"Me pareció que cuanto menos dijera el Hombre Sin
Nombre, más potente se volvería en la imaginación
del público. No se sabría quién era, de
dónde venía o qué haría"
Los críticos
nunca supieron qué hacer con Clint Eastwood. Ya lo habían
despachado como un actor de westerns extravagantes, algo más
expresivo que sus ponchos, cuando pasó a dirigir con inteligencia
pequeñas historias, no necesariamente ambientadas en el
oeste ni necesariamente violentas. En los '70 estaba bien llamarlo
"fascista" (una gentileza de su personaje de Harry
"Sucio" Callahan); pero en los '80 fue reivindicado
por las feministas y el estigma se puso entre paréntesis.
Demostró que podía despegarse de su Magnum 44 y
protagonizar comedias inofensivas, hacerse cargo de aspirantes
a clásicos (El fugitivo Josey Wales, El jinete
pálido, Bird) o postularse a alcalde y ganar
las elecciones. Con la misma tranquilidad con que había
restaurado el mito de western, lo deshizo sin avisar en
una sola película (Los imperdonables), y
junto con el mito la propia imagen de solidez americana. Un día
era una farsa, otro día era un autor.
Con cada movimiento
fue agregando sucesiva complejidad a su estrellato, como moldeando
el ícono hasta hacerlo idéntico a sí mismo,
como exhibiendo sus contradicciones para que los demás
se hagan cargo. Por eso formó una compañía
propia, Malpaso: para tener una mayor libertad en la elección
de sus papeles, adecuarlos a su estampa, rodarlos inmediatamente
o guardarlos en un cajón durante ocho años -como
hizo con el de Los imperdonables- hasta alcanzar la edad
adecuada para el personaje.
El público se
hizo menos rollos que los críticos. Lo convirtió
en un ídolo, en un millonario y en un símbolo ambiguo,
siempre y cuando Eastwood les demostrara que seguía siendo
un duro de pocas palabras y en control de la situación.
Ese perfil se fundó muy temprano, en la trilogía
de spaghetti westerns dirigidos por Sergio Leone a mediados
de los '60, dónde el oeste se transformaba en un gigantesco
escenario de ópera. Eastwood era allí el Hombre
Sin Nombre, un pistolero necio, barbudo y de ponchos raídos,
fuera del mundo y casi fuera de la ley, que sin embargo reinstauraba
un orden primitivo al final de cada historia.
El actor tuvo incidencia
en la construcción del personaje, en la eliminación
de diálogos innecesarios y en la inyección de misterio.
Años más tarde recordaría: "Me pareció
que cuanto menos dijera, más potente (el Hombre Sin Nombre)
se volvería en la imaginación del público.
No se sabría quién era, de dónde venía
o que haría"
Llevó mucho
tiempo saber quién era, de dónde venía o
que haría el propio Eastwood. Discreto para su vida privada,
reticente a los reportajes y siempre en fuga de la farándula
de Hollywood, prefirió que se lo conociera a través
de sus personajes, que a la larga eran reflejo de su esquiva
personalidad. Sus biógrafos coinciden en admirar su economía
de tiempo y dinero al momento de filmar, su fidelidad a un pequeño
círculo de amigos (ninguno del ambiente), su carácter
reservado, pero todos terminan confesando que hay algo que se
les escapa por la tangente, una motivación última
o una respuesta globalizadora, tal como sucedía con el
Hombre Sin Nombre, con El Extraño de La venganza del
muerto, con el fugitivo Josey Wales, con el director de Cazador
blanco, corazón negro, con el pistolero veterano de
Los imperdonables.
Golpes de suerte
Algo se sabe, sin embargo.
Nació en un hogar humilde de San Francisco en 1930, cuando
la Gran Depresión hacía estragos en las familias
americanas; al igual que los personajes de Honkytonk Man,
conoció las privaciones, la vida errante y las estrategias
de supervivencia, lo cual moldeó un individuo austero
e introvertido; hizo el servicio militar donde sólo se
desempeñó como profesor de natación, allí
tuvo un primer contacto con el cine, cuando un hombre de la Universal
llegó a Fort Ord buscando un asesor de escenas acuáticas.
El contacto no prosperó
entonces en 1953, sino un par de años más tarde,
cuando ya como civil se presentó por propia cuenta en
los estudios y consiguió un contrato por dos años.
Aunque eran papelitos insignificantes en la más rigurosa
clase B, y su nombre apenas figuraba después de una larga
lista, aquella fue la única escuela que Eastwood tuvo
en su vida, y un golpe de suerte le permitió acceder en
poco tiempo a la televisión: durante ocho años
y en más de doscientos cincuenta capítulos fue
figura central de la serie Rawhide, que en el Río
de la Plata se conoció como Cuero crudo.
Un segundo golpe de
suerte llegó con una llamada por teléfono desde
Italia. Una pequeña compañía llamada Jolly
Films quería contratarlo para una película a filmarse
en España, que sería una versión en clave
western de Yojimbo (Akira
Kurosawa, 1961).
La fórmula había demostrado una notable eficacia
comercial con Siete hombres y un destino (The magnificent
seven, 1960) de John Sturges, que no era otra cosa que la
adaptación al Oeste de Los siete samurais (Akira Kurosawa, 1954).
En manos de Sergio
Leone, autor de aquella llamada telefónica y director
hasta el momento de pesadas aventuras en la Roma Antigua, poco
quedó de Kurosawa y del western tradicional en
Por un puñado de dólares.
Un tono grandilocuente y lento, largos silencios, mucho polvo
y explosiones de violencia desaforada crearon una escuela que
a un crítico japonés se le ocurrió llamar
spaghetti western, y que se continúo con otros
dos títulos de costo creciente: Por unos dólares
más y la épica Lo bueno, lo malo y lo feo.
A los europeos les
encantó, y aunque el estreno de la trilogía en
Estados Unidos se postergó tres años, porque Jolly
Films carecía de los derechos de Yojimbo para el
mercado americano, se generó una expectativa tal que United
Artists no pudo resistir la tentación de distribuirlas.
Fue el mejor nwgocio de su historia: en un solo año, 1967,
estrenaron la trilogía, convirtiendo un puñado
de dólares en millones, y un galancete de televisión
en una de las mayores estrellas de la década. Con barba
y algo sucio, pero estrella al fin.
Luego de su primer
protagónico en Hollywood, una curiosa copia del spaghetti
western hecha por los creadores del western (La
marca de la horca), Eastwood ya estaba harto de vaqueros.
Quería probar con otros géneros, andar en auto,
poder bañarse antes de ir a filmar. Formó Malpaso
en 1968 para ahorrarse esas molestias. No quería estancarse
en un rol, pero también siempre fue conciente de sus limitaciones:
"Hay muchos actores en el mundo mucho mejor formados
que yo, pero no creo que pudieran hacer Harry el sucio. Laurence
Olivier hubiera estado ridículo con poncho y pistolas".
Con los años,
esa autoconciencia de los propios defectos se volvió una
virtud. Apoyado en su compañía, eligió cuidadosamente
los papeles que mejor le convenían, logró un control
casi total de su imagen, eligió los guiones, los técnicos
y los directores, hizo los cambios que encontró adecuados,
y se preocupó de que el público encontrara bien
invertido el precio de la entrada.
La escuela de Don
Desde el comienzo,
Malpaso sentó bases claras en cuanto a conducirse dentro
de parámetros modestos, casi como una reacción
al derroche de dinero que el actor veía en las grandes
superproducciones (meses de rodaje, miles de extras y viáticos
disparatados). Para el frugal Clint, aquello era obsceno. Así
que Malpaso, que aún funciona en un pequeño bungalow
de los Burbank Studios de Hollywood, se formó con pocas
dierectivas: guiones para presupuestos módicos, preferencia
de exteriores al rodaje en estudio, equipo técnico estable,
y cierto recelo a las innovaciones tecnológicas (probar
antes de comprar).
Fue el mismo año
en que fundaba Malpaso, cuando Eastwood conoció a Don
Siegel, a quien luego reconocería como su maestro. En
un artículo de setiembre de 1991 publicado en Film Comment,
el propio Eastwood recuerda cuando "la Universal quiso
que yo hiciera Mi nombre es la violencia, y contrató a
un tal Alex Segal para dirigirla; pero por alguna razón
el tipo fue expulsado del estudio, así que a último
momento se precisaba un director. Alguien mencionó a Don
Siegel (...) Yo no tenía formación como cineasta.
Había visto Muertos vivientes (Invasion of the Body
Snatchers) y otras buenas películas que Don había
hecho a lo largo de los años, pero no lo conocía".
Cuando lo conoció,
descubrió que ambos tenían intereses comunes y
una misma concepción del rodaje rápido y barato,
además de que compartían el mismo amor por el jazz.
"Don era directo.
Le gustaban las tomas efectistas pero no se dejaba seducir por
el estilo MTV, quiero decir, ése donde cada toma requiere
la conciencia del director. Nunca se metía a sí
mismo en la película. Cuando uno ve una película
de Siegel nunca siente la presencia del director a cada momento.
Se siente de froma inconciente, pero nunca de manera abierta"
La escuela de Siegel
dominó toda la primera parte de la filmografía
de Eastwood como director. El thriller Obsesión mortal
(donde Siegel hizo un pequeño papel), los toques fantásticos
de La venganza del muerto, la aventura musculosa de Licencia
para matar, el vértigo de Ruta suicida, estaban
regidos por una eficacia en la presentación de las premisas
que no tenían otro destino quu dirigirse hacia adelante,
por su propia inercia, sin respiración ni disgresiones
francesas. El propio encadenamiento de las escenas, donde una
retoma el efecto residual de la anterior, tenía un vago
parecido a la clase B de los '50, el ámbito de Siegel
por antonomasia.
Ambos trabajaron en
un quinteto de películas que aún funcionan como
un reloj, todas distintas entre sí y subestimadas en sus
valores por el pecado de ser entretenidas. Del conjunto merecen
rescatarse El engaño, por el ingenio y la sutileza
con que carga de morbosidad un asunto amoroso; Alcatraz, fuga
imposible, por su prolijidad narrativa; Harry el sucio,
por el escándalo. Los liberales pusieron el grito en el
cielo ante lo que el inspector Harry Callahan era capaz de hacer
por atrapar a un psychokiller. Hablaron de machismo desenfrenado,
de la erección furiosa de la Magnum 44, de "fascismo
medieval". Eastwood tenía otra óptica.
Pensaba que era una
película sobre "las frustraciones del trabajo,
no una glorificación sobre la policía",
y creyó estar satisfaciendo "una demanda de individualidad
en una humanidad que se ha ahogado en el absurdo burocrático".
En todo caso se enamoró del personaje y el personaje se
enamoró de él, al punto de encarnarlo cinco veces
a lo largo de diecisiete años, cada vez más viejo
y menos sucio.
Delirio patriotero
Pero Harry Callahan
era una colegiala mojigata al lado de Thomas Highway, el sargento
que en El guerrero solitario estaba a cargo del entrenamiento
de un grupo de marines jóvenes. Supuestamente, esta "escatología
imperial" (como tituló su reseña el semanario
Brecha) rendía culto al espíritu de cuerpo, al
heroísmo de los soldados y a los ideales militares en
general, con el pretexto anecdótico de la invasión
norteamericana a Grenada.
El Departamento de Defensa,
que había colaborado en la preproducción, objetó
el lenguaje obsceno y la excesiva crueldad de algunos actos del
sargento Highway, y terminó por retirar el apoyo, aún
después de que Eastwood aceptara quitar referencias irritantes.
Una de ellas figuraba en el guión original (de un tal James
Carabatsos, que perfectamente podría ser un seudónimo
de John Milius), y residía en el hecho de que Highway y
su pelotón eran desviados a Grenada de camino a Beirut,
donde debían reemplazar a los marines muertos en un atentado
terrorista de 1983.
De hecho, así
es como algunos marines llegaron a Grenada, pero el Departamento
de Defensa no quería que aquello se supiera, algo que
trascendió luego de que la película explotó
ante los ojos indignados de izquierda y derecha.
Aunque parece divertirse
haciendo de ese oficial duro y experto, que rebuzna insultos
y arranca aritos de las orejas de los soldados (un acto que Daniel
Passarella envidiaría), las razones que llevaron a Eastwood
a meterse en tal asunto quedarán perdidas en el misterio
general de su personalidad. Porque la cosa no funcionó
ni como película, ni como grito de patriotismo, ni como
humorada, por más que la guía Maltin le de dos
estrellas y media. Para peor, su estreno tuvo lugar en 1986,
el mismo año en el que Eastwood era electo alcalde de
Carmel, lo cual lo obligó a enmendar la falta de tacto
con sesiones extra de fotografías con niños en
brazos.
Si Eastwood hubiera
insistido en la línea del sargento Highway, compitiendo
con la fuerza bruta de los '80 (Stallone, el primer Schwarzenegger,
Seagal, Norris), hoy estaría marginado a un lugar de John
Wayne con inquietudes.
El guerrero solitario
sería
el equivalente de Los boinas verdes, Don Siegel sería
el equivalente de Jhon Ford, el sargento Highway sería
el alter ego de un reaccionario que nunca se había animado
a ir tan de frente. Pero Eastwood, otra vez, se corrió
a las antípodas. Mientras estrenaba El guerrero solitario
y mejoraba los baños públicos de Carmel, comenzó
la producción de una biografía de Charlie Parker,
a quien tenía en el tope de su galería de ídolos.
Siempre dijo que "hay
dos formas artísticas norteamericanas, el western y el
jazz; es curioso como los norteamericanos ya no los apoyan más".
Así que con Bird se puso al día con la forma
artística que faltaba en su filmografía.
El hombre sitiado
Un soberbio estudio
de personalidad realizado con recursos casi experimentales, Bird
arrasó con premios y ovaciones en Cannes '88, y ubicó
a Eastwood-director en el terreno que los críticos reservan
para los "autores", los "creadores personales"
y los "realizadores mayores". Esos elogios se confirmaron
en los años siguientes con una película inclasificable
(Cazador blanco, corazón negro), homenaje a las
obsesiones de John Huston, y por extensión a las de cualquier
aventurero, y sobre todo con la tardía lluvia de Oscars
que cayó sobre Los imperdonables, una elegía
sobre el oeste dedicada a Don Siegel y Sergio Leone.
Ya más grande
que sí mismo, Eastwood desbordaba cualquier casillero.
Se le perdonó todo: los (pocos) errores estratégicos
que hubiera cometido, la Magnum 44, las escatologías imperiales.
Las cinematecas mundiales estaban habilitadas para reciclar ciclos
con sus películas, sin complejo de culpa. Hasta se reivindicó
el actor, algo impensable una década antes, con argumentos
retorcidos.
"Puede pensarse
en la falta de flexibilidad del cuerpo de Eastwood como una falta
de talento actoral. Pero eso mismo lo hace adecuado para representar
a la masculinidad sitiada. El cuerpo de Eastwood es una metáfora
de la lucha moral y sicológica para ser un hombre recto.
Es un cuerpo no tan amenazante como bajo amenaza, no sólo
por fuerzas exteriores sino por sus propios deseos perversos.
Es un cuerpo que tiene terror de entregarse", escribió
Amy Taubin en Sight and Sound.
Eastwood debe haber
leído eso con actitud desconfiada. Lo único que
había hecho era entretener al público, darle un
espectáculo digno y tratarlo como si tuviera su mismo
coeficiente intelectual. Para él, un hijo de la Gran Depresión
que nunca se permitió el lujo de reflexionar sobre el
pasado o de derrochar media neurona en la maculinidad sitiada,
todo era trabajo.
Estaba convencido de
que "cuánto más uno piensa, más
chances tiene de arruinarlo todo". Así como estrenaba
Bird, volvía a sus asuntos para actuar en la quinta
entrega de Harry el Sucio (Sala de espera al inferno)
o ponía en práctica las mejores enseñanzas
de Siegel sobre cine de acción en una aventurita con mucho
movimiento y poco cerebro (El pricipiante). Sin reparar
si se trataba de grandes o pequeños proyectos, en los
últimos años fue de la superproducción En
la línea de fuego, donde se burló de su vejez,
a la notable introspectiva Un mundo perfecto, donde mantuvo
un discreto segundo plano, a Los puentes de Madison, donde
retoma el drama romántico, un género que en sus
comienzos de director le había reportado pálidos
elogios (Interludio de amor).
No muchos autodidactas
pueden jactarse de tal variedad y de tal autoconciencia para
controlar lo que su presencia genera sobre la pantalla. Trabajador
incansable, estiró al máximo las fronteras que
le imponían sus límites, sin miedo a equivocarse,
sin parálisis creativa.
La experiencia le enseñó
que vale la pena arriesgarse si uno está poniendo algo
de sí mismo en lo que hace. Será por eso que está
siempre dispuesto a aprender algo. Será por eso que se
tiró a alcalde de Carmel, y no a presidente de los Estados
Unidos.
*Publicado
originalmente en M Cine Nº 5, marzo 1996
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