Quien se
refiera a la literatura a secas (sin agregar las juiciosas comillas
encargadas de suspender la referencia habitual del término),
corre el peligro de no estimar la actual crisis de paradigma,
así como, naturalmente, los discursos de las teorías
y de las prácticas disciplinarias que la señalan
y la potencian. Entre estas últimas, la actividad denominada
Estudios
Culturales
obtiene su lugar de relevancia en estrecha relación con
la problematización del carácter indecidible de
los textos literarios. En efecto, de la expresión textos
literarios, el segundo término sigue convocando (y
esto por lo demás no resulta novedoso) la mayor carga de
discutibilidad.
Desde el momento en que se adopta una ubicación tan segura,
plena, independiente e inmune del fenómeno llamado "literatura",
sobreviene el silenciamiento o la suspensión de las condiciones
culturales interesadas que la han situado como noción
contingente. La otra cara de dicho silencio no puede estar sino
en la exclusión de espacios subalternos, generados por
un canon fundado sobre la base del concepto de lenguaje marcado
en un sentido estético específico y que alberga
el poder de encubrir su propia historicidad.
El efecto
más inmediato de una contingencia que se enrosca para no
exhibir sus dimensiones, tiene que ver con la elevación
de dicho paradigma al privilegio de la universalidad. Si bien,
de acuerdo con lo señalado por García
Canclini
en un entorno argumental algo diferente, no hay "por qué
abandonar la aspiración a la universalidad del conocimiento",
para ceder el paso entonces a "la complacencia posmoderna
que acepta la reducción del saber a narrativas múltiples"(1), entiendo importante
insistir en que semejante aspiración sea distinguida de
aquellas construcciones ideológicas que, precisamente y
en nombre de "lo universal", cancelan las vías
de un eventual conocimiento universal.
Dicho
resumidamente, la ilusión ideológica de la universalidad
consiste en deslizar como fenoménico todo aquello que,
tal como la "literatura", es un producto conceptual.
No obstante, y para descartar confusiones, quiero aclarar que
no me refiero a concepto en un sentido especialmente platónico,
ya que eso terminaría por reponer la categoría
de universal en el seno de la literatura. Pensarla en
términos de concepto, significa, más bien, tomarla
en el sentido de un correlato intencional que no garantiza la
reproducción de un objeto de la experiencia.
De hecho, la pregunta por el quid de la literatura renueva
su interés a medida que se ve desplazada por la interrogación
acerca de las condiciones de existencia de ese quid. Es
por dicho motivo que el emerger de voces subalternas alcanza
un efecto revulsivo sobre las eventuales propiedades de las bellas
letras: los discursos de las minorías no sólo denuncian
la política de exclusión, sino, especialmente,
el carácter de constructo insuficiente con respecto a
los reclamos de una realidad heterogénea. La fuerte irrupción
del testimonio, por ejemplo, en el contexto latinoamericano,
no resuelve tanto la ampliación del canon como una crítica
de los criterios que lo fundan.
Indudablemente,
y aunque no me ocupe aquí de ello, no es la sobrevivencia
del canon lo que está en cuestión, sino esa tensa
dinámica de rechazo y absorción que se juega cuando,
según palabras de Noé Jitrik, "en la expresión
misma la marginalidad hierve y sale a la superficie",
tal cual ocurre en el caso de la gauchesca rioplatense.(2)
Ahora bien, hablar de literatura en el ámbito de los Cultural
Studies, o, lo que parece peor, configurar un objeto de estudio
en torno a ella en tanto discurso estético -según
lo cual subsistiría la necesidad de proponer estudios
literarios-, se ha convertido en actividad sospechosa de idealismo.
Ciertamente, la incertidumbre actual, producida por la caída
de hegemonías esteticistas que decidían lo que
antes fuera un lugar de la literatura y que, obviamente, entablaban
asimismo la determinación de un no lugar, afecta no sólo
el ya imposible diálogo con una esencia de lo literario
-fuere cual fuere su versión-, sino la dificultad para
localizar su existencia a partir de parámetros estéticos
eurouniversalizantes.
Esto
no implica que uno deba resolverse por posiciones como la de
Terry Eagleton, quien, pese a desarrollar acertados argumentos
que cuestionan la noción de literatura unida a la de valor,
arriba a la conclusión de que esta en rigor no existe.(3) En tal caso
resulta compartible la observación de Walter Mignolo,
en la medida en que considera que "Eagleton es también
víctima de la creencia de que las teorías de la
literatura deben darnos definiciones".(4)
Sin embargo, lo que en primera instancia despierta singular interés
no es tanto la resolución de Eagleton con respecto al
fenómeno literario, sino las consecuencias que entraña
y que él mismo deduce de su postura. En efecto, el teórico
inglés determina que si la literatura es una ilusión
ideológica y, en consecuencia, la teoría literaria
también, su propio libro no constituye otra cosa que "una
nota necrológica" (5) al respecto.
Al
no encontrar una diferencia capital entre la literatura y el
amplio conjunto de aquello que Foucault denomina "prácticas
discursivas", decide proponer una restitución del
objeto de la retórica, abriendo así el espectro
hacia un dilatado grupo de escritos relativamente indiferenciados.
A la retórica, apunta Eagleton, "no le importaba
el que los objetos que estudiaba fueran orales, poesía
o filosofía, novela o historiografía: su horizonte
era nada menos que el campo de las prácticas discursivas
en el conjunto de la sociedad; le interesaba especialmente aprehender
dichas prácticas como formas de poder y ejecución".(6)
En
consecuencia, la rehabilitación de la retórica
en los términos precedentes se convierte en uno de los
efectos centrales de la negación de la literatura como
discurso diferencial. Eagleton no vacila en borrar el antiguo
privilegio de la palabra estética, razón que lo
mueve, de acuerdo con una finalidad emancipatoria expresa, a
sobrepasar la actitud liberal de los estudios literarios y a
tomar partido entonces por algo que "podría denominarse
«teoría del discurso» o «estudios culturales»
o cualquier otra cosa".(7).
Lo que quiero señalar, después de esto, es que
la literatura, así como los estudios que consienten un
objeto estético dentro de su campo, son arrojados al territorio
de la reacción, la cual impide, naturalmente, los referidos
caminos emancipatorios. Según entiendo, la inadecuación
de la tesis de Eagleton explica en gran proporción un
comportamiento de resistencia a la literatura, fenómeno
sensiblemente extendido en los Estudios Culturales a los que,
en ese momento, él mismo vagamente se adscribe.
Sin
duda que no se trata de forzar una homogeneización de
los mismos, puesto que sería ingenuo desconocer las interesantes
contradicciones que los constituyen en el estado actual, en particular
desde la órbita hegemónica de la academia norteamericana.
Con
todo, no es conveniente ocultar una conducta reactiva en dichas
prácticas. Este indisimulado componente es lo que se juega
en Eagleton. El mismo corresponde a una impotencia para definir
lo literario, la cual aparece visiblemente originada en el anhelo
definicional característico de posiciones de impronta
positivista. Su justo rechazo, es cierto, a criterios estéticos
excluyentes de las minorías, lo conducen a una tabula
rasa que, a decir verdad, no logra convencer.
Según sigue sucediendo en mucha producción académica
de los últimos tiempos, ello no resuelve los problemas
acerca de la peculiaridad del hecho literario. Una muestra fehaciente
es el artículo en el que Gustavo Verdesio toma partido
por la posición de Rolena Adorno frente a los planteos
de defensa de los estudios estéticos sustentados por Neil
Larsen.(8)
En
forma muy clara, Gustavo Verdesio afirma que el cambio paradigmático
materializado por los Cultural Studies se asienta sobre
la base de una premisa innegociable, a saber y en esta forma:
"el nuevo paradigma no entiende que los textos literarios
tengan más prestigio o interés que los no literarios".(9)
Ahora bien, aún cuando se quiera aceptar sin mayores objeciones
este fundamento fuerte, sobre todo en lo que concierne a la insuficiencia
de los análisis estéticos para dar cuenta de la
complejidad discursiva colonial estudiada por Rolena Adorno y
amparada en argumentos de Mignolo, cabe preguntarse: ¿es
una razón válida como para negarse a los estudios
literarios? ¿Suponen los estudios de la literatura un
borramiento a priori y reaccionario frente al contexto
que siempre excede y contiene a su objeto? ¿Debe quedar
el hecho literario, para usar la expresión de Tinianov,
relegado a un papel documental, forzosamente globalizado en un
conjunto discursivo que se niega reconocer las condiciones que
producen su peculiaridad y, según es de esperar, no necesariamente
algún tipo de superioridad? ¿No operan los Estudios
Culturales configurando un superobjeto superglobal que disgrega
la aspiraciones de especificidad? ¿Es la tabula rasa
un recurso democratizador o, contra su propia voluntad, se pone
al servicio de los argumentos que intensifican la denuncia sobre
la inutilidad de la literatura en la sociedad de mercado?
La
actitud globalizadora de los Estudios Culturales, insisto, de
vocación emancipadora, también insisto, coloca
a la palabra literaria, es decir, a toda posibilidad que una
palabra tenga de existir con ese efecto, en un espacio documental
común y, aunque suene hiperbólico, con una función
casi filológica. No se trata aquí, naturalmente,
de defender prestigios, legitimar exclusiones o de abogar por
una estética pura, sino, simplemente, de reinscribir las
peculiaridades de un discurso en la fuerte heterogeneidad, para
nuestro caso latinoamericana, a la que se ha referido detalladamente
Hugo Achugar.(10)
Estudiar
los efectos literarios en torno a las condiciones de poder que
los determinan no contrae, de antemano y de por sí, un
compromiso políticamente conservador contra la emergencia,
por ejemplo, del discurso de las minorías. Enfocar, por
otra parte, el estudio de la literatura con una posición
refutadora de criterios inmanentistas de raíz metafísica,
y, por ejemplo, repensar la retoricidad de todo lenguaje señalada
por Paul de Man, ayuda a desbrozar el camino, pues de una manera
u otra en ello se fisura la presunta estructuralidad distintiva
del discurso literario.
Sin
embargo esto no conmina a desistir de los estudios literarios
sino a potenciar, justamente, la discusión teórica.
Establecer un objeto en torno a la literatura no implica
la reivindicación de esta como presencia, en el
fuerte sentido de la crítica derridiana. La construcción
de un objeto crítico que tenga a cargo la problematicidad
de su propia construcción (lo cual incluye el sometimiento
de la cualidad "literaria" a las condiciones de los
poderes que eventualmente la generan y entran en colisión
con otros), habla, en forma simultánea, de su necesidad
y de su provisoriedad, esto es, de la debilidad intrínseca
que lo constituye.
Creo
que semejante planteo no se aleja, o, al menos dialoga con la
tendencia que Román de la Campa registra en las nuevas
promociones de la crítica actual, que en lugar de dedicarse
a la literatura se orientan hacia la epistemología, o,
a lo que de la Campa prefiere llamar "teoría
epistética, es decir, un rejuego incierto entre la
epistemología y la estética".(11)
Por lo demás, en lo que concierne al ámbito de
los Estudios Culturales, el envío de la literatura a un
extenso campo del que parece ser tan sólo una manifestación
discursiva más, es el síntoma de una crisis que
no califico. A ella no escapan, en primer lugar, los derechos
particulares de lo que, como decía poco antes, cabría
entender por una teoría literaria sostenida en cometidos
definicionales.
No
tanto porque la indefinición de la literatura sea un presupuesto
elemental que hace buen tiempo venimos aceptando y promoviendo,
sino por lo que ello significa en cuanto a la desjerarquización
de concepciones estéticas que han desconocido los derechos
del sujeto silenciado, aquel desplazado actor de un callar al
que los Estudios Culturales intentan conferirle una palabra de
valor, sea "literaturificándola" o desmantelando
la validez del canon estético dominante que no se dispone
a integrarla. Muy oportunamente, John Beverley ha llamado la
atención al preguntarse "qué pasará
cuando la literatura sea tan sólo un discurso entre muchos".(12) Nelly Richard,
que cita esta interrogante, la expande de la manera siguiente:
"Es decir, cuando todo lo hablado y escrito se uniformen
bajo el mismo registro banalizado de una mortal desintensificación
del sentido, porque la palabra habrá dejado de ser
teatro o acontecimiento para volverse simple moneda de intercambio
práctico ya carente de todo brillo, fulgor o dramaticidad".(13)
Hace ya muchos años (concretamente en 1924) que el formalista
Iuri Tinianov señalaba la dificultad para establecer una
definición firme del hecho literario, basándose
más que nada en las relaciones de recepción que
lo admiten y lo omiten como tal, según un contexto mayor
que la singularidad lingüística de ese mismo hecho.
Este obstáculo para fijar la literaturnost -y desde
ya a buena distancia de lo que Jakobson enfatizaría a
fines de los 50- desmiente de manera cabal que lo que solemos
denominar literatura sea un fenómeno estático restringido
a la producción estético-lingüística
e independiente de las relaciones históricas de poder.
La
literatura es menos un lenguaje que un hecho sometido a la interpenetración
de las series. Si bien Tinianov estudió con fervoroso
cuidado los procedimientos para la construcción literaria
y no vaciló en reconocer que "las categorías
fundamentales de la forma poética permanecen inmutables"
(14), tuvo la lucidez suficiente como para
subrayar de qué manera el dinamismo histórico atravesaba
a esa permanencia. Con todo, aunque no se oculte el carácter
canonizante de este tipo de razonamiento sobre las categorías,
una fractura de toda "literariedad" queda planteada.
Todorov ha enfatizado un efecto decisivo en la postura de Tinianov:
"La
tesis de Tinianov es rica en implicaciones radicales. En realidad,
ya no deja espacio para un conocimiento autónomo de la
literatura, sino que conduce hacia dos disciplinas complementarias:
una ciencia de los discursos, que estudia las formas lingüísticas
estables pero que no puede nombrar la especificidad literaria;
una historia, que explicita el contenido de la noción
de literatura en cada época dada, relacionándola
con otras nociones del mismo nivel. Esta tercera concepción
del lenguaje poético es en realidad una demolición
de la noción misma: en su lugar aparece el «hecho
literario», categoría histórica y no más
filosófica".(15)
Finalmente cabe preguntarse si es adecuada la tabula rasa
que aplana los relieves del hecho literario, desconociéndolo
así como hecho social específico.
Más
bien entiendo que, relacionado con gravitantes reflexiones sobre
la indeterminación de las propiedades de la literatura,
cierto comportamiento de los Cultural Studies entraña
un estigma reactivo e históricamente situado contra la
política del canon, que es siempre una política
relativamente conservadora.
En realidad creo que la resistencia a la literatura se debe en
más alta medida a un comprensible pero no aceptable temor
de fondo: el que se motiva en la creencia de que es ineludible
un traspaso de la metafísica de la literariedad a los
hechos literarios, borrando así el espesor de la historicidad
del contexto, cuando en verdad es posible defender la condición
de estos hechos sin recurrir a su entierro. Al fin de cuentas
habrá que continuar insistiendo en que no es lo mismo
la contingencia histórica que la inmutabilidad del ser.
Notas:
1- Nestor García
Canclini: "Los estudios culturales: elaboración
intelectual del intercambio América Latina-Estados Unidos",
en: papeles de Montevideo, La crítica literaria como
problema, No. 1, Montevideo, Trilce, junio de 1997, p. 51.
2- Noé Jitrik: "Canónica,
reguladora y transgresiva", en: Orbis Tertius, Revista
de teoría y crítica literaria, No. 1, Centro
de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad
de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad
de La Plata, 1996, p. 164.
3- Terry Eagleton:"¿Qué
es la literatura?", en: Una introducción a
la teoría literaria (1983), trad. esp. J. Esteban
Calderón, México, Fondo de Cultura Económica,
1era. reimpr., 1993, pp. 11-28
4- Walter Mignolo: "¿Teorías
literarias o teorías de la literatura? ¿Qué
son y para qué sirven?", en: Teorías
literarias en la actualidad, Graciela Reyes (ed.), Madrid,
Ediciones El arquero, 1987, p. 73.
5- Terry Eagleton, op. cit,
p. 242.
6- Terry Eagleton: "Conclusión:
Crítica Política", en op. cit., p. 243.
7- T. Eagleton, op. cit.,
p. 249.
8- Gustavo Verdesio: "Reflexiones
sobre el estatus de la estética en los estudios literarios:
el caso de la actual «crisis de paradigma» en los
estudios coloniales", en: papeles de Montevideo,
No. 1, op.cit., pp. 111-120.
9-
Gustavo
Verdesio, op. cit., p. 113.
Creo que la posición de Verdesio carece de un punto de
articulación y se comporta como una superficie cerrada
a priori. Sin duda que no es el caso de Eneida de Souza
("Os livros da cabeceira da crítica", en Papeles
de Montevideo, op. cit. pp. 101-109), quien efectivamente
reconoce en el ámbito de la interdisciplinariedad una
opción de destaque para el texto literario, lo cual no
significa lo mismo que aceptar su hegemonía frente a otros
conjuntos textuales.
10- Hugo Achugar: "Repensando
la heterogeneidad latinoamericana (a propósito de lugares,
paisajes y territorios)", en: Revista Iberoamericana,
vol LXII, Nos. 176-177, Julio-Diciembre 1996, University of Pittsburgh,
pp. 845-861.
11- Román de la Campa:
"Latinoamérica y sus nuevos cartógrafos:
discurso poscolonial, diásporas intelectuales y enunciación
fronteriza", en: Revista Iberoamericana, Nos. 176-177,
op. cit., p. 702.
12 -John Beverley: "¿Hay
vida más allá de la literatura?", en:
Estudios 6, Caracas, p. 39.
13- Nelly Richard: "Intersectando
Latinoamérica con el latinoamericanismo: saberes académicos,
práctica teórica y crítica cultural",
en: Revista Iberoamericana, vol. LXIII, No. 180, Julio-Setiembre
1997, p. 358.
14- Iuri Tinianov: "La
noción de construcción" (1923), en: Teoría
de la literatura de los formalistas rusos (1965), Tzvetan
Todorov (antología y presentación), trad. esp.
Ana María Nethol, México, Siglo XXI 5a. ed., 1987,
p. 88.
15- Tzvetan Todorov: Crítica
de la crítica (1984), trad. esp. J. Sánchez
Lecuna, Caracas, Monte Avila, 2a. ed., 1991, pp. 35-36.
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