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ISSN 1688-1672

 



EASTWOOD, CLINT - WESTERN - SPAGHETTI WESTERN -


Temple de acero*

Alvaro Buela

Ya más grande que sí mismo, Eastwood desbordaba cualquier casillero. Se le perdonó todo: los (pocos) errores estratégicos que hubiera cometido, la Magnum 44, las escatologías imperiales



"Me pareció que cuanto menos dijera el Hombre Sin Nombre, más potente se volvería en la imaginación del público. No se sabría quién era, de dónde venía o qué haría"

Los críticos nunca supieron qué hacer con Clint Eastwood. Ya lo habían despachado como un actor de westerns extravagantes, algo más expresivo que sus ponchos, cuando pasó a dirigir con inteligencia pequeñas historias, no necesariamente ambientadas en el oeste ni necesariamente violentas. En los '70 estaba bien llamarlo "fascista" (una gentileza de su personaje de Harry "Sucio" Callahan); pero en los '80 fue reivindicado por las feministas y el estigma se puso entre paréntesis. Demostró que podía despegarse de su Magnum 44 y protagonizar comedias inofensivas, hacerse cargo de aspirantes a clásicos (El fugitivo Josey Wales, El jinete pálido, Bird) o postularse a alcalde y ganar las elecciones. Con la misma tranquilidad con que había restaurado el mito de western, lo deshizo sin avisar en una sola película (Los imperdonables), y junto con el mito la propia imagen de solidez americana. Un día era una farsa, otro día era un autor.

Con cada movimiento fue agregando sucesiva complejidad a su estrellato, como moldeando el ícono hasta hacerlo idéntico a sí mismo, como exhibiendo sus contradicciones para que los demás se hagan cargo. Por eso formó una compañía propia, Malpaso: para tener una mayor libertad en la elección de sus papeles, adecuarlos a su estampa, rodarlos inmediatamente o guardarlos en un cajón durante ocho años -como hizo con el de Los imperdonables- hasta alcanzar la edad adecuada para el personaje.

El público se hizo menos rollos que los críticos. Lo convirtió en un ídolo, en un millonario y en un símbolo ambiguo, siempre y cuando Eastwood les demostrara que seguía siendo un duro de pocas palabras y en control de la situación. Ese perfil se fundó muy temprano, en la trilogía de spaghetti westerns dirigidos por Sergio Leone a mediados de los '60, dónde el oeste se transformaba en un gigantesco escenario de ópera. Eastwood era allí el Hombre Sin Nombre, un pistolero necio, barbudo y de ponchos raídos, fuera del mundo y casi fuera de la ley, que sin embargo reinstauraba un orden primitivo al final de cada historia.

El actor tuvo incidencia en la construcción del personaje, en la eliminación de diálogos innecesarios y en la inyección de misterio. Años más tarde recordaría: "Me pareció que cuanto menos dijera, más potente (el Hombre Sin Nombre) se volvería en la imaginación del público. No se sabría quién era, de dónde venía o que haría"

Llevó mucho tiempo saber quién era, de dónde venía o que haría el propio Eastwood. Discreto para su vida privada, reticente a los reportajes y siempre en fuga de la farándula de Hollywood, prefirió que se lo conociera a través de sus personajes, que a la larga eran reflejo de su esquiva personalidad. Sus biógrafos coinciden en admirar su economía de tiempo y dinero al momento de filmar, su fidelidad a un pequeño círculo de amigos (ninguno del ambiente), su carácter reservado, pero todos terminan confesando que hay algo que se les escapa por la tangente, una motivación última o una respuesta globalizadora, tal como sucedía con el Hombre Sin Nombre, con El Extraño de La venganza del muerto, con el fugitivo Josey Wales, con el director de Cazador blanco, corazón negro, con el pistolero veterano de Los imperdonables.

Golpes de suerte

Algo se sabe, sin embargo. Nació en un hogar humilde de San Francisco en 1930, cuando la Gran Depresión hacía estragos en las familias americanas; al igual que los personajes de Honkytonk Man, conoció las privaciones, la vida errante y las estrategias de supervivencia, lo cual moldeó un individuo austero e introvertido; hizo el servicio militar donde sólo se desempeñó como profesor de natación, allí tuvo un primer contacto con el cine, cuando un hombre de la Universal llegó a Fort Ord buscando un asesor de escenas acuáticas.

El contacto no prosperó entonces en 1953, sino un par de años más tarde, cuando ya como civil se presentó por propia cuenta en los estudios y consiguió un contrato por dos años. Aunque eran papelitos insignificantes en la más rigurosa clase B, y su nombre apenas figuraba después de una larga lista, aquella fue la única escuela que Eastwood tuvo en su vida, y un golpe de suerte le permitió acceder en poco tiempo a la televisión: durante ocho años y en más de doscientos cincuenta capítulos fue figura central de la serie Rawhide, que en el Río de la Plata se conoció como Cuero crudo.

Un segundo golpe de suerte llegó con una llamada por teléfono desde Italia. Una pequeña compañía llamada Jolly Films quería contratarlo para una película a filmarse en España, que sería una versión en clave western de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961). La fórmula había demostrado una notable eficacia comercial con Siete hombres y un destino (The magnificent seven, 1960) de John Sturges, que no era otra cosa que la adaptación al Oeste de Los siete samurais (Akira Kurosawa, 1954).

En manos de Sergio Leone, autor de aquella llamada telefónica y director hasta el momento de pesadas aventuras en la Roma Antigua, poco quedó de Kurosawa y del western tradicional en Por un puñado de dólares.

Un tono grandilocuente y lento, largos silencios, mucho polvo y explosiones de violencia desaforada crearon una escuela que a un crítico japonés se le ocurrió llamar spaghetti western, y que se continúo con otros dos títulos de costo creciente: Por unos dólares más y la épica Lo bueno, lo malo y lo feo.

A los europeos les encantó, y aunque el estreno de la trilogía en Estados Unidos se postergó tres años, porque Jolly Films carecía de los derechos de Yojimbo para el mercado americano, se generó una expectativa tal que United Artists no pudo resistir la tentación de distribuirlas. Fue el mejor nwgocio de su historia: en un solo año, 1967, estrenaron la trilogía, convirtiendo un puñado de dólares en millones, y un galancete de televisión en una de las mayores estrellas de la década. Con barba y algo sucio, pero estrella al fin.

Luego de su primer protagónico en Hollywood, una curiosa copia del spaghetti western hecha por los creadores del western (La marca de la horca), Eastwood ya estaba harto de vaqueros. Quería probar con otros géneros, andar en auto, poder bañarse antes de ir a filmar. Formó Malpaso en 1968 para ahorrarse esas molestias. No quería estancarse en un rol, pero también siempre fue conciente de sus limitaciones: "Hay muchos actores en el mundo mucho mejor formados que yo, pero no creo que pudieran hacer Harry el sucio. Laurence Olivier hubiera estado ridículo con poncho y pistolas".

Con los años, esa autoconciencia de los propios defectos se volvió una virtud. Apoyado en su compañía, eligió cuidadosamente los papeles que mejor le convenían, logró un control casi total de su imagen, eligió los guiones, los técnicos y los directores, hizo los cambios que encontró adecuados, y se preocupó de que el público encontrara bien invertido el precio de la entrada.

La escuela de Don

Desde el comienzo, Malpaso sentó bases claras en cuanto a conducirse dentro de parámetros modestos, casi como una reacción al derroche de dinero que el actor veía en las grandes superproducciones (meses de rodaje, miles de extras y viáticos disparatados). Para el frugal Clint, aquello era obsceno. Así que Malpaso, que aún funciona en un pequeño bungalow de los Burbank Studios de Hollywood, se formó con pocas dierectivas: guiones para presupuestos módicos, preferencia de exteriores al rodaje en estudio, equipo técnico estable, y cierto recelo a las innovaciones tecnológicas (probar antes de comprar).

Fue el mismo año en que fundaba Malpaso, cuando Eastwood conoció a Don Siegel, a quien luego reconocería como su maestro. En un artículo de setiembre de 1991 publicado en Film Comment, el propio Eastwood recuerda cuando "la Universal quiso que yo hiciera Mi nombre es la violencia, y contrató a un tal Alex Segal para dirigirla; pero por alguna razón el tipo fue expulsado del estudio, así que a último momento se precisaba un director. Alguien mencionó a Don Siegel (...) Yo no tenía formación como cineasta. Había visto Muertos vivientes (Invasion of the Body Snatchers) y otras buenas películas que Don había hecho a lo largo de los años, pero no lo conocía".

Cuando lo conoció, descubrió que ambos tenían intereses comunes y una misma concepción del rodaje rápido y barato, además de que compartían el mismo amor por el jazz.

"Don era directo. Le gustaban las tomas efectistas pero no se dejaba seducir por el estilo MTV, quiero decir, ése donde cada toma requiere la conciencia del director. Nunca se metía a sí mismo en la película. Cuando uno ve una película de Siegel nunca siente la presencia del director a cada momento. Se siente de froma inconciente, pero nunca de manera abierta"

La escuela de Siegel dominó toda la primera parte de la filmografía de Eastwood como director. El thriller Obsesión mortal (donde Siegel hizo un pequeño papel), los toques fantásticos de La venganza del muerto, la aventura musculosa de Licencia para matar, el vértigo de Ruta suicida, estaban regidos por una eficacia en la presentación de las premisas que no tenían otro destino quu dirigirse hacia adelante, por su propia inercia, sin respiración ni disgresiones francesas. El propio encadenamiento de las escenas, donde una retoma el efecto residual de la anterior, tenía un vago parecido a la clase B de los '50, el ámbito de Siegel por antonomasia.

Ambos trabajaron en un quinteto de películas que aún funcionan como un reloj, todas distintas entre sí y subestimadas en sus valores por el pecado de ser entretenidas. Del conjunto merecen rescatarse El engaño, por el ingenio y la sutileza con que carga de morbosidad un asunto amoroso; Alcatraz, fuga imposible, por su prolijidad narrativa; Harry el sucio, por el escándalo. Los liberales pusieron el grito en el cielo ante lo que el inspector Harry Callahan era capaz de hacer por atrapar a un psychokiller. Hablaron de machismo desenfrenado, de la erección furiosa de la Magnum 44, de "fascismo medieval". Eastwood tenía otra óptica.

Pensaba que era una película sobre "las frustraciones del trabajo, no una glorificación sobre la policía", y creyó estar satisfaciendo "una demanda de individualidad en una humanidad que se ha ahogado en el absurdo burocrático". En todo caso se enamoró del personaje y el personaje se enamoró de él, al punto de encarnarlo cinco veces a lo largo de diecisiete años, cada vez más viejo y menos sucio.

Delirio patriotero

Pero Harry Callahan era una colegiala mojigata al lado de Thomas Highway, el sargento que en El guerrero solitario estaba a cargo del entrenamiento de un grupo de marines jóvenes. Supuestamente, esta "escatología imperial" (como tituló su reseña el semanario Brecha) rendía culto al espíritu de cuerpo, al heroísmo de los soldados y a los ideales militares en general, con el pretexto anecdótico de la invasión norteamericana a Grenada.

El Departamento de Defensa, que había colaborado en la preproducción, objetó el lenguaje obsceno y la excesiva crueldad de algunos actos del sargento Highway, y terminó por retirar el apoyo, aún después de que Eastwood aceptara quitar referencias irritantes. Una de ellas figuraba en el guión original (de un tal James Carabatsos, que perfectamente podría ser un seudónimo de John Milius), y residía en el hecho de que Highway y su pelotón eran desviados a Grenada de camino a Beirut, donde debían reemplazar a los marines muertos en un atentado terrorista de 1983.

De hecho, así es como algunos marines llegaron a Grenada, pero el Departamento de Defensa no quería que aquello se supiera, algo que trascendió luego de que la película explotó ante los ojos indignados de izquierda y derecha.

Aunque parece divertirse haciendo de ese oficial duro y experto, que rebuzna insultos y arranca aritos de las orejas de los soldados (un acto que Daniel Passarella envidiaría), las razones que llevaron a Eastwood a meterse en tal asunto quedarán perdidas en el misterio general de su personalidad. Porque la cosa no funcionó ni como película, ni como grito de patriotismo, ni como humorada, por más que la guía Maltin le de dos estrellas y media. Para peor, su estreno tuvo lugar en 1986, el mismo año en el que Eastwood era electo alcalde de Carmel, lo cual lo obligó a enmendar la falta de tacto con sesiones extra de fotografías con niños en brazos.

Si Eastwood hubiera insistido en la línea del sargento Highway, compitiendo con la fuerza bruta de los '80 (Stallone, el primer Schwarzenegger, Seagal, Norris), hoy estaría marginado a un lugar de John Wayne con inquietudes.

El guerrero solitario sería el equivalente de Los boinas verdes, Don Siegel sería el equivalente de Jhon Ford, el sargento Highway sería el alter ego de un reaccionario que nunca se había animado a ir tan de frente. Pero Eastwood, otra vez, se corrió a las antípodas. Mientras estrenaba El guerrero solitario y mejoraba los baños públicos de Carmel, comenzó la producción de una biografía de Charlie Parker, a quien tenía en el tope de su galería de ídolos.

Siempre dijo que "hay dos formas artísticas norteamericanas, el western y el jazz; es curioso como los norteamericanos ya no los apoyan más". Así que con Bird se puso al día con la forma artística que faltaba en su filmografía.

El hombre sitiado

Un soberbio estudio de personalidad realizado con recursos casi experimentales, Bird arrasó con premios y ovaciones en Cannes '88, y ubicó a Eastwood-director en el terreno que los críticos reservan para los "autores", los "creadores personales" y los "realizadores mayores". Esos elogios se confirmaron en los años siguientes con una película inclasificable (Cazador blanco, corazón negro), homenaje a las obsesiones de John Huston, y por extensión a las de cualquier aventurero, y sobre todo con la tardía lluvia de Oscars que cayó sobre Los imperdonables, una elegía sobre el oeste dedicada a Don Siegel y Sergio Leone.

Ya más grande que sí mismo, Eastwood desbordaba cualquier casillero. Se le perdonó todo: los (pocos) errores estratégicos que hubiera cometido, la Magnum 44, las escatologías imperiales. Las cinematecas mundiales estaban habilitadas para reciclar ciclos con sus películas, sin complejo de culpa. Hasta se reivindicó el actor, algo impensable una década antes, con argumentos retorcidos.

"Puede pensarse en la falta de flexibilidad del cuerpo de Eastwood como una falta de talento actoral. Pero eso mismo lo hace adecuado para representar a la masculinidad sitiada. El cuerpo de Eastwood es una metáfora de la lucha moral y sicológica para ser un hombre recto. Es un cuerpo no tan amenazante como bajo amenaza, no sólo por fuerzas exteriores sino por sus propios deseos perversos. Es un cuerpo que tiene terror de entregarse", escribió Amy Taubin en Sight and Sound.

Eastwood debe haber leído eso con actitud desconfiada. Lo único que había hecho era entretener al público, darle un espectáculo digno y tratarlo como si tuviera su mismo coeficiente intelectual. Para él, un hijo de la Gran Depresión que nunca se permitió el lujo de reflexionar sobre el pasado o de derrochar media neurona en la maculinidad sitiada, todo era trabajo.

Estaba convencido de que "cuánto más uno piensa, más chances tiene de arruinarlo todo". Así como estrenaba Bird, volvía a sus asuntos para actuar en la quinta entrega de Harry el Sucio (Sala de espera al inferno) o ponía en práctica las mejores enseñanzas de Siegel sobre cine de acción en una aventurita con mucho movimiento y poco cerebro (El pricipiante). Sin reparar si se trataba de grandes o pequeños proyectos, en los últimos años fue de la superproducción En la línea de fuego, donde se burló de su vejez, a la notable introspectiva Un mundo perfecto, donde mantuvo un discreto segundo plano, a Los puentes de Madison, donde retoma el drama romántico, un género que en sus comienzos de director le había reportado pálidos elogios (Interludio de amor).

No muchos autodidactas pueden jactarse de tal variedad y de tal autoconciencia para controlar lo que su presencia genera sobre la pantalla. Trabajador incansable, estiró al máximo las fronteras que le imponían sus límites, sin miedo a equivocarse, sin parálisis creativa.

La experiencia le enseñó que vale la pena arriesgarse si uno está poniendo algo de sí mismo en lo que hace. Será por eso que está siempre dispuesto a aprender algo. Será por eso que se tiró a alcalde de Carmel, y no a presidente de los Estados Unidos.

*Publicado originalmente en M Cine Nº 5, marzo 1996

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