Veinte años está cumpliendo
Troya blanda,
extensa y vigorosa novela de
Amir Hamed, reverenciada por su fulgor y ninguneada tal vez
por lo mismo, inscripta en algunos programas de Literatura
Uruguaya y agotada en las librerías.
Muy probablemente sin que mediara voluntad alguna,
esta novela vio la luz
cuando se cumplían los ciento cincuenta años del nacimiento de
Isidore Ducasse, alias conde de Lautréamont, autor de
Cantos de Maldoror, montevideano y
troyano, personaje semi teratológico, cuyo nacimiento fabuloso
Troya blanda adelanta
dos años y cuya gestación prolonga a uno, favoreciendo así que
su concepción coincida con el inicio del sitio de Montevideo,
con ese sitio inaudito que fue Montevideo, en aquella mitad del
siglo XIX.
Porque, se
sospechará, el
nombre Troya blanda
refiere al título
Montevideo o Una nueva Troya novela que por aquellos años de
épica excéntrica el leidísimo Alexandre Dumas compuso bajo
dictado de su musa Melchor Pacheco y Obes. Sin embargo, la
novela de Hamed no se confina en la narración de los avatares de
la guerra y del sitio, como sí lo hace su colega Dumas, sino que
se extiende por sobre los años y sus parajes, ofreciendo de este
modo un deslumbrante mapa del siglo
XIX.
Toman cuerpo
en esta novela nombres decisivos como José -Giuseppe- Garibaldi,
Giuseppe Mazzini, Alexandre Florian Joseph Colonna, conde
Walewski, Mastai Ferretti alias Pío IX alias Pío Nono, Louis
Napoléon, la emperatriz Eugénie, José María Paz, el profesor
Karl Marx, Bartolomé Mitre, Manuel Oribe, Mary Shelley y su
Frankestein, Thiébaut, Lord Byron, Juan Manuel de Rosas, Justo
José de Urquiza, Juan Antonio Lavalleja, Melchor Pacheco y Obes,
Ana Monterroso, Herrera y Obes, Nicolás I, Mohamed Ali, Léon
Gambetta, Fructuoso Rivera, Francisco Solano López, Florence
Nightingale, Alphonse de Lamartine, Venancio Flores, Elisa
Lynch, Victor Hugo, Andrés Lamas, Émile de Girardin, Delfina de
Vedia, Miguel Durante de
Aguiar, Lord Palmerston, Bernardina Fragoso, François Ducasse,
Adolfo y Bernardo Berro, Heinrich Schliemann, Sophia
Engastromenu, Charles Baudelaire, Anita Garibaldi y sus hijos
Rosita, Teresa, Menotti y Ricciotti, Bismarck, Charles Darwin,
José Artigas, Isidore Ducasse, Napoléon, Nietzsche y un elenco
numeroso que la memoria ahora abandona.
Entre todos ellos, el siglo y sus sitios se van dibujando, desde
las orillas del lago Léman hasta las fortificaciones de
Sebastopol y la maleza cruenta de Cerro Corá, pasando por el
faubourg Montmartre, los aposentos papales del Quirinal y la
cuenca del Plata. Justamente, desde una óptica rioplatense pero
no exclusivamente, cobra acuciante interés ese espesamiento del
tiempo que se produce en Montevideo, ciudad sitiada que se
sospecha sitiadora y que, para fulminar a quienes la asedian,
concibe su caballo de Troya, su tanque tonto que nunca podrá
atravesar la puerta de la Ciudadela. Cuando el siglo se está
partiendo, fabrican este tiempo que se hojaldra en Montevideo
los contingentes de inmigrantes que, en francés, italiano,
vasco, inglés, alemán y danés, vienen a
convivir pacífica o belicosamente con las generaciones de
esclavos traídos de África, con los guaraníes diezmados o
integrados, con los criollos aposentados y propietarios, o
apeonados. Entre todos ellos, con sus muchos acentos, se van
modulando los conflictos: dogma de la infalibilidad pontificia
(y de la inmaculada concepción) y soberanía de la razón;
libertad de pensar y libertad de circular acarreando
por los ríos platenses las pensadas mercancías
anglofrancesas; capillas vaticanas y capillas masónicas, épicas
gauchas y pastorales adoquinadas. Así, el
Syllabus de Pío IX, el
ex Giovanni Mastai
Ferretti que veinte años antes de su papización había
zozobrado en las costas de Maldonado y pasado por Montevideo
rumbo a Santiago de Chile, en la cuarta de sus diez condenas,
identificaba sin alharacas su eje del mal: «Socialismo,
comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades
liberales, sociedades clérico-liberales».
En este siglo que se reúne en Montevideo de un lado y otro de
sus muros, se encuentran pues jugando sus piezas (y a veces
sencillamente jugándose), reyes y peones de variopinto idioma y
catadura. Acuden también a ampararse en la civilización sitiada
los grandes poetas porteños, a los que Amir Hamed da la palabra
con generosidad. Por este camino,
Troya blanda muestra
su faz de fino ensayo literario, al ficcionalizar una convicción
que Hamed argumentará luego en su
Orientales, Uruguay a
través de su poesía, a saber, la matriz literaria
rioplatense de Isidore Ducasse. En consecuencia, son
extraordinarias páginas las dedicadas a la concepción de Isidore,
en el vientre de cuya madre, Céleste Davezac, conviven la
semilla de François Ducasse, funcionario consular y fotógrafo
titular de la época, y la semilla de Aguiar, esclavo liberto que
elige la guerra antes que permanecer protegido y, literalmente,
castrado junto a Bernardina Fragoso de Rivera. Este liberto,
africano que porta en sí mismo el tiempo al punto de fungir como
reloj de pie en casa de Bernardina, entregado a la defensa de
Montevideo, se volverá para siempre la Sombra protectora de
Garibaldi, interponiéndose una y mil veces entre el nizano y el
peligro. En una noche del 43, en la inminencia de la entrada de
las tropas oribistas, Aguiar apoyado en un brocal fecundará a
Céleste, como luego lo hará el canciller Ducasse, traspasado de
pavor y deseo por el albur que corren él y su ciudad adoptiva. A
esta concepción fabulosa seguirá una prolongada gestación y
luego un nacimiento en que Isidore Ducasse será ungido divinidad
de los negros montevideanos -será el Paladio, un poco pasmado
por su demorado parto, de esta nueva Troya- y recibirá los dones
de los poetas que visitan al canciller y se inclinan ante la
cuna del pasmadito: Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Domingo
Faustino Sarmiento, Hilario Ascasubi, Francisco Acuña de
Figueroa.
Extraordinariamente escrita, con un español sintáctica y
léxicamente resplandecientes de barroquismo,
Troya blanda propone
una visión -una teoría, una manera de ver, es decir, de haber
entendido- de un siglo cuyos dilemas y desgarros siguen sin
haberse suturado. Concluida la lectura, uno queda preguntándose
cómo se produjo la longevidad triunfante de tanta nadería
(identidad nacional, historia nacional, literatura nacional,
partidos nacionales, héroes nacionales) que esta novela destripa
al pasar y como por inadvertencia, mientras deja en su lugar un
mapa de un siglo que de todas partes venía a hacerse en estas
tierras.
Como es muy
frecuente en Amir Hamed, su escritura tiene el esplendor de la
precisión; atiéndase nomás cómo sabe conjugar las palabras
hipercultas y el buen romance, hoy olvidado por el minimalismo
literario y la dimisión de la Escuela, que volvieron al español
del Uruguay una variedad apta para turistas apurados. Sin duda
también, refulge su erudición, destilada con agudeza de lecturas
generosas y arduas, realizadas en una época en que wikipedia y
wikisource no ponían tanto al alcance de la pantalla. Y, como es
habitual en Hamed, erudición y barroquismo se aligeran, en
franca buenas migas con su sentido del humor, que declina la
servidumbre ante cualquier causa, así sea ésta una tan elevada
como la de los conocimientos que procuran los libros.
Pero por
sobre todo esto, Troya
blanda también puede ser leída como una delicada y
melancólica reflexión sobre la duración, sobre los espesamientos
y adelgazamientos del tiempo, sobre los fines y los finales que
el tiempo va dibujando y borroneando, sobre la escritura como
oportunidad de volver a lo que no tuvo lugar y sin embargo es.
Por cierto,
la extensión de la novela no es ajena a esta lograda figuración
del tiempo duradero y no obstante fugaz, como tampoco este logro
es ajeno al lapso abrazado: cien años siguen siendo mucho, sobre
todo con tan poca soledad, para los seres humanos, aunque cien
años vayan acercándose, según la fórmula aristotélica, a lo que
una mirada humana podría captar.
Sin embargo,
la luz melancólica principal, en
Troya blanda, corre
por cuenta de Alexandre Florian Joseph Colonna, conde Walewski,
hijo bastardo de Napoléon Bonaparte y de la condesa polaca Marie
Walewska, militar, político y diplomático que actuó por cuenta
de Francia, attaché en la embajada de Francia en Buenos Aires
durante el ministerio de Guizot, es decir en los últimos meses
de la monarquía que en febrero de 1848 cayó para no levantarse
más. Siguiendo o alejándose de estos mínimos datos, Amir Hamed
crea un personaje entrañable, que recorre el siglo y los
continentes, actuando incansable como el mejor de sus
espectadores, contrito por faltas ajenas, escaso de deseos
propios, infinitamente amable.
Concebida y
planteada como un folletín, forma regia de la literatura
decimonónica, Troya blanda, veinte años después de su primera publicación, sigue
siendo un texto de vanguardia, una máquina de guerra lanzada
contra los siempre verdes lugares comunes de nuestra historia y
su novela histórica, de nuestra literatura y su realismo o su
fantasía, de nuestra cultura y su autoctonía.