II
El croquis de costumbres
Para el croquis de costumbres, la
representación de la vida burguesa y los espectáculos de la moda, el
medio más expeditivo y menos costoso es evidentemente el mejor.
Cuanta más belleza ponga el artista) más preciosa será la obra; pero
hay en la 3 vida trivial, en la metamorfosis cotidiana de las cosas
exteriores, un movimiento rápido que impone al artista la misma
velocidad de ejecución. Los grabados a varias tintas del siglo XVIII
han vuelto a obtener los favores de la moda, como decía
anteriormente; el pastel, el aguafuerte, el aguatinta han aportado
por turno sus contingentes a ese inmenso diccionario de la vida
moderna diseminado en las bibliotecas, en los cartapacios de los
aficionados y tras los escaparates de las tiendas más vulgares.
Desde su aparición, la litografía demostró enseguida ser muy apta
para esta enorme tarea, tan frívola en apariencia. Contamos en ese
género con auténticos monumentos. Con razón se ha llamado a las
obras de Gavarni y de Daumier complementos de la Comedia humana. El
propio Balzac, estoy convencido, no hubiera estado lejos de adoptar
esta idea, tanto más justa cuanto que el genio de un artista pintor
de costumbres es un genio de naturaleza mixta, es decir en el que
participa una gran parte de espíritu literario. Observador,
paseante, filósofo, llámese como se quiera; pero, sin duda, para
caracterizar a este artista, os obligaréis a gratificarle con un
epíteto que no podríais aplicar al pintor de las cosas eternas, o al
menos más duraderas, de las cosas heroicas o religiosas. Algunas
veces es poeta; más a menudo se aproxima al novelista o al
moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que sugiere
de eterno. Cada país, para su placer y su gloria, ha poseído algunos
de esos hombres. En nuestra época actual, a Daumier y a Gavarni, los
primeros nombres que se me vienen a la memoria, podemos añadir
Devéria, Maurin y Numa, historiadores de las gracias equívocas de la
Restauración. Wattier, Tassaert y Eugene Lami, éste casi inglés a
fuerza de amor por las elegancias aristocráticas, e incluso Trimolet
y Travies, esos cronistas de la pobreza y de la vida humilde.
III El artista, hombre de mundo, hombre
de la multitud y niño
Hoy quiero hablar al público de un hombre
singular, de originalidad tan poderosa y decidida que se basta a sí
mismo y ni siquiera busca la aprobación. Ninguno de sus dibujos está
firmado, si llamamos firma a esas pocas letras, fáciles de
falsificar, que representan un nombre, que tantos otros colocan
fastuosamente debajo de sus más descuidados bosquejos. Pero todas
sus obras están firmadas por su alma brillante, y los aficionados
que las han visto y apreciado las reconocerán fácilmente en la
descripción que 4 quiero hacer. Gran enamorado de la multitud y del
incógnito, el Sr. C. G. lleva la originalidad hasta la modestia. El
Sr. Thackeray que, como se sabe, siente mucha curiosidad por las
cosas de arte y dibuja él mismo las ilustraciones de sus novelas,
habló un día del Sr. G. en un pequeño periódico de Londres. Este se
enfadó como si se tratara de un ultraje a su pudor. Recientemente
aún, cuando supo que me proponía apreciar su espíritu y su talento,
me suplicó, de una manera muy imperiosa, suprimir su nombre y no
hablar de sus obras más que como de las obras de un anónimo.
Obedeceré humildemente a tan curioso deseo. Fingiremos creer, el
lector y yo, que el Sr. G. no existe, y nos ocuparemos de sus
dibujos y de sus acuarelas, a los que profesa un desdén de
patricio, como harían los sabios que tuvieran que juzgar preciosos
documentos históricos, facilitados por el azar, y cuyo autor debe
permanecer eternamente desconocido. E incluso, para tranquilizar
completamente mi conciencia, supondremos que todo lo que tengo que
decir de su naturaleza tan curiosa y misteriosamente deslumbrante,
ha sido más o menos justamente sugerido por las obras en cuestión,
pura hipótesis poética, conjetura, trabajo de la imaginación.
El Sr.
G. es viejo. Jean-Jacques, afirma, comenzó a escribir a los cuarenta
y dos años. Fue tal vez hacia esa edad cuando el Sr. G., obsesionado
por todas las imágenes que llenaban su cerebro, tuvo la audacia de
echar sobre una hoja blanca tinta y colores. A decir verdad,
dibujaba como un bárbaro, como un niño, irritándose con la torpeza
de sus dedos y la desobediencia de su herramienta. He visto un gran
número de esos garabatos primitivos, y confieso que la mayoría de
las personas entendidas o que pretenden sedo habrían podido, sin
deshonor, no adivinar el genio latente que habitaba en esos
tenebrosos bocetos. Hoy, el Sr. G., que ha encontrado por sí solo
todas las pequeñas artimañas del oficio, y que se ha hecho, sin
consejos, su propia educación, se ha convertido en un poderoso
maestro a su manera, y no ha conservado de su primera ingenuidad más
que lo necesario para añadir, a sus ricas facultades, un inesperado
aliño. Cuando encuentra uno de esos ensayos de su juventud, lo rompe
o lo quema con una vergüenza de lo más divertido. Durante diez años
he deseado conocer al Sr. G., que es, por naturaleza, muy viajero y
muy cosmopolita. Sabía que durante mucho tiempo había estado
vinculado a un periódico inglés ilustrado, y que le habían publicado
grabados de sus croquis de viaje (España, Turquía, Crimea). Desde
entonces he visto una cantidad considerable de esos dibujos
improvisados sobre el terreno, y he podido leer también un informe
minucioso y diario de la campaña de Crimea preferible a cualquier
otro. El mismo periódico también 5 había publicado, siempre sin
firma, numerosas composiciones del mismo autor, sobre nuevos ballets
y óperas. Cuando por fin lo conocí, vi enseguida que no trataba
precisamente con un artista, sino más bien con un hombre de mundo.
Entiendan aquí, se lo ruego, la palabra artista en un sentido muy
restringido, y la palabra hombre de mundo en un sentido muy amplio.
Hombre de mundo, es decir hombre del mundo entero, hombre que
comprende el mundo y las razones misteriosas y legítimas de todas
sus costumbres; artista, es decir especialista, hombre apegado a su
paleta como el siervo a la gleba.
Al Sr. G. no le gusta ser llamado
artista. ¿No tiene algo de razón? Se interesa por el mundo entero;
quiere saber, comprender, apreciar todo lo que pasa en la superficie
de nuestra esfera. El artista vive muy poco, o incluso nada, en el
mundo moral y político. El que vive en el barrio Breda ignora lo que
pasa en el Faubourg Saint-Germain. Salvo dos o tres excepciones, que
es inútil mencionar, la mayoría de los artistas son, hay que decido,
brutos muy hábiles, puros braceros, inteligencias de pueblo,
cerebros de aldea. Su conversación, por fuerza limitada a un círculo
muy estrecho, se hace rápidamente insoportable para el hombre de
mundo, para el ciudadano espiritual del universo. Así, para poder
comprender al Sr. G., tomen nota enseguida de esto: la curiosidad
puede ser considerada como el punto de partida de su genio.
¿Recuerdan un cuadro (¡en verdad es un cuadro!) escrito por la pluma
más poderosa de esta época, que tiene por título El hombre de la
multitud? Tras el cristal de un café, un convaleciente, contemplando
la multitud con regocijo, se une, con el pensamiento, a todos los
pensamientos que se agitan a su alrededor. Recientemente regresado
de las sombras de la muerte, aspira con delicia todos los gérmenes y
todos los efluvios de la vida; como ha estado a punto de olvidar
todo, recuerda y, con ardor, quiere acordarse de todo. Finalmente,
se precipita a través de esta multitud en busca de un desconocido
cuya fisonomía, entrevé en un abrir y cerrar de ojos, le ha
fascinado. ¡La curiosidad se ha convertido en una pasión fatal,
irresistible! Imaginen a un artista que se encontrara siempre,
espiritualmente, en estado convaleciente, y tendrán la clave del
carácter del Sr. G. Ahora bien, la convalecencia es como un retorno
a la infancia. El convaleciente disfruta en el más alto grado, como
el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas,
incluso las más triviales en apariencia. Remontémonos, si es
posible, por un esfuerzo retrospectivo de la imaginación, hacia
nuestras impresiones más jóvenes, primeras, y reconoceremos que
tenían un singular parentesco con las impresiones, tan vivamente
coloreadas, que recibimos más tarde tras de una enfermedad física,
siempre que 6 esa enfermedad haya dejado puras e intactas nuestras
facultades espirituales. El niño todo lo ve como novedad; está
siempre embriagado. Nada se parece más a lo que se llama inspiración
que la alegría con que el niño absorbe la forma y el color. Me
atrevería a ir más lejos; afirmo que la inspiración tiene alguna
relación con la congestión, y que todo pensamiento sublime va
acompañado de una sacudida nerviosa, más o menos fuerte, que resuena
hasta el cerebelo.
El hombre de genio tiene los nervios sólidos; el
niño los tiene débiles. En uno, la razón ha ocupado un lugar
considerable; en el otro, la sensibilidad ocupa casi todo el ser.
Pero el genio no es más que la infancia recuperada a voluntad, la
infancia dotada ahora, para expresarse, de órganos viriles y del
espíritu analítico que le permite ordenar la suma de materiales
acumulada involuntariamente. A esta curiosidad profunda y alegre hay
que atribuir el ojo fijo y animalmente extático de los niños ante lo
nuevo, cualquiera que sea, rostro o paisaje, luz, doraduras,
colores, telas tornasoladas, encantamiento de la belleza embellecida
por el aseo. Uno de mis amigos me decía un día que siendo muy
pequeño, asistía al aseo de su padre, y que contemplaba, con un
estupor mezclado de deleite, los músculos de los brazos, la
degradación de colores de la piel matizada de rosa y amarillo, y la
red azulada de las venas. El cuadro de la vida exterior ya le
penetraba de respeto y se apoderaba de su cerebro. Ya la forma le
poseía y obsesionaba. La predestinación asomaba precozmente la punta
de la nariz. La condenación se había producido. ¿Necesito decir que
ese niño es hoy un pintor célebre? Les rogaba antes considerar al
Sr. G. como un eterno convaleciente; para completar su concepto,
mírenlo también como un hombreniño, un hombre que posee cada minuto
el genio de la infancia, es decir un genio para el que ningún
aspecto de la vida está embotado. Les he dicho que me repugnaba
llamarle un puro artista, y que él mismo se defendía de ese título
con una modestia matizada de pudor aristocrático. Yo le llamaría
gustosamente dandy, y tendría para ello algunas buenas razones; pues
la palabra dandy implica una quintaesencia de carácter y una
inteligencia sutil de todo el mecanismo moral de este mundo; pero,
por otra parte, el dandi aspira a la insensibilidad, y en ese
aspecto el Sr. G., que está dominado por una pasión insaciable, la
de ver y sentir, se aparta violentamente del dandismo. Amabam amare
[Amaba amar], decía san Agustín. «Amo apasionadamente la pasión»,
diría de buen grado el Sr. G. El dandi está hastiado, o finge
estarlo, de política y razón de casta.
El Sr. G. siente horror por
las gentes hastiadas. Posee ese difícil arte (los espíritus
refinados me comprenderán) de ser sincero sin ridículo. Lo adornaría
con el nombre de filósofo, al que tiene derecho por más de una
razón, si su 7 amor excesivo a las cosas visibles, tangibles,
condensadas en su estado plástico, no le inspirara cierta
repugnancia hacia aquellas que forman el reino impalpable del metafísico. Reduzcámosle pues a la condición de puro moralista pintoresco,
como La Bruyere. La multitud es su dominio, como el aire es el del
pájaro, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es
adherirse a la multitud. Para el perfecto paseante, para el
observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre
el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo
infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en
todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer
oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos
espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua
sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que
disfruta en todas partes de su incógnito. El aficionado a la vida
hace del mundo su familia, como el aficionado al bello sexo compone
su familia con todas las bellezas encontradas, encontrables e
inencontrables; como el aficionado a los cuadros, vive en una
sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así, el enamorado
de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso
depósito de electricidad. También se le puede comparar, a él, a un
espejo tan inmenso como la multitud; a un caleidoscopio dotado de
consciencia, que, a cada uno de sus movimientos, representa la vida
múltiple y la gracia moviente de todos los elementos de la vida. Es
un yo insaciable del no yo, que, a cada instante, lo restituye y lo
expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y
fugitiva. «Todo hombre», decía un día el Sr. G. en una de esas
conversaciones que ilumina con una mirada intensa y un gesto
evocador, «todo hombre que no está abrumado por una de esas penas de
naturaleza demasiado positiva para no absorber todas las facultades,
y que se aburre en el seno de la multitud, ¡es un necio! ¡un necio!
¡Y yo lo desprecio!»
Cuando el Sr. G., al despertar, abre los ojos y
ve al llamativo sol al asalto de los cuadrados de las ventanas, se
dice con remordimiento, con pesar: «¡Qué orden imperioso! ¡qué luz
fanfarrona! ¡Ya desde hace varios horas, luz por todas partes! ¡luz
perdida por mi sueño! ¡Cuántas cosas iluminadas habría podido ver y
no he visto!, ¡Y se va! y mira discurrir el río de la vitalidad, tan
majestuoso y tan brillante. Admira la eterna belleza y la
sorprendente armonía de la vida en las capitales, armonía tan
providencialmente mantenida en el tumulto de la libertad humana.
Contempla los paisajes de la gran ciudad, paisajes de piedras
acariciadas por la bruma o golpeadas por la violencia del sol.
Disfruta de los bellos carruajes, de los fieros caballos, de la
limpieza deslumbrante de los botones, de la destreza de los lacayos,
de los andares de las mujeres ondulantes, de 8 los niños guapos,
felices de vivir y de estar bien vestidos; en una palabra, de la
vida universal. Si una moda, un corte de vestido, ha sido
ligeramente transformado, si los nudos de los lazos, los bucles han
sido destronados por las escarapelas, si la papalina se ha alargado
y si el moño ha descendido un punto sobre la nuca, si el cinturón se
ha elevado y la falda ampliado, crean que a una distancia enorme su
ojo de águila ya lo ha adivinado. Pasa un regimiento, que quizá va
al fin del mundo, lanzando al aire de los bulevares sus marchas
animadas y ligeras como la esperanza; y he aquí que el ojo de M. G.
ya ha visto, inspeccionado y analizado las armas, el porte y la
fisonomía de esa tropa: arreos, centelleos, música, miradas
decididas, bigotes pesados y serios, todo ello entra confusamente en
él; y en unos minutos, el poema resultante estará virtualmente
compuesto. Y he ahí que su alma vive con el alma de ese regimiento
que avanza como un solo animal, ¡fiera imagen de la alegría en la
obediencia! Pero ha llegado la noche. Es la hora extraña y dudosa en
que se cierran las cortinas del cielo, en que se alumbran las
ciudades. El gas hace mancha sobre la púrpura del ocaso. Honestos o
deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: «¡Por fin el
día ha terminado!» Los buenos y los malos tipos piensan en el
placer, y todos corren al lugar de su elección a beber la copa del
olvido. El Sr. G. se quedará el último donde pueda resplandecer la
luz, resonar la poesía, hormiguear la vida, vibrar la música; donde
una pasión pueda posar para su ojo, donde el hombre natural y el
hombre convencional se muestran en una extraña belleza, donde el sol
ilumine las alegrías rápidas del animal depravado. «He aquí, sin
duda, un día bien empleado», se dice cierto lector que todos hemos
conocido, «cada uno de nosotros tiene el genio suficiente para
llenado de la misma manera». ¡No! pocos hombres están dotados de la
facultad de ver; todavía hay menos que posean el poder de expresar.
Ahora, a la hora en que los otros duermen, éste está inclinado sobre
su mesa, asestando sobre una hoja de papel la misma mirada que
dedicaba anteriormente a las cosas, esforzándose con su lápiz, su
pluma, su pincel, haciendo saltar el agua del vaso al techo, secando
su pluma en su camisa, apresurado, violento, activo, como si temiera
que se le escaparan las imágenes, pendenciero aunque solo, y
atropellándose a sí mismo. y las cosas renacen sobre el papel,
naturales y más que naturales, bellas y más que bellas, singulares y
dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. La
fantasmagoría se ha extraído de la,. naturaleza. Todos los
materiales de los que se ha atestado la memoria se clasifican, se
alinean, se armonizan y experimentan esa idealización forzada que es
el resultado de una percepción infantil, es decir de una percepción
aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!
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