I Lo bello,
la moda y la felicidad
Hay en el mundo, incluso en el mundo de los
artistas, personas que van al museo del Louvre, pasan rápidamente, y
sin concederles una mirada, ante una multitud de cuadros muy
interesantes, aunque de segundo orden, y se plantan soñadores ante
un Tiziano o un Rafael, uno de aquellos que más ha popularizado el
grabado; después salen satisfechos, y más de uno diciéndose:
«Conozco mi museo». Hay otras personas que, al haber leído antaño a
Bossuet y Racine, creen poseer la historia de la literatura.
Por suerte, de vez en cuando aparecen
desfacedores de entuertos, críticos, aficionados, curiosos que
afirman que no todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que
los poetae minores tienen algo bueno, sólido y delicioso; y, en fin,
que por mucho que se ame la belleza general, que expresan los poetas
y los artistas clásicos, no por ello es menos equivocado descuidar
la belleza particular, la belleza circunstancial y los rasgos de las
costumbres:
He de decir que el mundo, desde hace varios
años, se ha corregido un poco. El precio que los aficionados fijan
ahora a las gentilezas grabadas y coloreadas del pasado siglo
demuestra que se ha producido una reacción en el sentido que el
público necesitaba; Oebucourt, los Saint Aubin, y muchos otros, han
entrado en el diccionario de los artistas dignos de ser estudiados.
Pero ésos representan el pasado; ahora bien, es a la pintura de
costumbres del presente a la que quiero dedicarme hoy. El pasado es
interesante no sólo por la belleza que han sabido extraerle los
artistas para quienes era el presente, sino también como pasado, por
su valor histórico. Lo mismo pasa con el presente. El placer que
obtenemos de la representación del presente se debe no solamente a
la belleza de la que puede estar revestido, sino también a su
cualidad esencial de presente.
Tengo ante mis ojos una serie de grabados de
modas que comienzan en la Revolución y acaban más o menos en el
Consulado. Estos trajes, que hacen reír a muchas 1 personas
irreflexivas, personas graves sin verdadera gravedad, presentan un
encanto de doble naturaleza, artístico e histórico. Muy a menudo son
bellos y están espiritualmente dibujados; pero lo que me importa al
menos lo mismo, y lo que estoy contento de encontrar en todos o en
casi todos, es la moral y la estética de la época. La idea que el
hombre se hace de lo bello se imprime en toda su compostura, arruga
o estira su traje, redondea o ajusta su movimiento, e incluso
penetra sutilmente, a la larga, los rasgos de su rostro. El hombre
acaba por parecerse a lo que querría ser. Esos grabados pueden ser
traducidos en bello y en feo; en feo, se convierten en caricaturas;
en bello, en estatuas antiguas.
Las mujeres vestidas con esos trajes se
parecían más o menos a unas o a otras, según el grado de poesía que
las marcara. La materia viva hacía ondulante lo que nos parece
demasiado rígido. La imaginación del espectador puede todavía hoy
mover y estremecerse esa túnica y ese chal Un día de estos, quizás,
aparecerá un drama en un teatro cualquiera, donde veremos la
resurrección de esos trajes bajo los cuales nuestros padres se
encontraban tan encantadores como nosotros bajo nuestros pobres
vestidos (que tienen también su gracia, es cierto, pero de una
naturaleza más bien moral y espiritual), y si los llevan y animan
comediantas y comediantes inteligentes, nos asombraremos de haber
reído tan a la ligera. El pasado, aun conservando lo excitante del
fantasma, recobrará la luz y el movimiento de la vida, y se hará
presente.
Si un hombre imparcial hojeara una por una
todas las modas francesas desde el origen de Francia hasta el
presente, no encontraría nada de chocante ni siquiera de
sorprendente. Las transiciones estarían tan abundantemente cuidadas
como en la escala del mundo animal: ninguna laguna, por tanto
ninguna sorpresa. y si añadiera a la viñeta que representa a cada
época el pensamiento filosófico que más la ocupaba o agitaba,
pensamiento del que la viñeta sugiere inevitablemente el recuerdo,
vería qué profunda armonía rige todos los componentes de la
historia, y que, incluso en los siglos que nos parecen más
monstruosos y locos, el inmortal apetito de lo bello ha encontrado
siempre satisfacción.
Es esta una buena ocasión, en verdad, para
establecer una teoría racional e histórica de lo bello, por
oposición a la teoría de lo bello único y absoluto; para mostrar que
lo bello es siempre, inevitablemente, de una doble composición,
aunque la impresión que produce sea una; pues la dificultad de
discernir los elementos variables de lo bello en la unidad de la
impresión, no invalida en nada la necesidad de la variedad en su
composición. Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable,
cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un
elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por
alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la
pasión. Sin ese segundo elemento, que es como la envoltura
divertida, centelleante, aperitiva, del dulce divino, el primer
elemento sería indigerible, inapreciable, no adaptado y no apropiado
a la naturaleza humana. Desafío a que se descubra una muestra
cualquiera de belleza que no contenga esos dos elementos.
Elijo, si se prefiere, los dos peldaños
extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad se hace
patente a la primera ojeada; la parte de belleza eterna solamente se
manifiesta con el permiso y bajo la regla de la religión a la que
pertenece el artista. En la obra más frívola de un artista refinado
perteneciente a una de esas épocas que calificamos demasiado
vanidosamente como civilizadas, la dualidad se muestra igualmente;
la porción eterna de belleza estará al mismo tiempo velada y
expresada, si no por la moda, al menos por el temperamento
particular del autor. La dualidad del arte es una consecuencia fatal
de la dualidad del hombre. Considerar, si queréis, la parte
eternamente subsistente como el alma del arte, y el elemento
variable como su cuerpo. Por eso Stendhal, espíritu impertinente,
guasón, incluso repugnante, pero cuyas impertinencias provocan
útilmente la meditación, se ha aproximado a la verdad más que muchos
otros, al decir que lo Bello no es sino promesa de la felicidad. Sin
duda esta definición sobrepasa el fin; somete demasiado lo bello al
ideal infinitamente variable de la felicidad; despoja con excesiva
presteza lo bello de su carácter aristocrático; pero tiene el gran
mérito de alejarse decididamente del error de los académicos.
He explicado ya estas cosas más de una vez;
estas líneas dicen lo bastante para aquellos que gustan de esos
juegos del pensamiento abstracto; pero sé que a la mayoría de los
lectores franceses no les complace apenas, y yo mismo tengo prisa
por entrar en la parte positiva y real de mi tema.
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