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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



TROYA BLANDA - HAMED, AMIR -
 

El siglo y su mapa siguen contando. Troya blanda veinte años después.*

Alma Bolón
 

Extraordinariamente escrita, con un español sintáctica y léxicamente resplandecientes de barroquismo, Troya blanda propone una visión de un siglo cuyos dilemas y desgarros siguen sin haberse suturado. Concluida la lectura, uno queda preguntándose cómo se produjo la longevidad triunfante de tanta nadería (identidad nacional, historia nacional, literatura nacional, partidos nacionales, héroes nacionales) que esta novela destripa al pasar, mientras deja en su lugar un mapa de un siglo que de todas partes venía a hacerse en estas tierras. 

Veinte años está cumpliendo Troya blanda, extensa y vigorosa novela de Amir Hamed, reverenciada por su fulgor y ninguneada tal vez por lo mismo, inscripta en algunos programas de Literatura Uruguaya y agotada en las librerías.

Muy probablemente sin que mediara voluntad alguna,  esta novela vio la luz cuando se cumplían los ciento cincuenta años del nacimiento de Isidore Ducasse, alias conde de Lautréamont, autor de Cantos de Maldoror, montevideano  y troyano, personaje semi teratológico, cuyo nacimiento fabuloso Troya blanda adelanta dos años y cuya gestación prolonga a uno, favoreciendo así que su concepción coincida con el inicio del sitio de Montevideo, con ese sitio inaudito que fue Montevideo, en aquella mitad del siglo XIX.

Porque, se sospechará, el  nombre Troya blanda refiere al título Montevideo o Una nueva Troya novela que por aquellos años de épica excéntrica el leidísimo Alexandre Dumas compuso bajo dictado de su musa Melchor Pacheco y Obes. Sin embargo, la novela de Hamed no se confina en la narración de los avatares de la guerra y del sitio, como sí lo hace su colega Dumas, sino que se extiende por sobre los años y sus parajes, ofreciendo de este modo un deslumbrante mapa del  siglo XIX.

Toman cuerpo en esta novela nombres decisivos como José -Giuseppe- Garibaldi,  Giuseppe Mazzini, Alexandre Florian Joseph Colonna, conde Walewski, Mastai Ferretti alias Pío IX alias Pío Nono, Louis Napoléon, la emperatriz Eugénie, José María Paz, el profesor Karl Marx, Bartolomé Mitre, Manuel Oribe, Mary Shelley y su Frankestein, Thiébaut, Lord Byron, Juan Manuel de Rosas, Justo José de Urquiza, Juan Antonio Lavalleja, Melchor Pacheco y Obes, Ana Monterroso, Herrera y Obes, Nicolás I, Mohamed Ali, Léon Gambetta, Fructuoso Rivera, Francisco Solano López, Florence Nightingale, Alphonse de Lamartine, Venancio Flores, Elisa Lynch, Victor Hugo, Andrés Lamas, Émile de Girardin, Delfina de  Vedia, Miguel Durante de Aguiar, Lord Palmerston, Bernardina Fragoso, François Ducasse, Adolfo y Bernardo Berro, Heinrich Schliemann, Sophia Engastromenu, Charles Baudelaire, Anita Garibaldi y sus hijos Rosita, Teresa, Menotti y Ricciotti, Bismarck, Charles Darwin, José Artigas, Isidore Ducasse, Napoléon, Nietzsche y un elenco numeroso que la memoria ahora abandona.

Entre todos ellos, el siglo y sus sitios se van dibujando, desde las orillas del lago Léman hasta las fortificaciones de Sebastopol y la maleza cruenta de Cerro Corá, pasando por el faubourg Montmartre, los aposentos papales del Quirinal y la cuenca del Plata. Justamente, desde una óptica rioplatense pero no exclusivamente, cobra acuciante interés ese espesamiento del tiempo que se produce en Montevideo, ciudad sitiada que se sospecha sitiadora y que, para fulminar a quienes la asedian, concibe su caballo de Troya, su tanque tonto que nunca podrá atravesar la puerta de la Ciudadela. Cuando el siglo se está partiendo, fabrican este tiempo que se hojaldra en Montevideo los contingentes de inmigrantes que, en francés, italiano, vasco, inglés, alemán y danés, vienen a  convivir pacífica o belicosamente con las generaciones de esclavos traídos de África, con los guaraníes diezmados o integrados, con los criollos aposentados y propietarios, o apeonados. Entre todos ellos, con sus muchos acentos, se van modulando los conflictos: dogma de la infalibilidad pontificia (y de la inmaculada concepción) y soberanía de la razón; libertad de pensar y libertad de circular acarreando  por los ríos platenses las pensadas mercancías anglofrancesas; capillas vaticanas y capillas masónicas, épicas gauchas y pastorales adoquinadas. Así, el Syllabus de Pío IX, el ex Giovanni  Mastai  Ferretti que veinte años antes de su papización había zozobrado en las costas de Maldonado y pasado por Montevideo rumbo a Santiago de Chile, en la cuarta de sus diez condenas, identificaba sin alharacas su eje del mal: «Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades liberales, sociedades clérico-liberales».

En este siglo que se reúne en Montevideo de un lado y otro de sus muros, se encuentran pues jugando sus piezas (y a veces sencillamente jugándose), reyes y peones de variopinto idioma y catadura. Acuden también a ampararse en la civilización sitiada los grandes poetas porteños, a los que Amir Hamed da la palabra con generosidad. Por este camino, Troya blanda muestra su faz de fino ensayo literario, al ficcionalizar una convicción que Hamed argumentará luego en su Orientales, Uruguay a través de su poesía, a saber, la matriz literaria rioplatense de Isidore Ducasse. En consecuencia, son extraordinarias páginas las dedicadas a la concepción de Isidore, en el vientre de cuya madre, Céleste Davezac, conviven la semilla de François Ducasse, funcionario consular y fotógrafo titular de la época, y la semilla de Aguiar, esclavo liberto que elige la guerra antes que permanecer protegido y, literalmente, castrado junto a Bernardina Fragoso de Rivera. Este liberto, africano que porta en sí mismo el tiempo al punto de fungir como reloj de pie en casa de Bernardina, entregado a la defensa de Montevideo, se volverá para siempre la Sombra protectora de Garibaldi, interponiéndose una y mil veces entre el nizano y el peligro. En una noche del 43, en la inminencia de la entrada de las tropas oribistas, Aguiar apoyado en un brocal fecundará a Céleste, como luego lo hará el canciller Ducasse, traspasado de pavor y deseo por el albur que corren él y su ciudad adoptiva. A esta concepción fabulosa seguirá una prolongada gestación y luego un nacimiento en que Isidore Ducasse será ungido divinidad de los negros montevideanos -será el Paladio, un poco pasmado por su demorado parto, de esta nueva Troya- y recibirá los dones de los poetas que visitan al canciller y se inclinan ante la cuna del pasmadito: Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Hilario Ascasubi, Francisco Acuña de Figueroa.       

Extraordinariamente escrita, con un español sintáctica y léxicamente resplandecientes de barroquismo, Troya blanda propone una visión -una teoría, una manera de ver, es decir, de haber entendido- de un siglo cuyos dilemas y desgarros siguen sin haberse suturado. Concluida la lectura, uno queda preguntándose cómo se produjo la longevidad triunfante de tanta nadería (identidad nacional, historia nacional, literatura nacional, partidos nacionales, héroes nacionales) que esta novela destripa al pasar y como por inadvertencia, mientras deja en su lugar un mapa de un siglo que de todas partes venía a hacerse en estas tierras.

Como es muy frecuente en Amir Hamed, su escritura tiene el esplendor de la precisión; atiéndase nomás cómo sabe conjugar las palabras hipercultas y el buen romance, hoy olvidado por el minimalismo literario y la dimisión de la Escuela, que volvieron al español del Uruguay una variedad apta para turistas apurados. Sin duda también, refulge su erudición, destilada con agudeza de lecturas generosas y arduas, realizadas en una época en que wikipedia y wikisource no ponían tanto al alcance de la pantalla. Y, como es habitual en Hamed, erudición y barroquismo se aligeran, en franca buenas migas con su sentido del humor, que declina la servidumbre ante cualquier causa, así sea ésta una tan elevada como la de los conocimientos que procuran los libros.

Pero por sobre todo esto, Troya blanda también puede ser leída como una delicada y melancólica reflexión sobre la duración, sobre los espesamientos y adelgazamientos del tiempo, sobre los fines y los finales que el tiempo va dibujando y borroneando, sobre la escritura como oportunidad de volver a lo que no tuvo lugar y sin embargo es.

Por cierto, la extensión de la novela no es ajena a esta lograda figuración del tiempo duradero y no obstante fugaz, como tampoco este logro es ajeno al lapso abrazado: cien años siguen siendo mucho, sobre todo con tan poca soledad, para los seres humanos, aunque cien años vayan acercándose, según la fórmula aristotélica, a lo que una mirada humana podría captar.  

Sin embargo, la luz melancólica principal, en Troya blanda, corre por cuenta de Alexandre Florian Joseph Colonna, conde Walewski, hijo bastardo de Napoléon Bonaparte y de la condesa polaca Marie Walewska, militar, político y diplomático que actuó por cuenta de Francia, attaché en la embajada de Francia en Buenos Aires durante el ministerio de Guizot, es decir en los últimos meses de la monarquía que en febrero de 1848 cayó para no levantarse más. Siguiendo o alejándose de estos mínimos datos, Amir Hamed crea un personaje entrañable, que recorre el siglo y los continentes, actuando incansable como el mejor de sus espectadores, contrito por faltas ajenas, escaso de deseos propios, infinitamente amable.

Concebida y planteada como un folletín, forma regia de la literatura decimonónica, Troya blanda, veinte años después de su primera publicación, sigue siendo un texto de vanguardia, una máquina de guerra lanzada contra los siempre verdes lugares comunes de nuestra historia y su novela histórica, de nuestra literatura y su realismo o su fantasía, de nuestra cultura y su autoctonía.

 


* Publicado originalmente en Brecha
, 4/XI/2016

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