, de lo santo o de lo salvo (heilig).
Deberemos dedicar toda nuestra atención a esta cadena, partiendo de
esta última palabra (heilig), de esa palabra alemana cuya historia
semántica parece sin embargo resistir a la disociación rigurosa que
Levinas quiere mantener entre la sacralidad natural, “pagana”,
incluso grecocristiana, y la santidad[iv] de la ley (judía), antes
de o bajo la religión romana. En lo referente a la cosa “romana”[v]
¿no procede Heidegger, desde Sein und Zeit, a una repetición
ontológico-existencial de motivos cristianos a la vez horadados y
vaciados hasta su posibilidad originaria? Una posibilidad
prerromana, justamente? ¿No le había confiado a Löwith, unos años
antes, en 1921, que para asumir la herencia espiritual que
constituye la facticidad de su “yo soy” él debía decir: “yo soy un
‘teólogo cristiano”? Lo que no quiere decir “romano”. Volveremos
sobre ello.
19.
En su forma más abstracta, la aporía en la que nos debatimos sería
entonces quizás ésta: ¿es la
revelabilidad (Offenbarkeit) más
originaria que la revelación (Offenbarung),
y por lo tanto independiente de cualquier religión? ¿Independiente
en las estructuras de su experiencia y en la analítica que se
relacionaría con ella? ¿No es éste el lugar de origen, al menos, de
una “fe reflexionante”, si no esta fe
misma? O bien, inversamente, ¿habría consistido el acontecimiento de
la revelación en revelar la
revelabilidad misma, y el origen de la luz, la luz originaria, la
invisibilidad misma de la visibilidad? Tal vez sea esto lo que diría
aquí el creyente o el teólogo, en particular el cristiano de la
cristiandad originaria, de la Urchristentum en la tradición luterana a la que Heidegger reconoce
deberle tanto.
20. Luz nocturna, por lo tanto, cada vez más
oscura. Aceleremos el paso para terminar: con vistas a un tercer
lugar que bien podría haber sido más que el archioriginario, el
lugar más anárquico y anarquizable, no la isla ni la Tierra
Prometida, sino un desierto –y no el de la revelación, sino un
desierto en el desierto, el que hace posible, abre, horada o
infinitiza al otro–. Éxtasis o existencia de la extrema abstracción.
Lo que orientaría aquí “en” este desierto sin ruta y sin adentro
sería de nuevo la posibilidad de una religio y de un relegere,
ciertamente, pero previos al “vínculo” del religare –etimología
problemática y sin duda reconstruida–, previos al vínculo entre los
hombres como tales o entre el hombre y la divinidad del dios. Ello
sería asimismo como la condición del “vínculo” reducido a su
determinación semántica mínima: el alto del escrúpulo (religio), la
continencia del pudor, también una cierta Verhaltenheit de la que
habla Heidegger en los Beiträge zur Philosophie, el respeto, la
responsabilidad de la repetición en el compromiso de la decisión o
de la afirmación (re-legere) que se vincula a sí misma para
vincularse al otro. Incluso si se lo puede llamar vínculo social,
vínculo con el otro en general, dicho “vínculo” fiduciario
precedería a cualquier comunidad determinada, a cualquier religión
positiva, a cualquier horizonte onto-antropo-teológico. Uniría
singularidades puras antes de cualquier determinación social o
política, antes de cualquier intersubjetividad, antes incluso de la
oposición entre lo sagrado (o lo santo) y lo profano. Así pues, esto
puede parecerse a una desertificación cuyo riesgo sigue siendo
innegable, mas ésta puede —por el contrario— hacer posible a la vez
aquello mismo que parece amenazar. La abstracción del desierto puede
dar lugar, por eso mismo, a todo aquello de lo que se sustrae. De
ahí la ambigüedad o la duplicidad del rasgo [trait] o del retiro [retrait]
religioso, de su abstracción o sustracción. Este retiro desértico
permite entonces repetir lo que habrá dado lugar a aquello mismo en
cuyo nombre se querría protestar contra dicho retiro, contra lo que
se parece solamente a lo vacío y a lo indeterminado de la simple
abstracción.
Puesto que es preciso
decirlo todo en dos palabras, démosle dos nombres a la duplicidad de
estos orígenes. Ya que aquí el origen es la duplicidad misma, la una
y la otra. Nombremos estas dos fuentes, estos dos pozos o estas dos
pistas aún invisibles en el desierto. Prestémosles dos nombres
todavía “históricos”, allí donde un cierto concepto de historia se
hace él mismo inapropiado. Para hacerlo, refirámonos
—provisionalmente, insisto en ello con fines pedagógicos o
retóricos—, por una parte a lo “mesiánico”, por otra parte a la
kora, como ya intenté hacerlo más
minuciosamente, más pacientemente y, espero, más rigurosamente, en
otra parte.[vi]
21. Primer nombre: lo mesiánico, o la mesianicidad
sin mesianismo. Sería la apertura al porvenir o a la venida del otro
como advenimiento de la justicia, pero sin horizonte de espera y sin
prefiguración profética. La venida del otro no puede surgir como un
acontecimiento singular más que allí donde ninguna anticipación ve
venir, allí donde el otro y la muerte —y el mal radical— pueden
sorprender en todo momento. Posibilidades que a la vez abren y
pueden siempre interrumpir la historia, o al menos el curso
ordinario de la historia. Mas ese curso ordinario es el del que
hablan los filósofos, los historiadores, y con frecuencia también
los (teóricos) clásicos de la revolución. Interrumpir o desgarrar la
propia historia, hacerla decidiendo en ella con una decisión que
puede consistir en dejar venir al otro y en tomar la forma
aparentemente pasiva de una decisión del otro: allí mismo donde ella
aparece en sí, en mí, la decisión es además siempre la del otro, lo
que no me exonera de ninguna responsabilidad. Lo mesiánico se expone
a la sorpresa absoluta y, aun cuando ello ocurre siempre bajo la
forma fenoménica de la paz o de la justicia, debe, exponiéndose
también abstractamente, esperarse (esperar sin esperarse) tanto lo
mejor como lo peor, no yendo nunca lo uno sin la posibilidad abierta
de lo otro. Se trata aquí de una “estructura general de la
experiencia”. Esta dimensión mesiánica no depende de ningún
mesianismo, no sigue ninguna revelación determinada, no pertenece
propiamente a ninguna religión abrahámica (incluso si debo continuar
aquí, “entre nosotros”, por razones esenciales de lengua y de lugar,
de cultura, de retórica provisional y de estrategia histórica de las
que hablaré más adelante, dándoles nombres marcados por las
religiones abrahámicas).
22. Un invencible deseo de justicia se vincula a
esta espera, la cual, por definición, no está ni debe estar
asegurada por nada, por ningún saber, ninguna conciencia, ninguna
previsibilidad, ningún programa en cuanto tales. La mesianicidad
abstracta pertenece desde un principio a la experiencia de la fe,
del creer o de un crédito irreductible al saber y de una fiabilidad
que “funda” toda relación con el otro en el testimonio. Esta
justicia, que yo distingo del derecho, es la única que permite
esperar, más allá de los “mesianismos”, una cultura universalizable
de las singularidades, una cultura en la que la posibilidad
abstracta de la imposible traducción pueda no obstante anunciarse.
Ella se inscribe de antemano en la promesa, en el acto de fe o en la
llamada a la fe que habita todo acto de lenguaje y todo apóstrofe al
otro. La cultura universalizable de esta fe, y no de otra o antes de
cualquier otra, es la única que permite un discurso “racional” y
universal respecto de la “religión”. Esta mesianicidad despojada de
todo, como debe ser, esta fe sin dogma que se aventura en el riesgo
de la noche absoluta, no podrá ser con-tenida en ninguna oposición
recibida de nuestra tradición, como por ejemplo la oposición entre
razón y mística. Ella se anuncia en todas partes donde,
reflexionando sin doblegarse, un análisis puramente racional hace
aparecer esta paradoja, a saber, que el fundamento de la ley —la ley
de la ley, la institución de la institución, el origen de la
constitución— es un acontecimiento “performativo” que no puede
pertenecer al conjunto que él funda, inaugura o justifica. Tal
acontecimiento es injustificable en la lógica de lo que él habrá
abierto. Es la decisión del otro en lo indecidible. A partir de
entonces, la razón debe reconocer ahí lo que Montaigne y Pascal
llaman un irrecusable fundamento místico de la autoridad”. Lo
místico así entendido alía la creencia o el crédito, lo fiduciario o
lo fiable, lo secreto (lo que significa aquí “místico”) con el
fundamento, el saber, diremos más adelante también con la ciencia
como “hacer”, como teoría, práctica y práctica teórica, es decir,
con una fe, con la performatividad y el rendimiento tecnocientífico
o teletecnológico. Allí donde este fundamento funda desfondándose,
allí donde se sustrae bajo el suelo de lo que funda, en el instante
en que, perdiéndose así en el desierto, pierde hasta la huella de sí
mismo y la memoria de un secreto, la “religión” no puede sino
comenzar y re-comenzar: casi automáticamente, mecánicamente,
maquinalmente, espontáneamente. Espontáneamente, es decir, como
indica la palabra, a la vez como el origen de lo que cae por su
propio peso, sponte sua, y con la automaticidad de lo maquinal. Para
bien y para mal, sin ninguna seguridad ni horizonte antropo-teológico.
Sin ese desierto en el desierto no habría ni acto de fe, ni promesa,
ni porvenir, ni espera sin espera de la muerte y del otro, ni
relación con la singularidad del otro. La eventualidad de ese
desierto en el desierto (como de lo que se parece a la vía negativa,
hasta confundirse con ella, pero sin reducirse a ella, que se abre
paso ahí desde una tradición greco-judeo-cristiana) es que si se
desarraiga la tradición que la conlleva, si se la ateologiza, esa
abstracción libera, sin denegar la fe, una racionalidad universal y
la democracia política que le es indisociable.
23. El segundo nombre (o ante primer pre-nombre)
sería kora, tal como la designa Platón en el Timeo[vii] sin poder
reapropiarla en una autointerpretación consistente. Desde el
interior abierto de un corpus, de un sistema, de una lengua o de una
cultura, kora situaría el espaciamiento abstracto, el lugar mismo,
el lugar de exterioridad absoluta, pero también el lugar de una
bifurcación entre dos aproximaciones del desierto. Bifurcación entre
una tradición de la vía negativa” que, a pesar de o dentro de su
acta de nacimiento cristiano, hace concordar su posibilidad con una
tradición griega —platónica o plotínica— que se prosigue hasta
Heidegger y más allá: el pensamiento de aquello que (es/está) más
allá del ser (epekeina tes ousias). Esta hibridación greco-abrahámica
sigue siendo antropo-teológica. En las figuras que le conocemos, en
su cultura y en su historia, su “idioma” no es universalizable.
Habla solamente en los confines o a la vista del desierto
oriental-medio, en la fuente de las revelaciones monoteístas y de
Grecia. Es ahí donde podemos intentar determinar el lugar en el que,
en esta isla, “nosotros” hoy estamos e insistimos. Si insistimos (es
preciso y todavía durante algún tiempo) en los nombres que nos han
sido dados en herencia, es porque, a la vista de este lugar
limítrofe, una nueva guerra de religiones vuelve a desplegarse como
nunca hasta ahora, y ello es un acontecimiento a la vez interior y
exterior. Ella inscribe su turbulencia sísmica en plena mundialidad
fiduciaria de lo tecnocientífico, lo económico, lo político y lo
jurídico. Pone ahí en juego sus conceptos de lo político y del
derecho internacional, de la nacionalidad, de la subjetividad
ciudadana, de la soberanía estatal. Estos conceptos hegemónicos
tienden a reinar sobre un mundo, pero sólo desde su finitud: la
tensión creciente de su poder así como su perfectibilidad no son
incompatibles, sino todo lo contrario, con su precariedad. La una no
va nunca sin remitir a la otra.
24. No se comprenderá la oleada “islámica” no se
le dará respuesta, si no se interrogan a la vez el adentro y el
afuera de ese lugar limítrofe: si nos contentamos con una
explicación interna (interior a la historia de la fe, de la
religión, de las lenguas o de las culturas en cuanto tales), si no
determinamos el lugar de paso entre esa interioridad y todas las
dimensiones aparentemente exteriores (tecnocientíficas,
telebiotecnológicas, es decir también, políticas y socioeconómicas,
etc.).
Al tiempo que se interroga la tradición
ontoteológico-política que entrecruza la filosofía griega con las
revelaciones abrahámicas, quizá sería preciso hacer la prueba de lo
que todavía se resiste a ello, de lo que habrá resistido siempre,
desde el interior o como desde una exterioridad que se afana y
resiste desde dentro. Kora, la “prueba de kora”,[viii] sería, al
menos según la interpretación que he creído poder intentar hacer de
ella, el nombre de lugar, un nombre de lugar, y bastante singular,
para ese espaciamiento que, no dejándose dominar por ninguna
instancia teológica, ontológica o antropológica, sin edad, sin
historia y más “antiguo” que todas las oposiciones (por ejemplo,
sensible/inteligible), ni siquiera se anuncia como “más allá del
ser” según una vía negativa. Así que kora permanece absolutamente
impasible y heterogénea a todos los procesos de revelación histórica
o de experiencia antropoteológica que no obstante suponen su
abstracción. Nunca habrá tomado los hábitos y nunca se dejará
sacralizar, santificar, humanizar, teologizar, cultivar,
historializar.
Radicalmente heterogénea a lo sano y a lo salvo, a
lo santo y a lo sagrado, nunca se deja indemnizar. Esto mismo no
puede decirse en presente porque kora nunca se presenta como tal.
Ella no es ni el Ser, ni el Bien, ni Dios, ni el Hombre, ni la
Historia. Siempre se les resistirá, siempre habrá sido (y ningún
futuro anterior, siquiera, habrá podido reapropiar, hacer doblegarse
o reflexionar una kora sin fe ni ley) el lugar mismo de una
resistencia infinita, de una restancia infinitamente impasible: un
cualquier/radicalmente otro sin rostro.
25. Kora no es nada (ningún ente ni nada de
presente), mas no la Nada que en la angustia del Dasein abriría aún
a la cuestión del ser. Este nombre griego dice en nuestra memoria
aquello que no es reapropiable, ni por nuestra memoria, ni siquiera
por nuestra memoria “griega”; dice eso inmemorial de un desierto en
el desierto para el que no es ni umbral ni duelo. Por eso mismo,
sigue estando abierta la cuestión de saber si se puede pensar ese
desierto y dejarlo anunciarse antes” del desierto que conocemos (el
de las revelaciones y los retiros, de las vidas y muertes de Dios,
de todas las figuras de la kenosis o de la trascendencia, de la
religio o de las “religiones” históricas); o si, “por el contrario”,
es “desde” ese último desierto desde donde aprehendemos el
ante-primero, lo que yo llamo el desierto en el desierto. La
oscilación indecisa, esa continencia (epojé o Verhaltenheit) de la
que ya se trató más arriba (entre revelación y revelabilidad,
Offenbarung y Offenbarkeit, entre acontecimiento y posibilidad o
virtualidad del acontecimiento) ¿no es necesario respetarla en sí
misma? El respeto de esta indecisión singular o de esta rivalidad
hiperbólica entre dos originariedades, entre dos fuentes, entre,
digamos para abreviar, el orden de lo “revelado” y el orden de lo
“revelable”, ¿no es a la vez la eventualidad de toda decisión
responsable y de otra “fe reflexionante”, de una nueva “tolerancia”?
26.
Supongamos
que, estando de acuerdo “entre nosotros”, también estemos aquí a
favor de la “tolerancia” aun cuando no se nos haya encargado la
misión de promoverla, practicarla o fundamentarla. Estaríamos aquí
para intentar pensar lo que una “tolerancia” podría ser en adelante.
Pongo entre comillas esta última palabra para abstraerla y
sustraerla de sus orígenes. Y por lo tanto para anunciar, a través
de ella, a través del espesor de su historia, una posibilidad que no
sea solamente cristiana, ya que el concepto de tolerancia, stricto
sensu, pertenece en primer lugar a una especie de domesticidad
cristiana. Es literalmente, quiero decir, con este nombre, un
secreto de la comunidad cristiana. Fue impreso, emitido y puesto en
circulación en nombre de la fe cristiana y no podría existir sin
relación con la ascendencia, también cristiana, de lo que Kant llama
la “fe, reflexionante” —y la moralidad pura como cosa cristiana—. La
lección de tolerancia fue en primer lugar una lección ejemplar que
el cristiano pensaba poder dar él solo al mundo, incluso si debía
con frecuencia aprender a escucharla él mismo. A este respecto, al
igual que la Aufklärung, las Luces fueron de esencia cristiana. El
Diccionario Filosófico de Voltaire, cuando trata de la tolerancia,
reserva a la religión cristiana un doble privilegio. Por una parte,
ésta es ejemplarmente tolerante, ciertamente enseña la tolerancia
mejor que cualquier otra religión, antes que cualquier otra
religión. En suma, un poco al modo de Kant, sí, Voltaire parece
pensar que el cristianismo es la única religión “moral”; porque es
la primera que debe y puede dar ejemplo. De ahí la ingenuidad, a
veces la necedad, de los que hacen de Voltaire su eslogan y se
alistan bajo su bandera en el combate de la modernidad crítica y, lo
que es más grave, de su porvenir—. Porque, por otra parte, esa
lección volteriana estuvo en un primer momento destinada a los
cristianos, “los más intolerantes de todos los hombres”.[ix]
Cuando
Voltaire acusa a la religión cristiana y a la Iglesia, invoca la
lección del cristianismo originario, “los tiempos de los primeros
cristianos”; Jesús y los apóstoles, traicionados por “la religión
católica, apostólica y romana”. Esta es “en todas sus ceremonias y
en todos sus dogmas, lo opuesto a la religión de Jesús
“.[x]
Con la experiencia del
“desierto en el desierto” concordaría otra “tolerancia” que
respetaría la distancia de la alteridad infinita como singularidad.
Y este respeto sería aún religio, religio como escrúpulo o continencia,
distancia, disociación, disyunción, desde el umbral de toda religión
como vínculo de la repetición consigo misma, desde el umbral de todo
vínculo social o comunitario.[xi]
Antes y después del logos, que fue en el comienzo,
antes y después del Santo Sacramento, antes y después de las
Sagradas Escrituras
POST SCRIPTUM
Criptas...
27. [...] ¿La religión? Aquí y ahora, en este día,
si se debiera aún hablar de ella, de la religión, quizá se debería
intentar pensarla en sí misma o consagrarse a ella. Sin duda, mas
intentar ante todo decirla y pronunciarse a este respecto con el
rigor requerido, es decir, con la continencia, el pudor, el respeto
o el fervor, en una palabra, el escrúpulo (religio) que exige al
menos, aquello que es o pretende ser, en su esencia, una religión.
Como su nombre indica (cabe así concluir de ello), sería preciso por
lo tanto, ya, hablar de esta esencia con alguna religiosidad. Para
no introducir en ella nada extraño, dejándola así ser lo que es,
intacta, a salvo, indemne. Indemne en la experiencia de lo indemne
que ella habrá querido ser. Lo indemne,[xii] ¿no es aquello mismo de
lo que se ocupa la religión?
En absoluto, al contrario, dirá alguien. No se
hablaría de ella si se hablara en su nombre, si nos contentáramos
con reflexionar/reflejar la religión, especular, religiosamente. Por
otra parte, diría otro, o el mismo, romper con ella, aunque sólo
fuera para suspender un instante la pertenencia religiosa, ¿no es el
recurso mismo, desde siempre, de la fe más auténtica o de la
sacralidad más originaria? Sería preciso en todo caso tener en
cuenta, de forma, si es posible, arreligiosa, incluso irreligiosa,
tanto lo que puede ser presentemente la religión como lo que se dice
y se hace, lo que ocurre en este mismo momento, en el mundo, en la
historia, en su nombre; allí donde la religión ya no puede
reflexionar ni a veces asumir o llevar su nombre. Y no se debería
decir ligeramente, como de pasada, “en este día”, “en este mismo
momento”, y “en el mundo”, “en la historia”, olvidando aquello que
ocurre ahí, y que se nos (re)aparece o nos sorprende todavía con el
nombre de religión, incluso en nombre de la religión. Lo que nos
ocurre ahí concierne justamente a la experiencia y la interpretación
radical de lo que todas estas palabras se supone quieren decir: la
unidad de un “mundo” y de un “ser-en-el-mundo”, el concepto de mundo
o de historia en su tradición occidental (cristiana o grecocristiana,
hasta Kant, Hegel, Husserl, Heidegger), y asimismo del día y del
presente. (Mucho más tarde, deberíamos terminar comparando estos dos
motivos, tan enigmáticos el uno como el otro: la presencia indemne
del presente por un lado, y el creer de la creencia, por el otro; o
aun: lo sacro-santo, lo sano y salvo por un lado, y la fe, la
fiabilidad o el crédito por el otro.) Las nuevas “guerras de
religión”, al igual que otras no hace mucho tiempo, se desencadenan
sobre la tierra humana (que no es el mundo) y luchan incluso hoy día
por controlar el cielo con exactitud*: sistema digital y
visualización panóptica virtualmente inmediata, “espacio aéreo”,
satélites de telecomunicación, autopistas de la información,
concentración de poderes capitalístico-mediáticos; en tres palabras:
cultura digital, avión a reacción y TV, sin los que no hay hoy en
día ninguna manifestación religiosa, por ejemplo, ningún viaje ni
ninguna alocución del Papa, ninguna difusión organizada de los
cultos judío, cristiano o musulmán, sean o no “fundamentalistas”.[xiii]
Al hacer esto, las guerras de religión ciberespacializadas o
ciberespaciadas no ponen en juego sino esta determinación del
“mundo”, de la “historia”, del “día” y del “presente”. Lo que está
en juego puede ciertamente quedar implícito, insuficientemente
tematizado, mal articulado. Puede asimismo, por otra parte,
“reprimiéndolas”, disimular o desplazar muchas otras cosas en juego.
Es decir, inscribirlas, como es siempre el caso en la tópica de la
represión, en otros lugares o en otros sistemas; lo que nunca deja
de acompañarse de síntomas o fantasías, espectros (phantasmata) que
hay que interrogar. En los dos casos y según las dos lógicas,
deberíamos a la vez tener en cuenta en su mayor radicalidad todo
aquello que declaradamente está en juego y preguntarnos lo que
virtualmente puede encriptar, hasta su raíz misma, la profundidad de
dicha radicalidad. Lo que declaradamente está en juego parece ya sin
límite: ¿qué son el “mundo”, el “día”, el “presente” (por lo tanto,
toda la historia, la tierra, la humanidad del hombre, los derechos
del hombre, los derechos del hombre y de la mujer, la organización
política y cultural de la sociedad, la diferencia entre el hombre,
el dios y el animal; la fenomenalidad del día, el valor o la
“indemnidad” de la vida, el derecho a la vida, el tratamiento de la
muerte, etc.)? ¿Qué es el presente?; es decir: ¿qué es la historia?,
¿el tiempo?, ¿el ser?, ¿el ser en su mansión (es decir indemne,
salvo, sagrado, santo, heilig, holy? ¿Qué hay de la santidad o de
la sacralidad? ¿Son o no son la misma cosa? ¿Qué hay de la divinidad
de Dios? ¿Cuántos sentidos se le puede dar a theion? ¿Es ésta una
buena forma de plantear la cuestión?
28. ¿La religión? ¿Artículo definido en singular?
Quizá, quizá (ello deberá permanecer siempre posible) hay otra cosa,
por supuesto, y otros intereses (económicos, político-militares,
etc.) detrás de las nuevas “guerras de religión”, detrás de lo que
se presenta bajo el nombre de religión, más allá de lo que se
defiende o ataca en su nombre, y mata, se mata o se mata entre sí, y
para ello invoca lo que declaradamente está en juego. Dicho de otro
modo, nombra la indemnidad a la luz del día. Pero inversamente, si
lo que nos ocurre así, como decíamos, toma con frecuencia (no
siempre) las figuras del mal y de lo peor en las formas inéditas de
una atroz “guerra de religiones”, ésta a su vez no dice siempre su
nombre. Porque no es seguro que, al lado de o frente a los crímenes
más espectaculares y más bárbaros de ciertos “integrismos” (del
presente o del pasado), otras fuerzas armadas hasta los dientes no
lleven adelante también “guerras de religión” inconfesadas. Las
guerras o las “intervenciones” militares conducidas por el Occidente
judeocristiano en nombre de las mejores causas (el derecho
internacional, la democracia; la soberanía de los pueblos, las
naciones o los Estados; incluso imperativos humanitarios), ¿no son
también ellas, en cierto modo, guerras de religión? La hipótesis no
sería necesariamente infamante, ni siquiera muy original, salvo para
quienes se apresuran a creer que esas causas justas son no sólo
seculares sino puras de toda religiosidad. Para determinar una
guerra de religión como tal sería preciso estar seguros de poder
delimitar lo religioso. Sería preciso estar seguros de poder
distinguir todos los predicados de lo religioso (y veremos que no es
fácil; al menos hay dos familias, dos matrices o fuentes que se
cruzan, se injertan, se contaminan sin confundirse jamás; y para que
las cosas no vayan a ser demasiado simples, una de las dos es
justamente la pulsión de lo indemne, de aquello que permanece
alérgico a la contaminación, salvo por sí mismo, autoinmunemente).
Sería preciso disociar los rasgos esenciales de lo religioso como
tal de aquellos otros que, por ejemplo, fundan los conceptos de lo
ético, lo jurídico, lo político o lo económico. Ahora bien, nada es
más problemático que una disociación semejante. Los conceptos
fundamentales que con frecuencia nos permiten aislar o pretender
aislar lo político, para limitarnos a esta circunscripción, siguen
siendo religiosos o en todo caso teológico-políticos. Un solo
ejemplo. En una de las tentativas más rigurosas de aislar en su
pureza la esfera de lo político (en particular, para separarla de lo
económico y de lo religioso), con el fin de identificar lo político
y el enemigo político en las guerras de religión, como las cruzadas,
Carl Schmitt debía admitir que las categorías en apariencia más
puramente políticas a las que había recurrido eran el producto de
una secularización o de una herencia teológico-política. Y cuando
denunciaba la “despolitización” en curso o el proceso de
neutralización de lo político, lo hacía explícitamente en relación
con un derecho europeo que, en su opinión, seguía siendo sin duda
indisociable de “nuestro” pensamiento de lo político.[xiv]
Suponiendo incluso que se aceptasen estas premisas, las formas
inéditas de las actuales guerras de religión podrían implicar
asimismo impugnaciones radicales de nuestro proyecto de delimitación
de lo político. Ellas serían entonces una respuesta a lo que nuestra
idea de la democracia, por ejemplo, con todos sus conceptos
jurídicos, éticos y políticos asociados (el Estado soberano, el
sujeto-ciudadano, el espacio público y el espacio privado, etc.),
tiene aún de religioso, heredera en verdad de una matriz religiosa
determinada.
En adelante, a pesar de
las urgencias éticas y políticas que no dejarían esperar la
respuesta, no consideraremos, pues, una reflexión sobre el nombre
latino de “religión” como un ejercicio escolar, un aperitivo
filológico o un lujo etimológico, en suma, como una coartada
destinada a suspender el juicio o la decisión; si acaso, podría
considerarse como otra epojé
29. ¿La religión?
Respuesta: “La religión es la respuesta”. ¿Acaso no es esto lo que
sería preciso comprometerse a responder para comenzar? Asimismo es
preciso saber, bien es verdad, lo que quieren decir tanto responder
como responsabilidad. Y además es preciso saberlo bien —y creerlo—.
No hay respuesta, en efecto, sin principio de responsabilidad: es
preciso responder al otro, ante el otro, y de sí. No hay
responsabilidad sin profesión de fe, sin compromiso, sin juramento,
sin algún sacramentum o jus jurandum. Antes
incluso de considerar la historia semántica del testimonio, del
juramento, de la profesión de fe (genealogía e interpretación
indispensables para quien quisiera pensar la religión según sus
formas propias o secularizadas), antes incluso de recordar que
cierto “yo prometo la verdad” y cierto “yo me comprometo a ello ante
el otro desde que me dirijo a él, aunque no sea más que y sobre todo
para perjurar” están obrando siempre, es preciso dejar constancia de
que ya hablamos latín. Lo señalamos para recordar que hoy en día el
mundo habla latín (la mayoría de las veces a través del
angloamericano) cuando se escuda en el nombre de religión. El empeño
de una promesa juramentada, presupuesto en el origen de todo
apóstrofe, venido del otro mismo a su atención, al poner en seguida
a Dios por testigo, no puede, por así decirlo, no haber engendrado
ya a Dios casi maquinalmente. Ineluctable a priori, un descenso de
Dios ex machina pondría en escena una máquina trascendental del
apóstrofe. Habríamos comenzado así por establecer,
retrospectivamente, el derecho de primogenitura absoluta de un Uno
que no ha nacido. Ya que poniendo a Dios por testigo, incluso cuando
no es nombrado en la promesa del compromiso más “laico”, el
juramento no puede sino producirlo, invocarlo o convocarlo como
estando ya ahí, siendo por lo tanto
inengendrado e inengendrable, antes del
ser mismo: improductible. Y estando
ausente de su lugar. Producción y reproducción de lo
improductible ausente de su lugar. Todo
comienza por la presencia de esa ausencia. Las “muertes de Dios”,
antes del cristianismo, en él y más allá de él, no son sino sus
figuras o peripecias. Lo inengendrable
así re-engendrado es el lugar vacío. Sin Dios no hay ningún testigo
absoluto. Ningún testigo absoluto que se ponga por testigo en el
testimonio. Mas con Dios, un Dios presente, con la existencia de un
tercero (terstis,
testis) absoluto, cualquier atestación se hace
superflua, insignificante o secundaria. La atestación, es decir,
también el testamento. En el incontenible poner por testigo, Dios
seguiría siendo entonces un nombre del testigo, sería llamado como
testigo, y así nombrado, incluso si a veces lo nombrado con este
nombre permanece impronunciable, indeterminable, en resumidas
cuentas, innombrable en su propio nombre; incluso si debe permanecer
ausente, inexistente, y sobre todo, en todos los sentidos de esta
palabra, improductible. Dios: el testigo
en tanto que “nombrable-innombrable”,
testigo presente-ausente de todo juramento o de todo compromiso
posibles. Suponiendo, concesso non dato,
que la religión tenga la más mínima relación con lo que nombramos
Dios, ésta pertenecería no sólo a la historia general de la
nominación, sino, más estrictamente aquí, bajo el nombre de religio, a una historia del
sacramentum y del testimonium. Sería esta historia, se confundiría con ella. En el
barco que nos conducía de Nápoles a
Capri, yo me decía que comenzaría por recordar esta especie de
evidencia demasiado luminosa, pero no me he atrevido. Asimismo me
decía en privado que nos cegaríamos con el llamado fenómeno “de la
religión” o del “retorno de lo religioso” hoy en día, si continuaban
oponiéndose tan inocentemente la Razón y la Religión, la Crítica o
la Ciencia y la Religión, la Modernidad
tecnocientífica y la Religión. Suponiendo que se trate de
comprender, ¿se comprenderá algo de
“lo-que-pasa-hoy-día-en-el-mundo-con-la-religión” (¿y por qué “en el
mundo”? ¿Qué es el “mundo”? ¿Qué es esta presuposición?, etc.), si
se continúa creyendo en esa oposición, incluso en esa
incompatibilidad, es decir, si se permanece en una cierta tradición
de las Luces, una solamente de las múltiples Luces de los tres
últimos siglos (no de una Aufklärung
cuya fuerza crítica está profundamente enraizada en la Reforma), esa
luz de las Luces, la que atraviesa como un rayo, uno solo, una
cierta vigilancia crítica y antirreligiosa, anti-judeo-cristiano-islámica,
una cierta filiación “Voltaire-Feuerbach-Marx-Nietzsche-Freud-
(e incluso) Heidegger”? Más allá de esta oposición y de su herencia
determinada (por otra parte tan bien representada en el otro bando,
el de la autoridad religiosa), tal vez podríamos intentar
“comprender” hasta qué punto el desarrollo imperturbable e
interminable de la razón crítica y
tecnocientífica, lejos de oponerse a la religión, la porta, la
soporta y la supone. Sería preciso demostrar, lo cual no será
sencillo, que la religión y la razón tienen la misma fuente.
(Asociamos aquí la razón a la filosofía y a la ciencia en tanto que
tecnociencia, en tanto que historia
crítica de la producción del saber, del saber como producción,
saber-hacer e intervención a distancia,
teletecnociencia siempre performante y
performativa por esencia, etc.) Religión
y razón se desarrollan juntas, a partir de este recurso común: el
compromiso testimonial de todo
performativo, que incita a responder tanto ante el otro como de la
performatividad
performante de la
tecnociencia. La misma fuente única se divide maquinalmente,
automáticamente, y se opone reactivamente a sí misma: de ahí las dos
fuentes en una. Dicha reactividad es un proceso de indemnización
sacrificial, intenta restaurar lo indemne (heilig)
que ella misma amenaza. Y es asimismo la posibilidad del dos, del n
+ 1, la misma posibilidad que la del deus ex machina testimonial. En
cuanto a la respuesta, ésta es “o bien..., o bien...”. O bien
apostrofaría al otro absoluto en cuanto tal, con un apostrofar oído,
escuchado, respetado en la fidelidad y la responsabilidad; o bien
replica, contesta, compensa y se indemniza en la guerra del
resentimiento y la reactividad. Una de las dos respuestas debe
siempre poder contaminar a la otra. Jamás se probará que es una o la
otra, nunca en un acto de juicio determinante, teórico o cognitivo.
Ese puede ser el lugar y la responsabilidad de lo que se llama la
creencia, la fiabilidad o la fidelidad, lo fiduciario, la “fianza”
en general, la instancia de la fe.
30. Mas he aquí que ya hablamos Latín. Para el
encuentro de Capri, el “tema” que creía que debía proponer, la
religión, fue nombrado en latín, no lo olvidemos nunca. Ahora bien,
la “cuestión de la religio”, ¿no se confunde simplemente, por así
decirlo, con la cuestión del latín? Lo cual, más allá de una
“cuestión de lengua y cultura”, convendría entender como el extraño
fenómeno de la latinidad y su mundialización. No hablamos aquí de
universalidad, ni siquiera de una idea de la universalidad, sino
sólo de un proceso de universalización finito aunque enigmático.
Raramente se lo interroga en su alcance geopolítico y
ético-jurídico, allí donde precisamente un poder semejante se
encuentra relevado, desplegado, reactivado en su herencia paradójica
por la hegemonía mundial y aún irresistible de una “lengua”, es
decir, también de una cultura en parte no latina: la angloamericana.
Para todo aquello que toca en particular a la religión, habla (de)
“religión”, sostiene un discurso religioso o sobre la religión,
el/lo angloamericano sigue siendo latín/latino. Se puede decir que
religión circula en el mundo como una palabra inglesa que habría
hecho una parada en Roma y un desvío por los Estados Unidos.
Bastante más allá de sus figuras estrictamente capitalísticas o
político-militares, está en curso una apropiación hiperimperialista
desde hace siglos. Se impone de forma particularmente notable en el
aparato conceptual del derecho internacional y de la retórica
política mundial. Allí donde domina dicho dispositivo, éste se
articula con un discurso sobre la religión. Desde ese momento se
denomina “religiones” tranquilamente (y violentamente) hoy en día a
muchas cosas que siempre han sido y siguen siendo ajenas a lo que
esta palabra nombra y registra en su historia. La misma observación
se impondría para tantas otras palabras, para todo el “vocabulario
religioso”, comenzando por “culto”, “fe”, creencia”, “sagrado”,
“santo”, “salvo”, “indemne” (heilig, holy, etc.). Pero por contagio
ineluctable, ninguna célula semántica puede permanecer ajena, ya no
me atrevo a decir “sana y salva”, “indemne”, en este proceso
aparentemente sin borde. Mundialatinización (esencialmente
cristiana, por supuesto): esta palabra nombra un acontecimiento
único para el que parece inaccesible un metalenguaje, aunque siga
siendo aquí, sin embargo, de primera necesidad. Porque esta
mundialización, al mismo tiempo que ya no percibimos sus límites,
sabemos que es finita y solamente en proyecto. Se trata de una
latinización y, más que de una mundialidad, de una mundialización
sin aliento, por muy irrecusable e imperial que siga siendo. ¿Qué
pensar de esta falta de aliento? No sabemos que le aguarde o que le
sea guardado un porvenir, y por definición no podemos saberlo. Pero
sobre el fondo de este no saber, esta falta de aliento alienta hoy
en día el éter del mundo. Algunos respiran en él mejor que otros.
Hay quien se ahoga. La guerra de las religiones se despliega ahí en
su elemento, pero también bajo una capa de protección que amenaza
con estallar. La coextensividad de las dos cuestiones (la religión y
la latinización mundializante) da su dimensión a aquello que por
consiguiente no podría dejarse reducir a una cuestión de lengua, de
cultura, de semántica y, sin duda, ni siquiera de antropología o de
historia. ¿Y si religio permaneciera intraducible? No hay ninguna religio sin sacramentum, sin alianza ni promesa de testimoniar en
verdad de la verdad, es decir, de decirla, la verdad: es decir, para
empezar, no hay religión sin promesa de mantener la promesa de decir
la verdad prometiendo decirla, de mantener la promesa de decir la
verdad — ¡de haberla dicho ya!— en el acto mismo de la promesa. De
haberla dicho ya, la veritas, en latín, y por lo tanto de considerar
que ya está dicha. El acontecimiento que vendrá ya se ha producido.
La promesa se promete, ya se ha prometido; he ahí la profesión de fe
y por lo tanto la respuesta. La religio comenzaría aquí.
31. ¿Y si religio permaneciera intraducible? ¿Y si
esta cuestión, y a fortiori la respuesta que requiere, nos
inscribiera ya en un idioma cuya traducción sigue siendo
problemática? ¿Qué es responder? Es jurar —la fe: respondere,
antworten, answer, swear (swaran): “frente al gót. swaran [que ha
dado schwören, beschwören, ‘jurer’, ‘conjurer’, ‘adjurer’, ‘jurar’,
‘conjurar’, ‘adjurar’, etc.]: ‘jurar, pronunciar palabras solemnes’:
es casi literalmente re-spondere”-.[xv]
“Casi literalmente...”, dice. Como siempre, el
recurso al saber es la tentación misma. Saber es la tentación, pero
en un sentido un poco más singular de lo que creemos cuando nos
referimos habitualmente (habitualmente, al menos) al Maligno o a
algún pecado original. La tentación de saber, la tentación del
saber, es creer saber no sólo lo que se sabe (lo que no sería muy
grave), sino lo que es el saber, y que se ha liberado,
estructuralmente, del creer o de la fe –de lo fiduciario o de la
fiabilidad–. La tentación de creer en el saber, aquí por ejemplo en
la preciosa autoridad de Benveniste, no podría no acompañarse de
cierto temor y temblor. ¿Ante qué? Ante una ciencia reconocida, sin
duda, y legítima y respetable, pero también ante la firmeza con la
que, escudándose sin temblar en esta autoridad, Benveniste (por
ejemplo) blande el afilado cuchillo de la distinción que se da por
segura. Por ejemplo, entre el sentido propio y su otro, entre el
sentido literal y su otro, como si justamente aquello mismo de lo
que se trata aquí (por ejemplo, la respuesta, la responsabilidad o
la religión, etc.) no naciera, de forma casi automática, maquinal o
mecánica, de la vacilación, de la indecisión y de los márgenes entre
los dos términos así asegurados. Escrúpulo, vacilación, indecisión,
continencia (por lo tanto, pudor, respeto, alto ante aquello que
debe permanecer sagrado, santo o salvo: indemne, inmune); todo eso
es también lo que quiere decir religio. Es incluso el sentido que
Benveniste cree deber retener en referencia a los “empleos propios y
constantes” de la palabra en la época clásica.[xvi] Citemos no
obstante esta página de Benveniste subrayando en ella las palabras
“propio”, “literalmente”, un “casi literalmente” que deja pensativo
y, finalmente, lo que alude a lo “desaparecido” y a lo “esencial”
que “permanece”. Los lugares que subrayamos sitúan, a nuestro
juicio, los abismos en los que un gran sabio se adentra con paso
tranquilo, como si supiera de lo que habla, pero también confesando
que en el fondo no sabe de ello gran cosa. Y esto ocurre, se ve
perfectamente, en la derivación enigmática del latín, en la
“pre-historia del griego y del latín”. Esto ocurre en aquello que ya
no podemos aislar como un vocabulario religioso, a saber, en la
relación del derecho con la religión, en la experiencia de la
promesa o de la ofrenda indemnizante, de una palabra que implique un
futuro en presente, mas con respecto a un acontecimiento pasado: “Te
prometo que ha llegado”. ¿Qué ha llegado? ¿Quién en este caso? Un
hijo, el tuyo. Valga como ejemplo. Toda la religión:
Con spondeo es preciso considerar re-spondeo. El
sentido propio de respondeo y la relación con spondeo provienen
literalmente de un diálogo de Plauto (Captiui, 899). El parásito
Ergásilo le trae a Hegión una buena noticia: su hijo, desaparecido
desde hacía mucho tiempo, va a volver. Hegión promete a Ergásilo
alimentarlo todos los días, si dice la verdad. Y éste se compromete
a su vez:
898 [...] spondes tu istud? —Spondeo
899 At ego tuum tibi aduenisse filium respondeo.
“¿Prometido? —Prometido.
—Y yo te prometo por mi parte que tu hijo ha llegado.
Este diálogo está
construido sobre una fórmula jurídica: una sponsio del uno, una
re-sponsio
del otro, formas de una seguridad, de ahora en más recíproca: “yo te
garantizo, a cambio, que tu hijo ha llegado”
De este intercambio de garantías (cf. nuestra
expresión responder de...) nace el sentido bien establecido ya en
latín de “responder”. Respondeo, responsum, se dice de los
intérpretes de los dioses, de los sacerdotes, especialmente de los
arúspices, dando a cambio de la ofrenda, la promesa; a cambio del
regalo, la seguridad; es la “respuesta” de un oráculo, de un
sacerdote. Esto explica una acepción jurídica del verbo: respondere
de iure, “dictaminar en derecho”. El jurista, con su competencia,
garantiza el valor del parecer que da.
Señalemos una expresión
simétrica en germánico: ingl. ant. and-swaru “respuesta” (ingl.
answer “responder”), frente al gót. swaran,
“jurar, pronunciar palabras solemnes”: es casi literalmente respondere.
Así se puede precisar, en
la prehistoria del griego y del latín, la significación de un
término importantísimo del vocabulario religioso, y el valor que
recae sobre la raíz *spend- frente a
otros verbos que indican en general la ofrenda.
En latín, una parte
importante de la significación primitiva ha desaparecido, pero
permanece lo esencial y esto es lo que por una parte determina la
noción jurídica de la sponsio, y por la
otra el vínculo con el concepto griego de
spondé.[xvii]
32. Pero la religión no
sigue necesariamente ya el movimiento de la fe, lo mismo que tampoco
ésta se precipita ya hacia la fe en Dios. Ya que si el concepto de
“religión” implica una institución separable, identificable,
circunscribible, vinculada en su letra al jus
romano, su relación esencial tanto
con la fe como con Dios no es algo que caiga por su propio peso.
Ahora bien, cuando hoy hablamos, nosotros los europeos, tan
comúnmente y tan confusamente de un “retorno de lo religioso”, ¿qué
es lo que nombramos? ¿A qué nos referimos? ¿Es la religión lo
“religioso”, la religiosidad, que se asocia vagamente a la
experiencia de la sacralidad de lo divino, de lo santo, de lo salvo
o de lo indemne (heilig, holy)? ¿Hasta qué punto y en qué medida una
“profesión de fe”, una creencia, se encuentra ahí implicada?
Inversamente, toda profesión de fe, una fiabilidad, la fianza o la
confianza en general no se inscriben necesariamente en una
“religión”, aun cuando en ésta se crucen dos experiencias que en
general se consideran igualmente religiosas:
1. La experiencia de la
creencia, por una parte (el creer o el crédito, lo fiduciario o lo
fiable en el acto de fe, la fidelidad, la apelación a la confianza
ciega, lo testimonial siempre más allá de la prueba, de la razón
demostrativa, de la intuición),
2. la experiencia de lo
indemne, de la sacralidad o de la santidad, por otra parte.
Quizá se deba distinguir aquí entre estas dos
vetas (también podría decirse dos matrices o dos fuentes) de lo
religioso. Sin duda se las puede asociar, y se pueden analizar
algunas de sus co-implicaciones eventuales, pero no se debería nunca
confundir o reducir la una a la otra como casi siempre se hace. En
principio es posible santificar, sacralizar lo indemne o mantenerse
en presencia de lo sacrosanto de múltiples maneras sin poner en
práctica un acto de creencia, al menos si creencia, fe o fidelidad
significan aquí el asentimiento al testimonio del otro —del
cualquier/radicalmente otro inaccesible en su fuente absoluta—. Y
allí donde cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente
otro*-. Inversamente, si este asentimiento de la fianza conduce más
allá de la presencia de aquello que se dejaría ver, tocar, probar,
ya no sería necesariamente y por sí mismo sacralizante. (Sería
preciso tener en cuenta e interrogar, por una parte —lo haremos en
otro lugar–, la distinción propuesta por Levinas entre lo sagrado y
lo santo; y, por otra parte, la necesidad para estas dos fuentes
heterogéneas de la religión de mezclar sus aguas, por así decirlo,
sin por ello, nos parece, reducirse nunca simplemente a lo mismo.)
33. Nos habíamos reunido, pues, en Capri, nosotros
los “europeos”, asignados a unas lenguas (italiano, español, alemán,
francés) en las que la misma palabra, religión, debía querer decir,
así queríamos creerlo, la misma cosa. En lo que respecta a la
fiabilidad de esta palabra, compartimos en suma nuestra presunción
con Benveniste. En efecto, éste parece creerse capaz de reconocer y
de aislar, en el artículo sobre sponsio al que hacíamos referencia
hace un momento, lo que él llama el “vocabulario religioso”. Ahora
bien, todo sigue siendo problemático a este respecto. ¿Cómo
articular y hacer cooperar los discursos, o más bien, como fue
menester precisarlo antes, las “prácticas discursivas” que intentan
medirse con la cuestión “¿Qué es la religión?”?
“Qué es...?”, es decir, por una parte, “qué es en
su esencia?” y, por otra parte, ¿qué es (indicativo presente) en el
presente? ¿Qué hace, qué se hace con ella presentemente, hoy, hoy en
el mundo? Otros tantos modos de insinuar, en cada una de estas
palabras –ser, esencia, presente, mundo– una respuesta en la
pregunta. Otros tantos modos de imponer la respuesta. De
pre-imponerla o de prescribirla como religión. Ya que tenemos aquí
quizás una predefinición: por poco que se sepa de la religión, se
sabe al menos que siempre es la respuesta y la responsabilidad
prescrita, que no se escoge libremente, en un acto de pura y
abstracta voluntad autónoma. Sin duda implica libertad, voluntad y
responsabilidad, mas intentemos pensar en voluntad y libertad sin
autonomía. Ya se trate de sacralidad, de sacrificialidad o de fe, el
otro hace la ley, la ley es otro/a y es llegarse/rendirse al otro. A
cualquier-otro y al radicalmente otro.
Dichas “prácticas discursivas” responderían a
varios tipos de programa:
1. Asegurarse de una
procedencia mediante las etimologías. La mejor ilustración de ello
estaría dada por la discrepancia acerca de las dos fuentes
etimológicas posibles de la palabra religio: a) relegere, de
legere (“recoger, reunir”): tradición
ciceroniana que se prosigue hasta W Otto, J.-B.
Hoffmann, Benveniste; b) religare, de ligare
(“vincular, unir”). Esta tradición iría desde
Lactancio y Tertuliano hasta
Kobbert,
Ernout-Meillet, Pauly-Wissowa. Aparte de
que la etimología nunca hace la ley y no da que pensar más que a
condición de dejarse pensar ella misma, intentaremos más adelante
definir la implicación o la carga común a las dos fuentes de sentido
así distinguidas. Más allá de una simple sinonimia, puede ser que
las dos fuentes semánticas se crucen. Incluso se repetirían no lejos
de lo que en verdad sería el origen de la repetición, es decir,
también la división de lo mismo
2. La búsqueda de filiaciones o de genealogías
histórico-semánticas determinaría un campo inmenso en el que el
sentido de la palabra es sometido a la prueba de las mutaciones
históricas y las estructuras institucionales: historia y
antropología de las religiones, tanto en el estilo de Nietzsche, por
ejemplo, como en el de Benveniste cuando considera las
“instituciones indoeuropeas” como “testigos” de la historia del
sentido o de una etimología —que sin embargo nada prueba por sí sola
en lo referente al uso efectivo de una palabra—.
3. Un análisis que se preocupara, en primer lugar,
por los efectos pragmáticos y funcionales, y que fuera más
estructural, más político también, no vacilaría en analizar los usos
o las puestas en práctica del léxico, allí donde, ante regularidades
nuevas, recurrencias inéditas, contextos sin precedente, el discurso
libera las palabras y las significaciones de cualquier memoria
arcaica o de cualquier supuesto origen.
Estas tres opciones
parecen legítimas, desde puntos de vista diversos. Mas incluso si
responden, como creo, a imperativos irrecusables, mi hipótesis
provisional (la aventuro con tanto más prudencia y timidez cuanto
que no la puedo justificar suficientemente en tan poco espacio y en
tan poco tiempo) es que aquí, en Capri,
debería dominar el último tipo. No podría excluir los otros; ello
conduciría a demasiados absurdos; mas debería privilegiar los signos
de lo que en el mundo, hoy, singulariza el uso de la palabra
“religión” y la experiencia de lo que se relaciona con esta palabra,
la “religión”, allí donde ninguna memoria ni ninguna historia
podrían bastar para anunciarla ni guardar con ella ningún parecido,
al menos a primera vista. Por lo tanto, me habrá sido preciso
inventar una operación, una máquina discursiva, si se quiere, cuya
economía no sólo haga justicia, en un espacio-tiempo asignado, a
estos tres requisitos, a cada uno de los imperativos que sentimos,
al menos, como irrecusables, sino que asimismo ordene su jerarquía y
prioridades. A una cierta velocidad, a un ritmo dado dentro de unos
estrechos límites
34. Etimologías,
filiaciones, genealogías, pragmáticas. No podremos consagrar aquí
todos los análisis necesarios a unas distinciones indispensables
pero que rara vez son respetadas o practicadas. Estas son muy
numerosas (religión/fe, creencia; religión/piedad; religión/culto;
religión/teología; religión/teiología;
religión/ontoteología; o también
religioso/divino —mortal o inmortal;
religioso/sagrado-salvo-santo-indemne-inmune—, heilig, holy).
Ahora bien, entre ellas, antes o después de ellas, pondremos a
prueba el privilegio
cuasitrascendental
que creemos deber conceder a la distinción entre, por una parte, la
experiencia de la creencia (fianza, fiabilidad, confianza, fe, el
crédito otorgado a la buena fe del cualquier/radicalmente otro en la
experiencia del testimonio) y, por otra parte, la experiencia de la
sacralidad, incluso de la santidad, de lo
indenme sano y salvo (heilig,
holy). Se trata de dos fuentes o de dos
focos distintos. La “religión” simboliza su elipse/elipsis a la vez
porque abarca ambos focos pero también porque a veces silencia, de
forma justamente secreta y reticente, su irreductible dualidad
En todo caso, la historia de la palabra “religión”
en principio debería prohibir a cualquier no cristiano denominar
“religión” (y reconocerse en ella) aquello que “nosotros”
designásemos, identificásemos y aislásemos de ese modo. ¿Por qué
precisar aquí “no cristiano”? Dicho de otro modo: ¿por qué el
concepto de religión sólo sería cristiano? ¿Por qué, de todas
formas, merece la pena plantearse la pregunta y tomar en serio la
hipótesis? Benveniste también lo recuerda: no hay ningún término
indoeuropeo “común” para lo que llamamos “religión”. Los
indoeuropeos no concebían “como una institución separada” lo que
Benveniste a su vez llama “esa realidad omnipresente que es la
religión”. Todavía hoy, allí donde semejante “institución separada”
no es reconocida, la palabra “religión” es inadecuada. Por lo tanto,
no siempre ha habido, no siempre ni en todas partes hay, por
consiguiente no siempre ni en todas partes habrá (“entre los
hombres” o en otro sitio), alguna cosa, una cosa una e
identificable, idéntica a sí misma que todos, religiosos o
irreligiosos, estarían de acuerdo en denominar “religión”. Y sin
embargo, nos decimos, no queda más remedio que responder. Dentro de
la matriz latina, el origen de religio fue el tema de polémicas
verdaderamente interminables. Entre dos lecturas o dos lecciones,
por lo tanto, entre dos procedencias: por una parte, con el apoyo de
textos de Cicerón, relegere, filiación semántica y formal
comprobada, al parecer: recoger para volver y volver a empezar, de
ahí religio, la atención escrupulosa, el respeto, la paciencia,
incluso el pudor o la piedad —y, por otra parte (Lactancio y
Tertuliano), religare, etimología “inventada por los cristianos”,
dice Benveniste,[xviii] que une la religión con el vínculo,
precisamente, con la obligación, con el ligamiento y, por
consiguiente, con el deber y con la deuda, etc., entre hombres o
entre el hombre y Dios—. Se trata asimismo, en otro lugar, con
respecto a otro tema, de una división de la fuente y el sentido (y
aún no hemos acabado con esta dualización). Este debate acerca de
las dos fuentes etimológicas pero asimismo “religiosas” de la
palabra religio es sin duda apasionante (atañe a la Pasión misma,
puesto que una de las dos fuentes en litigio sería cristiana). Ahora
bien, cualquiera que sea su interés o su necesidad, semejante
discrepancia tiene para nosotros un alcance limitado. En primer
lugar, porque nada se regula a partir de la fuente, tal como
sugerimos hace un momento.[xix] Luego, porque ambas etimologías
rivales se pueden reconducir a lo mismo y, en cierto modo, a la
posibilidad de la repetición, la cual no sólo produce sino que
también confirma lo mismo. En ambos casos (re-legere o re-ligare),
se trata en efecto de una vinculación insistente que se vincula
primero consigo misma. Se trata en efecto de una reunión, de una
re-unión, de una re-colección. De una resistencia o reacción contra
la disyunción. Contra la alteridad absoluta. “Recolectar” es, por
otra parte, la traducción propuesta por Benveniste,[xx]
quien la
explicita de este modo: “retomar para una nueva opción, volver sobre
un trámite anterior”, de ahí el sentido de “escrúpulo” pero asimismo
de opción, de lectura y de elección, de inteligencia puesto que la
selectividad va acompañada de vínculo de colectividad y de
recolección. Finalmente, en el vínculo consigo mismo, marcado por el
enigmático “re-”, es donde habría que tratar de recuperar el paso,
de una a otra, entre esas significaciones diferentes (re-legere,
re-ligare, re-spondeo, en donde Benveniste analiza lo que también
denomina, por otra parte, la “relación” con spondeo). Todas las
categorías que podríamos utilizar para traducir el sentido común de
este “re-” serían inadecuadas, y en primer lugar porque
re-introducirían lo que queda por definir como ya definido en la
definición. Por ejemplo, fingiendo saber cuál es el “sentido
propio”, como dice Benveniste, de estas palabras: repetición,
reanudación, reinicio, reflexión, reelección, recolección —en una
palabra, religión, “escrúpulo”, respuesta y responsabilidad—.
Cualquiera que sea el partido que se tome en este
debate, toda la problemática moderna (geo-teológico-política) del
“retorno de lo religioso” queda remitida a la elipse/elipsis de este
doble foco latino. Quien no reconociese ni la legitimidad de este
doble foco ni el predominio cristiano que se ha impuesto
mundialmente dentro de la susodicha latinidad debería rechazar las
premisas mismas de semejante debate.[xxi] Y, además, debería tratar
de pensar una situación en la que, como ya ocurriera una vez, quizá
ya no exista, como tampoco existía aún en aquel entonces, un
“término indoeuropeo común para ‘religión’”.[xxii]
35. Sin embargo, no queda más remedio que
responder. Y sin demora. Sin demorarse demasiado. Al principio,
Maurizio Ferraris en el hotel Lutétia: “Es preciso”, me dijo, “nos
es preciso un tema para este encuentro de Capri”, y yo apunto, sin
respirar, casi sin vacilar, maquinalmente: “La religión”. ¿Por qué?
¿De dónde me ha venido esto, sí, maquinalmente? Una vez seleccionado
el tema, las discusiones se improvisaron —entre dos paseos en plena
noche hacia el Faraglione que se ve a lo lejos, entre el Vesubio y
Capri (Jensen nombra el Faraglione, y Gradiva, el espectro de luz,
la sombra sin sombra del mediodía, das Mittagsgespenst, [re]aparece
tal vez, más bella que todos los grandes fantasmas de la isla, más
“acostumbrada” que ellos, como dice, “a estar muerta”, y desde hace
tiempo)—. Sería pues preciso, retrospectivamente, que yo justificase
una respuesta a la pregunta: ¿por qué dije de golpe, maquinalmente,
“la religión”? Y esta justificación sería entonces, hoy en día, mi
respuesta a la cuestión de la religión. De la religión hoy en día.
Porque, como es obvio (hubiera sido una auténtica locura), nunca
hubiera propuesto tratar de la religión misma, en general o en su
esencia, sino sólo de una cuestión inquieta, de una preocupación
compartida: “¿Qué ocurre hoy con ella, con aquello que se denomina
de este modo? ¿Qué anda por ahí? ¿Quién anda por ahí y tan mal?
¿Quién anda por ahí con ese viejo nombre? ¿Qué es lo que en el mundo
de pronto sobreviene o [re]aparece bajo esta denominación?”. Por
supuesto, esta forma de pregunta no puede separarse de la
fundamental (sobre la esencia, el concepto y la historia de la
religión misma, y de lo que se denomina “religión”). Pero su acceso,
en un primer momento, tendría que haber sido, en mi opinión, más
directo, global, masivo e inmediato, espontáneo, sin defensa, casi
en el estilo de un filósofo obligado a enviar un breve comunicado de
prensa. La respuesta que di casi sin vacilar a Ferraris debió
retornar a mí desde muy lejos, resonando desde una caverna de
alquimista, en el fondo de la cual la palabra se hizo precipitado.
“Religión”, vocablo dictado por no se sabe qué ni quién: por todo el
mundo quizás, por la lectura del telediario de una cadena
internacional, por el todo del mundo tal como creemos verlo, por el
estado del mundo, por el todo de lo que es tal como va (Dios, su
sinónimo en suma, o la Historia como tal, etc.). Hoy de nuevo, hoy
por fin, hoy de otro modo, la gran cuestión sería todavía la
religión, y lo que algunos se apresurarían a denominar su “retorno”.
Si se dijesen así las cosas, y debido a que se cree saber de qué se
está hablando, se empezaría por no entender nada: como si la
religión, la cuestión de la religión, fuese aquello que llega
[re]apareciendo, aquello que de pronto vendría a sorprender a lo que
creemos conocer, el hombre, la tierra, el mundo, la historia,
cayendo de este modo bajo la rúbrica de la antropología, de la
historia o de cualquier otra forma de ciencia humana o de filosofía,
incluso de “filosofía de la religión”. Primer error que hay que
evitar. Es típico y se podrían dar múltiples ejemplos de ello. Si
hay una cuestión de la religión, ésta no debe ser ya una
“cuestión-de-la-religión”. Ni simplemente una respuesta a esta
cuestión. Veremos por qué y hasta qué punto la cuestión de la
religión es, ante todo, la cuestión de la cuestión. Del origen y de
los bordes de la cuestión —lo mismo que de la respuesta—. Por
consiguiente, en cuanto creemos apoderarnos de ella bajo el título
de una disciplina, de un saber o de una filosofía, perdemos de vista
“la cosa”. Ahora bien, a pesar de la imposibilidad de la tarea, se
nos remite una petición: este discurso habría que sostenerlo, habría
que hacer o dejar que se “sostuviera”, con unas pocas pinceladas,
con un número limitado de palabras. Economía del encargo editorial.
Pero ¿por qué —siempre la cuestión del número— hubo diez
mandamientos, después multiplicados por tanto y cuanto? ¿Dónde
estaría aquí la elipse/elipsis justa que se nos ordena decir
callándola? ¿Dónde la reticencia? ¿ Y si la elipse/elipsis, si la
figura silenciosa y el “callarse” de la reticencia, fuera justamente
—volveremos sobre ello más adelante— la religión? Se nos pide, en
nombre de varios editores europeos reunidos, que nos pronunciemos en
unas cuantas páginas acerca de la religión, y esto hoy no resulta
monstruoso (allí donde un tratado serio de la religión exigiría la
edificación de nuevas Bibliotecas de Francia y del universo) aun
cuando, sin creer pensar nada nuevo, nos contentásemos con recordar,
archivar, clasificar, dejar constancia a título de información de lo
que creemos saber.
Fe y saber: entre creer saber y saber creer, la
alternativa no es un juego. Elijamos pues, me dije, una forma
cuasiaforística lo mismo que se elige una máquina, la menos mala
para tratar de la religión en un determinado número de páginas: nos
habían dado 25 o unas pocas más; y digamos, de forma arbitraria,
para descifrar o anagramatizar el 25, 52 secuencias muy desiguales,
otras tantas criptas dispersas en un campo no identificado, un campo
al que no obstante ya nos vamos acercando, ya sea como un desierto
del que no se sabe si es o no estéril, ya como un campo de ruinas y
minas y pozos y panteones o cenotafios y simientes esparcidas; pero
un campo no identificado, ni siquiera como un mundo (la historia
cristiana de esta palabra, el “mundo”, ya nos pone en guardia; el
mundo no es ni el universo, ni el cosmos, ni la tierra).
36. Al comienzo, el título
habrá sido mi primer aforismo. Contrae dos títulos de la tradición,
firma con ellos un contrato. Nos comprometemos a deformarlos, a
arrastrarlos a otro lugar desarrollando, si no su negativo o su
inconsciente, sí al menos la lógica de lo que podrían dejar que se
dijera de la religión a espaldas de su querer-decir. En
Capri, al principio de la sesión, improvisando,
hablé de la luz y del nombre de la isla (de la necesidad de fechar,
es decir, de firmar un encuentro finito en su tiempo y en su
espacio, desde la singularidad de un lugar, de un lugar latino:
Capri, que no es Delos, ni
Patmos, ni Atenas, ni Jerusalén, ni Roma).
Insistí en la luz, la relación de toda religión con el fuego y con
la luz. Hay la luz de la revelación y la luz de las Luces. Luz,
phos, revelación, oriente y origen de
nuestras religiones, instantánea fotográfica. Cuestión, petición: a
la vista de las Luces de hoy y de mañana, a la luz de otras Luces (Aufklärung,
Lumières, illuminismo, enlightenment), ¿cómo
pensar la religión en el día de hoy sin romper la tradición
filosófica? En nuestra “modernidad”, dicha tradición se marca de
forma ejemplar en títulos fundamentalmente latinos que nombran la
religión. Habrá que mostrar por qué. En primer lugar, en un libro de
Kant, en la época y en el espíritu de la Aufklärung, si no de las Luces: La religión en
los límites de la mera razón (1793) también fue un libro sobre el
mal radical (¿qué hay de la razón y del mal radical hoy en día? ¿Y
si el “retorno de lo religioso” no careciese de relación con el
retorno —moderno o posmoderno por una vez— de ciertos fenómenos al
menos del mal radical? ¿El mal radical destruye o establece la
posibilidad de la religión?). Luego, el libro de Bergson, ese gran
judeocristiano, Las dos fuentes de la moral y de la religión, 1932,
entre las dos guerras mundiales y en la víspera de acontecimientos
de los que sabemos que aún no sabemos pensarlos y a los que ninguna
religión, ninguna institución religiosa en el mundo fue ajena o a
los que no sobrevivió quedando indemne, inmune, sana y salva. En
ambos casos ¿acaso no se trataba, como hoy, de pensar la religión,
la posibilidad de la religión y, por consiguiente, la de su retorno
interminablemente ineludible?
37. “¿Pensar la
religión?”, dice usted. Como si un proyecto así no disolviese de
antemano la cuestión. Si se sostiene que la religión es propiamente
pensable, y aunque pensar no sea ni ver, ni saber, ni concebir,
entonces se la tiene controlada de antemano y, en un plazo más o
menos largo, el asunto se da por juzgado. Nada más hablar de estas
notas como de una máquina, se ha vuelto a apoderar de mí un deseo de
economía: deseo de atraer, para ir de prisa, la famosa conclusión de
las Dos fuentes... hacia otro lugar, hacia otro discurso, hacia otra
apuesta argumentativa. Esta siempre podría ser, no lo excluyo, una
traducción desviada, una formalización un poco libre. Recordemos
estas últimas palabras: “[...] el esfuerzo necesario para que se
realice, hasta en nuestro planeta refractario, la función esencial
del universo, que es una máquina de hacer dioses”. ¿Qué ocurriría si
se hiciese decir a Bergson una cosa muy distinta de lo que creyó
querer decir pero que tal vez secretamente se dejó dictar? ¿Qué
ocurriría si, como a su pesar, hubiese dejado lugar para o paso a
una especie de retractación sintomática, según el movimiento mismo
de la vacilación, de la indecisión y del escrúpulo, de la vuelta
atrás (retractare, dice Cicerón para definir el acto o el ser religiosus), en la que consiste quizá la doble
fuente —la doble matriz o la doble raíz— de la religio? Tal vez entonces se diera a semejante
hipótesis una forma dos veces mecánica. “Mecánica” se entendería
aquí en un sentido en cierto modo “místico”. Místico o secreto
puesto que contradictorio y desconcertante, a la vez inaccesible,
inhospitalario y familiar, unheimlich,
uncanny en la medida misma en que esta
maquinalidad, esta automatización
ineludible produce y re-produce aquello que a la vez desgarra de y
amarra a la familia (heimisch, homely), a lo familiar, a lo doméstico, a lo
propio, al oikos de lo ecológico y de lo
económico, al ethos, al lugar de la
estancia. Esta automaticidad
cuasiespontánea, irreflexiva como un reflejo, repite una y otra vez
el doble movimiento de abstracción y atracción que a la vez desgarra
de y amarra al país, al idioma, a lo literal o a todo lo que se
reúne hoy confusamente bajo el término de lo “identitario”:
en dos palabras, aquello que a la vez ex-propia y re-apropia,
des-arraiga y re-arraiga, ex-apropia según una lógica que deberemos
formalizar más adelante, la de la
autoindemnización autoinmune
Antes de hablar
con tanta tranquilidad del “retorno de lo religioso” hoy, hay que
explicar en efecto dos cosas en una. Cada vez se trata de máquina,
de telemáquina
1. Dicho “retorno de lo religioso”, a saber, la
oleada de un fenómeno complejo y sobredeterminado, no es un simple
retorno, ya que su mundialidad y sus figuras (teletecno-media-científicas,
capitalísticas y político-económicas) siguen siendo originales y
carecen de precedente. Y no es un retorno simple de lo religioso ya
que comporta, como una de sus dos tendencias, una destrucción
radical de lo religioso (stricto sensu: lo romano y lo estatal, como
todo aquello que encarna lo político o el derecho europeos a los
cuales, en resumidas cuentas, les hacen la guerra todos los
“fundamentalismos” o “integrismos” no cristianos, por supuesto, así
como ciertas formas ortodoxas, protestantes o incluso católicas). Es
preciso decir también que, frente a éstos, otra afirmación
autodestructiva, me atreveré a decir autoinmune, de la religión bien
podría estar obrando en todos los proyectos “pacifistas” y
ecuménicos, “católicos” o no, que reclaman la fraternización
universal, la reconciliación de los “hombres hijos del mismo Dios”,
y sobre todo cuando dichos hermanos pertenecen a la tradición
monoteísta de las religiones abrahámicas. Siempre resultará difícil
sustraer este movimiento pacificador a un doble horizonte (donde uno
oculta o divide al otro):
a) El horizonte
kenótico de la muerte de Dios y la
reinmanentización antropológica (los derechos
del hombre y de la vida humana antes de cualquier deber para con la
verdad absoluta y trascendente del compromiso ante el orden divino:
un Abraham que en adelante rechazaría sacrificar a su hijo y ni
siquiera tomaría ya en consideración lo que siempre fue una locura).
Cuando se oye a los representantes oficiales de la jerarquía
religiosa, empezando por el más mediático y el más
latinomundial y
cederromizado posible, el Papa, hablar de semejante reconciliación
ecuménica, se oye asimismo (no sólo, por supuesto, pero también) el
anuncio o la evocación de una cierta “muerte de Dios”. A veces
incluso da la impresión de que no habla más que de eso —que habla
por su boca—. Y que otra muerte de Dios viene a asediar la Pasión
que lo anima. Pero diremos: ¿dónde está la diferencia? Efectivamente
b) Esta declaración de paz también puede,
prosiguiendo la guerra con otros medios, encubrir un gesto
pacificador, en el sentido más europeo-colonial posible. En la
medida en que vendría de Roma, como con frecuencia es el caso,
trataría en primer lugar, y ante todo en Europa, a Europa, de
imponer subrepticiamente un discurso, una cultura, una política y un
derecho, de imponerlo a todas las demás religiones monoteístas,
incluidas las religiones cristianas no católicas. Más allá de
Europa, a través de los mismos esquemas y de la misma cultura
jurídico-teológico-política, se trataría de imponer, en nombre de la
paz, una mundialatinización. Esta se torna en adelante europeo
anglo-americana en su idioma, como decíamos anteriormente. La tarea
resulta tanto más urgente y problemática (incalculable cálculo de la
religión para nuestro tiempo) cuanto que la desproporción
demográfica no dejará en lo sucesivo de amenazar a la hegemonía
externa, no dejándole más estratagemas que su interiorización. El
campo de esta guerra o de esta pacificación carece en adelante de
límites: todas las religiones, sus centros de autoridad, las
culturas religiosas, los Estados, naciones o etnias que representan,
tienen un acceso sin duda alguna desigual aunque a menudo inmediato
y potencialmente ilimitado al mismo mercado mundial, del cual son a
la vez los productores, los actores y los cortejados consumidores,
ora explotadores, ora víctimas. Dicho acceso, por consiguiente, es
el acceso a las redes mundiales (transnacionales o transestatales)
de telecomunicación y de teletecnociencia. Desde ese momento, “la”
religión acompaña e incluso precede a la razón crítica y
teletecnocientífica, la vigila como si fuera su sombra. Es su
guardiana, la sombra de la luz misma, el aval de fe, el requisito de
fiabilidad, la experiencia fiduciaria que presupone toda producción
de saber compartido, la performatividad testimonial que queda
comprometida tanto en toda realización tecnocientífica como en toda
la economía capitalística que es indisociable de ella.
2. Este mismo movimiento que hace que la religión
y la razón teletecnocientífica sean indisociables, en su aspecto más
crítico, reacciona inevitablemente contra sí mismo. Segrega su
propio antídoto pero también su propio poder de autoinmunidad. Nos
encontramos aquí en un espacio en donde toda autoprotección de lo
indemne, de lo san(t)o y salvo, de lo sagrado (heilig, holy) debe
protegerse contra su propia protección, su propia policía, su propio
poder de rechazo, lo suyo sin más, es decir, contra su propia
inmunidad. Esta aterradora pero fatídica lógica de la autoinmunidad
de lo indemne[xxiii] será la que siempre asocie Ciencia y Religión.
Por una parte, las “luces” de la crítica y de la
razón teletecnocientífica no pueden sino dar por supuesta la
fiabilidad. Deben poner en práctica una “fe” irreductible, la de un
“vínculo social” o de una “profesión de fe”, de un testimonio (“te
prometo la verdad más allá de cualquier prueba y de cualquier
demostración teórica, créeme”, etc.), es decir, de un performativo
de promesa que obra incluso en la mentira o en el perjurio y sin el
que ningún apóstrofe al otro sería posible. Sin la experiencia
performativa de este acto de fe elemental, no habría ni “vínculo
social”, ni apóstrofe al otro, ni performatividad alguna en general:
ni convención, ni institución, ni Constitución, ni Estado soberano,
ni ley, ni, sobre todo, aquí, esa performatividad estructural de la
realización productiva que vincula de entrada el saber de la
comunidad científica con el hacer, y la ciencia con la técnica. Si
aquí decimos con regularidad tecnociencia, no es con vistas a ceder
a un estereotipo contemporáneo, sino a fin de recordar que, más
claramente que nunca, ahora lo sabemos, el acto científico es, de
arriba abajo, una intervención práctica y una performatividad
técnica en la energía misma de su esencia. Y, por eso mismo, juega
con el lugar y pone en funcionamiento distancias y velocidades.
Deslocaliza, aleja o aproxima, actualiza o virtualiza, acelera o
reduce la velocidad. Ahora bien, allí donde esta crítica tele-tecnocientífica
se desarrolla, también pone en práctica y confirma el crédito
fiduciario de esa fe elemental que es por lo menos de esencia o de
vocación religiosa (la condición elemental, el medio de lo
religioso, si no la religión misma). Decimos fiduciaria, y hablamos
de crédito o de fiabilidad, para subrayar que este acto elemental de
fe sostiene también la racionalidad esencialmente económica y
capitalística de lo teletecnocientífico. Ningún cálculo, ninguna
seguridad podrá reducir en ellas la necesidad última, la de la firma
testimonial (cuya teoría no es necesariamente una teoría del sujeto,
de la persona ni del yo, consciente o inconsciente). Dejar
constancia de ello es también una manera de lograr comprender que,
en principio, hoy en día, en el susodicho “retorno de lo religioso”
no haya incompatibilidad entre los “fundamentalismos”, los
“integrismos” o su “política” y, por otra parte, la racionalidad, es
decir, la fiduciariedad tele-tecno-capitalístico-científica, en
todas sus dimensiones mediáticas y mundializantes. Esa racionalidad
de los susodichos “fundamentalismos” también puede ser hipercrítica[xxiv]
e incluso puede no retroceder ante lo que puede al menos parecerse a
una radicalización deconstructiva del gesto crítico. En cuanto a los
fenómenos de ignorancia, de irracionalidad o de “oscurantismo” que
se observan o se denuncian tan a menudo, tan fácilmente, y con toda
la razón, en estos “fundamentalismos” o en estos “integrismos”, son
con frecuencia residuos, efectos de superficie, escorias reactivas
de la reactividad inmunitaria, indemnizadora o autoinmunitaria.
Enmascaran una estructura profunda o bien (pero asimismo a la vez)
un miedo de sí mismo, una reacción contra aquello mismo con lo que
se está de acuerdo: la dislocación, la expropiación, la
deslocalización, el desarraigo, la desidiomatización y la
desposesión (en todas sus dimensiones, sobre todo sexual fálica) que
la máquina teletecnocientífica no deja de producir. La reactividad
del resentimiento opone ese movimiento a sí mismo dividiéndolo. Ella
se indemniza de ese modo en un movimiento que es a la vez
inmunitario y autoinmune. La reacción ante la máquina es tan
automática (y, por consiguiente, maquinal) como la vida misma.
Semejante escisión interna, que abre la distancia, es también lo
“propio” de la religión, lo que acomoda la religión con lo “propio”
(en la medida en que también es lo indemne: heilig, santo, sagrado,
salvo, inmune, etc.), aquello que acomoda la indemnización religiosa
con todas las formas de propiedad y del idioma lingüístico en su
“literalidad”, con el suelo y la sangre, con la familia y la nación.
Esta reactividad interna e inmediata, a la vez inmunitaria y
autoinmune, es la única que puede dar cuenta de lo que se denominará
la oleada religiosa en su fenómeno doble y contradictorio. La
palabra oleada se nos impone a fin de sugerir ese redoblamiento de
una ola que se apropia de aquello mismo a lo que, enrollándose,
parece oponerse –y, simultáneamente, se enfurece, a veces en el
terror y el terrorismo, contra aquello mismo que la protege, contra
sus propios “anti-cuerpos”–. Aliándose entonces con el enemigo, el
cual es hospitalario con los antígenos, arrastrando consigo al otro,
la oleada aumenta y se hinche de la potencia contraria. Desde el
litoral de alguna isla, no sabemos cuál, he ahí la oleada que
creemos ver que sin duda viene, con su henchimiento espontáneo,
irresistiblemente automático. Pero creemos verla venir sin
horizonte. Ya no estamos seguros de ver, ni de que aún haya porvenir
allí donde vemos venir. El porvenir no tolera ni la previsión ni la
providencia. Por consiguiente, es más bien al porvenir a donde
“nosotros” –capturados y sorprendidos en esa oleada– somos en verdad
arrastrados –y él es lo que querríamos pensar, si todavía podemos
utilizar esa palabra–.
La religión, hoy, se alía con la teletecnociencia
contra la que reacciona con todas sus fuerzas. Aquélla, por una
parte, es la mundialatinización; produce, se adhiere, explota el
capital y el saber de la telemediatización: ni los viajes ni la
espectacularización mundial del Papa, ni las dimensiones
interestatales del “asunto Rushdie”, ni el terrorismo planetario
serían posibles, a este ritmo, de otro modo –y podríamos multiplicar
indicios de esta índole hasta el infinito–.
Pero, por otra parte, la religión reacciona de
inmediato, simultáneamente, declara la guerra a aquello que no le
confiere ese nuevo poder más que desalojándola de los lugares que le
son propios, en verdad del lugar mismo, del tener-lugar de su
verdad. Entabla una guerra terrible contra lo que no la protege más
que amenazándola, según esa doble estructura contradictoria:
inmunitaria y autoinmunitaria. Ahora bien, la relación es
ineludible, por lo tanto, automática y maquinal, entre esas dos
mociones o esas dos fuentes de las cuales una tiene la forma de la
máquina (mecanización, automatización, maquinación o mekane) y la
otra, la de la espontaneidad viva, la de la propiedad indemne de la
vida, es decir, la de otra (supuesta) autodeterminación. Pero lo
autoinmunitario asedia a la comunidad y a su sistema de
supervivencia inmunitaria como la hipérbole de su propia
posibilidad. No hay nada común, nada inmune, ni sano y salvo, heilig
y holy, nada indemne en el presente viviente más autónomo sin riesgo
de autoinmunidad. Como siempre, el riesgo se carga dos veces, el
mismo riesgo finito. Dos veces mejor que una: con una amenaza y una
eventualidad. En dos palabras, tiene que hacerse cargo de, podría
decirse tiene que aceptar como aval, la posibilidad de ese mal
radical sin el que no se puede hacer nada bien.
...y granadas
(Una
vez planteadas estas premisas o definiciones generales, resultando
el espacio del que disponemos cada vez más exiguo, pongamos en
órbita las quince proposiciones finales bajo una forma todavía más
desgranada, plagada de granadas, diseminada, aforística,
discontinua, yuxtapositiva, dogmática,
indicativa o virtual, económica; en suma, más telegráfica que
nunca.)
38. De un discurso por
venir —sobre el por-venir y la repetición—. Axioma: ningún por-venir
sin herencia y sin posibilidad de repetir. Ningún por-venir sin una
cierta iterabilidad, al menos bajo la
forma de la alianza consigo mismo y de la confirmación del sí
originario. Ningún por-venir sin una cierta memoria y promesa
mesiánicas, de una mesianicidad más
vieja que cualquier religión y más originaria que cualquier
mesianismo. No hay discurso ni apóstrofe al otro sin la posibilidad
de una promesa elemental. El perjurio y la promesa no cumplida
reclaman la misma posibilidad. No hay promesa, pues, sin la promesa
de una confirmación del sí. Ese sí habrá implicado e implicará
siempre la fiabilidad o la fidelidad de una fe. No hay fe, pues, ni
porvenir sin lo que una iterabilidad
implica en cuanto a técnica, maquínica y
automática. En este sentido, la técnica es la posibilidad —también
puede decirse la eventualidad— de la fe. Y dicha eventualidad debe
incluir dentro de sí el mayor riesgo, la amenaza misma del mal
radical. De otro modo, aquello de lo que ésta es la eventualidad no
sería la fe sino el programa y la prueba, la
predictividad o la providencia, el puro saber y
el puro saber-hacer, es decir, la anulación del porvenir. Por
consiguiente, en lugar de oponerlos, como se suele hacer casi
siempre, habría que pensar conjuntamente, como una sola y misma
posibilidad, lo maquínico y la fe —al
igual que lo maquínico y todos los
valores implicados en la sacrosantidad (heilig,
holy, sano y salvo, indemne, intacto,
inmune, libre, vivo, fecundo, fértil, fuerte y, sobre todo, como
vamos a ver, “henchido”) y, más concretamente, en la
sacrosantidad del efecto fálico.
39. ¿Ese doble valor acaso no es aquello que, por
ejemplo, significa en su diferencia un falo, o más bien lo fálico,
el efecto de falo, que no es necesariamente lo propio del hombre?
¿Acaso no es éste el fenómeno, el phainesthai, la manifestación del
falo?, pero asimismo, teniendo en cuenta la ley de iterabilidad o
duplicación que puede desprenderlo de su presencia pura y propia,
¿acaso no es éste su phantasma, en griego, su fantasma, su espectro,
su doble o su fetiche? ¿Acaso no representa la colosal automaticidad
de la erección (el máximo de vida que hay que conservar indemne,
indemnizada, inmune y salva, sacrosanta) pero también, y por ello
mismo, en su carácter reflejo, lo más mecánico, lo más separable de
la vida? ¿Acaso lo fálico no es asimismo, a diferencia del pene y
una vez desprendido del cuerpo propio, esa marioneta que erigen,
exhiben, fetichizan y pasean en procesión? ¿Acaso no nos hallamos
ahí, virtualidad de virtualidad, ante la potencia o el patíbulo de
una lógica lo bastante potente como para dar cuenta (logon didonai),
contando y calculando con lo in-calculable, de todo aquello que alía
a la máquina teletecnocientífica, esa enemiga de la vida al servicio
de la vida, con el recurso mismo de lo religioso, a saber, la fe en
lo más vivo en cuanto muerto y automáticamente superviviente,
resucitado en su espectral phantasma, lo santo, lo sano y salvo, lo
indemne, lo inmune, lo sagrado, todo lo que traduce, en una palabra,
heilig? Matriz, una vez más, de un culto o una cultura del fetiche
generalizado, de un fetichismo sin bordes, de una adoración
fetichizante de la Cosa misma. Sin arbitrariedad se podría leer,
elegir, enlazar en la genealogía semántica de lo indemne –”santo,
sagrado, sano y salvo, heilig, holy”– todo aquello que expresa la
fuerza, la fuerza de vida, la fertilidad, el incremento, el aumento,
el henchimiento sobre todo, en la espontaneidad de la erección o del
embarazo.[xxv] Para ser breves; no basta con recordar aquí todos los
cultos fálicos y sus bien conocidos fenómenos en el seno de tantas y
tantas religiones. Los tres “grandes monoteísmos” inscribieron las
alianzas o promesas fundadoras en esa prueba de lo indemne que
siempre es una circuncisión, ya sea ésta “externa o interna”,
literal o, como se dijo antes de San Pablo, en el propio judaísmo,
“circuncisión del corazón”. Y quizás éste fuera el lugar de
preguntarse por qué, en el más mortífero desencadenamiento de una
violencia indisolublemente étnico-religiosa, en todas partes, las
mujeres son víctimas privilegiadas (no solamente, por así decirlo,
de tantas ejecuciones sino de las violaciones o mutilaciones que
preceden o acompañan a éstas).
40. La religión de lo que está vivo ¿no es acaso
una tautología? Imperativo absoluto, ley santa, ley de la salvación:
salvar al que está vivo como lo intacto, lo indemne, lo salvo (heilig)
que tiene derecho al respeto absoluto, a la continencia, al pudor.
De ahí la necesidad de una inmensa tarea: reconstruir la cadena de
los motivos análogos en la actitud o la intencionalidad
sacrosantificadora, en su relación con lo que es, debe permanecer o
se ha de dejar que sea lo que es (heilig, vivo, fuerte y fértil,
eréctil y fecundo: salvo, íntegro, indemne, inmune, sagrado, santo,
etc.). Salvación y salud. Una actitud intencional así lleva varios
nombres de la misma familia: respeto, pudor, continencia,
inhibición. Achtung (Kant), Scheu, Verhaltenheit, Gelassenheit
(Heidegger), la halte, el alto en general.[xxvi] Los polos, los
temas, las causas no son los mismos (la ley, la sacralidad, la
santidad, el dios por venir, etc.), pero los movimientos que se
refieren a ellos y se suspenden, en verdad se interrumpen en ellos,
resultan muy semejantes. Todos ellos hacen o marcan un alto. Tal vez
constituyan una especie de universal, no ya “la Religión”, sino una
estructura universal de la religiosidad. Porque, aun no siendo
propiamente religiosos, siempre abren, sin poder jamás volver a
limitarla o detenerla, la posibilidad de lo religioso. Posibilidad
aún dividida. Por una parte, ciertamente, está la abstención
respetuosa o inhibida ante lo que sigue siendo el misterio sacro y
debe permanecer intacto o inaccesible, así como la inmunidad mística
de un secreto. Ahora bien, este mismo alto, al mantener retirado de
este modo, abre también un acceso sin mediación ni representación
–por consiguiente no sin cierta violencia intuitiva– a lo que
permanece indemne. Esta es otra dimensión de lo místico. Semejante
universal permite o promete tal vez la traducción mundial de religio,
a saber: escrúpulo, respeto, detención, Verhaltenheit, pudor, Scheu,
shame, discreción, Gelassenheit, etc., alto ante aquello que debe o
debería permanecer sano y salvo, intacto, indemne, ante aquello que
hay que dejar que sea lo que debe ser, a veces a costa del
sacrificio de uno mismo y en la plegaria: el otro. Semejante
universal, semejante universalidad “existencial” podría haber
proporcionado al menos la mediación de un esquema para la
mundialatinización de la religio. En todo caso, para su posibilidad.
Entonces, en ese mismo movimiento, habría que
rendir cuenta también de una doble postulación evidente: por una
parte, el respeto absoluto de la vida, el “No matarás” (al menos a
tu prójimo, si no a lo que está vivo en general), la prohibición
“integrista” sobre el aborto, la inseminación artificial, la
intervención performativa en el potencial genético, aunque sea con
fines de terapia génica, etc., y, por otra parte (sin mencionar
siquiera las guerras de religión, su terrorismo y sus carnicerías),
la vocación sacrificial, que también es universal. Antaño existió,
aquí y allá, el sacrificio humano, incluso dentro de los “grandes
monoteísmos”. Es siempre el sacrificio de lo que está vivo, todavía
y más que nunca a escala de la cría y la matanza masiva, de la
industria de la pesca o de la caza, de la experimentación con
animales. Dicho sea de paso, algunos ecologistas y algunos
vegetarianos —al menos en la medida en que todavía creen estar puros
(indemnes) de toda carnivoracidad, aunque sea simbólica—[xxvii]
serían Ios únicos “religiosos” de esta época que respetan una de las
dos fuentes puras de la religión y que cargan en efecto con la
responsabilidad de lo que bien podría ser el porvenir de una
religión. ¿Cuál es la mecánica de esa doble postulación (respeto de
la vida y sacrificialidad)? La denominamos mecánica porque
reproduce, con la regularidad de una técnica, la instancia de lo que
no-está-vivo o, si se prefiere, de lo muerto en lo que está vivo.
Asimismo, se trata de lo autómata de acuerdo con el efecto fálico
del que hablamos anteriormente. Se trata de la marioneta, la máquina
muerta y más que viviente, la fantasmagoría espectral del muerto
como principio de vida y de supervivencia. Ese principio mecánico
aparentemente es muy simple: la vida no vale absolutamente salvo si
vale más que la vida, por consiguiente, salvo si lleva luto por sí
misma, salvo si se convierte en lo que es en el trabajo del duelo
infinito, en la indemnización de una espectralidad sin bordes. La
vida no es sagrada, santa, infinitamente respetable sino en nombre
de lo que en ella vale más que ella y no se limita a la naturalidad
de lo bio-zoológico (sacrificable) —aunque el sacrificio verdadero
debe sacrificar no sólo la vida “natural”, así llamada “animal” o
“biológica”, sino lo que vale asimismo más que la susodicha vida
natural—. De esa forma, el respeto a la vida no concierne, en los
discursos de la religión como tal, sino a la sola “vida humana”, en
la medida en que da testimonio, en cierto modo, de la trascendencia
infinita de lo que vale más que ella (la divinidad, la sacrosantidad[xxviii]
de la ley). El precio del viviente humano, es decir, del viviente antropoteológico, el precio de lo que debe permanecer salvo (heilig,
sagrado, sano y salvo, indemne, inmune), en cuanto precio absoluto,
el precio de lo que debe inspirar respeto, pudor, continencia, dicho
precio no tiene precio. Corresponde a lo que Kant denomina la
dignidad (Würdigkeit) del fin en sí, del ser finito razonable, del
valor absoluto más allá de cualquier valor comparable en un mercado
(Marktpreis). Esta dignidad de la vida no se puede mantener sino más
allá de lo que está vivo y presente. De ahí la trascendencia, el
fetichismo y la espectralidad, de ahí la religiosidad de la
religión. Ese exceso sobre lo que está vivo y cuya vida no vale
absolutamente salvo si vale más que la vida, más que ella misma, en
resumidas cuentas, es lo que abre el espacio de muerte que se
vincula con el autómata (ejemplarmente “fálico”), la técnica, la
máquina, la prótesis, la virtualidad, en una palabra, las
dimensiones de la suplementariedad autoinmunitaria y autosacrificial,
esa pulsión de muerte que se afana en silencio sobre toda comunidad,
toda auto-co-inmunidad y, en verdad, la constituye como tal, en su
iterabilidad, su herencia, su tradición espectral. Comunidad como
auto-inmunidad común: no hay comunidad que no alimente su propia
autoinmunidad, un principio de autodestrucción sacrificial que
arruina el principio de protección de sí (del mantenimiento de la
integridad intacta de uno mismo), y ello con vistas a alguna super-vivencia
invisible y espectral. Esta atestación autocontestataria mantiene a
la comunidad autoinmune en vida, es decir, abierta a otra cosa
distinta y que es más que ella misma: lo otro, el porvenir, la
muerte, la libertad, la venida o el amor del otro, el espacio y el
tiempo de una mesianicidad espectralizante más allá de cualquier
mesianismo. Ahí reside la posibilidad de la religión, el vínculo
religioso (escrupuloso, respetuoso, púdico, continente, inhibido)
entre el valor de la vida, su “dignidad” absoluta, y la máquina
teológica, la “máquina de hacer dioses”.
41. La religión, como respuesta de doble
significado y doble comprensión, es entonces una elipse/elipsis, la
del sacrificio. ¿Se puede imaginar una religión sin sacrificio y sin
oración? El signo por el que Heidegger cree reconocer la ontoteología es que la relación con el Ente absoluto o con la Causa
suprema se ha liberado, perdiéndolos de ese mismo modo, de la
ofrenda sacrificial y de la oración. Pero también ahí hay dos
fuentes: la ley dividida, el double bind, y asimismo el doble foco,
la elipse/elipsis o la duplicidad originaria de la religión, es que
la ley de lo indemne, la salvación de lo salvo, el respeto púdico de
lo que es sacrosanto (heilig, holy), exige y excluye a la vez el
sacrificio, a saber, la indemnización de lo indemne, el precio de la
inmunidad. Por consiguiente, la autoinmunización y el sacrificio del
sacrificio. Este representa siempre el mismo movimiento, el precio
que hay que pagar para no herir o dañar a lo otro absoluto.
Violencia del sacrificio en nombre de la no-violencia. El respeto
absoluto ordena, en primer lugar, el sacrificio de sí mismo, del
interés más preciado. Si Kant habla de la “santidad” de la ley moral
es porque mantiene explícitamente, como se sabe, un discurso sobre
el “sacrificio”, a saber, sobre otra instancia de la religión “en
los límites de la mera razón”, de la religión cristiana como la
única religión “moral”. El sacrificio de sí sacrifica, pues, lo más
propio al servicio de lo más propio. Como si la razón pura, en ese
proceso de indemnización autoinmune, no pudiera oponer nunca sino la
religión a una religión o la fe pura a esta o aquella creencia.
42. En nuestras “guerras de religión”, la
violencia tiene dos edades. Una, de la que hablamos anteriormente,
parece ‘”contemporánea”, concuerda o se alía con la hipersofisticación de la teletecnología militar —de la cultura
“digital” y ciberespacial—. La otra es una “nueva violencia
arcaica”, por así decirlo. Replica a la primera y a todo lo que
representa. Revancha. Echando mano de hecho a los mismos recursos
del poder mediático, [re]aparece (según el retorno, el recurso, la
vuelta a las fuentes y la ley de reactividad interna y autoinmune
que tratamos de formalizar aquí) en la mayor cercanía con el cuerpo
propio y con lo viviente premaquínico. Al menos en la mayor cercanía
con su deseo y con su fantasmagoría. Uno se venga contra la máquina
expropiadora y descorporalizante recurriendo —volviendo— a las
manos, al sexo o al instrumento elemental, a menudo al “arma
blanca”. Lo que se denomina “carnicerías” y “atrocidades”, palabras
que nunca se utilizan en las guerras “propias/limpias”, allí donde
justamente no se pueden contar los muertos (obuses teledirigidos
sobre ciudades enteras, misiles “inteligentes”, etc.), son las
torturas, las decapitaciones, las mutilaciones de todo tipo. Se
trata siempre de una venganza declarada, a menudo declarada como
revancha sexual: violaciones, sexos mutilados o manos cercenadas,
exhibición de cadáveres, expediciones de cabezas cortadas que se
llevaban antaño, en Francia, en la punta de una pica (pro-cesiones
fálicas de las “religiones naturales”). Esto es lo que se hace, por
ejemplo, pero sólo se trata de un ejemplo, hoy en día, en Argelia,
en nombre del islam al que invocan, cada uno a su manera, ambos
beligerantes. Estos son también los síntomas de un recurso reactivo
y negativo, la venganza del cuerpo propio contra una teletecno-ciencia
expropiadora y deslocalizadora, aquella que a menudo se encuentra
identificada con la mundialidad del mercado, con la hegemonía
militaro-capitalística, con la mundialatinización del modelo
democrático europeo bajo su doble forma, secular y religiosa. De
ahí, otra figura del doble origen, la previsible alianza de los
peores efectos de fanatismo, dogmatismo u oscurantismo irracional
con la agudeza hipercrítica y el análisis vigilante de las
hegemonías y los modelos del adversario (mundialatinización,
religión que no dice su nombre, etnocentrismo de rostro —como
siempre— “universalista”, mercado de la ciencia y de la técnica,
retórica democrática, estrategia de lo “humanitario” o del
“mantenimiento de la paz” por una peace-keeping force, allí donde
nunca se contarán de la misma forma los muertos de Ruanda y los de
los Estados Unidos de América o de Europa). Esa radicalización
arcaica y en apariencia más salvaje de la violencia “religiosa”
pretende, en nombre de la “religión”, hacer que la comunidad
viviente vuelva a echar raíces, que vuelva a hallar su lugar, su
cuerpo y su idioma intactos (indemnes, salvos, puros,
limpios/propios). Siembra la muerte y desencadena la autodestrucción
con un gesto desesperado (autoinmune) que se ceba en la sangre de su
propio cuerpo: como para desarraigar el desarraigo y reapropiarse de
la sacralidad intacta y salva de la vida. Doble raíz, doble
desarraigo, doble erradicación.
43. Doble violación. Una nueva crueldad vendría,
pues, a aliar, en unas guerras que también son guerras de religión,
la calculabilidad tecnocientífica más avanzada con el salvajismo
reactivo que querría cebarse de inmediato en el cuerpo propio, en la
cosa sexual —que se puede violar, mutilar o sencillamente denegar,
desexualizar—, otra forma de la misma violencia. ¿Resulta posible
hablar hoy de esa doble violación, hablar de ella de una manera que
no sea demasiado tonta, inculta ni necia, “ignorando” el
“psicoanálisis”? Ignorar el psicoanálisis es algo que se puede hacer
de mil formas, a veces con una gran cultura psicoanalítica pero
dentro de una cultura disociada. Se ignora el psicoanálisis mientras
no se lo integre en los discursos hoy en día más potentes sobre el
derecho, la moral, la política pero también sobre la ciencia, la
filosofía, la teología, etc. Hay mil formas de evitar dicha
integración consecuente, incluso en el medio institucional del
psicoanálisis. Ahora bien, el “psicoanálisis” (hay que ir cada vez
más de prisa) está en recesión en Occidente: jamás franqueó, jamás
de manera efectiva, las fronteras de una parte de la “vieja Europa”.
Este “hecho” pertenece con pleno derecho a la configuración de
fenómenos, signos, síntomas que interrogamos aquí bajo el título de
la “religión”. ¿Cómo se pueden pretender nuevas Luces para dar
cuenta de ese “retorno de lo religioso” sin poner en práctica al
menos una cierta lógica del inconsciente? ¿Sin trabajar con ella,
por lo menos, y con la cuestión del mal radical, de la reacción
frente al mal radical que se encuentra en el centro del pensamiento
freudiano? Semejante cuestión ya no se puede separar de otras
muchas: la compulsión a la repetición, la “pulsión de muerte”, la
diferencia entre “verdad material” y “verdad histórica” que, en un
primer momento, se impuso precisamente con respecto a la “religión”
y que se elaboró, en primer lugar, en la máxima proximidad a una
interminable cuestión judía. Es cierto que el saber psicoanalítico
también puede desarraigar y despertar a la fe abriéndose a un nuevo
espacio de la testimonialidad, a una nueva instancia de la
atestación, a una nueva experiencia del síntoma y de la verdad. Ese
nuevo espacio debería ser también, aunque no sólo, jurídico y
político. Tendremos que volver sobre esto.
44. Sin cesar tratamos de pensar conjuntamente,
pero de otra manera, el saber y la fe, la tecnociencia y la creencia
religiosa, el cálculo y lo sacrosanto. Sin cesar, nos hemos cruzado
en estos parajes con la alianza, santa o no santa, de lo calculable
y lo incalculable. Y de lo innumerable y el número, lo binario, lo
numérico y lo digital. Ahora bien, el cálculo demográfico concierne
hoy en día a uno de los aspectos, por lo menos, de la “cuestión
religiosa” en su dimensión geopolítica. En lo que respecta al
porvenir de una religión, la cuestión del número afecta tanto a la
cantidad de las “poblaciones” como a la indemnidad viviente de Ios
“pueblos”. Esto no quiere decir solamente que hay que contar con la
religión sino que hay que cambiar las maneras de contar los fieles
en la época de la mundialización. Sea o no “ejemplar”, la cuestión
judía sigue siendo aún un ejemplo (sample, muestra, caso particular)
bastante bueno con vistas a la elaboración futura de esta
problemática demográfico-religiosa. En verdad, esta cuestión de los
números es obsesiva, como se sabe, en las Sagradas Escrituras y los
monoteísmos. Cuando se sienten amenazados por una teletecnociencia
expropiadora y deslocalizadora, los “pueblos” temen asimismo nuevas
formas de invasión. Les aterrorizan las “poblaciones” extranjeras
cuyo crecimiento, lo mismo que su presencia, indirecta o virtual
pero por lo mismo tanto más opresiva, se torna incalculable. Por
consiguiente, nuevas maneras de contar. Se puede interpretar de más
de una forma la supervivencia inaudita del pequeño “pueblo judío” y
la proyección mundial de su religión, fuente única de los tres
monoteísmos que comparten una cierta dominación del mundo y a los
que, por consiguiente, por lo menos iguala en dignidad. Se puede
interpretar de mil maneras su resistencia tanto a los intentos de
exterminio como a una desproporción demográfica de la que no se
conoce ningún otro ejemplo. Pero ¿qué pasará con esta supervivencia
el día (que tal vez ya ha llegado) en que la mundialización quede
saturada? Entonces, la “globalización”, como dicen los norteamericanos, quizá no permita ya recortar en la superficie de la
tierra humana esos microclimas, esas microzonas históricas,
culturales, políticas, la pequeña Europa* y el Oriente Medio, en los
que el “pueblo judío” ya ha tenido tantas dificultades para
sobre-vivir y dar testimonio de su fe. “Comprendo el judaísmo como
la posibilidad de proporcionarle a la Biblia un contexto, de
conservar legible ese libro”, dice Levinas. ¿Acaso la mundialización
de la realidad y el cálculo demográficos no tornan la probabilidad
de dicho “contexto” más débil que nunca y tan amenazadora para la
supervivencia como lo peor, el mal radical de la “solución final”?
“Dios es el porvenir”, dice también Levinas, mientras que Heidegger
ve anunciarse el “último dios” incluso en la ausencia misma de
porvenir: “El último dios: halla su despliegue esencial en el signo
(im Wink), la defección y la ausencia de adviento (dem Anfall und
Ausbleib der Ankunft), al igual que la huida de los dioses pasados y
su secreta metamorfosis”.[xxix]
Esta cuestión es quizá más grave y más urgente
para el Estado y las naciones de Israel, pero concierne asimismo a
todos los judíos, y también sin duda, de una forma menos evidente, a
todos los cristianos del mundo. En modo alguno a los musulmanes hoy
en día. Ésta es, hasta la fecha, una diferencia fundamental entre
los tres “grandes monoteísmos” originarios.
45. ¿Acaso no hay siempre otro lugar de
dispersión? ¿Dónde se divide hoy la fuente, al igual que lo mismo se
disocia entre fe y saber? La reactividad original frente a una teletecnociencia expropiadora y deslocalizadora debe responder por
lo menos a dos figuras. Estas se superponen y también se turnan o se
sustituyen, no produciendo en verdad en el lugar mismo del
emplazamiento más que suplementariedad indemnizante y autoinmune:
1. El desarraigo, ciertamente, de la radicalidad
de las raíces (Entwürzelung, diría Heidegger, al que citamos antes)
y de todas las formas de physis originaria, de todos los supuestos
recursos de una fuerza generativa propia, sagrada, indemne, “sana y
salva” (heilig): identidad étnica, filiación, familia, nación, suelo
y sangre, nombre propio, idioma propio, cultura y memoria propias.
2. Pero también, más que nunca, contrafetichismo
del mismo deseo invertido, la relación animista con la máquina
teletecnocientífica, que se torna a partir de entonces máquina del
mal, y del mal radical; máquina, ahora bien, que sirve tanto para
manipular como para exorcizar. Puesto que ésta es el mal que hay que
domesticar y puesto que se utilizan cada vez más artefactos y más
prótesis de los que se ignora todo, con una creciente desproporción
entre el saber y el saber-hacer, el espacio de dicha experiencia
técnica tiende entonces a tornarse más animista, mágico, místico. Lo
que en ella sigue siendo siempre espectral tiende entonces a
tornarse, de acuerdo —por así decirlo— con esa desproporción, cada
vez más primitivo y arcaico. De modo que el rechazo puede adoptar,
lo mismo que una aparente apropiación, la forma de una religiosidad
estructural e invasora. Cierto espíritu ecologista puede participar
de ello. (Ahora bien, hay que distinguir aquí entre esa vaga
ideología ecologista y un discurso o una política ecológicos cuyas
competencias a veces son muy rigurosas.) Jamás, en la historia de la
humanidad, al parecer, ha sido tan grave la desproporción entre la
incompetencia científica y la competencia manipuladora. Ya ni
siquiera se la puede medir en lo que respecta a esas máquinas cuya
utilización es cotidiana, cuyo dominio está asegurado y cuya
proximidad cada vez es más estrecha, interior, doméstica. Antes de
ayer, ciertamente, los soldados no sabían cómo funcionaba el arma de
fuego que, sin embargo, sabían utilizar muy bien. Ayer, no siempre
los conductores de automóviles o los viajeros de un tren sabían
demasiado bien cómo “andaba eso”. Pero su incompetencia relativa no
tiene ya medida común (cuantitativa) alguna ni analogía
(cualitativa) alguna con aquella que relaciona hoy a la mayor parte
de la humanidad con las máquinas de las que vive o con las que
aspira a vivir con una familiaridad cotidiana. ¿Quién es capaz de
explicar científicamente a sus hijos cómo funcionan el teléfono (por
cable submarino o satélite), la televisión, el fax, el ordenador, el
correo electrónico, el CD-ROM, la tarjeta magnética, el avión a
reacción, la distribución de la energía nuclear, el escáner, la
ecografía, etcétera?
46. La misma religiosidad debe aliar la
reactividad del retorno primitivo y arcaico, como ya dijimos, tanto
con el dogmatismo oscurantista como con la vigilancia hipercrítica.
Las máquinas contra las que combate tratando de apropiárselas
también son máquinas que destruyen la tradición histórica. Pueden
desplazar las estructuras tradicionales de la ciudadanía nacional,
tienden a borrar a la vez las fronteras del Estado y la propiedad de
las lenguas. Desde entonces, la reacción religiosa (rechazo y
asimilación, introyección e incorporación, indemnización y duelo
imposibles) siempre tiene dos vías normales, concurrentes y
aparentemente antitéticas. Pero ambas pueden tanto oponerse a como
aliarse con una tradición “democrática”: y tenemos o bien el
fervoroso retorno a la ciudadanía nacional (patriotismo del en casa
en todas sus formas, apego al Estado-nación, despertar del
nacionalismo o del etnocentrismo con mucha frecuencia vinculados con
las Iglesias o con las autoridades del culto); o bien, muy por el
contrario, la protesta universal, cosmopolita o ecuménica:
“¡Ecologistas, humanistas, creyentes de todos los países, uníos en
una Internacional del antiteletecnologismo!”. Se trata de una
Internacional que, por lo demás —y en ello reside la singularidad de
nuestro tiempo—, sólo puede desarrollarse dentro de los circuitos
contra los que combate, utilizando los medios del adversario. A la
misma velocidad contra un adversario que, en verdad, es el mismo. El
mismo en dos, a saber, lo que se denomina lo contemporáneo en la
vociferante anacronía de su dislocación. Indemnización autoinmune.
Por eso, esos movimientos “contemporáneos” deben buscar la salvación
(tanto lo sano y salvo como lo sacrosanto), y también la salud en la
paradoja de una nueva alianza entre lo teletecnocientífico y las dos
matrices de la religión (lo indemne, heilig, holy, por una parte; la
fe o la creencia, lo fiduciario, por la otra). Lo “humanitario”
proporcionaría un buen ejemplo de ello. Las “fuerzas para el
mantenimiento de la paz”, también.
47. ¿De qué habría que dejar constancia si se
tratase de formalizar de manera económica el axioma de las dos
fuentes en torno a cada una de las dos “lógicas”, si se quiere, o de
los dos “recursos” distintos de lo que Occidente denomina en latín
“religión”? Recordemos la hipótesis de esas dos fuentes: por una
parte, la fiduciar-iedad de la confianza, de la fiabilidad o de la
fianza (creencia, fe, crédito, etc.); por otra parte, la indemn-idad
de lo indemne (lo sano y lo salvo, lo inmune, lo santo, lo sagrado,
heilig, holy). Quizás, en primer lugar, habría que asegurarse por lo
menos de lo siguiente: cada uno de estos axiomas, en cuanto tal,
refleja ya y presupone al otro. Un axioma afirma siempre, su nombre
así lo indica, un valor, un precio; confirma o promete una
evaluación que debe permanecer intacta y dar lugar, como cualquier
valor, a un acto de fe. Luego, cada uno de los dos axiomas hace
posible, aunque no necesario, algo parecido a una religión, es
decir, un aparato constituido de dogmas o de artículos de fe
determinados y que es indisociable de un socius histórico dado
(Iglesia, clero, autoridad socialmente legitimada, pueblo, idioma
compartido, comunidad de fieles comprometidos en la misma fe y que
acreditan la misma historia). Ahora bien, habrá siempre un hiato
irreductible entre la apertura de la posibilidad (como estructura
universal) y la necesidad determinada de esta o de aquella religión;
y a veces dentro de cada religión entre, por una parte, aquello que
la mantiene en la máxima proximidad a su posibilidad propia y “pura”
y, por otra parte, sus propias necesidades o autoridades
determinadas por la historia. Por eso, siempre se podrá criticar,
rechazar, combatir esta o aquella forma de sacralidad o de creencia,
incluso de autoridad religiosa en nombre de la posibilidad más
originaria. Esta puede ser universal (la fe o la fiabilidad, la
“buena fe” como condición del testimonio, del vínculo social e
incluso del más radical cuestionamiento) o ser ya particular, por
ejemplo, la creencia en tal acontecimiento originario de revelación,
de promesa o de inyunción, como en la referencia a las Tablas de la
ley, al cristianismo primitivo o a alguna sentencia o escritura
fundamental, más arcaica y más pura que el discurso clerical o
teológico. Pero parece imposible denegar la posibilidad en cuyo
nombre y gracias a la cual la necesidad derivada (la autoridad o la
creencia determinadas) sería acusada, o puesta en cuestión, en
suspenso, y sería rechazada o criticada, incluso deconstruida.
No se puede no denegarla: esto quiere decir que,
como mucho, se la puede denegar. El discurso, en efecto, que se le
opondría entonces, siempre cederá a la figura o a la lógica de la
denegación. Este sería el lugar en el que, antes o después de todas
las Luces del mundo, la razón, la crítica, la ciencia, la
teletecnociencia, la filosofía, el pensamiento en general conservan
el mismo recurso que la religión en general.
48. Esta última proposición, sobre todo en lo que
concierne al pensamiento, reclama al menos algunas precisiones de
principio. Resulta imposible dedicarle aquí tantos y tantos
desarrollos necesarios o multiplicar —no sería difícil— las
referencias a todos aquellos que, antes o después de todas las Luces
del mundo, han creído en la independencia de la razón crítica, del
saber, de la técnica, de la filosofía y del pensamiento respecto de
la religión e incluso de toda fe. ¿Por qué privilegiar entonces el
ejemplo de Heidegger? Debido a su extremismo y a lo que dice, en ese
tiempo, de cierto “extremismo”. Sin duda, lo recordábamos
anteriormente, Heidegger escribió en una carta a Löwith, en 1921:
“Soy un ‘teólogo cristiano’”.[xxx] Esta declaración merecería unos
protocolos de interpretación muy extensos y, con seguridad, no
equivale a una simple profesión de fe. Mas no contradice, ni anula
ni prohíbe esta otra certeza: Heidegger no sólo declaró, muy pronto
y en varias ocasiones, que la filosofía era en su principio mismo
“atea”, que la idea de la filosofía es para la fe una “locura” (lo
que supone por lo menos la recíproca), y la idea de una filosofía
cristiana tan absurda como un “círculo cuadrado”. No sólo excluyó
hasta la posibilidad de una filosofía de la religión. No sólo
propuso una disociación radical entre la filosofía y la teología,
ciencia positiva de la fe, sino entre el pensamiento y la teiología,[xxxi]
discurso sobre la divinidad de lo divino. No sólo intentó una
“destrucción” de todas las formas de la ontoteología, etc. También
escribió, en 1953: “La creencia [o la fe] no tiene sitio alguno en
el pensamiento (Der Glaube hat im Denken keinen Platz)”.[xxxii] Sin
duda, el contexto de esta declaración tan firme es bastante
peculiar. La palabra Glaube parece aludir, ante todo, a una forma de
la creencia, la credulidad o el consentimiento ciego a la autoridad.
En efecto, se trata entonces de la traducción de un Spruch (palabra,
sentencia, dictamen, decisión, poema, en todo caso, una palabra que
no se puede reducir al enunciado teórico, científico o aun
filosófico, y que se vincula de manera a la vez singular y
performativa con lo que es la lengua). En un pasaje que se refiere a
la presencia (Anwesen, Präsenz) y a la presencia en la
representación del representar, (in der Repräsentation des
Verstellens), escribe Heidegger: “No podemos probar (beweisen)
científicamente la traducción, ni debemos, en virtud de alguna
autoridad, otorgarle fe [otorgarle crédito, creerla] (glauben). El
alcance de la prueba [se sobreentiende, “científica”] es demasiado
exiguo. La creencia no tiene sitio alguno en el pensamiento [en el
pensar] (Der Glaube hat im Denken keinen Platz)”. De ese modo,
Heidegger destituye al mismo tiempo tanto la prueba científica (lo
que podría hacer pensar que acredita en cierta medida un testimonio
no-científico) como el creer, aquí la confianza crédula y ortodoxa,
la cual, cerrando los ojos, asiente a y acredita dogmáticamente la
autoridad (Autorität). Es cierto y ¿quién podría contradecirlo?
¿Quién querría jamás confundir el pensamiento con semejante
consentimiento? Pero, dicho esto, Heidegger extiende con fuerza y
radicalidad la aserción según la cual el creer en general no tiene
sitio alguno en la experiencia o en el acto de pensar en general. Y
aquí nos podría costar un cierto trabajo seguirlo. Primero, por su
propio camino. Aunque se evite, como conviene hacer de la forma más
rigurosa posible, el riesgo de confundir las modalidades, los
niveles, los contextos, parece difícil, sin embargo, disociar de la
fe en general (Glaube) lo que el propio Heidegger, con el nombre de
Zusage (“acuerdo, asentimiento, fianza o confianza”), designa como
lo más irreductible, incluso lo más originario del pensamiento,
antes incluso de ese cuestionamiento del que dijo que constituye la
piedad (Frömmigkeit) del pensamiento. Sabemos que, aunque no volvió
a poner en cuestión esta última afirmación, Heidegger aportó más
adelante una precisión que convertía la Zusage en el movimiento más
propio del pensamiento y, en el fondo (aunque Heidegger no lo diga
de esta forma), en aquello sin lo que no surgiría siquiera la
cuestión misma.[xxxiii] Esa Llamada a una especie de fe, esa llamada
a la fianza de la Zusage, “antes” de toda cuestión, por lo tanto
“antes” de todo saber, de toda filosofía, etc., se formula sin duda
de un modo especialmente sobrecogedor bastante tarde (1957). Se
formula incluso bajo la forma (poco frecuente en Heidegger, de ahí
el interés que a menudo se le confiere) no ya de una autocrítica o
de un remordimiento sino de una vuelta sobre una formulación que hay
que afinar, que precisar, digamos más bien que hay que re-iniciar de
otro modo. Ahora bien, dicho gesto es menos nuevo y singular de lo
que parece. Tal vez intentemos mostrar en otra parte (será preciso
disponer de más tiempo y de más espacio) que es consecuente con todo
lo que, desde la analítica existencial hasta el pensamiento del ser
y de la verdad del ser, reafirma continuamente lo que denominaremos
(en latín, desgraciadamente, y de forma demasiado romana para
Heidegger) una cierta sacralidad testimonial, digamos incluso una
profesión de fe. Esta continua reafirmación atraviesa toda la obra
de Heidegger. Habita el motivo decisivo y en general poco señalado
de la atestación (Bezeugung) en Sein und Zeit, con todos aquellos
que son indisociables y dependientes de aquél, es decir, todos los
existenciales y, muy cerca de ellos, la conciencia (Gewissen), la
responsabilidad o culpabilidad originaria (Schuldigsein) y la
Entschlossenheit (la determinación resuelta). No podemos realizar el
esfuerzo de abordar aquí la inmensa cuestión de la repetición
ontológica, para todos esos conceptos, de una tradición cristiana
tan marcada. Contentémonos, pues, con situar un principio de
lectura. Al igual que la experiencia de la atestación (Bezeugung)
auténtica y al igual que todo lo que de ella depende, el punto de
partida de Sein und Zeit tiene su lugar en una situación que no
puede ser radicalmente ajena a lo que se denomina la fe. No la
religión, por supuesto; ni la teología, sino aquello que, en la fe,
asiente antes o más allá de toda cuestión, en la experiencia ya
común de una lengua y de un “nosotros”. El lector de Sein und Zeit
y
el firmante que lo toma como testigo ya están en el elemento de esa
fe en el momento en que Heidegger dice “nosotros” para justificar la
elección del ente “ejemplar” que es el Dasein, ese ser cuestionante
al que también hay que interrogar como un testigo ejemplar. Y
aquello que hace posible, para ese “nosotros”, la posición y la
elaboración de la cuestión del ser, la explicitación y la
determinación de su “estructura formal” (das Gefragte, das
Erfragte,
das Befragte), antes de toda cuestión, ¿acaso no es lo que
Heidegger, entonces, denomina un Faktum, a saber, esa precomprensión
vaga y ordinaria del sentido del ser y, en primer lugar, de las
palabras “es” o “ser” en el lenguaje o en una lengua (§ 2)? Ese
Faktum no es un hecho empírico. Cada vez que Heidegger emplea esa
palabra, somos necesariamente reconducidos a esa zona en donde el
asentimiento es de rigor. Sea formulado o no, se lo requiere
siempre, antes de y con vistas a cualquier posible cuestión, por
consiguiente, antes de toda filosofía, de toda teología, de toda
ciencia, de toda crítica, de toda razón, etc. Esa zona es la de una
fe constantemente reafirmada a través de una cadena abierta de
conceptos, empezando por los que ya hemos citado (Bezeugung,
Zusage,
etc.), pero también se abre a todo aquello que, en el camino de
pensamiento de Heidegger, marca el alto reservado de la continencia
(Verhaltenheit) o la estancia (Aufenthalt) en el pudor (Scheu) cerca
de lo indemne, lo sagrado, lo sano y lo salvo (das Heilige), el paso
o la venida del último dios que el hombre sin duda no está todavía
preparado para recibir.[xxxiv] Es demasiado evidente que el
movimiento propio de esa fe no configura una religión. ¿Está indemne
de toda religiosidad? Puede ser. Pero y de toda “creencia”, de esa
“creencia” que no tendría “sitio alguno en el pensamiento”? Eso
parece menos seguro. Puesto que la máxima cuestión sigue siendo, en
nuestra opinión, bajo su forma todavía muy reciente: “¿Qué es
creer?”, habrá que preguntarse (en otro lugar) cómo y por qué
Heidegger puede a la vez afirmar una de las posibilidades de lo
“religioso” cuyos signos (Faktum, Bezeugung, Zusage,
Verhaltenheit,
Heilige, etc.) acabamos de evocar esquemáticamente y rechazar con la
misma energía la “creencia” o la “fe” (Glaube).[xxxv]
Nuestra
hipótesis remite de nuevo a las dos fuentes o matrices de la
religión que distinguíamos anteriormente: la experiencia de la
sacralidad y la experiencia de la creencia. Acogiendo mejor la
primera (en su tradición greco-hölderliniana o incluso
arqueo-cristiana), Heidegger se habría resistido más a la segunda,
reduciéndola constantemente a otras tantas figuras que no dejó de
poner en cuestión, por no decir de “destruir” o de denunciar: la
creencia dogmática o crédula en la autoridad, por supuesto, pero
también la creencia según las religiones del Libro y la ontoteología,
y sobre todo aquello que en la creencia en el otro le pudo parecer
(sin razón, en nuestra opinión) que apelaba necesariamente a la
subjetividad egológica del alter ego. Nos referimos aquí a la
creencia pedida, requerida, a la creencia fiel en lo que, viniendo
del otro radicalmente otro, allí donde su presentación originaria y
en persona sería por siempre imposible (testimonio o palabra dados
en el sentido más elemental e irreductible que sea posible, promesa
de verdad hasta en el perjurio), constituiría la condición del
Mitsein, de la relación o del apóstrofe al prójimo en general.
49. Más allá de la
cultura, de la semántica o de la historia del derecho —por lo demás
entremezcladas— que determinan esa palabra o ese concepto, la
experiencia del testimonio sitúa una confluencia de estas dos
fuentes: lo indemne (lo salvo, lo sagrado o lo santo) y lo
fiduciario (fiabilidad, fidelidad, crédito, creencia o fe, “buena
fe” implicada hasta en la peor “mala fe”). Decimos estas dos
fuentes, en uno de sus encuentros, pues la figura de ambas fuentes,
lo hemos comprobado, se multiplica: no podemos ni contarlas, y ésta
sería quizás otra necesidad de nuestra interrogación. En el
testimonio, la verdad es prometida más allá de toda prueba, de toda
percepción, de toda mostración intuitiva. Aunque yo mienta o perjure
(y siempre y sobre todo cuando lo hago), prometo la verdad y ruego
al otro que crea al otro que soy, allí donde soy el único que puede
dar testimonio de ello y allí donde el orden de la prueba o de la
intuición no serán nunca reductibles u homogéneos a esa
fiduciariedad elemental, a esa “buena fe”
prometida o requerida. Esta última, ciertamente, no está nunca pura
de toda iterabilidad ni de toda técnica,
ni, por consiguiente, de toda
calculabilidad. Porque promete asimismo su repetición desde el
primer momento. Se halla implicada en todo apóstrofe al otro. Desde
el primer momento es coextensiva con
éste y condiciona así todo “vínculo social”, todo cuestionamiento,
todo saber, toda performatividad y toda
realización tele-tecnocientífica, en sus
formas más sintéticas, artificiales, protéticas, calculables. El
acto de fe exigido por la atestación, por su estructura, lleva más
allá de cualquier intuición y de cualquier prueba, de cualquier
saber (“juro que digo la verdad, no necesariamente la ‘verdad
objetiva’ sino la verdad de lo que creo que es la verdad, te digo
esa verdad, créeme, cree en lo que creo, allí donde nunca podrás ver
ni saber en el lugar irremplazable y no obstante
universalizable, ejemplar, desde el que te
hablo; mi testimonio tal vez sea falso, pero yo soy sincero y voy de
buena fe, no es un falso testimonio”). ¿Qué hace, pues, la promesa
de ese performativo axiomático (cuasi
trascendental) que condiciona y precede, como si fuera su sombra,
tanto a las declaraciones “sinceras” como a las mentiras y a los
perjurios y, por lo tanto, a todo apóstrofe al otro? Viene a decir:
“Cree en lo que te digo igual que se cree en un milagro”. Y por
mucho que el más mínimo testimonio se refiera a la cosa más
verosímil, ordinaria o cotidiana, apela a la fe, igual que haría un
milagro. Se propone como el milagro mismo en un espacio que no deja
ninguna posibilidad para el desencanto. La experiencia del
desencanto, por indudable que sea, no es sino una modalidad de esa
experiencia “milagrera”, el efecto reactivo y pasajero, en cada una
de sus determinaciones históricas, de lo maravilloso testimonial.
Que se vea uno impelido a creer en todo testimonio como en un
milagro o en una “historia extraordinaria” es algo que se inscribe
sin más dilación en el concepto mismo de testimonio. Y no hay que
sorprenderse al ver que los ejemplos de “milagros” invaden todas las
problemáticas del testimonio, sean éstas clásicas o no, críticas o
no. La atestación pura, si la hay, pertenece a la experiencia de la
fe y del milagro. Al estar implicada en todo “vínculo social”, por
ordinario que sea, ésta se vuelve tan indispensable para la Ciencia
como para la Filosofía o para la Religión. Esa fuente puede reunirse
o disociarse, volver-a-juntarse o des-juntarse. A la vez o
sucesivamente. Puede parecer contemporánea de sí misma allí donde la
fianza testimonial en el aval del otro aúna la creencia en el otro
con la sacralización de una presencia-ausencia o con la
santificación de la ley como ley del otro. Dividirse, lo puede hacer
de diversas maneras. En primer lugar, en la alternativa entre una
sacralidad sin creencia (indicio de este jeroglífico: “Heidegger”) y
una fe en una santidad sin sacralidad, en verdad,
desacralizante, haciendo incluso que un cierto
desencanto se convierta en la condición de la auténtica santidad
(indicio: “Levinas” —sobre todo el autor
de De lo sagrado a lo santo—). Después, se puede disociar allí donde
lo que constituye el susodicho “vínculo social” en la creencia es
también su interrupción. No hay oposición —fundamental— entre
“vínculo social” y “desvinculación social”. Cierta desvinculación
interruptiva es la condición del
“vínculo social”, la respiración misma de toda “comunidad”. Allí no
hay ni siquiera el nudo de una condición recíproca, sino más bien la
posibilidad abierta a que todo nudo se desanude, la posibilidad
abierta al corte o la interrupción. Ahí se abriría el
socius o la relación con el otro como secreto
de la experiencia testimonial —por consiguiente, de una determinada
fe—. Si la creencia es el éter del apóstrofe y de la relación con el
cualquier/radicalmente otro, es precisamente en la experiencia misma
de la no- relación o de la interrupción absoluta (indicios: “Blanchot”,
“Levinas”...). La
hipersantificación de esa no-relación o de esa
trascendencia pasaría ahí, una vez más, por la desacralización, no
digamos la secularización o la laicización, conceptos demasiado
cristianos; tal vez incluso por cierto “ateísmo”, en todo caso por
una experiencia radical de los recursos de la “teología negativa” —e
incluso más allá de su tradición—. Aquí habría que separar, gracias
a otro léxico, por ejemplo hebraico (la santidad del kidush), lo sagrado de lo santo, y no
contentarse ya con la distinción latina que recuerda Benveniste
entre la sacralidad natural en las cosas y la santidad de la
institución o de la ley.[xxxvi] Esa
disyunción
interruptiva prescribe una
especie de igualdad inconmensurable en la disimetría absoluta. La
ley de esa intempestividad interrumpe y
hace la historia, desbarata toda contemporaneidad y abre el espacio
mismo de la fe. Designa el desencanto como el recurso mismo de lo
religioso. El primero y el último. Nada parece, pues, más
arriesgado, más difícil de mantener, nada parece aquí y allá más
imprudente que un discurso firme sobre la época del desencanto, la
era de la secularización, el tiempo de la laicidad, etcétera
50. Calculabilidad: cuestión aparentemente
aritmética del dos, o más bien del n + Uno, a través y más allá de
la demografía de la que hablamos anteriormente. ¿Por qué es preciso
que haya siempre más de una fuente? No habría dos fuentes de la
religión. Habría fe y religión, fe o religión porque hay dos por lo
menos. Porque, tanto para bien como para mal, hay división e
iterabilidad de la fuente. Ese suplemento introduce lo incalculable
en el seno de lo calculable. (Levinas: “Es ese ser dos el que es
humano, el que es espiritual”.) Pero lo más de Uno, sin demora, es
más de dos. No hay alianza entre dos, a menos que eso signifique, en
efecto, la locura pura de la fe pura. La peor violencia. Lo más de
Uno es ese n + Uno que introduce el orden de la fe o de la
fiabilidad en el apóstrofe al Otro pero también la división
maquinal, mecánica (afirmación testimonial y reactividad, “sí, sí”,
etc., contestador automático, answering machine y posibilidad del
mal radical: perjurio, mentira, asesinato teledirigido, dirigido a
distancia incluso cuando viola y mata con las manos, sin más).
51. La posibilidad del mal radical destruye e
instituye la vez lo religioso. La ontoteología hace lo mismo cuando
suspende el sacrificio y la oración, la verdad de esa oración que se
mantiene, recordemos una vez más a Aristóteles, más allá de lo
verdadero y de lo falso, más allá de su oposición, en todo caso,
según un determinado concepto de la verdad y del juicio. Al igual
que la bendición, la oración pertenece a ese régimen originario de
la fe testimonial o del martirio que tratamos de pensar aquí en su
fuerza más “crítica”. La ontoteología encripta la fe y la destina a
la condición de una especie de marrano español que habría perdido,
que en verdad habría dispersado, multiplicado hasta la memoria de su
único secreto. Emblema de una naturaleza muerta: la granada
mordisqueada, una tarde de Pascua, sobre una bandeja.
52. En el fondo sin fondo de esa cripta, lo Uno +
n engendra incalculablemente todos sus suplementos. Lo Uno + n se
hace violencia y se guarda del otro. La autoinmunidad de la religión
no puede sino indemnizarse sin fin asignable. Sobre el fondo sin
fondo de una impasibilidad siempre virgen, kora del mañana en unas
lenguas que ya no sabemos o que todavía no hablamos. Ese lugar es
único, es lo Uno sin nombre. Da lugar, puede ser, pero sin la más
mínima generosidad, ni divina ni humana. Ahí, la dispersión de las
cenizas ni siquiera es prometida, ni la muerte d[on]ada.
(Esto es, quizás, lo que hubiese querido decir
desde un cierto monte Moria, yendo a Capri, el año pasado, muy cerca
del Vesubio y de Gradiva. Hoy, recuerdo lo que hace poco tiempo leí
en Genet en Chatila, libro del que habría que recordar aquí tantas
premisas en tantas lenguas, los actores y las víctimas, y las
vísperas y la consecuencia, todos los paisajes y todos los
espectros: “Una de las cuestiones que no evitaré es la de la
religión”.[xxxvii] Laguna, 26 de abril de 1995.)
Notas:
[i] É. Benveniste, Le Vocabulaire
des institutions indo-européennes, Paris, Ed. de Minuit, 1969, t.
II, p. 180 [trad. cast. de M. Armiño. Madrid, Taurus, 1983, p. 345].
Citaremos con frecuencia a Benveniste para asignarle asimismo una
responsabilidad, por ejemplo, la de hablar con seguridad del
“sentido propio”, precisamente en el caso del sol o de la luz, pero
también de cualquier otra cosa. Dicha seguridad parece con mucho
excesiva y más que problemática.
[ii] Cf.
Sauf le nom, Paris, Galilée, 1993, sobre todo pp. 103 y ss.
[iii] Debo remitir aquí a
“Comment ne pas parler?”, en Psyché, Paris, Galilée, 1987, pp. 535 y
ss. [trad. cast. de P. Peñalver en revista Anthropos (Barcelona),
“Suplementos”, n° 13, 1989, pp. 3 y ss.], donde he abordado de modo
más preciso, en un contexto análogo, estos temas de la jerarquía y
de la “topolitología”
[iv] La palabra latina
(incluso romana) de la que se sirve Levinas, por ejemplo en Du sacré
au saint (Paris, Ed. de Minuit, 1977), no es, por supuesto, más que
la traducción de una palabra hebrea (kidush).
[v] Cf por ejemplo, M. Heidegger, Andenken (1943):
“Los poetas, cuando están en su ser, son proféticos. Pero no son
‘profetas’ en el sentido judeocristiano de esta palabra. Los
‘profetas’ de estas religiones no se atienen a esta predicción única
de la palabra primordial de lo Sagrado (das voraufgründende Wort des
Heiligen). Enseguida anuncian el dios con el que se contará en
adelante como con la segura garantía de la salvación en la beatitud
supraterrestre. Que no se desfigure la poesía de Hölderlin con lo
‘religioso’ de la ‘religión’ que sigue siendo el objeto de atención
de la forma romana de interpretar (eine Sache der römischen Deutung)
las relaciones entre los hombres y los dioses”. El poeta no es un
“vidente” (Seher) ni un adivino (Wahrsager). “Lo Sagrado (das
Heilige) que es dicho en la predicción poética no hace sino abrir el
tiempo de una aparición de los dioses e indicar la región donde se
sitúa la residencia (Die Ortschaft des Wohnens) sobre esta tierra
del hombre requerido por el destino de la historia [...] Su sueño
[el de la poesía] es divino mas no sueña con un dios.” (Gesamtausgabe,
t. IV, p. 114 [trad. cast. de J. M. Valverde. Barcelona, Ariel,
1983, p. 130]).
Unos veinte años más tarde, en 1962, esta protesta
insiste contra Roma, contra la figura esencialmente romana de la
religión. Asocia, en la misma configuración, el humanismo moderno,
la técnica, la política y el derecho. Durante su viaje a Grecia,
tras la visita al monasterio ortodoxo de Kaisariani, en lo alto de
Atenas, anota Heidegger: “Lo que la pequeña iglesia tiene de
cristiano sigue estando aún en consonancia con lo griego antiguo,
aquí reina un espíritu (das Walten eines Geistes) que no se plegará
ante el pensamiento jurídico y estatal (dem
kirchenstaatlich-juristischen Denken) de la Iglesia romana y su
teología. En el lugar donde hoy se encuentra el mostrador del
convento había en otro tiempo un santuario “pagano” (ein “heidnisches”
Heiligtum) consagrado a Artemisa” (Aufenthalte, Séjours, Paris, Ed.
du Rocher, 1989, trad. francesa F. Vezin ligeramente modificada, p.
71).
Más arriba, encontrándose en los parajes de la
isla de Coral, de nuevo una isla, recuerda Heidegger que otra isla,
Sicilia, le pareció a Goethe más próxima a Grecia; y la misma
evocación asocia en dos frases los “rasgos de una Grecia romanizada
e italiana (römisch-italienischen), vista a la “luz de un humanismo
moderno”, y la venida de la “edad de las máquinas” (ibíd., p. 19). Y
como la isla simboliza nuestro lugar de insistencia, recordémoslo,
ese viaje a Grecia sigue siendo sobre todo para Heidegger una
“estancia” (Aufenthalt), un alto en el pudor (Scheu) junto a Delos,
la visible o la manifiesta, una meditación del desvelamiento a
través de su nombre. Delos es también la isla “santa” o “salva” (die
heilige Insel) (ibíd., p. 50).
[vi] Cf. Khôra y Spectres de Marx (Paris, Galilée,
1993) [Espectros de Marx, trad. cast. de J. M. Alarcón y C. de
Peretti. Madrid. 1995] y Force de loi (Paris, Galilée, 1994) [trad.
cast. de A. Barbeará y P. Peñalver en revista Doxa, n° 11, 1992,
realizada a partir de una primera versión en AA. VV: Deconstruction
and the Possibility of Justice, en “Cardozo Law Review”, New York,
vol. II, n° 5-6, julio-agosto de 1990].
[vii] Debo remitir aquí a
la lectura de ese texto, en particular a la lectura “política” que
propongo de él en “Comment ne pas parler?”, en Psyché (ed. cit.), en
Khôra (ed. cit.) y Sauf le nom (ed. cit.).
[viii] Cf.
Sauf le nom, ed. cit., p. 95
[ix] Incluso si a la
cuestión “Qué es la tolerancia?” responde Voltaire: “Es el
privilegio de la humanidad”, el ejemplo de la excelencia, aquí, la
más alta inspiración de dicha “humanidad” sigue siendo cristiana:
“De todas las religiones, la cristiana es sin duda la que debe
inspirar más tolerancia, aunque hasta el momento los cristianos
hayan sido los más intolerantes de todos los hombres” (Dictionnaire
philosophique, artículo “Tolérance”) [trad. cast. Madrid, Temas de
Hoy, 1995, 2 tomos]. La palabra “tolerancia” oculta por lo tanto un
relato; en primer lugar cuenta una historia y una experiencia
intracristianas. Transmite el mensaje que los cristianos dirigen a
otros cristianos. Los cristianos (“los más intolerantes”) son
llamados, por un correligionario y en un modo esencialmente
correligionario, a la palabra de Jesús y al cristianismo auténtico
de los orígenes. Si no se temiera disgustar a demasiada gente a la
vez, se diría que por su anticristianismo vehemente, por su
oposición sobre todo a la Iglesia romana, tanto como por su
preferencia declarada, a veces nostálgica, por el cristianismo
primitivo, Voltaire y Heidegger pertenecen a la misma tradición:
protocatólica.
[x] Ibíd.
[xi] Como he intentado hacerlo en
otra parte (Spectres de Marx, ed. cit., pp. 49 y ss. [trad. cast.,
pp. 37 y ss.]), propondría pensar lacondición de la justicia desde
una cierta desvinculación, desde la posibilidad siempre a salvo,
siempre por salvar, de ese secreto de la disociación, y no en la
reunión (Versammlung) hacia la que la re-conduce Heidegger, en su
preocupación sin duda justificada, hasta cierto punto, de sustraer
Diké a la autoridad de Jus, a representaciones ético-jurídicas más
tardías
[xii] Indemnis: que no ha
sufrido daño o perjuicio, damnum; esta última palabra habrá dado en
francés “dam” (“au grand dam”, “con gran riesgo”) y proviene de dap-no-m,
afiliado a daps, dapis, a saber, el sacrificio ofrecido a los dioses
en compensación ritual. Se podría hablar en este último caso de
indemnización y nos serviremos aquí y allá de esta palabra para
designar a la vez el proceso de compensación y la restitución, a
veces sacrificial, que reconstituye la pureza intacta, la integridad
sana y salva, una limpieza y una propiedad no lesionadas. Esto es lo
que dice en suma la palabra “indemne”: lo puro, lo no-contaminado,
lo no-tocado, lo sagrado o lo santo antes de cualquier profanación,
cualquier herida, cualquier ofensa, cualquier lesión. Se la ha
escogido con frecuencia para traducir heilig (“sagrado, sano y
salvo, intacto”) en Heidegger. Como la palabra heilig estará en el
centro de estas reflexiones, nos era preciso, pues, aclarar desde
ahora el uso que haremos a partir de este momento de las palabras
“indemne”, “indemnidad”, “indemnización”. Más adelante, asociaremos
con ellas y regularmente las palabras “inmune”, “inmunidad”,
“inmunización” y sobre todo “autoinmunidad”.
* En francés, “áu doigt et à l’oeil”: “con el dedo
y con el ojo”. [N. del E.]
[xiii] Falta espacio para
multiplicar a este respecto las imágenes o los indicios. Los íconos
de nuestro tiempo, por así decirlo: la organización, la concepción
(fuerzas generadoras, estructuras y capitales) así como la
representación audiovisual de los fenómenos culturales o
sociorreligiosos. En un “ciberespacio” digitalizado, prótesis sobre
prótesis, una mirada celeste, monstruosa, bestial o divina, algo así
como un ojo de CNN vigila permanentemente: Jerusalén y sus tres
monoteísmos, la multiplicidad, la velocidad y la amplitud sin
precedente de los desplazamientos de un Papa avezado en la retórica
televisiva (cuya última encíclica, Evangelium vitae, contra el
aborto y la eutanasia, a favor de la sacralidad o la santidad de la
vida sana y salva —indemne, heilig, holy—, de su reproducción en el
amor conyugal —supuestamente la única inmunidad, junto con el
celibato de los sacerdotes, contra el virus de la inmunodeficiencia
humana [VIH]—, es inmediatamente difundida, masivamente “marketizada”
y disponible en CD-ROM; se “cederromizan” hasta los signos de la
presencia en el misterio eucarístico); las peregrinaciones
aerotransportadas a La Meca; tantos milagros en directo (curaciones
—bealings— la mayoría de las veces, es decir, retornos a lo indemne,
heilig, holy, indemnizaciones) seguidos de anuncios publicitarios
ante diez mil personas desde un plató de televisión americana; la
diplomacia internacional y televisiva del Dalai-Lama, etcétera.
Tan notablemente ajustado a la escala y a las
evoluciones de la demografía mundial, tan acorde con los poderes
tecnocientíficos, económicos y mediáticos de nuestro tiempo, el
poder de testimonio de todos esos fenómenos se encuentra así
formidablemente intensificado, al mismo tiempo que reunido en el
espacio digitalizado, por el avión supersónico o por las antenas
audiovisuales. El éter de la religión habrá sido siempre
hospitalario con una cierta virtualidad espectral. Hoy, como la
sublimidad del cielo estrellado en el fondo de nuestros corazones,
la religión “cederromanizada”, “ciberespaciada”, es asimismo la
reactivación acelerada e hipercapitalizada de los espectros
fundadores. En CD-ROM, trayectorias celestes de satélites, avión a
reacción, TV, e-mail o networks de Internet. Actual o virtualmente
universalizable, ultra-internacionalizable, encarnada por nuevas
“corporaciones” cada vez más liberadas de los poderes estatales
(democráticos o no, poco importa en el fondo, todo ello ha de
revisarse, como la “mundialatinidad” del derecho internacional en su
estado actual, es decir, en el umbral de un proceso de
transformación acelerada e imprevisible).
[xiv] Sin hablar siquiera
de otras dificultades y de otras objeciones posibles a la teoría
schmittiana de lo político, y por lo tanto también de lo religioso.
Me permito remitir aquí a Politiques de l’amitié, Paris, Galilée,
1994.
[xv] É. Benveniste, Le
Vocabulaire..., ed. cit., p. 215, artículo “La libación, 1: sponsio”
[trad. cast., p. 367].
[xvi] Op. cit., pp.
269-270 [trad. cast., p. 400). Por ejemplo: “De ahí viene la
expresión religio est, ‘tener escrúpulo’ [...]. El uso es constante
en la época clásica. [...] En resumidas cuentas, la religio es una
vacilación que contiene, un escrúpulo que impide, y no un
sentimiento que dirige una acción o que incita a practicar el culto.
Nos parece que este sentido, demostrado por el uso antiguo sin la
menor ambigüedad, impone una sola interpretación para religio: la
que da Cicerón relacionando religio con legere”.
[xvii] Op.
cit., pp. 214-215 [trad. cast., pp. 366-367]. Sólo las palabras en
otro idioma y la expresión “responder de” están subrayadas por
Benveniste
* “Tout autre est tout autre”:
“cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro”. Esta
expresión, en principio, puede parecer tautológica si no se le
presta atención a la homonimia de “tout (adjetivo pronominal
indefinido que se podría reemplazar por ‘cualquier’)... tout
(adverbio de cantidad equivalente a ‘totalmente’, ‘absolutamente’,
‘radicalmente’, ‘infinitamente’)...”. Si el primer tout es un
adjetivo pronominal indefinido, el primer autre será un sustantivo
y, probablemente, el segundo tout será un adverbio de cantidad que
afectaría a un adjetivo o atributo. Con ello escaparíamos a la
aparente tautología. No obstante, la posibilidad de la tautología
persiste si el segundo miembro de la frase permaneciera análogo al
primero: “l’autre est l’autre, l’altérité de l’autre est l’altérité
de l’autre” En todo caso, siempre nos encontraríamos ante una
proposición hetero-tautológica. Por otra parte, tout autre puede
reservarse o bien solamente a Dios, a un solo otro, o bien a
cualquiera, a tout autre. La ambigüedad de la frase, por
consiguiente, cuestiona y hace problemático el establecimiento de
una frontera bien delimitada entre ética y religión. Para un
desarrollo más extenso de toda esta problemática, cfr. J. Derrida: “Donner
la mort” en AA. VV: l’Éthique du Don, Paris, Transition, 1992, pp.
79 y ss.). [Nota de los T.].
[xviii] Op. cit., pp. 265
y ss. [trad. cast., ligeramente modificada, pp. 397 y ss.]. El
vocabulario indoeuropeo no dispone de ningún “término común” para
“religión” y forma parte de “la naturaleza misma de esa noción no
prestarse a una denominación única ni constante”. Correlativamente,
tendríamos cierta dificultad en volver a encontrar, como tal,
aquello que, retrospectivamente, estaríamos tentados de identificar
con ese nombre, a saber, una realidad institucional parecida a lo
que denominamos “religión”. Tendríamos cierta dificultad, al menos,
en encontrar algo semejante bajo la forma de una entidad social
separable. Además, cuando Benveniste propone estudiar sólo dos
t��rminos, griego y latino, los cuales, según dice, “pueden ser
considerados equivalentes a ‘religión’”, debemos, por nuestra parte,
subrayar dos rasgos significativos, dos paradojas también, incluso
dos escándalos lógicos:
1. Benveniste da, pues, por supuesto un sentido
seguro de la palabra “religión”, ya que se permite identificar
“equivalentes” suyos. Ahora bien, a mi entender, en ningún momento
tematiza ni problematiza dicha precomprensión o dicha presuposición.
Nada permite siquiera autorizar la hipótesis de que, en su opinión,
el sentido “cristiano” proporciona aquí la referencia conductora
puesto que, como él mismo dice, “la interpretación como religare
(‘vínculo, obligación’) [...] inventada por los cristianos [es]
históricamente falsa”.
2. Por otra parte, cuando, después de la palabra
griega thrêskeía (“culto y piedad, observancia de los ritos” y,
mucho más tarde, “religión”), Benveniste retiene —es el otro término
del par— la palabra religio, lo hace sólo en calidad de
“equivalente” de (lo que no es lo mismo que decir idéntico a)
“religión”. Nos hallamos ante una situación paradójica que describe
muy bien, con el intervalo de una página, el doble y desconcertante
uso que hace Benveniste, de forma deliberada o no, de la palabra
“equivalente”, que, por consiguiente, subrayaremos:
a) “No retendremos más que dos términos [thrêskeía
y religio], los cuales, el uno en griego y el otro en latín, pueden
ser considerados equivalentes de ‘religión’” (p. 266) [trad. cast.,
ligeramente modificada, p. 398]. ¡He ahí dos palabras que pueden ser
consideradas, en resumidas cuentas, los equivalentes de una de
ellas!, ¡de la cual a su vez se dice, en la página siguiente, que no
tiene equivalente alguno en el mundo o, al menos, en “las lenguas
occidentales”, debido a lo que sería “infinitamente más importante
desde cualquier punto de vista”!
b) “Llegamos ahora al segundo término,
infinitamente más importante desde cualquier punto de vista: es el
latín religio que sigue siendo, en todas las lenguas occidentales,
la palabra única y constante, aquella para la que no se ha podido
imponer jamás equivalente o sustituto alguno” (p. 267; soy yo quien
subraya, J. D.) [trad. cast., p. 399]. Un “sentido propio”
(atestiguado por Cicerón), unos “usos propios y constantes” (pp.
269, 272) [trad. cast., pp. 399, 401]: esto es lo que Benveniste
pretende identificar para esa palabra que, en resumidas cuentas, es
un equivalente (¡entre otros, pero sin equivalente!) de aquello que
no puede ser designado, a fin de cuentas, más que por sí mismo, a
saber, por un equivalente sin equivalente.
En el fondo, ¿acaso no es ésta la definición menos
mala de la religión? En todo caso, lo que designa la inconsecuencia
lógica o formal de Benveniste en este punto es, tal vez, la
reflexión más fiel, incluso el síntoma más teatral de lo que de
hecho ha ocurrido en la “historia de la humanidad”, aquello que aquí
denominamos la “mundialatinización” de la “religión”.
[xix] Véase la sección 33,
1 y 2.
[xx] E. Benveniste, Le
Vocabulaire..., ed. cit., p. 271 [trad. cast., p. 401].
[xxi] Lo que sin duda
habría hecho Heidegger, ya que, en su opinión, el supuesto “retorno
de lo religioso” no sería más que la insistencia de una
determinación romana de la “religión”. Esta iría junto a un derecho
y a un concepto dominantes del Estado, ellos mismos inseparables de
la “edad de las máquinas” (véase supra, sección 18, n. 5).
[xxii] E. Benveniste, Le
Vocabulaire..., ed. cit., p. 265 [trad. cast., p. 397].
[xxiii] Lo
“inmune” (immunis) queda liberado de las cargas, del servicio, de
los impuestos, de las obligaciones (munus, raíz de lo común de la
comunidad). Esa franquicia o exención ha sido transportada más
adelante a los ámbitos del derecho constitucional o internacional
(inmunidad parlamentaria o diplomática); pero también perteneció a
la historia de la Iglesia cristiana y al derecho canónico; la
inmunidad de los templos era asimismo la inviolabilidad del asilo
que algunos podían hallar ahí (Voltaire se indignaba contra esa
“inmunidad de los templos”, que consideraba un “ejemplo escandaloso”
del “desprecio por las leyes” y de la “ambición eclesiástica”);
Urbano VIII había creado una Congregación de la inmunidad
eclesiástica: contra los impuestos y el servicio militar, contra la
justicia común (privilegio así llamado del fuero) y contra el
registro policial, etc. En el ámbito de la biología, sobre todo, es
en donde ha desplegado su autoridad el léxico de la inmunidad. La
reacción inmunitaria protege la indemnidad del cuerpo propio
produciendo anticuerpos contra unos antígenos extraños. En cuanto al
proceso de autoinmunización que nos interesa muy especialmente aquí,
éste consiste, para un organismo vivo, como se sabe, en protegerse,
en resumidas cuentas, de su propia autoprotección destruyendo sus
propias defensas inmunitarias. Puesto que el fenómeno de esos
anticuerpos se extiende a una zona mucho más extensa de la patología
y puesto que se recurre cada vez más a unas virtudes positivas de
los inmunodepresores destinadas a limitar los mecanismos de rechazo
y a facilitar la tolerancia de determinados injertos de órganos, nos
escudaremos en la autoridad de esa ampliación y hablaremos de una
especie de lógica general de la autoinmunización. Nos parece que
ésta es indispensable para pensar hoy en día las relaciones entre fe
y saber, religión y ciencia, así como la duplicidad de las fuentes
en general
[xxiv] De ello dan
testimonio al menos algunos fenómenos del “fundamentalismo” o del
“integrismo”, sobre todo en el “islamismo” que representa hoy su
ejemplo más potente a escala de la demografía mundial. Los
caracteres más evidentes son demasiado conocidos para insistir en
ellos (fanatismo, oscurantismo, violencia asesina, terrorismo,
opresión de la mujer, etc.). Mas con frecuencia se olvida que,
especialmente en su vinculación con el mundo árabe y a través de
todas las formas de brutal reactividad inmunitaria e indemnizadora
contra una modernidad tecnoeconómica a la que una larga historia le
impide adaptarse, dicho “islamismo” desarrolla también una crítica
radical de aquello que vincula la democracia actual, en sus límites,
en su concepto y su poder efectivos, con el mercado y con la razón
teletecnocientífica que en él domina.
[xxv] Desgranemos aquí las
premisas de un trabajo venidero. Extraigámoslas en un primer
momento, otra vez, de ese capítulo tan rico que Le Vocabulaire...
dedica a lo Sagrado y a lo Santo después de haber recordado muy
oportunamente algunas “dificultades metodológicas”. Es verdad que
estas “dificultades” nos parecen todavía más graves e importantes
que a Benveniste —a pesar de que él consiente en reconocer los
riesgos de “ver cómo se disuelve poco a poco el objeto del estudio”
(p. 179) [trad. cast., p. 345]. Al tiempo que mantiene también el
culto del “sentido primero” (la religión misma, y lo “sagrado”),
Benveniste identifica en efecto, dentro de toda la complejidad de la
red de idiomas, filiaciones y etimologías estudiados, el tema
recurrente e insistente de la “fertilidad”, lo “fuerte”, lo
“potente”, sobre todo en la figura o en el esquema larval del
henchimiento.
Permítasenos una larga cita así como remitir al
lector, para el resto, al conjunto del artículo: “El adjetivo süra
no significa sólo ‘fuerte’; también es una calificación de algunos
dioses, de algunos héroes entre los que figura Zaratustra, y de
algunas nociones como la ‘aurora’. Aquí interviene la comparación
con las formas emparentadas de la misma raíz, las cuales nos
proporcionan el sentido primero. El verbo védico su-sva significa
‘henchirse, incrementar’, implicando ‘fuerza’ y ‘prosperidad’; de
ahí, sura-: ‘fuerte, valiente’. La misma relación nocional une en
griego el presente kueîn, ‘estar embarazada, llevar en su seno’, el
sustantivo kûma, ‘henchimiento (de las olas), marejada’, por una
parte, y, por la otra, kûros, ‘fuerza, soberanía’, kúrios,
‘soberano’. Ese acercamiento saca a la luz la identidad inicial del
sentido de ‘henchirse’ y, en cada una de las tres lenguas, una
evolución específica. [...] Tanto en indoiraní como en griego, el
sentido evoluciona desde ‘henchimiento’ hasta ‘fuerza’ o
‘prosperidad’. [...] Entre gr. kuéo, ‘estar embarazada’, y kúrios,
‘soberano’, entre ay. súra, ‘fuerte’ y spanta, se restablecen así
unas relaciones que, poco a poco, van precisando el singular origen
de la noción de ‘sagrado’. [...] El carácter santo y sagrado se
define, pues, en una noción de fuerza exuberante y fecundante, capaz
de traer a la vida, de hacer surgir las producciones de la
naturaleza” (pp. 183-184) [trad. cast., pp. 347-348].
Asimismo, se podría inscribir en el haber de las
“dos fuentes” el hecho notable, subrayado por Benveniste, de que
“casi en todas partes” a la “noción de ‘sagrado”‘ le corresponden
“no ya un solo término sino dos términos distintos”. Benveniste los
analiza, sobre todo en germánico (el gótico weihs, “consagrado”, y
el rúnico hailag, alem. heilig), en latín sacer y sanctus, en griego
hágios y hierós. En el origen del alemán heilig, el adjetivo gótico
hails traduce la idea de “salvación, salud, integridad física”,
traducción del griego hygies, hygiainon, “con buena salud”. Las
formas verbales correspondientes significan “curar o curarse,
sanar”. (Se podría situar aquí –Benveniste no lo hace– la necesidad
que tiene toda religión o toda sacralización de ser asimismo
curación –heilen, healing–, salud, salvación o promesa de curación
–cura, Sorge–, horizonte de redención, de restauración de lo
indemne, de indemnización.) Lo mismo ocurre con el inglés holy,
vecino de whole (“entero, intacto”, por consiguiente, “salvo,
salvado, indemne en su integridad, inmune”). El gótico hails, “con
buena salud, que goza de su integridad física”, conlleva también el
deseo, lo mismo que el griego khaîre: “¡salud!”. Benveniste señala
su valor religioso: “Aquel que posee la ‘salud’, es decir, aquel que
tiene intacta su calidad corporal, también es capaz de otorgar ‘la
salud/el saludo’. ‘Estar intacto’ es la suerte que se desea, el
presagio que se espera. Es natural que se haya visto en dicha
‘integridad’ perfecta una gracia divina, una significación sagrada.
La divinidad posee por naturaleza ese don que es integridad, salud,
suerte, y puede impartirlo a los hombres [...]. En el transcurso de
la historia, el término primitivo gót. weihs ha sido sustituido por
hails, hailigs” (pp. 185-187) [trad. cast., pp. 349-350].
[xxvi] Intento en otro
lugar, en un seminario, una reflexión más extensa sobre este valor
de halte y sobre el léxico que esta palabra rige en Heidegger, sobre
todo en torno de halten. Al lado de Aufenthalt (estancia, ethos, a
menudo cerca de lo que es heilig), Verhaltenheit (el pudor o el
respeto, el escrúpulo, la reserva o la discreción silenciosa que
quedan en suspenso en la continencia) no sería más que un ejemplo,
ciertamente muy importante, de lo que aquí nos interesa, habida
cuenta del papel que desempeña este concepto en los Beiträge zur
Philosophie, con respecto al “último dios”, al “otro dios”, al dios
que viene o al dios que pasa. Remito aquí, sobre todo a propósito
del último tema, al reciente estudio de Jean-François Courtine, “Les
traces et le passage du Dieu dans les Beiträge zur Philosophie de
Martin Heidegger”, en Archivio di filosofia, 1994, n° 1-3. Al
recordar la insistencia de Heidegger sobre el nihilismo moderno como
“desarraigo” (Entwürzelung), “desacralización” o “desdivinización” (Entgötterung),
“desencanto” (Entzauberung), Courtine asocia dicha insistencia
justamente a lo que se dice de —y siempre implícitamente contra— el
Gestell y de toda “manipulación técnicoinstrumental del ente” (Machenschaft),
con la que asociaría incluso “una crítica de la idea de creación
principalmente dirigida contra el cristianismo” (p. 528). Esto nos
parece ir en el sentido de la hipótesis que adelantábamos más
arriba: Heidegger reclama que se recele a la vez de la “religión”
(sobre todo cristiano-romana), de la creencia y de lo que, en la
técnica, amenaza a lo salvo, a lo indemne o lo inmune, a lo
sacrosanto (heilig). Esto es lo interesante de su “posición”, de la
que podríamos decir, simplificando mucho, que tiende a desprenderse
a la vez, como de lo mismo, de la religión y de la técnica, o más
bien de lo que lleva aquí los nombres de Gestell y Machenschaft. Lo
mismo, sí: es lo que tratamos de decir también aquí, modestamente y
a nuestra manera. Y lo mismo no excluye ni borra ninguno de los
pliegues diferenciales. Ahora bien, una vez reconocida o pensada esa
misma posibilidad, no es seguro que ésta exija solamente una
“respuesta” heideggeriana, ni que ésta sea ajena o exterior a esa
misma posibilidad, es decir, a esa lógica de lo indemne o de la
indemnización autoinmune a la que tratamos de acercarnos aquí. Sobre
ello volveremos más adelante y en otro lugar.
[xxvii] Es decir de
aquello que, en las culturas occidentales, sigue siendo sacrificial
hasta en la puesta en práctica industrial, sacrificial y “carnofalogocéntrica”.
A propósito de este último concepto, me permito remitir a “II faut
bien manger”, en Points de suspension, Paris, Galilée, 1992.
[xxviii] A propósito de la
asociación y la disociación de ambos valores (sacer y sanctus),
remitiremos más adelante a Benveniste y a Levinas.
* Los países que hoy forman la Unión Europea. (N.
del E.)
[xxix] Beiträge..., § 256,
traducido y citado por J. F. Courtine, “Les traces et le passage de
Dieu...”, ed. cit., p. 533. A propósito de cierta cuestión del
porvenir, del judaísmo y de la judeidad, me permito remitir a Mal
d’archive, Paris, Galilée, 1995, pp. 109 y ss.
[xxx] Véase
supra, sección 18. Esa carta a Löwith, fechada el 19 de agosto de
1921, ha sido citada últimamente en francés por J. Barash, Heidegger
et son siècle, Paris, PUF, 1995, p. 80, n. 3, y por Françoise Dastur
en “Heidegger et la théologie”, Revue Philosophique de Louvain,
mayo-agosto de 1994, n° 2-3, p. 229. Junto con el de Jean-François
Courtine que citamos más arriba, este último se encuentra entre los
estudios más esclarecedores y más ricos que, en mi opinión, han
aparecido recientemente sobre el tema.
[xxxi] Me permito, una vez
más, remitir a propósito de estas cuestiones a “Comment ne pas
parler?”, ed. cit. En cuanto a la divinidad de lo divino, al theion,
que sería, pues, el tema de una teiología, distinta a la vez de la
teología y de la religión, no se debe pasar por alto la
multiplicidad de sus sentidos. Ya en Platón y más concretamente en
el Timeo, en donde no se contarían menos de cuatro conceptos de lo
divino (ver al respecto el extraordinario libro de Serge Margel, Le
tombeau du dieu artisan, Paris, Minuit, 1995). Ciertamente, esta
multiplicidad no impide sino que, por el contrario, exige que se
llegue a la precomprensión unitaria, al horizonte de sentido, al
menos de lo que se denomina así con esa misma palabra. Aunque, a fin
de cuentas, haya que renunciar a ese mismo horizonte.
[xxxii] “Der Spruch des
Anaximander”, en Holzwege, Klostermann, 1950, p. 343 [trad. cast. de
H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 1995, p. 336].
[xxxiii] A propósito de
estos puntos —y al no poder desarrollarlos aquí—, me permito remitir
a De l’esprit, Heidegger et la question, Paris, Galilée, 1987, pp.
147 y ss. [trad. cast. de M. Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1989, pp.
151 y ss.]. Cf. asimismo Françoise Dastur, “Heidegger et la
théologie”, ed. cit., p. 233, n. 21.
[xxxiv] A propósito de
todos estos temas, el corpus que habría que invocar sería inmenso y
no podríamos hacerle justicia aquí. Está determinado sobre todo por
lo que se dice en una conversación entre el Poeta (al que se le
asigna la tarea de decir y, por consiguiente, de salvar lo Indemne,
das Heilige) y el Pensador, que acecha los signos del dios. Acerca
de los Beiträge..., especialmente ricos al respecto, remito de nuevo
al ya citado estudio de Jean-François Courtine y a todos los textos
que allí evoca e interpreta.
[xxxv] Samuel Weber ha
vuelto a llamar mi atención, y le doy las gracias por ello, sobre
las páginas tan densas y difíciles que Heidegger dedica a “El
pensamiento del Eterno Retorno en tanto que creencia (als ein Glaube)”
en su Nietzsche (Neske, 1961, t. I, pp. 382 y ss.). Al releerlas me
parece imposible en una nota hacerle justicia a la riqueza,
complejidad y estrategia de dichas páginas. En otro lugar trataré de
volver sobre esto. En espera de ello, sólo dos puntos:
1. Una lectura así supondría una estancia paciente
y pensante cerca de ese alto (Halt, Haltung, Sichhalten) del que
hablábamos antes (nota 26) en el camino de pensamiento de Heidegger.
2. Ese “alto” es una determinación esencial de la
creencia, al menos tal como la interpreta Heidegger al leer a
Nietzsche y, más concretamente, cuando se plantea en La voluntad de
poder la pregunta: “Qué es una creencia? ¿Cómo nace? Toda creencia
es un tener-por-verdadero (Jeder Glaube ist ein Für-Wahr-halten)”.
Sin duda alguna, Heidegger se muestra muy prudente y esquivo en la
interpretación del “concepto de la creencia” (Glaubensbegriff) según
Nietzsche, es decir, de su “concepto de la verdad y del
‘mantener-se/atener-se (Sichhalten) en la verdad y a la verdad’”.
Declara incluso renunciar a dicha interpretación, así como a
representar la aprehensión nietzscheana de la diferencia entre
religión y filosofía. Sin embargo, multiplica las indicaciones
preliminares refiriéndose a sentencias del período del Zaratustra.
Estas indicaciones ponen de manifiesto que, en su opinión, si la
creencia está constituida por el “tener-por-verdadero” y por el
“mantener-se en la verdad”, y si la verdad significa para Nietzsche
la “relación con el ente en su totalidad”, entonces la creencia que
consiste en “tomar como verdadera alguna cosa representada (ein
Vorgestelltes als Wahres nehmen)” sigue siendo metafísica, en cierto
modo, y por eso mismo desigual a aquello que, en el pensamiento,
debería exceder tanto el orden de la representación como la
totalidad del ente. Lo cual sería consecuente con la afirmación que
citábamos anteriormente: “Der Glaube hat im Denken keinen Platz”. De
la definición nietzscheana de la creencia (Für-Wahr-halten),
Heidegger declara ante todo no retener más que una cosa, aunque “la
más importante”, a saber, “atenerse a lo verdadero y mantenerse en
lo verdadero (das Sichhalten an das Wahre und im Wahren)”. Y añadirá
un poco más adelante: “Si el mantener-se en la verdad constituye una
modalidad de la vida humana, entonces no se podrá decidir respecto
de la esencia de la creencia y del concepto nietzscheano de creencia
en particular, sino una vez aclarada su concepción de la verdad en
cuanto tal y de su relación con la ‘vida’, es decir, para Nietzsche:
la relación con el ente en su totalidad (zum Seienden im Ganzen).
Sin haber adquirido una noción suficiente de la concepción
nietzscheana de la creencia, no nos atreveríamos a decir, sin
dificultad, lo que la palabra ‘religión’ significa para él [...]”
(p. 386).
[xxxvi] É. Benveniste, Le
Vocabulaire..., ed. cit.; sobre todo, pp. 184, 187-192, 206 [trad.
cast., pp. 348, 350-355, 369].
[xxxvii] J. Genet, Genet à
Chatila, Paris, Solin, 1992, p. 103.
*
Publicado en
http://web.archive.org/web/20071011134027/http://jacquesderrida.com.ar/
textos/fe_y_saber.htm
|
|